Lo que había sucedido en Londres era que alguien había muerto. Aunque eso, en sí mismo, no era noticia. La ciudad tiene una población aproximada de ocho millones y la tasa de mortalidad del Reino Unido está algo por encima del nueve por mil anual, así que un par de cientos de londinenses expiran su último aliento cada día. Edad avanzada, sobredosis, enfermedades degenerativas, diversos cánceres, accidentes de tráfico y de otros tipos, incendios, suicidios, infartos, trombosis y apoplejías. Todo ello normal. Pero que te disparen a la cabeza con un fusil de alta potencia no lo es tanto.
Volvimos traqueteando a Fort Bragg en el anticuado Bronco parcheado y nos encontramos a O’Day, Shoemaker y Scarangello esperándonos en la sala de reuniones del piso de arriba. Shoemaker nos refirió los hechos. Había en Londres un jefe del crimen albanés llamado Karel Libor, riquísimo, brutal y exitoso, que se dedicaba a traficar con drogas, mujeres y armas. Como la mayoría de los jefes del crimen riquísimos y con éxito, vivía paranoico. Mucha gente lo buscaba, por lo que no salía de casa a menos que hubiera comprobado que su destino era seguro. Requería protección hasta para ir de la puerta de casa a la del coche. Aunque, por lo visto, nada había podido protegerle de un proyectil del calibre 50 disparado a novecientos metros de distancia. La cabeza del señor Libor había explotado y salpicado todo el Range Rover blindado al que iba a subir.
—¿Conclusiones? —preguntó O’Day.
Shoemaker se reclinó en la silla como si la pregunta no fuera con él, y Scarangello miró a Casey Nice, que se encogió de hombros y no dijo nada.
—Kott y Carson ya están en Londres —dije—. Han vuelto a contratar apoyo táctico. Pero no con dinero. Por lo que parece, los que van a ayudarlos querían un pago en especie. Como, por ejemplo, la eliminación de un rival.
O’Day asintió y comentó:
—Un rival al que sería muy difícil acceder en la calle. Pero si levantas la vista, no obstante, la silueta de los edificios de Londres es muy densa e imagino que hay multitud de ellos desde los que se puede disparar a novecientos metros. Y esa distancia no es nada para Kott. Casi como disparar a quemarropa.
—O para Carson —puntualicé yo.
—O para Datsev —dijo él—. Lo de Carson solo es su opinión. Debemos tener una mentalidad abierta.
—¿Sucedió algo así en París?
O’Day volvió a asentir.
—Creo que sí. Pero no llegamos a atar cabos porque no había fusiles de por medio. Cosa de una semana antes del atentado contra el presidente, el líder de una banda argelina fue acuchillado hasta la muerte en Montmartre. Un queso de los grandes, como dirían los franceses. Visto ahora, se podría decir que eran los vietnamitas quienes más beneficiados salían.
—¿Quién se beneficia en Londres? —preguntó Casey Nice.
—Estoy esperando a que actualicen el informe —respondió O’Day— pero, por lo que parece, la cosa está entre dos. Un grupo serbio del oeste de Londres y una banda londinense de corte clásico, chapada a la antigua, del este. Según el MI5, Karel Libor era un grano en el culo para ambos.
—¿Dónde se celebra la reunión del G8? —pregunté.
—En el este de Londres.
—En ese caso, si por apoyo «táctico» entendemos «local», es con los londinenses chapados a la antigua con quienes están haciendo manitas.
—¿Por qué está tan seguro? —me preguntó Scarangello.
—Lo del pago en especie —empezó a responder Shoemaker— está en desuso hoy en día, pero que antiguamente se hacía a cambio de permiso para actuar en el territorio de otro. Como un peaje o una tasa. Habrán hecho otra parte del pago en metálico, para la logística, los alojamientos, los escondites y para el día en cuestión, en el que necesitarán centinelas y demás detalles de seguridad, como un cordón. Igual que en París.
—Eso complica las cosas.
Negué con la cabeza.
