En la cabina del avión hacía una temperatura agradable, así que, por deferencia a la sensibilidad de Scarangello, me quité la chaqueta sucia, la doblé del revés y la dejé sobre una de las butacas vacías. En cuarenta minutos habíamos salido del espacio aéreo francés y cruzamos Gran Bretaña en diagonal a trece mil metros de altura. Tras eso empezó el viaje de larga distancia sobre el lejano Atlántico Norte. Una ruta del Gran Círculo. Comimos lo que la tripulación había comprado en Le Bourget y nos tumbamos en las butacas reclinadas, cada uno a un lado del pasillo, enfrentados. Cerca, pero no demasiado.
—¿Quién era el del traje? —le pregunté.
—El director de Antiterrorismo de la DGSE —me explicó.
—¿Es suyo el vietnamita? ¿El del AK-47?
—¿Suyo?
—¿Otro cabeza de turco? ¿Para los periódicos?
—No, no, este ha disparado de verdad. Seguía allí, en la ventana de la buhardilla.
No dije nada.
—¿Qué tiene que decir? —soltó.
—Nada, nada, usted no quiere conocer mi punto de vista.
—¿Es alguna conclusión a la que llegará O’Day?
—Seguro que ya lo ha hecho.
—Entonces, póngame en antecedentes.
—¿Qué recuerda de los soviéticos?
—Muchas cosas.
—Por encima de todo eran realistas —le dije—, en especial en lo tocante a la naturaleza humana y a la calidad de su personal. Tenían un ejército descomunal, lo que trae consigo que el soldadito medio sea vago, incompetente y no esté bendecido con ningún talento que salte a la vista. Eso lo entendieron y sabían que poco podían hacer al respecto. Así que, en vez de dedicarse a entrenar a los suyos para que se adecuaran al armamento moderno que tenían a su disposición, diseñaron un armamento moderno que se adaptara al común de sus mortales. Lo que, desde luego, es una estrategia radical.
—Le sigo.
—De ahí el AK-47. Le pongo un ejemplo: ¿qué hace un soldado de infantería del montón cuando está cagado de miedo porque le están disparando? Coge su fusil, le da al selector de disparo y aprieta el gatillo. Nuestras armas pasan del seguro a una sola bala y, después, a automático, lo que está bien, es lineal y lógico. Ahora bien, los comunistas sabían que, con un selector así, sus soldaditos, acojonados, moverían la palanquita hasta el fondo el noventa y nueve por ciento de las veces y empezarían a disparar ráfagas a las primeras de cambio, sin apuntar. Con lo que se fundirían el cargador nada más empezar el combate. Y eso es una putada. Por eso, el AK-47 pasa del seguro a automático y, después, a una sola bala. No es lineal, no es lógico, pero, sin duda, es práctico. Es como si disparar tiro a tiro fuera la configuración por defecto, y el automático, una elección deliberada.
—Le sigo.
—Además, sabían que su soldadito medio no cuidaría del fusil en campaña, de manera que lo hicieron fiable, como quien dice, en cualquier situación. Tú aprietas el gatillo y el fusil dispara. Hemos visto algunos AK-47 que seguían disparando bien a pesar de llevar años bajo tierra y tener la madera comida por los insectos.
—Le sigo.
—Y los comunistas también sabían que ninguno de sus soldados le acertaría a nada que estuviera a doscientos metros. Quizá fueran incapaces, incluso, de ver más allá. Así que, ¿para qué gastar dinero en precisión? La fiabilidad es lo primero, lo segundo y lo tercero mejor que tiene el AK-47. Pero es impreciso. Es un arma de cuerpo a cuerpo. Poco más que una pistola. Para dispararla desde el otro lado de la calle, desde un edificio o desde el otro lado del río.
—¿Quiere decir que es imposible que haya disparado con eso?
—No ha disparado con eso ni de coña. Podría usted darles a Kott, a Carson o a Datsev el mejor AK-47 que se haya fabricado jamás, que no les serviría de nada más allá de, digamos, trescientos cincuenta metros. Ahora bien, el disparo que ha matado a Khenkin se ha efectuado desde casi mil quinientos metros. Cuatro veces más. No le habrían acertado ni al edificio. Además, la bala es poca cosa. No habría llegado. Tendrían que haber disparado con una elevación de unos treinta grados, como si quisieran lanzarle al bateador una bola curva envenenada. Arriba y abajo, como un misil balístico. Un disparo imposible, vamos. Y aunque lo hubieran conseguido, la bala habría llegado a tan poca velocidad que la podrías haber apartado con una pala de ping-pong. Habría rebotado contra la gomina de Khenkin. Pero no ha sido así. Le ha arrancado la cabeza de los hombros.
—¿Entonces?
—Que no ha sido un vietnamita de unos veinte años con un AK-47.
—¿Y qué hacía allí?
