Nos acercamos a la furgoneta por la parte de atrás. Era del tamaño de un todoterreno pequeño y tenía más o menos la misma forma, solo que la parte trasera no tenía ventanillas. Era toda de chapa. Parabrisas y dos ventanas, la del conductor y la del copiloto, nada más. Estaba pintada de negro y no llevaba ningún rótulo. Y estaba limpísima. Encerada y pulida, como un espejo. Como el coche del SEAL en Seattle. Lo que daba pie a una buena pregunta: ¿quién usa vehículos grandes y negros y los mantiene inmaculados? Pregunta que solo admitía dos respuestas. Las empresas de limusinas y los cuerpos de seguridad. Y las empresas de limusinas no tienen furgonetas en su parque móvil. Minibuses quizá, pero a los pasajeros les gustan las ventanillas.
Ahora bien, estábamos en Londres, así que ¿qué sabía yo? Quizás estuviera teniendo lugar una revolución cultural basada en un repentino entusiasmo por la limpieza automovilística. Puede que llegara a Estados Unidos en seis meses, como pasó con la beatlemanía. Pero todos los demás coches que había visto estaban de lo más sucios.
—¿Serán policías? —preguntó Casey Nice.
—Seguro que enseguida nos lo aclaran, de una u otra manera —le dije.
Acabamos de cruzar la calle y seguimos adelante, hacia la furgoneta, directos. Las puertas delanteras se abrieron a un tiempo, rápidamente y con suavidad. Primero el seguro cuando estábamos cerca, y las puertas en sí cuando estábamos aún más cerca. Salieron dos tipos. El de la acera se giró poco a poco, mientras que su compañero se apresuró alrededor del capó. Mismo movimiento circular, a diferente velocidad. Una especie de paso sincronizado, perfeccionado con la práctica, no me cabía duda.
Ambos llevaban traje negro y gabardina negra. Ambos eran blancos. O rosas, para ser exactos. Con el rostro agrietado, como si hubieran pasado un invierno largo y duro. Ambos eran de menor estatura que yo, pero no pesarían mucho menos. Ambos tenían los nudillos prominentes y el cuello musculoso.
Nos cortaron el paso.
—¿En qué puedo ayudarlos? —dije, como el vecino de Arkansas.
Respondió el que había dado la vuelta más corta:
—Voy a llevarme la mano al bolsillo muy despacio y a sacar un documento identificativo del gobierno. ¿Me han comprendido?
Lo que era un truco barato, lo más probable, para que siguiésemos su mano, moviéndose muy despacio hacia el bolsillo, deteniéndose una vez allí, saliendo después, también despacio. Y que, mientras, cualquier cosa que hiciera su compañero nos pasase desapercibida. Como montar pieza por pieza una Heckler & Koch recién sacada de la caja.
Aunque, la verdad sea dicha, si considerasen que necesitaban armas, habrían salido de la furgoneta con ellas en la mano.
—Le he comprendido —le contesté.
Miró a Casey Nice.
—¿Señorita?
—Adelante —dijo ella.
Y eso es lo que hizo, poco a poco, hasta que sacó una cartera de cuero. Era negra y parecía vieja y desgastada. La abrió con el pulgar y el índice. Tenía dos ventanitas de plástico un tanto amarillentas, la una frente a la otra. Detrás de una de ellas había una versión de la placa de la Policía Metropolitana. Como esculpida, brillante e impresionante por sus cascos altos. Pero no era gran cosa estampada en papel. Detrás de la otra ventanita había un carné de identidad.
La levantó. Tenía puesto el pulgar sobre la foto.
—Tiene puesto el pulgar sobre la foto —le dije.
—Disculpe.
Lo apartó para que dejara de estarlo.
Sí, el de la foto era él. Encima de su cara ponía «Policía Metropolitana».
—Tenemos que hacerles unas preguntas —dijo.
—¿Cuáles? —pregunté.
—Tienen que subir a la furgoneta.
—¿Y dónde se sentarán ustedes?
Dudó un instante y contestó:
—Tienen que subir a la parte de atrás de la furgoneta.
—No me gusta la oscuridad —dije.
—Hay una tela metálica delante. Le llegará mucha luz.
—Vale.