—Las facilita —dije—. Ya no estamos buscando a dos tipos. Estamos buscando a unos cincuenta y dos. Ustedes lo llaman «apoyo táctico», pero yo diría que son como un caminito de migas de pan.
—Por cierto, tenía razón con lo del vecino de Kott —comentó O’Day—. El FBI ha encontrado casi diez mil dólares en metálico. Aunque no en una maleta detrás del armario.
—¿Dónde?
—En la lavadora que tenía en la calle.
—Qué ingenioso —dije—. Debería haber mirado. ¿Quién se los dio?
—No suelta prenda. Y ahora mismo no está muy bien visto que lo torturemos con agua.
—Tiene demasiado miedo para soltarlo. Lo que podría significar algo.
—Y los franceses han analizado la bala con la que han matado a Khenkin. Esta misma mañana. Estaba muy deformada, en la pared del apartamento, pero la química dice que es igual a las de los fragmentos que recogió usted en Arkansas. Cabe incluso la posibilidad de que fueran del mismo lote.
Asentí.
—Lo que plantea preguntas acerca de cómo viaja. No ha debido de coger un vuelo comercial, porque tendrían ustedes un rastro de papel. Además, no podría facturar un fusil del calibre 50 y una caja de balas sin que alguien se diera cuenta.
—Barajamos dos posibilidades —informó Shoemaker—. En un buque de carga que haya partido de Mobile o de Galveston, o en un avión privado, en cuyo caso podría haber salido, como quien dice, de mil sitios. En casi ninguno de los aeropuertos privados de Europa se llevan a cabo controles de pasaportes.
—Me inclino por el avión privado —comentó O’Day—. Están derrochando el dinero. A ver, ¿quién le suelta diez mil dólares a un paleto desdentado de Arkansas? Es excesivo. Seguro que se habría quedado más que contento con doscientos. No están reparando en gastos. Quieren soluciones fáciles y tienen el presupuesto necesario para obtenerlas.
—¿Y cómo han entrado en Londres? —preguntó Casey Nice.
—En tren, lo más probable —respondió Scarangello—. Por el túnel. En París hay un control de pasaportes pero, aparte de eso, es rápido y seguro; del centro de una ciudad al de la otra.
—¿Y cómo han llevado los fusiles?
—En bolsas de golf, quizá. O de esquí. Muchas personas viajan con equipajes extraños.
—¿Cómo sabían con quién ponerse en contacto en Londres para lo del apoyo táctico?
—Investigándolo de antemano, supongo. Negociándolo de antemano, quizá.
—Tendremos más detalles por la mañana —dijo O’Day—. Tómense libre el resto de la noche. Volveremos a reunirnos a la hora del desayuno.
Bajé la escalera y me dirigí a la puerta roja pero, una vez más, oí detrás de mí el taconeo de unos buenos zapatos y el frufrú de unas medias oscuras. Me giré y me encontré con Joan Scarangello. Me miraba con una especie de emoción lóbrega en los ojos.
—Tenemos que hablar —me dije.
—¿De qué?
—De usted.
—¿Qué pasa conmigo?
—Aquí no.
—Pues, ¿dónde?
—En su acuartelamiento. Siempre parece que estén deshabitados. Como si fueran terreno neutral.
Así que caminamos hasta mi casa, abrí la puerta, nos sentamos como la vez anterior, ella en la silla y yo en el sofá, y volvimos a adaptar nuestra postura para quedar cara a cara.
—¿Le ha gustado la cena? —me preguntó.
—No ha estado mal —le respondí—. ¿Y a usted la suya?
—Me la he pasado discutiendo con los generales O’Day y Shoemaker.
—¿Sobre la calidad de la comida?
—No, sobre su papel en Londres.
—¿Qué sucede?
—En Londres no será como en París. Los británicos son diferentes. A ellos les gusta llevar la batuta. Los consejos y la información serán bienvenidos, pero no nos dejarán hacer nada en su campo. Y eso tenemos que respetarlo. Para nosotros son importantes en muchos aspectos.
