24

Dormí cosa de tres horas, rígido, con la cabeza sujeta, hasta que, noventa minutos antes de aterrizar, se encendieron las luces y la cocina se llenó de ruidos y golpes. Casey Nice tenía esa cara de quien no ha pegado ojo: un poco pálida, brillante y febril. Los placeres de viajar por la noche.

—¿Ha estado ya en Londres? —me preguntó.

—Unas cuantas veces.

—¿Qué debería saber?

—¿No ha estado nunca?

—Por trabajo no.

—Esto no es trabajo. No estamos acreditados, ¿recuerda?

—Tiene razón —dijo—. Estoy a punto de entrar en un país extranjero y transgredir un centenar de leyes y tratados. La policía suele ver eso con malos ojos, ¿sabe?

—Me lo explicó Scarangello.

—Pues tenía razón.

—En cuyo caso, el aeropuerto será el mayor problema. Deberíamos dar por sentado que están en alerta máxima. ¡Como si no fueran paranoicos de por sí! Tienen cámaras y ventanas unidireccionales por todos lados. Empezarán a vigilarnos desde que descendamos del avión. Desde que estemos en la pasarela. A nosotros y a todos los demás. Buscan comportamientos nerviosos y sospechosos. Porque esta es su primera y mejor oportunidad de atrapar a los malos. Y no nos viene especialmente bien que nos prohíban la entrada o que nos encierren y nos interroguen. Así que no muestre nerviosismo ni actúe de forma sospechosa. No piense en ese centenar de leyes y tratados. Piense en otra cosa.

—¿En qué?

—¿Qué es lo que más le gustaría hacer en Londres? Ese deseo oculto. Aunque sea una estupidez.

—¿De verdad quiere saberlo?

—Quiero que se imagine llevándolo a cabo. O que se dirige allí. Solo ha venido para eso. Su intención es subirse a un taxi e ir allí de inmediato.

—De acuerdo.

—Después del aeropuerto la cosa se vuelve mucho más sencilla. Con la salvedad de que tienen una cámara por cada tres centímetros cuadrados de espacio público. Y en una gran extensión del privado. En Londres hay una cuarta parte de todas las cámaras de circuito cerrado del mundo. En una sola ciudad. Es imposible evitarlas. Tenemos que darlo por hecho y seguir adelante. Estamos rodando una película, nos guste o no, y lo único que podemos hacer al respecto es salir de allí echando leches en cuanto acabemos, antes de que empiecen a repasar las cintas.

—Si damos con Kott y con Carson no será necesario que salgamos echando leches. Nos invitarán al Palacio de Buckingham para concedernos una medalla.

—Depende de lo que hagamos con ellos cuando los encontremos. Y de lo bien que lo hagamos. No me cabe duda de que a los británicos les gustan los trabajos finos tanto como a nosotros. Tenga por seguro, no obstante, que si no es fino nos venderán en menos que canta un gallo. El Parlamento empezará a hacer preguntas y los periódicos hostiles se les echarán al cuello, así que tardarán nada y menos en arremangarse y venir a por nosotros. Dirán que querían un arresto legal, con la advertencia previa de derechos y todo, y un juicio justo, ¡cómo no! Dirán que somos mercenarios extranjeros ilegales. Asesinos, vamos. Nos denunciarán. Y, si es necesario, nos sacrificarán. Así que, en cualquier caso, prefiero lo de salir echando leches. Además, no tengo ningún interés en visitar el Palacio de Buckingham.

—¿No le gustaría conocer a la reina?

—La verdad es que no. Es una persona más. Todos somos iguales. ¿Ha expresado ella algún interés en conocerme a mí?

—Como se ponga a pensar eso en el aeropuerto, lo arrestan seguro. Creerán que ha venido a hacerla saltar por los aires.

En Heathrow, la mañana es uno de los momentos más ajetreados del día en lo que a tráfico aéreo se refiere, y estuvimos volando en círculos más de cuarenta minutos. Largas y lentas vueltas sobre el centro de Londres, con unos pasajeros tensos debido a la típica sensación de «tan cerca pero tan lejos» y otros encantados ante la posibilidad de apreciar las vistas desde la ventanilla: tanto el serpenteante río como la gigantesca ciudad en constante expansión y los famosos edificios diseminados por ella, poco más que miniaturas detalladas desde allí arriba. Pasado ese rato, el piloto se puso manos a la obra, enfilamos la entrada, desplegamos el tren de aterrizaje, descendimos como patos, despacio, aterrizamos con suavidad y rodamos a toda velocidad entre pistas.

Con tantas personas de pie, estirándose, recuperando el contacto con la red de su teléfono móvil, recogiendo su equipaje de mano y buscando debajo del asiento aquello que no encontraban, tardamos un buen rato en desembarcar. Entramos en la terminal como parte de un grupo multitudinario y desigual que avanzaba en fila de a uno, de a dos y de a tres, con sus integrantes separados pero claramente asociados, todos en la misma dirección y más o menos a la misma velocidad: a caballo entre la impaciencia y la fatiga. No vi ningún comportamiento sospechoso en los pasajeros que me precedían. No miré hacia atrás, no fuera a ser que el mío lo pareciera.

Después de una larga espera en una larga fila, no tuvimos ningún problema en el control de pasaportes. Casey Nice pasó primero, con el papeleo bien cumplimentado, y leí en los labios del agente que la atendía «¿Cuál es el motivo de su visita?». «Ocio», oí que respondía, tras lo cual añadió: «Es decir, vacaciones». Cuánto vocabulario. Yo era el siguiente y no me hicieron ninguna pregunta. Mi pasaporte nuevo ya tenía su primer sello. Me uní a Casey Nice una vez pasados los mostradores. Seguidamente cruzamos la sala de equipajes camino de la aduana de Su Majestad. Donde tampoco tuvimos ningún problema. Confiaban mucho en eso de la vigilancia oculta. Pasamos por delante de cuatro mil metros cuadrados de ventanas unidireccionales y no vimos ni un alma detrás de ellas.

