—Deben pensar en ese segundo disparo —proseguí—. Pero nadie los obliga a creer lo que yo les diga. Llamen a nuestros cinco mejores francotiradores. A los marines de reconocimiento, a los SEAL, a los Delta Force, a quien quieran. No les llevará ni cinco minutos. Seguro que los tienen a todos grabados en la marcación rápida. Seguro que trabajan para ustedes, igual que Datsev trabajaba para el KGB.
—Hace tiempo que el KGB no existe —me corrigió Shoemaker—. Ahora es el SVR.
—El mismo perro con diferente collar.
—¿Adónde quiere llegar?
—Pregunten a sus mejores tiradores acerca de ese segundo disparo. Pregúntenles lo que es tirar dos veces del gatillo, como en un doble disparo rápido, sin nada más entre medias que una desviación de quince centímetros a mil trescientos metros. Todo ello con un fusil de metro y medio de largo que pesa más que una barra de hierro.
—¿Qué me dirían?
—Le dirían: «Por supuestísimo, general, puedo hacerlo con los ojos cerrados».
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que usted tendría que responderles: «Déjese ya de fanfarronadas, soldado, y dígame la verdad», y seguro que todos le jurarían que hacer ese disparo es imposible.
—Por lo visto, Khenkin no pensaba eso.
—Se había creído sus propias chorradas propagandísticas. Datsev es tan humano como usted y como yo. Bueno, o, al menos, como yo. Habría sido incapaz de hacer dos disparos así. Nadie en el mundo habría sido capaz.
—¿Qué es lo que quiere decir?
—Que había dos tiradores.
Todos se quedaron callados y aproveché para acabarme el café.
—Uno de ellos era Datsev o Carson, y el otro, John Kott.
O’Day levantó la cabeza poco a poco, como una vieja tortuga gris saliendo de la arena, y dijo:
—Pero si acaba de asegurarnos que Kott no estaba allí.
—He dicho que nunca ha estado en la terraza. Él se encontraba en el comedor, tumbado sobre la mesa, el final de la cual era más o menos del tamaño de un tablero de contrachapado de dos y medio por uno veinticinco. Apuntaba por encima de la cabeza de su compañero. Piénsenlo. Dos francotiradores. Uno con las piernas cruzadas delante de la maceta. El otro tumbado sobre la mesa. Llevan allí treinta minutos. Están en la zona. Respiran despacio. Son uno con el entorno. Los ventanales franceses están abiertos. El que está detrás de la maceta es el que apunta al panel de cristal. Tiene en la recámara una bala perforante. En la mira, el mismo punto que ha elegido la señorita Nice. Por puro instinto. Por encima y por detrás de él, el segundo tirador tiene en la recámara un proyectil de competición. Él está apuntando al francés. A la sien, lo más probable, porque puede que el presidente lleve un chaleco antibalas por debajo del traje. Quizá no suponga un gran impedimento pero ¿por qué arriesgarse a tener que lidiar con un factor desconocido? Mejor apuntar a la cabeza. Y ahí la tiene, en la mira. Está esperando a que el cristal se rompa.
—Pero no se rompió.
—Así que ponen pies en polvorosa. Ahora bien, Kott se queda en París. Prefiere ponerle fin a su asunto personal allí mismo. Acampa y observa el balcón, día tras día. O quizá lo avisen los franceses. Es algo que les recomiendo que comprueben. Sea por lo que sea, por fin tiene la oportunidad. Aparecemos tres investigadores. Al verme por la mira ha debido de pensar que acababa de tocarle la lotería. Se le ha tenido que acelerar el corazoncito. Pero se ha tranquilizado y ha tirado del gatillo.
—¿Y ha dado a Khenkin por error?
—No, por error no. Su centro de masas era yo, el centro de la diana, y ha disparado sin dudar, un tiro que le valdría una medalla olímpica de oro. Me ha matado en el momento en que ha apretado el gatillo. La cuestión es que la bala ha estado en el aire casi cuatro segundos. Momento en que ha soplado una ráfaga de viento. La he visto con claridad. Recuerdo el fogonazo y que, acto seguido, ha ondeado una bandera, y, de pronto, Khenkin ha recibido el disparo. Porque el viento ha desviado la bala. Unos cuarenta y cinco centímetros en mil cuatrocientos cincuenta metros. La ha empujado un poquito mientras volaba, de la derecha a la izquierda, de mi pecho a su cabeza.
—Eso no puede demostrarlo.
—Claro que puedo —le aseguré—. Si se hubiera tratado de Datsev apuntando a Khenkin, habría muerto Bennett. Era el que estaba a su derecha. No se puede hacer nada contra el viento, que estaba presente. Las banderas han flameado y han vuelto a enlaciarse en un instante. Ha habido ráfagas toda la mañana. Compruébenlo.
O’Day se quedó callado un rato.
—Dos tiradores —dijo por fin—. Dios. Tenemos que contarles esta teoría a Londres y a Moscú. Si es que la damos por buena, claro está. ¿Rick?
Shoemaker pensó unos instantes y asintió.
—La doy por buena.
—¿Joan?
—Es mejor pensar que eran dos aunque solo fuera uno, que pensar que solo era uno y que fueran dos. Pequemos de precavidos —dijo Scarangello.
A Casey Nice no le preguntó.
—Tengo que ir a Londres ahora mismo —dije.
—¿Ahora mismo? —preguntó O’Day.
—Me da igual que tuviera mi fotografía en su dormitorio. Incluso me da igual que ese mierda me haya disparado. Son los riesgos laborales de la policía. Pero ha sido descuidado y ha fallado. No debería haberlo intentado en un día ventoso. Ha matado a un inocente. Y eso cambia la escena. Ha sido un error. Y como usted mismo dijo, ya lo pillé en una ocasión. Puedo volver a pillarle.
—¿Y después?
—Pienso retorcerle el brazo derecho hasta que se lo arranque y golpearle con su propia mano hasta matarlo.
—Negativo —dijo O’Day—. Irá a Londres cuando yo se lo diga. Este asunto es muy complejo. Hay que hacer preparativos.
—No puede darme órdenes, soy un civil.
—Que está ayudando a su país. Hagámoslo como es debido.
No dije nada.
—Khenkin no era un angelito. Era del KGB. Hizo cosas malas —dijo O’Day.
No dije nada.
—Se lo advertí —soltó.
—¿Cómo dice?
—Le advertí que no sería lo mismo con un francotirador buscándole.
—¿Y también trabajarán juntos en Londres? —me preguntó Scarangello.
—Es lo más probable —le respondí—. Es un lugar con muchos objetivos. Doblará su potencia de fuego.
—¿Quién cree que es el otro implicado, Carson o Datsev?
—No soy de los que apuestan.
—¿Y si lo fuera?
—Carson. Khenkin aseguraba que Datsev no se hubiera prestado a tomar parte en una prueba. No me pareció que fanfarronease. Creo que decía la verdad.
—Espere hasta que estemos listos —dijo O’Day—. Después irá a Londres.