—¿Y?
—Yo digo que debería ir usted como asesor acreditado.
—Pero a O’Day le parece mal porque, en ese caso, sí que podría hacer algo.
Asintió.
—Quiere que sea un ciudadano más. No quiere que lo acreditemos. Lo que significa que si lo pillan asfixiando a un anciano en la calle, no podremos hacer nada por usted.
—Tendré cuidado.
—Hablo en serio —dijo—. El general O’Day propone cosas que serán flagrantemente ilegales. Lo será, en primer lugar, su mera presencia. En la jurisdicción de un aliado se mira con muy malos ojos a los asesores no acreditados. Si la fastidia, será un criminal común, nada más. No; será incluso algo peor, porque nuestra embajada se encarga de los criminales comunes, pero nadie se encargará de usted. Se apartarán de usted como si tuviera la peste. Porque es lo que les diremos que hagan.
—Tendré cuidado —le repetí.
—He leído el expediente de John Kott.
—¿Y?
—Su interrogatorio fue magistral.
—Gracias.
—Usted le dio la cuerda y él solito se ahorcó. Era arrogante y no soportaba que lo desafiasen.
Asentí.
—Ese era el puntal de mi actuación.
—Creo que el Kott de entonces no se diferencia mucho del Reacher de hoy en día —me comentó.
No dije nada.
—Ahora es cuando usted replica que nunca le ha rebanado el pescuezo a nadie.
—Lo haría si fuera cierto.
—Creo que enviarlo a Londres, de una u otra manera, es un riesgo demasiado grande.
—Pues no lo hagan.
—Porque ya irá usted como sea, ¿verdad?
—Es un país libre.
—Podría quitarle el pasaporte.
—Lo llevo en el bolsillo. Cójalo.
—Podría cancelarlo en el sistema informático. Le arrestarían en el aeropuerto.
—Haga lo que quiera —le dije—. Me da lo mismo. Kott volverá a casa antes o después. Ya lo atraparé entonces. Cuando esté todo paralizado, los mercados se hundan, hayamos vuelto a entrar en recesión, la gente se muera de hambre y hayan empezado a declararse guerras. Cuando el mundo empiece a caerse en pedazos. Nada de eso me importará lo más mínimo. Sé cuidar de mí mismo. Y no soy de los que tienen una gran cartera de valores.
No dijo nada.
—Han de conseguir la mejor ayuda que puedan —proseguí—. No hacerlo sería negligente. ¿Dónde habré oído esas palabras…?
—¿Y es usted lo mejor que vamos a encontrar?
—Eso está por ver. Alguien hará el trabajo. O no. Ese alguien podría ser yo. O no. No soy adivino. Ahora bien, mi expediente dice que se me da más que bien encontrar a gente. Y no sé en qué iba a perjudicarlos tenerme allí.
—Podría perjudicarnos que lo arrestasen a los cinco minutos. Entonces tendríamos entre manos un incidente diplomático y una crisis de seguridad internacional. No tengo claro que podamos confiar en usted.
—Pues acompáñeme —le dije—. Podría usted aprobar cada uno de mis pasos. Deliberaríamos, codo con codo. No a dos metros de distancia.
Asintió.
—Es el acuerdo que he alcanzado con O’Day.
—¿En serio?
—Pero no seré yo quien lo acompañe, sino la señorita Nice. Sin acreditar. A ella no la tienen en el radar. Lleva muy poco tiempo con nosotros. Además, ahora mismo tampoco es de la CIA. Es del Departamento de Estado.
—¿Alguna directriz?
—Haga punto por punto lo que ella le diga.
Se marchó después de decir aquello y dejó tras de sí un aroma a jabón y a piel cálida. Esperé un minuto antes de salir y dirigirme a la puerta roja. Subí al despacho de Shoemaker y lo encontré sentado a su escritorio.
—Scarangello me ha contado lo que han estado hablando durante la cena —le dije.
—¿Se alegra? —me preguntó.
—¿No ve que doy saltos de alegría?
