21

La reunión terminó y empecé a bajar la escalera con la idea de salir por aquella puerta roja e ir a mi casa de chapa ondulada, pero Casey Nice me dio alcance cuando iba por la mitad y me preguntó si me apetecía que fuéramos a cenar. Me pareció buena idea. La croque madame a la que me había invitado Eugeni Khenkin en París era lo último caliente que había comido.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

—Fuera de la base. Digamos que a comer carne a la parrilla.

—¿Tiene coche?

—Más o menos.

—Y eso, ¿qué significa?

—Ya lo verá.

—Vale.

—Debería cambiarme —dijo.

Vestía un traje negro de falda y chaqueta. Medias oscuras y buenos zapatos. Idóneo para D. C. o Virginia, pero quizá no tanto para un restaurantito de pueblo a las afueras de Fayetteville.

—La espero.

—Cinco minutos.

Que resultaron estar más cerca de los diez. Pero el retraso mereció la pena. Llamó a la puerta y, cuando abrí, resultó que la tenía ante mí con una versión de las ropas de Arkansas y coleta. La misma cazadora de cuero marrón, con una camiseta blanca y unos vaqueros diferentes. Del mismo color, pero de talle bajo. Y todo agujereados, deshilachados y desgastados. «Envejecidos», creo que los llaman, pero le sentaban tan bien que era como si algo no encajase en la ecuación. Si los envejecidos la favorecían tanto, no quería ni imaginármela con unos nuevos.

Llevaba las llaves del coche colgando del dedo. Las levantó para enseñármelas y comentó:

—Le pido disculpas de antemano.

—¿Por qué?

—Ya lo verá.

Y, en efecto, lo vi, a algo menos de doscientos metros, en un solar vallado cerca de la carretera que rodeaba Pope Field. El aparcamiento estaba lleno de todo tipo de vehículos, desde camionetas a potentes clásicos de fabricación nacional de más de veinte años, pasando por Mercedes y BMW destartalados traídos por soldados que habían estado destinados en Alemania. Me mantuve alerta en busca de alguno especialmente raro y vi un pequeño Mini Cooper de color lavanda y uno de los nuevos Escarabajos de Volkswagen, de color amarillo y medio escondido detrás de un horroroso vehículo de campo. Seguro que me había pedido disculpas porque el suyo era el nuevo Volkswagen. Quizá fuera un regalo de graduación. Quizá llevase en el salpicadero un florero con una margarita del mismo color que el coche.

Pero no, no era el Escarabajo. Era el horroroso vehículo de campo que estaba aparcado delante.

—¿Qué coño es esto? —le solté.

—Parte de él es un viejo Ford Bronco —me explicó—. El resto está hecho con láminas de metal soldadas allí donde se han ido cayendo pedazos del original. La coloración marrón está compuesta a partes iguales por óxido y barro. Me aconsejaron que no limpiara el barro porque, por lo visto, protege de la corrosión y refuerza la carrocería.

—¿Dónde lo compró?

—Me lo vendió uno de Fort Benning.

—¿Por cuánto?

—Veintidós dólares.

—Espectacular.

—Suba. Está abierto. Nunca lo cierro. ¿Para qué?

La bisagra de la puerta del copiloto tenía más óxido que barro y tuve que hacer bastante fuerza. Chirrió tanto que solo la abrí lo suficiente para colarme de lado. Vi que Casey Nice hacía lo mismo con la del conductor, como si estuviéramos haciendo contorsionismos el uno hacia el otro. No tenía cinturones de seguridad. Ni asientos, y no estoy exagerando. Tan solo había una lona verde sobre una estructura tubular.

Pero el cacharro arrancó, al rato, después de un montón de explosiones y traqueteos del motor. Entonces permaneció al ralentí, respirando como si tuviera neumonía. La transmisión era más lenta que el servicio postal. Casey Nice metió la marcha atrás y todas las piezas mecánicas dijeron su nombre en alto, como si les pasaran lista. Luego, se reunieron para ver si había quórum acerca de lo que tenían que hacer. Decisión que, por lo visto, alcanzaron tras un largo debate, porque pasaron varios segundos antes de que la camioneta pegase un salto hacia atrás. Casey Nice hizo grandes esfuerzos para girar el volante y metió primera, para lo que el comité de la marcha atrás tuvo que poner fin a su reunión, aprobar sus minutas y abandonar la sala para dar paso al comité de la marcha adelante, que se inscribió y se puso cómodo, hecho lo cual presentó una moción que debatió. Pasaron unos cuantos segundos más hasta que la camioneta empezó a renquear hacia delante, despacio y tartajeando al principio, a coger velocidad y a rodar inexorablemente hacia la puerta de salida.

—Debería haberle robado la camioneta a John Kott —le dije—. ¡Habría salido ganando!

