25

El recepcionista nos pidió un minitaxi, adecuadamente reservado por teléfono, que nos sorprendió por la rapidez con la que llegó. Casey Nice le dio la dirección al taxista y me pareció que nos llevaba primero hacia el norte y hacia el este después, por calles típicas de las afueras que parecía que se sintieran incómodas por llevar un tráfico más denso y veloz del que debieran y ser más estrechas de lo que les gustaría. Dejamos atrás un cartel que decía que nos encontrábamos en Romford. Permanecimos al oeste del centro y más adelante giramos, rodeándolo por una carreterita, hasta que salimos de golpe a una extensión verde con la forma de una porción de pizza que iba ensanchándose a medida que se alejaba de nosotros y cuyo borde lo conformaba el tráfico infernal de la autopista de circunvalación. O de la M25, que es como la denominaban las señales.

En medio de la cuña verde había una bonita casa de ladrillo con ventanas en mirador, gabletes y chimeneas, tejados empinados y cientos de relucientes ventanas emplomadas. Isabelina, lo más probable, o una elaborada copia victoriana. Estaba rodeada de gravilla dorada muy bien rastrillada, rodeada a su vez por una extensión de césped sencilla y agradable a la vista, pero no tan espiritual como si fuera zen.

Alrededor del césped había un altísimo muro de ladrillo con la forma de un rectángulo gigantesco. Cercaba la mansión por completo: por delante, por detrás y por ambos lados, pero a una distancia muy generosa. La extensión de césped era amplia, profunda. Las proporciones estaban muy bien calculadas. Nadie pondría en duda que el muro pertenecía a la casa, pues era parte evidente de la estructura. Ahora bien, seguro que, desde dentro, los jardines seguían resultando la mar de espaciosos. La parte de la porción de pizza que quedaba fuera del muro era muy pequeña y, a continuación, Londres comenzaba de nuevo, por todos lados, como si ejerciera presión hacia el interior.

—¿Es aquí? —pregunté.

—Sí —respondió Casey Nice—. Wallace Court. Hogar de la familia Darby durante muchos siglos. La casa es del siglo XVI y el muro es victoriano. Hoy en día es un palacio de exposiciones y congresos.

Asentí. Otra antigua mansión, también fértil y feliz hacía doscientos años, pero quizá con mejor suerte. El dueño victoriano debía de haberlo visto venir. Quizá fuera un inversor ferroviario. Así que construyó el muro para mantener el mundo a raya. Y supongo que lo consiguió, hasta cierto punto, durante cien años o alguno más, hasta que construyeron la autopista y el ruido hizo que fuera imposible vivir allí. Al final, la familia se dio por vencida y se mudó, y ahora su hogar se había convertido en un centro de convenciones, donde puede que el ruido sirviera para que la gente se sintiera conectada y activa.

—No parece el típico emplazamiento para una reunión del G8 —le dije.

—No —me contestó—. Su elección ha resultado controvertida. Normalmente se prefieren zonas rurales, más aisladas, pero los británicos insistieron. Porque está cerca de donde se celebraron las Olimpiadas, o algo así. No creo que nadie tenga claro el porqué.

Permanecimos en el taxi un buen rato después de que se detuviera. «No será lo mismo ahora que hay un francotirador buscándole». Respiramos hondo y bajamos para echar una ojeada de cerca. El muro tenía unos dos metros setenta y cinco centímetros de altura y era ancho, estaba ornamentado y tenía contrafuertes. Seguro que había costado una fortuna. Tendría unos mil millones de ladrillos. Se podrían haber construido con él pueblos enteros. Me volvió a la cabeza el antiguo propietario victoriano. El señor Darby. Lo más probable era que llevara barba o unas patillas largas y pobladas. Seguro que había sido más terco que una mula. Le habría resultado más sencillo hacer las maletas y comprarse una isla.

El muro tenía una sola puerta, en la parte frontal, una verja de hierro pintada de negro con hojas doradas por todas partes. Era simétrica con la puerta principal de la casa, que se encontraba a lo lejos, al final de la larga y recta avenida de entrada. Lo que hacía que la mansión no resultase un emplazamiento tan malo. Atípico y controvertido quizá, pero no suicida. Movilizas al Ejército, despliegas la infantería en la parte frontal del muro, armada hasta los dientes, con uniforme de campaña, a unos nueve metros, dispones un gran cerco de seguridad alrededor de la única puerta que hay y ya has evitado el noventa y nueve por ciento de los peligros convencionales. Un Humvee blindado podría tirar abajo el muro, o no, pero, desde luego, algo más pequeño no podría. Era comprensible que los ocho servicios secretos hubieran accedido. El sitio les había parecido adecuado. Hasta ahora.