—Quédese con lo bueno. Va a necesitar información actualizada y saber qué está pasando. Nosotros se la proporcionaremos a la señorita Nice y ella se la pasará a usted. Sin ella avanzaría usted a oscuras.
—¿Ha tomado parte la señorita Nice en alguna operación fuera del país?
—No.
—¿Ha tomado parte en alguna operación?
—En nada que pueda considerarse como tal.
—¿Cree usted que es buena idea?
—Es un compromiso necesario. Sirve para que llegue usted allí. Luego, no tiene por qué hacer lo que ella diga.
—Pero tendré que cuidar de ella.
—Sabe para qué se alistó. Y es más dura de lo que parece.
—Eso ya me lo ha dicho.
—¿Y me equivocaba?
Pensé en su amiguito Tony Moon, y no dije nada.
—Márchese si quiere, Reacher —me dijo—. No me debe una mierda. La disposición legislativa en materia de plazos expiró hace años. Lo de buscarle fue idea de O’Day. «Planteamiento psicológico», lo llamó. Dijo que probablemente sería lo único que funcionase.
—¿Y se ha equivocado?
—Márchese si quiere —me repitió—. Hay cientos de personas trabajando en esto. Y los británicos han empezado a tomarlo muy en serio. Bueno, ya se lo estaban tomando muy en serio desde el principio. Es una reunión del G8. Si estás en el tinglado de la seguridad, es como la Superbowl. Se han metido de lleno. Así que nadie le va a echar de menos, Reacher. Es usted uno más. ¿Acaso cree que va a marcar la diferencia?
—¿Esa pregunta es parte de otro planteamiento psicológico?
—Quiero que usted esté, sí. Quiero que estén todos. Un muro humano si es necesario. Lo que haga falta. Porque si un francotirador estadounidense convierte el G8 en el G4, esta nación tendrá un grave problema.
—¿Otro planteamiento psicológico más? Como lo de «soy patriota», ¿no? ¿De dónde lo sacan, del Manual elemental de manipulación?
—Hable con O’Day —me dijo.
Cosa que hice acto seguido, después de dejar atrás la sala de reuniones y entrar en el despacho que había al lado. O’Day estaba sentado a su escritorio, ataviado con su americana negra y el jersey negro. Tenía la cabeza inclinada y no la levantó para mirarme, solo los ojos, como si le doliera el cuello.
—Esa idea debe de ser una de las peores ideas de todos los tiempos —le solté.
—Y, aun así, es la mejor oportunidad que va a tener de atrapar a John Kott —me respondió—. Le iré transmitiendo a la señorita Nice todo lo que sepa. Tendrá usted detrás todo el poder del gobierno. Sabe que ha de ponerle punto y final a esto. No volverá a dormir tranquilo hasta que Kott esté fuera de juego.
—Duermo a las mil maravillas.
—En ese caso, deje de mirarse el culo. Todos hemos leído su expediente, como es normal. Sabemos muy bien lo que pone en los papeles que había en el dormitorio de Kott. Nuestra señorita Nice tiene la misma edad que Dominique Kohl, a quien le cortaron los pechos con un cuchillo de cocina porque la envió usted a arrestar a un maníaco.
—Es lo que pone, desde luego —le aseguré.
—¿Qué pasa, acaso es supersticioso? Todo el mundo tiene veintiocho años alguna vez en la vida. No hay conexión. Y no va a enviarla usted a arrestar a nadie. Porque no va a haber arrestos. Quiero que esté usted allí, solo usted, respirándole en la nuca, que lo convierta en algo personal. Y quiero que me traiga sus orejas para demostrarlo.
—¿Por qué yo? Hay cientos de personas metidas en esto.
—Y si el asunto no tiene complicaciones, no dude en que será una de ellas la que remate el trabajo. Pero las va a tener. Esa es la realidad. Y puede que nadie más lo vea. Que es lo que me temo. Necesito a alguien que pare las bolas. Necesito a alguien en quien pueda confiar.
Aquel discurso debía de ser otro planteamiento psicológico.