Me reuní con Casey Nice a la mañana siguiente. Ya se lo habían comunicado. Estaba radiante. Me explicó los procedimientos.
—Tanto su teléfono móvil como el mío tienen GPS, por lo que sabrán dónde estamos en todo momento. Recibiré información a tiempo real tanto por voz como por mensajes de texto y correo electrónico. Mi número está grabado en su móvil, y viceversa, al igual que el de los generales O’Day y Shoemaker, para casos de emergencia. Todas las llamadas están encriptadas y son ilocalizables.
—¿Le han dado las directrices? —le pregunté.
—Sí.
—¿Quién?
—Los tres.
—¿Juntos o por separado?
—Por separado.
—¿Y le han dicho todos lo mismo?
—No.
—¿Y a quién va a hacer caso?
—Al general O’Day —me respondió.
Shoemaker nos facilitó lo práctico: cargadores para el móvil, tarjetas de crédito, un fajo de libras esterlinas, las reservas del hotel y los billetes de avión desde Atlanta hasta Heathrow, con Delta Air Lines. El Gulfstream nos llevaría a Georgia, pero a partir de ahí volaríamos en aerolíneas comerciales, como ciudadanos normales y corrientes.
Después nos reunimos todos porque O’Day tenía que darnos información de última hora. Lo primero, una fotografía. Un fotograma sacado de una cámara de vídeo de vigilancia en la gare du Nord, en París. Tenía impresa la hora: cincuenta minutos después del disparo que había acabado con la vida de Khenkin. No estaba enfocada y había una zona borrosa pero, en general, se veía bastante bien. Aparecía en ella un hombre de estatura mediana, de pocas carnes, todo nervio y fibra. La cámara lo recogía de perfil, entre la multitud, pero aquellos pómulos lo delataban. Era John Kott. Iba con la mirada gacha y llevaba los labios apretados con fuerza. Era difícil asegurarlo a partir de una instantánea, pero su lenguaje corporal y su gesto me llevaron a pensar que se sentía incómodo entre tanto bullicio. Comprensible. Quince años en Leavenworth y, después, otro más en una finca perdida de Arkansas. La gare du Nord era una de las estaciones de tren más transitadas del mundo. Menudo cambio de aires.
—Es el vestíbulo que hay justo delante de las vías del Eurostar —explicó O’Day—. El tren de Londres salió diez minutos después. Debemos suponer que iba a bordo.
—¿Por qué no lo acompaña Carson? —preguntó Casey Nice.
—Debemos suponer que viajan por separado —dijo O’Day—. Es mucho más seguro. ¿Por qué arriesgarse a que los detengan a ambos por culpa del mismo golpe de mala suerte?
Acto seguido, O’Day abrió una carpeta y sacó un montón de papeles. El análisis de la banda inglesa por parte del MI5 londinense.
—Están seguros de que se trata de los londinenses chapados a la antigua. Las calles que rodean el objetivo son suyas y se han hecho con las operaciones de Karel Libor muy deprisa. Demasiado deprisa para que la noticia de la muerte del señor Libor les llegase por canales convencionales. Sabían de antemano lo que iba a suceder. Porque fue cosa suya.
Leyó una lista con cuatro nombres, un jefe y tres capitanes de confianza: White, Miller, Thompson y Green. Sonaba a bufete de abogados. Prosiguió describiendo un círculo interno de treinta personas, complementado cuando y donde fuera necesario con mano de obra ansiosa por demostrar su valía. Explicó que eran conocidos desde siempre como los Chicos de Romford porque estaban radicados en una zona llamada Romford, enclavada en el límite oriental de la ciudad, al norte del río, cerca de la autopista de circunvalación. Por lo visto, casi todos eran blancos y de familia inglesa. Describió sus actividades comerciales: drogas, chicas y armas; igual que Libor, pero con los chantajes y la usura como guinda del pastel. O’Day no tenía nada escabroso que contar sobre ellos, ni asesinatos horripilantes, ni castigos espeluznantes, ni torturas sádicas. A lo largo de los años, sus víctimas, muchas y variopintas, sencillamente habían desaparecido como por arte de magia y nunca jamás se había vuelto a saber de ellas.
Casey Nice fue a hacer la maleta y yo volví a ducharme y a vestirme, y guardé el cepillo de dientes en el bolsillo. Habíamos quedado en el Gulfstream. Llevaba puesto lo mismo que en Arkansas.
—El general O’Day me ha comentado que tiene usted dudas respecto a este asunto —me soltó.
No dije nada.
—En cuanto a trabajar conmigo, en concreto —puntualizó.
Seguí callado.
—Lo que le sucedió a Dominique Kohl no fue culpa suya —continuó.
—¿Le ha enseñado O’Day el expediente?
—Ya lo había leído en la pared de Kott. No fue culpa suya. ¿Cómo iba a saberlo?
No respondí.
—No voy a arrestar a nadie —siguió diciendo—. Pienso quedarme atrás. No va a suceder otra vez.
—Coincido con usted. Esos sucesos suelen ser la excepción, no la norma.