Creo que mi respuesta lo pilló por sorpresa. Volvió a dudar un instante. Asintió y dio un paso al frente, y su compañero con él. Nosotros dimos uno hacia atrás y media vuelta, bajamos de la acera, nos hicimos a un lado y esperamos con educación a que alguno de ellos abriera las puertas de atrás.
Cosa de la que se encargó el que había rodeado el capó, girando primero la manilla, tirando después del armazón derecho y afianzándolo, y tirando por último del izquierdo y afianzándolo también. Ambas puertas se abrían más de noventa grados, por lo que parecían un cepo. La zona de carga estaba completamente vacía, sin distintivos siquiera, y tan limpia como el exterior. Metal desnudo, pintado de negro, encerado y pulido. Planchas de metal para aumentar su dureza. El suelo acanalado. Y, como habían prometido, una gruesa rejilla de alambre que iba de arriba abajo y de derecha a izquierda separaba el compartimento trasero de los asientos de delante.
Las puertas no tenían manilla por dentro.
Luego le dio la espalda a la puerta izquierda al tiempo que se erguía un poco porque se había inclinado para sujetar la banda de seguridad, y en aquel entretanto afiancé el pie de apoyo, giré la cadera y le aticé un codazo en el puente de la nariz, un porrazo en un suave ángulo descendente. Se le doblaron las rodillas y la cabeza, que se le fue hacia atrás, rebotó contra la puerta y produjo un retumbo metálico. Pero no vi lo que le pasó a continuación, porque para entonces ya me había dado la vuelta en sentido contrario a las agujas del reloj, había apartado de en medio a Casey Nice y le había soltado el mismo codazo al primer tipo, que era grande y fuerte, pero no un luchador, cosa que saltaba a la vista. Puede que se hubiera vuelto un comodón, confiando en su reputación y apariencia. Que hiciera años que no se metía en una pelea. La única manera de enfrentarse a un codazo repentino es girarte, moverte hacia delante y recibirlo en la parte carnosa del brazo, la superior, lo que siempre resulta doloroso y a veces incluso te lo deja dormido, aunque, por lo general, evita que te tumben. Pero él se movió en la dirección contraria. Eligió la opción equivocada. Se elevó un poco y se echó hacia atrás, con el mentón levantado y la esperanza de esquivar el golpe, cosa que no consiguió, y que jamás habría conseguido de esa manera. El codo le dio de lleno en el cuello, perfectamente horizontal, como una barra de hierro a casi cincuenta kilómetros por hora. La velocidad es importante, como en el béisbol o a la hora de tirar abajo una puerta, y la garganta del ser humano está llena de cartílagos y huesecillos vulnerables. Noté cómo mi codo se los machacaba y me volví como un rayo hacia el otro tipo, que, por lo visto, no necesitaba más lecciones. Estaba sentado en el suelo, recostado contra la puerta izquierda, sangrando por la nariz. Así que me di la vuelta de nuevo y vi al tipo al que le había asestado el codazo en la garganta tumbado en la calzada cuan largo era. Tosía y resollaba, y se llevaba la mano a la tráquea.
Me arrodillé a su lado y lo cacheé. No llevaba pistola. Ni cuchillo. Me volví hacia el que permanecía sentado. No llevaba pistola. No llevaba cuchillo. Porque estábamos a plena luz del día, supuse. Aquello era Londres.
Casey Nice apareció en mi línea de visión, pasmada. Palidísima.
—Pero ¿qué coño ha hecho? —me preguntó.
—Lo de hablar, luego —le respondí—. Estamos en la calle. Antes, metámoslos en la furgoneta.
El que yacía tumbado apenas respiraba. Lo agarré de la pechera de la gabardina, lo levanté y lo giré de forma que su cabeza y sus hombros quedaran dentro de la furgoneta. Después, empujé el resto del cuerpo hacia el interior. Acto seguido hice lo mismo con el otro, pero agarrándolo por detrás, del cuello de la gabardina y del cinturón, porque estaba sangrando mucho por la nariz y no quería que me dejase manchas en la ropa o pegajosas las manos. Aparté las bandas de seguridad con el pie, cerré las puertas y comprobé la manilla. Bien cerrada.
—¿Por qué lo ha hecho? —quiso saber Casey Nice.
