28

Miré hacia atrás pero no podía desviar la vista el tiempo suficiente para asegurarme. Quizás el tipo respirara muy despacio.

—Tiene que hacer algo —me dijo.

—¡Ni que fuera yo médico!

—Tenemos que llevarlo a un hospital.

—Los hospitales tienen el número de la policía grabado en la marcación rápida.

—Podríamos dejar la furgoneta en la puerta y darnos a la fuga.

Seguí conduciendo, sin tener ni idea de adónde me dirigía, tomando la opción fácil en cada cruce, siguiendo la corriente, por calles que parecían interminables, ninguna de ellas rectas. Me daba la impresión de que avanzábamos hacia el norte, alejándonos del río. Que Romford quedaba a la derecha. Dejamos atrás establecimientos de todo tipo, incluidos restaurantes anónimos de comida rápida, kebabs, pollo frito, pizza o hamburguesas, agencias de seguros, tiendas de telefonía móvil y tiendas de alfombras. Ningún hospital. Si era verdad que el tipo no respiraba, hacía minutos que había muerto.

Me metí en un callejón lleno de baches que tenía garajes individuales a uno y otro lado. Allí no había nada, exceptuando una bicicleta rota y oxidada. Ni gente. Ni actividad. Paré, dejé la palanca de cambios en punto muerto con cierta torpeza y me di la vuelta.

Y observé.

Y esperé.

No, no respiraba.

El otro no dejaba de mirarme. De nariz para abajo, su rostro era una máscara de color rojo. De nariz para arriba estaba pálido. Ahora sí que era blanco. Tenía la napia hecha un poema. Los ojos, abiertos como platos.

—Voy a ir atrás y a abrir las puertas. Como me des el más mínimo problema, te hago lo mismo que a él —le advertí.

No respondió.

—¿Me has entendido? —le pregunté.

—Sí. —Al decirlo se le formaron pequeñas burbujas de sangre en la comisura de los labios.

Abrí la puerta, bajé de la furgoneta y fui hasta la parte de atrás. Casey Nice hizo lo mismo por su lado. Giré la manilla y abrí. El que respiraba estaba a la izquierda y el que no, a la derecha. Metí la mano a modo de prueba. No reaccionaron. Cogí por la muñeca al de la derecha y le busqué el pulso.

Nada.

Me incliné hacia delante, me puse de rodillas y se lo busqué en el cuello. Seguía caliente. Le bajé un poco el cuello de la camisa y le puse los dedos debajo de la mandíbula. Permanecí así un buen rato, por si acaso. Lo observé mientras esperaba. Tenía dos perforaciones en una de las orejas y un pequeño tatuaje que le asomaba por el cuello de la camisa. Parecía la hoja de un árbol girando al viento.

Estaba muerto.

—Deberíamos registrarle los bolsillos —dije—. Deberíamos registrárselos a los dos.

Me hice a un lado para encargarme del vivo.

—No puedo —dijo Casey Nice.

—¿El qué no puede? —le pregunté.

—Registrar a un muerto —respondió.

—Por qué.

—Me da repelús.

—¿Cambiamos?

—¿Podría registrárselos usted a ambos?

—Claro.

Y así lo hice. El que seguía con vida llevaba tan pocas cosas encima que resultaba sospechoso. Y lo que llevaba resultaba sospechoso en sí mismo. Para cuando acabé con los pantalones, tenía claro que no era policía. Para empezar, llevaba demasiado dinero en efectivo. Cientos y cientos de libras esterlinas, puede que miles, en un rollo con manchas de grasa. Los policías son funcionarios, lo que no los convierte en pobres, pero viven al día, se les acumulan las facturas y sudan tinta para pagar los plazos de las tarjetas de crédito. Y, además, no llevaba ningún tipo de dispositivo de comunicación. Nada de nada. En ninguna parte. Ni teléfono móvil ni radio. Lo que era impensable para un policía de servicio.

Me quedé el dinero y le pasé la cartera a Casey Nice.

—Compruébela —le pedí.

Después me puse a registrar al muerto, a quien le encontré el mismo botín. Pasta gansa en efectivo y la cartera. Me quedé el dinero y le di la cartera a Casey Nice. La primera ya la había registrado.

—Parece que tenía razón —me dijo—. Es todo falso. El plástico está rascado a propósito y yo diría que lo amarillo está hecho con un marcador fluorescente. La identificación es un documento de Word y la placa es una imagen de baja resolución sacada, lo más seguro, de alguna página electrónica.