—Puede que incluso todo haya acabado antes de que lleguemos. Seguro que los británicos se están deslomando.
—Seguro.
—Sabremos lo mismo que ellos un minuto después de que se lo hayan contado a O’Day. No nos va a pasar nada.
—Lo dice como si, ahora, fuese usted la que tiene dudas.
—No sé qué esperar…
—Ni yo. Nadie lo sabe. Nunca. En ninguno de los bandos. Pero eso es bueno. Significa que la partida se la llevan los que piensen más rápido. Y es en eso último en lo que tiene que concentrarse.
—Pero ambos no podemos ser el más rápido.
—Estoy de acuerdo —le dije—. Quizá sea yo el segundo más rápido. En cuyo caso me dispararán con un fusil. Así que será mejor que se mantenga a dos metros de distancia.
—Suponga que la segunda soy yo y que es a mí a quien disparan.
—Pues lo mismo. Manténgase a dos metros. Así al menos tendré la oportunidad de ganar.
El aeropuerto de Atlanta era tan grande que tuvimos que coger un taxi desde la facturación a las terminales de pasajeros. Casey Nice se registró en un cacharro que parecía un cajero automático, pero yo preferí ir al mostrador, donde una mirada a mi nuevo pasaporte me granjeó una tarjeta de embarque de anticuado cartoncillo. Íbamos en turista preferente, lo que me pareció un oxímoron. Casey Nice me dijo que eran asientos con espacio adicional para las piernas. Me explicó un algoritmo largo y complicado con el que el gobierno le ahorraba dinero al contribuyente. A todos los agentes les reservaban asientos normales a menos que hubiera razones de peso para que no fuera así. La única razón de peso que había en nuestro caso era que se esperaba que nos pusiéramos manos a la obra nada más desembarcar. Eso nos había granjeado el espacio adicional para las piernas. Que resultó no ser para tanto.
Pasamos el arco de seguridad sin zapatos, sin chaqueta y con los bolsillos vacíos, y vagamos después por una especie de centro comercial hasta llegar a la puerta de embarque, no sin detenernos antes en un puesto ambulante de café por mí y en otro de zumos por ella. Casey Nice llevaba una maleta pequeña con ruedas y un bolso que estaba a caballo entre uno de mano y una bolsa de la compra. Encajaba mejor que yo como ciudadano de a pie. Nos sentamos a esperar en unas butacas con un acolchado muy fino, y un rato más tarde, después de que pasaran los pasajeros de las filas de asientos con espacio normal para las piernas, embarcamos. Nuestros asientos en sí eran como todos, y eso del espacio adicional para las piernas le iba a venir bien a ella, pero no a mí. Si apretaba con fuerza la espalda contra el respaldo, podría doblar las rodillas algo más de noventa grados, pero ese era todo el espacio extra que me reportaban.
El piloto nos dijo que el vuelo duraría seis horas y cuarenta minutos.
Dos horas después habíamos comido y bebido, y el personal de cabina subió el termostato para que nos quedáramos fritos y los dejáramos en paz. «El porrazo» había oído que lo llamaban mientras hablaban entre ellos. A mí me pareció bien. En peores posturas había dormido. El reposacabezas tenía unas alas móviles, así que me sujete la cabeza con ellas como si se tratase de un soporte médico y cerré los ojos.
—Tomo las pastillas para la ansiedad —me dijo Casey Nice.
Los abrí.
—¿Y funcionan? —le pregunté.
—Sí.
—¿Cuántas le quedan?
—Cinco.
—Anoche, antes de cenar, tenía siete.
—¿Las contó?
—No, me fijé. Sin más. Amarillas, pequeñas; las llevaba en el bolsillo y había siete.
—Me tomé una anoche y otra esta mañana.
—¿Porque estaba ansiosa?
—Sí.
—¿Y por qué lo estaba?
—Por tener que interiorizar el informe y pensar en cómo ejecutar la misión.
—¿Está ansiosa ahora?
—No.
—¿Gracias a la pastilla de la mañana?
—Ya se han pasado los efectos. Pero estoy bien.
—Me alegro. Porque esto es lo fácil.
—Lo sé.
—Y al médico de Tony Moon, ¿no le preocupa que su paciente no mejore?
—La gente se tira años tomándolas. Algunas personas, toda la vida.
—¿Es eso lo que va a hacer?
—No lo sé.
—¿Qué otras cosas le ponen nerviosa?
Tardó un rato en responder.
—Lo que está en juego, supongo. Solo eso. Pero es que hay tanto en juego… No podemos permitir que se repita.
—¿No podemos permitir que se repita?
—El 11 de septiembre.
—Pero ¿cuántos años tenía entonces?
—Era una adolescente.
—¿Fue entonces cuando decidió unirse a la CIA?
—Sabía que quería hacer algo. Al final, tomaron la decisión por mí. Me reclutaron en la universidad.
—¿A cuál fue?
—A Yale.