Todavía faltaban casi tres semanas para la reunión del G8, pero los preparativos ya habían comenzado. Eso estaba claro. A lo lejos se veían furgonetas descargando. Y había un policía en la verja. Que no nos quitaba ojo. No era uno de esos amables bobbys con su elegante casco, sino uno achaparrado y con cara de pocos amigos, con un chaleco de Kevlar y un subfusil Heckler & Koch.

—Nos ha visto —me susurró Casey Nice.

—Es su trabajo —le dije.

—No podemos irnos sin más. Sería un comportamiento sospechoso.

—Pues vayamos a hablar con él.

Me acerqué paseando y me detuve frente a él, no demasiado cerca, con esa actitud corporal que todos hemos acabado por aprender y que viene a representar algo así como: «Tranquilo, agente que empuña un arma, no hay razón alguna por la que deba considerarme usted un peligro», y le dije:

—Esperábamos poder entrar.

—¿De verdad, señor? —respondió el agente.

Tenía acento local, su tono era plano y había pronunciado «señor» con neutralidad deliberada, como si, en realidad, hubiera querido decir: «Me obligan a llamarle “señor”, pero no me sale de dentro».

—Debo de estar mal informado. Mi guía turística es muy antigua —le expliqué.

—¿De qué guía se trata? —me preguntó.

—Me la dio mi padre. Y creo que a él se la dio mi abuelo. Supongo que es como una herencia familiar. Pone que hay ciertos días del año en los que se puede entrar a ver la casa y los jardines por seis peniques.

—Sería mejor que llevara la guía a un anticuario.

—Imaginaba que ya no serían seis peniques, por la inflación.

—Hace treinta años que esta no es una casa privada. Además, en estos momentos está cerrada. Así que le agradecería que se alejase, ahora.

—Está bien —le dije.

Y es lo que hicimos, despacio, con miradas largas y detalladas a derecha e izquierda, hacia atrás, a nivel de la vista, hacia arriba, a los árboles, a las casas adosadas, a las pareadas y a los apartamentos bajos y cuadrados, a las gasolineras, a las tiendas veinticuatro horas, al tráfico y al cielo. El taxi se había ido, así que seguimos caminando.

—¿Y ahora? —preguntó Casey Nice.

Parecía cansada, así que respondí:

—Volvamos al hotel y echemos una siesta.

Lo que no llegamos a hacer debido a una llamada de O’Day, la cual, entre otras cosas, me llevó a desear haber sido de los que apuestan. Scarangello me había preguntado: «¿Quién cree que es el otro implicado?», a lo que acabé respondiendo que Carson. Y resultaba que estaba en lo cierto, porque habían encontrado a Datsev. Arrestado, de hecho. Acababan de informarlos desde Moscú. Hacía algo más de tres semanas se había escondido en el maletero de un coche aparcado en un garaje subterráneo situado debajo de un club de alterne. En ese maletero lo habían sacado a escondidas de la ciudad con destino a un aeropuerto privado, donde subió a un avión y viajó seis mil quinientos kilómetros en dirección este. Una vez en su destino, se preparó y se mantuvo a la espera pacientemente, como hacen los francotiradores. Luego, en el momento adecuado, le atravesó la cabeza de un balazo al dueño de una explotación minera de bauxita. A mil cien metros de distancia, según O’Day. Un asunto típico en el mundo de los recursos naturales privatizados. Con ese único toque que Datsev hizo a su gatillo, su cliente se convirtió en el segundo proveedor de aluminio del panorama mercantil.

Lo cual, por desgracia, no le sirvió de nada. El primer proveedor se sintió amenazado, como es natural, y, al mismo tiempo, y como también es natural, vio la oportunidad de consolidarse en el mercado. La cuestión es que tenía amigos en las altas esferas, amistades todas ellas compradas con sobornos, claro está, por lo que los cuerpos de la ley se tomaron unas molestias inusitadas para que la ley tomara cuerpo. Cosa a la que ayudó el clima. La primavera del lejano oriente ruso no es igual que la de Carolina del Norte, París o Londres. Se dan temperaturas bajo cero y caen las últimas nieves. Y resulta que el avión del nuevo segundo proveedor no pudo despegar. Habían pillado a todo su séquito en un hotel de la zona. Datsev incluido. Un ratito de interrogatorio al más puro estilo del KGB, por parte de lo que Khenkin había denominado «mismo perro con diferente collar», había servido para llegar al fondo del asunto bastante rápido, y, ahora, Datsev estaba bajo custodia. O’Day suponía que le darían a elegir entre volver a trabajar para el SVR sin rechistar o ir a la cárcel. Lo que, según el general, nadie que conociera el sistema penitenciario ruso consideraría una elección. De hecho, ya había pasado el expediente de Datsev de la columna de profesionales por cuenta propia a la de sus subordinados. No sabía qué le deparaba el futuro, pero su pasado estaba claro: Datsev no había estado en París en ninguna de las dos ocasiones y tampoco estaba en ese momento en Londres.