Entonces llegamos hasta la muchedumbre que esperaba para dar la bienvenida a personas que no éramos nosotros; empezamos a notar el frío aire de la mañana que se colaba entre las puertas de la salida y vimos carteles por encima de nuestra cabeza que presentaban las opciones de transporte, que eran el tren, el metro, el autobús o el taxi. Heathrow está en la zona oeste y nuestro hotel estaba en la este, un viaje largo, memorable para un taxista, la carrera de la semana. Y el fajo que nos había dado Shoemaker, aunque generoso, no era infinito.

Así que optamos por el metro, más porque lo conocíamos que por cualquier otra razón, pero también porque considero que donde mejor se percibe de qué humor está una ciudad es en sus túneles. La acústica reverberante amplifica los sentimientos de miedo y tensión, o deja patente su ausencia.

Fue un viaje largo, en asientos duros, con dos transbordos, a toda velocidad y dando bandazos por tubos subterráneos poco más anchos que los vagones. No sentí una crispación especial en el ambiente. Mucha de la rabia y la preocupación habituales de los días laborables, pero nada más. Bajamos en Barking y en la superficie nos recibió el sol de media mañana. De pie en la acera y con su maleta de ruedas, junto a la boca de la estación, Casey Nice parecía una niña esquelética y abandonada, cansada y un poco desaliñada. Se dio cuenta de que nuestro hotel aún estaba a bastantes manzanas. Toda una caminata. No pasaba ningún taxi. Estábamos demasiado lejos del centro.

—Nos vendría bien un taxi —dijo.

—No creo que pase ninguno por aquí.

Pero parecía que había algo similar. A la puerta de una especie de oficina vi un par de berlinas maltrechas. En la fachada blanqueada de la misma ponía «Minitaxis Barking». Nos acercamos pero entré solo. Había un tipo detrás de un mostrador alto de contrachapado. Le dije que quería un taxi. Me respondió que los minitaxis no tenían permiso para recoger a clientes que los parasen por la calle. Que había que reservar por teléfono.

—Pero si no estoy parando nada —le dije—. Ni siquiera he levantado la mano. Y no estoy en la calle.

—Solo reservas por teléfono —insistió—. Podríamos perder la licencia.

—¿Acaso tengo pinta de inspector del gobierno? ¿O le parezco policía?

—Tiene que reservar por teléfono.

Señaló un enorme cartel que había en la pared y en el que ponía «Solo reservas telefónicas», y un número de teléfono debajo.

—¿Me está tomando el pelo? —exclamé.

—Podríamos perder la licencia —repitió.

Estaba a punto de ponerme a contemplar métodos alternativos cuando recordé que llevaba un móvil en el bolsillo. El que me había dado Scarangello en París. O’Day había hecho que le pusieran un localizador GPS para la misión. Lo saqué y marqué el número que ponía en el cartel. Al principio no se oyó nada, mientras un montón de servicios de localización y de asistencia internacional se ponían a funcionar. Entonces, como a un metro de mi codo, sonó un teléfono. El fulano respondió.

—Quiero un taxi —dije.

—Por supuesto, señor. ¿Para cuándo lo necesita? —me preguntó.

—Para dentro de treinta segundos.

—¿Dónde quiere que pase a recogerle?

—Aquí mismo.

—¿Destino?

Di el nombre del hotel.

—¿Número de pasajeros?

—Dos.

—El taxi llegará en un minuto.

Que era el doble de tiempo del que había dicho que lo necesitaba, pero lo dejé correr. Me limité a colgar y a reunirme con Casey Nice en la calle. Le conté lo que acababa de sucederme.

—No debería haber insistido. Ahora lo recordarán. Y seguro que un negocio como este paga un impuesto de protección a los de Romford. Les van a vender la información.

El coche estaba hecho polvo y sucio, y no era muy espacioso, pero nos llevó a donde teníamos que ir, es decir, a un hotel económico con aparcamiento, atrapado entre una serie de empresas y talleres de todo tipo, en un vecindario que en su momento, hacía mucho, había sido un pueblo remoto, lejano, y alguno de cuyos rincones seguía pareciéndolo. Había casas de ladrillo aquí y allá, un viejo caserón rodeado de pequeñas construcciones apiñadas entre sí. Debía de tratarse de una antigua mansión, fértil y feliz hacía doscientos años, cuando la ciudad no era sino una leyenda a un día a caballo. Pero entonces llegó el tren y es probable que la mansión perdiera cuatro hectáreas de la finca y, después, media más. Y cuando llegaron el autobús y el coche la mansión perdió la huerta y, después, el jardín y, después, todo lo demás, excepto una entrada enlosada con sitio para dos coches, siempre y cuando hicieras maravillas para aparcarlos.

El hotel había sido construido haciendo especial hincapié en la eficacia. Si hubieran cogido una grúa y apilado los contenedores de Pope Field en cuatro pisos, el resultado no habría sido muy diferente. Nos registramos y nos dieron las llaves. Nice quería subir a dejar el equipaje, así que fui a mi habitación, que era de lo más sencilla pero tenía todo lo que necesitaba y nada que me resultara innecesario. Me lavé las manos y la cara, y me peiné con los dedos, después bajé por la escalera. Me la encontré en recepción, lista y esperándome.

—¿Cuál es el plan? —me preguntó.

—Vamos a ir a echar una ojeada —le dije.

—¿A qué?

—Al sitio en el que se celebrará el G8.