Asentí desde mi soporte médico. Yale es el jardín de infancia de la CIA. Como Cambridge, en Inglaterra, lo es del MI6. Lo único que han de hacer los terroristas es conseguir los listados de estudiantes. O poner una bomba en las cenas de antiguos alumnos.
—Tiene que ser inteligente para haber entrado en Yale —le dije.
No respondió.
—¿Trabaja duro? —le pregunté.
—Me esfuerzo al máximo —me contestó.
—¿Presta atención?
—Siempre.
—Y pagó veintidós dólares por un vehículo.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Significa que no es usted del todo convencional. Que es la cuarta de las cuatro cualidades que debe tener. Y las tiene todas. No necesitamos más. Personas inteligentes que trabajen duro, presten atención y sean capaces de pensar de modo diferente.
—El 10 de septiembre ya teníamos todo eso.
—No, no lo teníamos. Al menos, no de verdad. Igual que no teníamos un ejército de verdad en 1941. Hacía mucho tiempo que no lo necesitábamos. Teníamos gente desfasada dedicándose a asuntos desfasados. Pero mejoramos la hostia de rápido. Como usted. No va a volver a suceder.
—Eso no puede asegurarlo.
—Acabo de hacerlo.
—Pero no lo sabe.
—No merece la pena tomarse una pastilla por eso. Concéntrese en trabajar duro, prestar atención y no deje nunca de pensar. Es lo único que puede hacer. Además, no está sola. Hay miles como usted, igual de buenos, trabajando igual de duro y prestando tanta atención como usted.
—Aun así, podríamos fallar.
—Relájese —le dije—. Al menos durante un par de semanas. Lo que tenemos entre manos no es el 11 de septiembre. Sé que Scarangello es una alarmista, pero suponga que se equivoca. Si le vuelan la tapa de los sesos a un político, medio país hará una fiesta en la calle. Comprarán banderas y beberán cerveza. Hasta podría desencadenar un milagro económico.
—Seguro que ya han estudiado esa posibilidad. Pero me temo que la mayoría comparte el punto de vista de la adjunta del subdirector de operaciones.
—¿Es así como la llama?
—Es lo que es.
—¿La espera su arma en el hotel? —le pregunté.
—¿Qué hotel? —me respondió.
—En el que vamos a dormir. ¿O va a recogerla en algún otro sitio?
—No me espera ningún arma. No estoy acreditada. El gobierno no puede proveerme de un arma. Y a usted tampoco.
—¿Y qué vamos a hacer?
—El procedimiento estándar consiste en que consigamos nuestros propios suministros sobre el terreno —me explicó.
Empujé las alas de mi reposacabezas a derecha e izquierda con la cabeza.
—Lo que será bastante fácil puesto que, con lo de Kott y Carson, lo más probable es que los Chicos de Romford estén vigilantes y que, por lo tanto, antes o después nos topemos con el cordón periférico, el hilo exterior de la telaraña. Y lo más probable es que los del cordón periférico estén armados, lo que significa que nosotros también lo estaremos, porque les vamos a quitar las armas.
—Yo diría que es una de las posibilidades que pretenden que tengamos en cuenta. Además, el general Shoemaker considera que establecer contacto con el cordón periférico de los Romford es una buena táctica. Sugiere que lo hagamos poniendo una transacción como excusa. Si superamos la primera capa, podemos triangular con la segunda y hacernos una idea de dónde está el centro. Que, sin duda, es donde están Kott y Carson.
—Si le hago una pregunta, ¿será sincera conmigo?
—Depende.
—¿Cuántos asesores no acreditados más envía Estados Unidos?
—Cinco.
—¿Cuántos británicos infiltrados hay?
—La última vez, trece.
—¿Y los otros seis países?
—Van a enviar dos cada uno, excepto Rusia, que enviará siete.
—¿Cuándo llegarán?
—Antes que nosotros, lo más probable. Puede que lleguemos tarde a la fiesta.
—¿Y cómo de ocupados están los Chicos de Romford?
—¿Ocupados con qué?
—Haciendo tratos. Con proveedores, mayoristas, minoristas y ese tipo de cosas.
—No tengo ni idea.
—Supongo que bastante ocupados, ¿no? Lo de las drogas, las chicas y las armas va todo de comprar y vender. Y siempre hay en escena alguna cara nueva con mejores precios, ya sea en uno de los lados o en el otro. Así que de vez en cuando hablan con desconocidos. En cierto modo están acostumbrados. Y, por lo tanto, no le darán mucha importancia a que aparezca un extraño vestido de tipo duro con una mierda de trato. Puede que al segundo tampoco. Pero acaba de decirme que hay treinta y siete personas a las que se les va a ocurrir la misma idea que a Rick Shoemaker. Después del tercero o del cuarto, los del cordón van a empezar a disparar a todo desconocido que se menee. Así que nosotros no vamos a hacer lo de la telaraña. Vamos a hacer otra cosa.
—¿El qué?
—Ya se lo explicaré más adelante.
Lo cierto es que no tenía ni idea del qué. Pero eso no pensaba decírselo porque solo le quedaban cinco pastillas.