Colgamos. Seguíamos en el vestíbulo del hotel. Casey Nice dijo:

—La cosa se complica. Porque Carson es de aquí y Kott habla inglés.

—¿Quiere un café? —le pregunté.

—No —me dijo.

—¿Té caliente?

—Un descafeinado, quizás.

Así que volvimos a salir del hotel y nos metimos en una cafetería minimalista que había al otro lado de la calle, pero no justo enfrente. No pertenecía a una de esas cadenas internacionales. No se parecía en nada a la cafetería de Seattle. Era la típica de Londres: tradicional, con luz fluorescente fría y mesas mojadas de chapa de madera. Ella pidió un descafeinado, y yo un café. Le dije:

—Cierre los ojos.

Sonrió.

—¿Me quito los zapatos?

—Piense en lo que hemos visto mientras nos alejábamos de Wallace Court. Componga una imagen. Dígame, ¿qué es lo primero que le viene a la cabeza?

Cerró los ojos.

—El cielo.

—A mí también —le dije—. Todos los edificios del entorno son bajos. Hay algunas casas adosadas de tres pisos, algún que otro edificio de apartamentos de cuatro y cinco plantas, pero en su mayoría son casas pareadas de dos pisos, algunas de ellas con buhardilla.

—Lo que, teniendo en cuenta los pisos más elevados y un radio de cinco kilómetros, supone unas diez mil ventanas.

—No, tantas como diez mil no. Esto no es Manhattan, ni Hong Kong. Es Romford. Unos pocos miles sí, claro. De las cuales, unos pocos cientos serían un buen sitio desde el que disparar. ¿Qué haría si estuviera a cargo de la seguridad?

—Daría parte al servicio secreto —me respondió.

—Suponga que el servicio secreto lo dirige usted.

—No cambiaría nada. Les diría que siguiesen trabajando en aquello que tuvieran entre manos.

—¿Y qué tendrían entre manos? ¿Ha visto alguna vez cómo llega el presidente a su destino?

—Pues claro. La limusina blindada que lo transporta se detiene en una calle cortada y él entra en el edificio por una larga carpa de lona blanca que se dispone adosada al mismo. La puerta de la carpa se cierra en cuanto pasa. El presidente nunca queda expuesto. Está a salvo en la limusina blindada y lo está también en la carpa. Al menos de un francotirador que no sabe por dónde o en qué momento va a salir del vehículo. Y, gracias a la carpa, tampoco lo ve después. Podría disparar al buen tuntún, supongo, pero ¿qué posibilidades hay de que lo alcance? La mejor de las suposiciones fallaría por dos metros y dos segundos.

—Y el servicio secreto va a desplegar ese operativo, ¿verdad? —le dije—. Siempre lo hace. La limusina blindada y la carpa, que transportarán en un avión de carga de las Fuerzas Aéreas. Da igual que los británicos se quejen de que eso les estropeará el espectáculo. Si quieres que el presidente de Estados Unidos asista a tu fiesta, es el servicio secreto quien dicta cómo se hacen las cosas. Va a haber una carpa en el lateral de tu casa, quieras o no. Ahora bien, el presidente no va a prohibirle a nadie que la use. No va a soltar: «Lo siento, peña, pero vosotros tenéis que entrar por la puerta de servicio».

—No todos tienen limusina blindada.

—Eso no importa. Eso se arregla con un par de Mercedes con las lunas tintadas. ¿En cuál va el primer ministro? ¿En cuál van los ayudantes y demás personal? Es el mismo principio que lo de la carpa.

—¿Adónde quiere llegar?

—Si yo fuera John Kott, eso no me gustaría un pelo. O William Carson. Tengo contra mí las obvias e infalibles medidas de seguridad que, sin lugar a dudas, se van a poner en práctica, un entorno de edificios bajos, una trayectoria muy plana y solo unos pocos cientos de buenas posiciones de disparo. Joder, si los británicos decidieran hacerle un siete al presupuesto de horas extra ¡podrían desplegar un policía en cada ventana!

—¿Considera imposible que atenten?

—¿Desde dónde iban a hacerlo? La limusina llega hasta la carpa.

—Ya, pero se está olvidando de la foto —me soltó.