—Este cacharro me sirve para ir de A a B.

—¿Y qué pasa si quiere ir de C a D?

—Pues que hace una bonita noche y a usted le gusta caminar.

Salimos al mundo real, o al menos a una versión del mismo, por una de las muchas puertas secundarias de Fort Bragg. Cogimos una sencilla carretera de Carolina del Norte, de dos carriles, a cada lado de los cuales se alzaban establecimientos dirigidos en exclusiva a los gustos y a la capacidad económica de los soldados. Había tiendas de empeño y restaurantes de comida rápida, concesionarios de coches usados y tiendas de teléfonos de tarjeta, bazares y tiendas de intercambio de videojuegos, bares y cafeterías de todo tipo. Más adelante, a cosa de kilómetro y medio, los solares vacíos, los pinares y la sensación de que frente a nosotros no había sino un inmenso vacío empezaron a reemplazar a tanto establecimiento.

La camioneta seguía rodando. No muy rápido, e impregnada de olor a aceite quemado, pero mantenía el ritmo. Giramos a la derecha y nos internamos aún más en el inmenso vacío en dirección, no me cabía duda, a un sitio que Casey Nice conocía bien.

—¿Le molesta que Kott haya estado regodeándose con sus errores? —me preguntó.

—Lo cierto es que no —le contesté—. Son de dominio público.

—A mí me molestaría.

—De momento sigo ganando por 1-0. De eso es de lo que debería preocuparse.

—Gracias a una ráfaga de viento.

—Digamos que nací con suerte.

—Eso y que estaba a contraviento.

—Sí, eso también.

—¿Deliberadamente?

—Por una costumbre aprendida. Lo que supongo que es una manera de acabar haciéndolo todo con una intención en mente.

Vi luces colgando entre los árboles y, un poco más adelante, un claro de tierra y gravilla en medio del bosque, con una cabaña destartalada y rodeada de mesas y sillas en el centro, y de cuya chimenea salían humo y calor. Olía a carne asada a fuego lento.

—¿Le parece bien? —me preguntó.

—Es de los que me gustan —le dije.

Casey Nice dio inicio al proceso de detener la camioneta, para lo que tenía que pisar a fondo el pedal de freno primero y, después, bombearlo como una posesa. Giró el volante, aparcó con un golpe leve y el vehículo se detuvo. Aunque sacó la llave del contacto, el motor siguió girando durante un minuto, tras eso sufrió una sacudida y murió. Salimos de lado y nos sentamos a una mesa. Aquel sitio no tenía nombre. Ni carta. Solo había carne, aunque tenías la libertad de acompañarla con pan de molde, o con alubias cocidas, y tres tipos de refrescos en lata. Platos y cubiertos de plástico, servilletas de papel, no se aceptaba el pago con tarjeta de crédito y parecía que la camarera tuviera once años. Todo maravilloso.

Pedimos. Costillas de cerdo y pan para ella, lomo y alubias para mí, y dos Coca-Colas. El cielo estaba despejado y se veían las estrellas. El aire era fresco, pero no frío. El local estaba medio lleno. Rebusqué en el bolsillo y saqué el botecito de pastillas. Lo dejé sobre la mesa con la etiqueta mirando hacia otro lado.

—Tome. No creo que la pelusa de bolsillo sea buena para la salud —le dije.

Durante un momento no reaccionó. Luego, rebuscó en el bolsillo y sacó las pastillas con la mano ahuecada. Siete. Menos que la vez anterior. Sopló el polvillo que había entre ellas y cogió el bote, abrió la tapa con el pulgar y las guardó en él.

—¿Quién es Antonio Luna? —le pregunté.

—Un amigo —me respondió—. Yo le llamo Tony Moon.

—¿Un compañero de trabajo?

—Un amigo.

—¿Que tenía un bote vacío justo cuando usted lo necesitaba?

No respondió.

—¿O que finge ciertos síntomas y después le da las medicinas que le recetan porque usted no se atreve a ir a ver al médico de su empresa?

—No es asunto suyo —me soltó.

—No, no lo es —le dije.

Se guardó el botecito en el bolsillo.

—No me pasa nada —aseguró.

—Me alegro.

Justo entonces llegó la comida y me olvidé de las pastillas, ya fueran legales o no. Las alubias eran alubias y la Coca-Cola era auténtica; ahora bien, la carne era sensacional. Un asador sin nombre en el quinto pino de Carolina del Norte, sí, pero en aquel momento no había mejor sitio en el que estar. Y parecía que Casey Nice opinaba igual que yo. Apuraba los restos de carne de las costillas, sonreía y se relamía. Todo maravilloso. Hasta que le sonó el teléfono.

Se limpió los dedos, respondió, escuchó, colgó y dijo:

—Tenemos que volver. Acaba de suceder algo en Londres.