Volví a fijarme en el tatuaje del muerto. Quizá lo hubiera visto mal. Porque, vamos a ver, ¿por qué iba a tatuarse un tipo duro la hoja de un árbol girando al viento? De hecho, ¿para qué iba a tatuarse una hoja? A menos que fuera ecologista, cosa que dudaba mucho. Igual no era lo que me había parecido.

—Mire —comenté.

Me incliné, le desaté la corbata y se la saqué por el cuello de la camisa, estirando, le desabroché los cuatro primeros botones y se la abrí, como si fuera uno de esos de las discotecas de los años setenta.

El tatuaje no era una hoja. Era una floritura, un detalle que adornaba la zona superior izquierda de la letra mayúscula con la que empezaba la primera palabra de las tres que conformaban la especie de marbete que llevaba escrito en curva en la parte superior del pecho, como si se tratase de una gargantilla de mujer: «Chicos de Romford».

—Por si van a prisión —le dije—. Así los demás presos los dejan en paz.

Volví a cerrar las puertas y comprobé la manilla. Bien cerrada.

Casey Nice no dijo nada.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Ha corrido un gran riesgo. ¿Y si se hubiera equivocado? Podía haber sido una manera de presentarse.

—La gente miraba hacia otro lado. Porque sabe lo que le conviene. Puede que esté acostumbrada. Puede que estas furgonetas negras tengan un significado bien claro en el vecindario. Puede que sea así como desaparecen otras personas, personas que nadie vuelve a ver.

Siguió callada.

—Además, solo eran dos. Si nos estuvieran siguiendo porque somos asesores extranjeros no acreditados, le habrían dado el trabajo a la División Especial, que no solo tiene que justificar su desproporcionado presupuesto, sino que le encanta el espectáculo. Habrían aparecido acompañados de media docena de equipos del SWAT lanzando gases lacrimógenos a diestro y siniestro. Nos habrían superado en número por cincuenta a uno. Habría sido una zona de combate. Ya no es como en las películas. Ya no van por ahí con gabardina.

—¿Cuándo se ha dado cuenta?

—Deberían haber conducido una berlina. Y deberían haber dicho que eran del MI5. De esa gente puedes esperarte cualquier mierda.

Subimos de nuevo a la furgoneta y me incliné para rebuscar en la guantera. Había dos teléfonos móviles, de esos de tarjeta y un número limitado de minutos, ambos empaquetados aún, imposibles de rastrear si se habían pagado en metálico, cosa de la que no me cabía la más mínima duda. Ante todo, seguridad diligente. Era evidente que los Chicos de Romford tenían el negocio muy bien montado. Sabían que cualquier operación los hacía vulnerables. Incluso recoger a dos desconocidos desprevenidos a las puertas de un hotel económico. Podría suceder cualquier cosa. Como que nos resistiéramos y que un policía al que no sobornaban pasara por allí justo en el momento más inoportuno. De ahí que no llevaran pistola, ni cuchillo, ni teléfonos usados. Menos pruebas para el fiscal, menos datos para los expedientes.

Moví la palanca de cambios a la izquierda primero y hacia arriba después, y salí a la calle, dando brincos sobre los baches.

Conduje algo más de kilómetro y medio en dirección sur, luego giré hacia el este, hacia Romford. Me gusta dármelas de duro tanto como al que más y estaba buscando el sitio adecuado para obtener una declaración. Quería que encontraran la furgoneta después de tirarse un día entero preocupados, quería ver quién la encontraba y quería hacerlo desde un emplazamiento seguro. Así que, con esas tres condiciones en mente, seguimos dando vueltas hasta que encontramos un sitio que las cumplía. Se trataba de un aparcamiento con el pavimento cuarteado que había detrás de un pequeño supermercado. A su vez, detrás del estacionamiento había una pensión. Ocupaba dos antiguas casas adosadas que habían convertido en una sola y tenía cantidad de ventanas. Casey Nice cargó un mapa en el móvil y examinó la zona. Era adecuada. La pensión estaba en una calle principal que iba de norte a sur, y cerca había calles que salían a derecha e izquierda.

—Pero seguro que tienen ojos en la pensión —comentó Casey Nice—. Desde luego, los tenían en la empresa de minitaxis. A cambio de un descuento en el impuesto de protección, lo más probable. Puede que un gran descuento, de hecho, porque el que nos ha llevado a Wallace Court ha debido de telefonearlos de inmediato.