—Yo diría que era parte de una de esas ofertas con todo incluido. Parte del apoyo local contratado por Kott, Carson, Datsev o quienquiera que lo hiciera. Que en París bien puede ser vietnamita. La comunidad es numerosa. Seguro que la mayoría tiene profesiones legales, al volante de un taxi o lo que sea, trabajando duro; pero también estoy seguro de que algunos son pandilleros. Ponen diez o doce en la calle, como cordón de seguridad móvil para el verdadero culpable, para que consiga escapar. No hay duda de que el viejo que me detuvo era uno de ellos. Una interferencia con patas. Y dejaron al chico en la buhardilla, como señuelo. Será su iniciación. Se está ganando los galones. Dejas que te arresten, te estás calladito, no flaqueas y ya eres un hombre. Seguro que su arma no tiene percutor. Para asegurarse de que lo sacan del aprieto gracias a ese tecnicismo.
Scarangello se quedó callada un rato, luego dijo:
—Tiene que tratarse de Datsev, ¿no? ¿Qué van a tener Kott o Carson contra Khenkin?
—Seguro que O’Day tiene teorías al respecto —le dije.
Pero resultó que el método socrático tenía sus limitaciones. O’Day, Shoemaker y Casey Nice le habían dado muchas vueltas a lo sucedido, pero se quedaban en frases al alcance de cualquier persona racional. Aunque tenían los informes detallados de París, Moscú y Londres, diagramas y fotografías, vídeos e informes de actuación y habían repasado los datos una y otra vez, no habían llegado a ninguna conclusión. Estaban esperando mi punto de vista.
Aterrizamos en Pope Field a última hora de la tarde, ni un día después de despegar; habíamos recuperado las seis horas que habíamos perdido volando a París. Scarangello quería ducharse antes de que nos sentáramos y nos pusiéramos manos a la obra, lo que parecía razonable, por lo que O’Day nos concedió treinta minutos, que yo también pasé en la ducha, sacando a Khenkin de la chaqueta primero, lo que resultó bastante fácil porque la tela era impermeable y pude enjuagar la mugre. No cejé hasta que el agua salió limpia, después sequé la prenda dándole palmaditas con una toalla. Después, y a toda prisa para que me diera tiempo de pasar por el bufé antes de que empezara la reunión, me di un manguerazo con su champú y su jabón, y me vestí. No quedaba gran cosa en el bufé, pero había café, así que me serví una taza y subí la escalera.
O’Day estaba en su silla de costumbre y tenía a Shoemaker a la derecha. Casey Nice me dio la bienvenida con una sonrisa y me senté. Scarangello llegó después de mí, brillando aún por el efecto del agua caliente, con el pelo mojado y con otro traje negro de falda y chaqueta.
—Lo primero —empezó a decir O’Day—, desechemos a los vietnamitas.
—Siempre hay una primera vez para todo —solté.
No le hizo gracia. Lo más probable era que en aquel antiguo conflicto, en el que había parecido un anciano de ochenta años, estuviera a cargo de parte de la estrategia, razón por la cual aún se mostraba un poco sensible cuando se tocaba el tema. Al incómodo silencio resultante le puso fin Casey Nice:
—Suponemos que el tirador o quienes le pagaron contrataron un grupo criminal para que le sirviera de apoyo táctico. O para que les permitieran operar en su territorio. O para ambas cosas.
—Lo más probable —dije—. A menos que lo contrataran los propios vietnamitas. Quizás esto sea cosa del gobierno. Quizás estén pensando en invadir Rusia.
—¿Lo dice en serio?
—No mucho —respondí—. Estoy de acuerdo con ustedes. Era apoyo táctico.
—En cuyo caso, por cuestión de orgullo y disciplina, no van a soltar prenda. Por lo que no tenemos nada con lo que trabajar excepto nuestra propia interpretación de un escenario muy confuso e incompleto.
—De incompleto nada. Al menos, no desde el punto de vista de Khenkin.
—Pensamos que viajó a París ansioso por convencernos tanto a nosotros como a los británicos de que Datsev no estaba involucrado. ¿Está de acuerdo?
Asentí.
—Insistía en que Datsev nunca se prestaría a tomar parte en una prueba.
—Y la DGSE dice que Khenkin parecía obsesionado con demostrar que el disparo no le habría acertado al presidente. Cosa que, por lo visto, así es. A la izquierda y un poco bajo. Moscú dice que Datsev nunca falla. Y «a la izquierda y un poco bajo» parece ser la firma de John Kott en Arkansas. De acuerdo con los blancos de papel.
—Kott no ha estado nunca en la terraza de ese apartamento —aseguré.
O’Day me miró y me preguntó:
—Y eso, ¿cómo lo sabe?
—La mujer de la DGSE afirma que el tirador estaba sentado detrás de una maceta. Sin embargo, Kott ha pasado un año entrenándose tumbado. Es como dormir. Todo el mundo prefiere una postura en concreto. Y sentado detrás de una maceta no es la postura de Kott.
O’Day asintió.
—Me alegra saberlo —dijo.
—Pero es imposible que Khenkin supiera eso —comentó Casey Nice—. Lo único que él argumentaba era que Datsev no habría fallado. Y se quedó tan campante hasta que recibió el disparo. Que es donde el asunto se vuelve confuso. Porque resulta que no era Datsev y, de repente, sí que lo era. Porque entre Datsev y Khenkin existe una conexión, pero es improbable que la haya con alguno de los otros dos tiradores.