—Ha dicho usted que no podíamos permitirnos retrasos —le contesté.
—Son policías, ¡por amor de Dios!
—Suba, que tenemos que abandonar este cacharro en alguna parte.
—Está loco.
Miré en derredor y vi algunos coches y peatones, pero daba la sensación de que todos estuvieran enfrascados en lo suyo. No se estaba formando una muchedumbre a nuestro alrededor. Nadie se había llevado la mano a la boca en señal de sorpresa, ni buscaba con torpeza su teléfono móvil. Nos ignoraban. Conscientemente, diría yo. Igual que al otro lado del globo. La gente mira en otra dirección.
—Usted ha dicho que si nos topábamos con un obstáculo debíamos resolverlo con rapidez y contundencia —continué.
Subí a la acera y me acerqué a la puerta de conductor. Entré en el vehículo y eché el asiento para atrás tanto como era posible, que no fue mucho por culpa de la rejilla de alambre. Iba a tener que conducir un diésel con las rodillas en las orejas y con un cambio manual, y por la izquierda. No acostumbraba a hacer ninguna de las cuatro cosas.
Casey Nice se subió a mi lado. Seguía pálida. La llave estaba en el arranque. Encendí el motor, pisé el embrague y meneé la palanca de cambios. Parecía que hubiera un montón de marchas. Por lo menos siete, incluida la marcha atrás. Hice una suposición fundamentada y tiré de la palanca hacia la izquierda y hacia arriba, después empecé a buscar los intermitentes.
—Me refería a obstáculos que no fueran policías —puntualizó Casey Nice.
—La poli es un obstáculo como cualquier otro —le expliqué—. Peor, de hecho. Pueden esposarnos y llevarnos de vuelta al aeropuerto. Nadie más puede hacerlo.
—Que es lo que van a hacer ahora. Seguro. Nos darán caza sedientos de venganza. Acaba de pegar a dos agentes de policía. Ahora mismo somos fugitivos. Ha complicado la misión por mil. ¡Por un millón! Ahora será imposible seguir.
Puse el intermitente y miré por el espejo retrovisor exterior. Saqué el morro con una sacudida por culpa de mi torpe pie izquierdo.
—La cuestión es que no son agentes de policía —le dije.
Cambié de marcha una, dos, tres veces, con algo más de suavidad a medida que avanzábamos, y seguí el carril de la izquierda recto y centrado.
—Nos han enseñado la placa —replicó.
—Me apuesto lo que quiera a que está hecha con la impresora de casa.
—¿Apuesta? Eso qué quiere decir: ¿que va a atacar a un centenar de policías por si acaso alguno de ellos no lo es?
Volví a cambiar de marcha y pisé un poco el acelerador, para no llamar la atención.
—Ningún poli del mundo llamaría a su placa «documento identificativo del gobierno» —le dije—. No trabajan para el gobierno. Al menos, no en su fuero interno. Trabajan para su departamento. Los unos para los otros. Por la hermandad mundial de los polis. Puede que, como mucho, por la ciudad. Pero no para el gobierno. Odian al gobierno. Es su peor enemigo, en todas sus vertientes. Nacional, regional, local… Nadie entiende a los policías y todos les complican la vida más y más, con una constante sarta de chorradas. Un poli no usaría esa expresión.
—Estamos en otro país.
—La policía es igual en todo el mundo. Lo sé porque formé parte del cuerpo y conocí a muchos compañeros. Incluidos británicos. En lo que se refiere a la policía, no estamos en otro país.
—Quizá sea así como llaman aquí a su acreditación.
—Yo diría que lo llaman «identificación».
—Habrá pensado que no lo entenderíamos. Por eso lo ha llamado de otra manera.
—No, habría dicho: «Soy agente de policía y voy a meter la mano en el bolsillo muy despacio para sacar una acreditación». O «mi acreditación». O identificación. O credenciales. O cualquier cosa. Pero la palabra «policía» habría aparecido por algún lado, me juego los huevos, mientras que la palabra «gobierno» no, y por eso también me los juego.
Se quedó callada un minuto, estiró el cinturón de seguridad, se dio la vuelta y se puso de rodillas para mirar a través de la reja.
—Uno de ellos no respira —dijo.