—Porque Wallace Court está en su radar. La pensión no. Además, ahora mismo creen que nos tienen. No empezarán a buscarnos de nuevo hasta que encuentren la furgoneta. Así que, de momento, estamos a salvo.

Dimos una vuelta más y aparcamos a algo menos de cien metros de la entrada del aparcamiento. Le dije a Casey Nice que me reuniría con ella en la esquina.

—Puede que haya una cámara en el aparcamiento —comentó ella.

—Agacharé la cabeza —le dije.

—No será suficiente. Es usted muy peculiar.

—Habremos salido del país antes de que empiecen a repasar las cintas.

No dijo nada. Se apeó y se alejó. Tenía claro qué habíamos tocado y borré las huellas con la corbata del muerto. Las manillas exteriores, las interiores, el volante, la palanca de cambios, los intermitentes, tanto la hebilla como el broche de los cinturones de seguridad, la guantera. Tiré la corbata por una alcantarilla, me subí el cuello de la chaqueta y metí las manos dentro de las mangas. Conduje de esa guisa el último trecho y aparqué en una plaza que quedaba cerca de la puerta de carga del supermercado. Paré el motor, salí tras sacar la llave, pulsé el botón de cierre, la puerta emitió un pitido, y me marché con la cabeza gacha y mirando al suelo.

Casey Nice me esperaba en la esquina y caminamos otra manzana antes de girar y entrar en una calle más ancha y ajetreada que la mayoría, con cuatro carriles, con autobuses y camionetas, y el tráfico congestionado. La entrada de la pensión estaba justo donde habíamos supuesto. Una vez dentro nos encontramos con un vestíbulo que debía de haber sido moderno y estado limpio hacía treinta años, pero ya no era el caso. Pedimos una habitación en la parte de atrás. Dijimos que queríamos evitar el ruido del tráfico. Explicamos que la compañía aérea nos había perdido las maletas y que habíamos quedado en que nos las llevaría allí. Pagué con la pasta del rollo del muerto, nos dieron una enorme llave de latón y subimos la escalera.

La habitación estaba fría y un poco húmeda, pero la ventana era grande y teníamos una vista excelente. El aparcamiento estaba justo enfrente, unos cuarenta y cinco grados por debajo. Veíamos la furgoneta claramente, con el culo hacia nosotros. Casey Nice se sentó en la cama y yo cogí la silla del tocador, pero no me puse cerca de la ventana. No quería que alguien levantase la mirada y viera dos óvalos pálidos contra el cristal. Siempre es mejor estar protegido por la oscuridad, como John Kott en París sobre la mesa del comedor.

Esperamos, como había hecho yo tantas otras veces. Esperar es quizá lo que más se hace en los cuerpos de seguridad, y en la vida militar en general. Largos y pesados periodos de poca cosa aderezados con estallidos esporádicos de alguna que otra. Se me daba bien y resultó que a Casey Nice también. Permaneció despierta, que era lo principal. Se mostraba tranquila, sin mirar con descaro, concentrándose en los puntos en los que se veía movimiento. En un momento dado fue al servicio y me pregunté si habría aprovechado para tomar alguna pastilla, pero no dije nada.

Entonces me hizo la pregunta inevitable.

—¿Se siente mal por lo que ha pasado con el de la furgoneta?

—¿Con cuál de ellos? —pregunté a mi vez.

—El que ha muerto.

—¿Se refiere al que he matado a sangre fría?

—Supongo.

—Era un matón.

—¿Se siente mal?

—No.

—¿De verdad?

—¿Usted sí?

—Un poco.

—Pero si usted no le ha hecho nada.

—Aun así.

—Podía elegir —le dije—. Podría haber dedicado su vida a ayudar a viejecitas a cruzar la calle. Podría haber sido voluntario en la biblioteca. Supongo que alguna biblioteca tendrán aquí. Podría haber organizado una colecta para África, o para dondequiera que se necesiten donativos hoy en día. Podría haber hecho la hostia de cosas buenas. Pero no fue así. Eligió no hacerlas. Eligió pasar la vida extorsionando a la gente y haciéndole daño. Y resulta que hoy ha abierto la puerta que no debía y lo que ha salido por ella era problema suyo, no mío. Además, era un inútil. Un echado a perder. Demasiado estúpido para seguir vivo.

—La estupidez no es un pecado capital. Además, aquí no hay pena de muerte.

—Ahora sí.

No dijo nada y volvimos a sumirnos en el silencio. La luz de la tarde se fue desvaneciendo y una farola de gas, de esas que dan una luz muy amarilla, fue cogiendo fuerza en el aparcamiento. Estaba sobre un poste alto y alumbraba casi toda la furgoneta negra. Otros coches llegaban, aparcaban y volvían a irse. Todos los conductores, sin excepción, echaban un vistazo a la furgoneta y apartaban la mirada. Al principio pensé que se debía a que sabían a quiénes pertenecía y que su presencia los inquietaba. Pero acabé dándome cuenta de que no era esa la razón.

—El que respira debe de estar gritando y dando golpes —dije.

Qué fallo. Debería haberle dicho que no lo hiciera. O asegurarme de que no podía. Aquello iba a estropear la secuencia temporal que me había imaginado. No iba a conseguir que pasasen un día preocupándose. Un par de horas a lo sumo. Aunque, al principio, la falta de interés que mostró la población de Romford por ejercer de buen samaritano resultó de lo más absoluta. Nadie hacía una puta mierda por el tipo. Todos miraban hacia otro lado y se marchaban del aparcamiento cuanto antes. Una nueva demostración, supuse, de que los tiranos no inspiran ni amor ni lealtad.

—Tengo hambre —comentó Casey Nice.

—Seguro que encuentra algún establecimiento de comida en la manzana —le dije—. Kebabs, pollo frito, pizza, hamburguesas; lo que le apetezca. Esta ciudad parece la capital mundial de la comida rápida.

—¿Le apetece algo?

—Come mientras puedas. Es la regla de oro.

—¿No tiene hambre?

—Un poco.

—¿Qué prefiere?

—Pizza. Solo de queso. Baja la probabilidad de que haya rata o paloma entre los ingredientes. O gato o perro.

—¿Algo de beber?

—Lo que sea, siempre que se haya producido en una fábrica y se distribuya en un contenedor sellado.

—No me pasará nada, ¿verdad?

—Eso depende de lo que pida.

—Me refiero ahí fuera.

—¿Le preocupa que la atraquen?

—Me preocupa que me vea uno de los Chicos de Romford.

—No nos están buscando. Creen que nos tienen.

—Una cosa es que no nos busquen y otra que nos vean por casualidad.

—Si le dijera que se describiera con siete palabras, ¿cuáles usaría?

—¿Física o psicológicamente?

—Suponga que es usted el conductor del minitaxi y que tiene que describirla.

—Pues…

—Mujer, altura media, coleta, cazadora de cuero marrón. Diría eso. No puede hacer nada ni con lo de la altura ni con el sexo, pero puede soltarse el pelo y quitarse la cazadora. Entonces pasará usted a ser «veinteañera con vaqueros y camiseta». Y de esas hay cientos de miles por las inmediaciones. No le pasará nada.

Así que se llevó la mano a la coleta y se quitó la goma, sacudió la cabeza y el pelo cayó suelto. Dejó resbalar la cazadora por un hombro, por el otro a continuación y, luego, por ambos brazos a la vez, la dejó sobre la cama y me miró.

¿Se parecía a Dominique Kohl? Sí y no. No, porque su patrimonio genético tiraba hacia lo escandinavo, mientras que el de Kohl estaba más cerca del mediterráneo. Kohl tenía la piel más oscura, el pelo más oscuro y los ojos más oscuros. Las semanas durante las que la había tratado había hecho un calor excepcional, incluso para D. C. en verano, y se había puesto cada vez más morena con el paso de los días. Casi siempre llevaba pantalones cortos y camiseta. Y era justo la camiseta lo que las conectaba. La de Kohl era verde oliva y la de Casey Nice, blanca, y por debajo de tan sencilla prenda ambas eran jóvenes, estaban en forma, en plenitud de facultades físicas, eran esbeltas y delicadas, flexibles, armoniosas y ágiles, idénticas en cierto modo. Al menos por fuera. El interior era diferente. Allí donde Casey Nice era reservada, Kohl había sido más echada para delante, segura de sus capacidades hasta decir basta, con una confianza notable en sí misma, lista para comerse el mundo y no dejar ni las migas. Nada de lo cual había servido para que se salvase.

—Tenga cuidado —le dije.

—Vuelvo dentro de diez minutos —me contestó.

Cerró la puerta tras de sí y oí cómo sus pasos se iban apagando por el pasillo. Me alejé un momento de la ventana y busqué en el bolsillo de su cazadora. Saqué el botecito naranja de plástico. Le quedaban tres pastillas.