—Póngase en pie —le pedí.
—¿Cómo dice?
—Póngase en pie y quítese un zapato.
—¿Para qué?
—Usted hágalo.
Y lo hizo. Se puso de pie y me preguntó:
—¿Cuál me quito?
—Da lo mismo —le dije.
Yo también me puse de pie. Se agachó y se quitó el izquierdo. Fui hasta la puerta. Como todas las que había en el edificio, era de madera pintada, rectangular, de dos metros de altura y algo menos de ochenta centímetros de ancho.
—Imagine que esto es un panel de cristal. Imagine que sabe que es bastante duro. Imagine que le doy una sola oportunidad para romperlo con el tacón. Un buen golpe, fuerte. Dígame, ¿dónde se lo daría?
Pensó unos instantes y se acercó cojeando hacia mí. Le dio la vuelta al zapato y lo sujetó como si fuera un arma. Se detuvo.
—No sé lo suficiente del tema —comentó—. Se trata de tecnología cerámica. Es una ciencia que estudia materiales muy duros.
—Datsev, Kott y Carson tampoco son científicos. Use su instinto.
Me fijé en que sopesaba varios puntos. Levantó el zapato llena de dudas y lo movió un poco, como de forma involuntaria, como si se le pasaran diferentes alternativas por la cabeza.
—Cuénteme lo que está pensando —le pedí.
—No golpearía cerca del borde —respondió—. Creo que lo único que haría sería astillarlo, nada más; como darle un mordisquito a una galleta enorme.
—Vale.
—Tampoco le daría en el mismo centro. Me da la sensación de que la fuerza del impacto se repartiría con uniformidad, que quizás incluso el material llegase a recuperarse por dentro, distribuyendo la fuerza hacia los bordes, y que el impacto no conseguiría nada. Puede que si lo golpease en el centro solo se hundiese, como la piel de un tambor.
—Entonces, ¿dónde golpearía?
—En algún punto que estuviera a caballo entre el centro y los bordes. Así el impacto sería asimétrico y la tensión interior jugaría a mi favor.
—Muéstreme dónde.
Miró la puerta una última vez, levantó el zapato e hizo como que daba un golpe fuerte antes de poner la punta del tacón en el cuadrante superior izquierdo, de forma que si la puerta y el escudo antibalas de París tuvieran las mismas dimensiones, el punto que había elegido quedaría, más o menos, a quinientos milímetros del borde izquierdo y a setecientos del superior.
—Era el segundo tiro el que se efectuaría para matar al presidente, no el primero —afirmé—. El primero tenía que romper el cristal. Nada más. Así que no falló. Dio justo en el blanco.
Casey Nice dio un par de saltitos y se puso el zapato. Volvimos a sentarnos.
—Creo que Khenkin sabía todo esto desde el principio —dije—. Lo que había descubierto la DGSE no reducía las probabilidades de que se tratara de Datsev, sino que las acrecentaba. Fue a París con la esperanza de que su chico estuviera limpio, pero todo lo que vio le sugirió lo contrario.
—Cualquiera de los tres podría haber hecho un disparo así —comentó Shoemaker.
—Pero ¿qué hay del segundo? Creo que es a eso a lo que le daba vueltas Khenkin. Porque quienquiera que hubiera disparado tenía que volver a apuntar, unos quince centímetros más arriba y a la derecha esta vez, si quería cargarse al francés. Y a toda prisa. Que es algo la hostia de complicado de hacer a ojo y a mil trescientos metros de distancia. Tendría que mover el cañón algo menos de tres milésimas de centímetro. Ni más, ni menos. Y rápido, sin pararse a pensar y con gran precisión pero, aun así, con serenidad. No tenía tiempo ni para prepararse, ni para comprobar el tiro, ni para respirar. Si el cristal se hubiera roto, el francés lo habría advertido, más o menos, de inmediato. Como mínimo, habría empezado a hacer aspavientos. Y, como hemos visto, los agentes de seguridad lo habrían sepultado en dos segundos. Piensen en ello. Disparas, mueves el cañón unas tres milésimas de centímetro y vuelves a disparar, todo ello más rápido de lo que soy capaz de decirlo. Para eso habría que tener una habilidad sobrehumana. Y Datsev la tenía, según Khenkin.
—De acuerdo, vamos avanzando —dijo el general O’Day—. El francotirador era Datsev.
—Desde luego, es lo que Khenkin creía. Lo estuve observando. Era muy tozudo, pero tenía una parte sensible. Por la mañana estaba de mal humor porque habían hecho que se levantase demasiado temprano, pero a su vez estaba contento. En ese momento, era como si hubiese ido a París a pasar el día. Toda esa historia era problema de otro. Mío, lo más probable. Incluso me invitó a desayunar. Pero entonces empezaron a cernerse los nubarrones y el día se torció. Porque, claro, de repente era problema suyo. Tenía que volver a casa y dar la mala noticia. Y no quería hacerlo. Tenía muy poco de funcionario.
—Pero Datsev le ha disparado y le ha evitado el apuro.
—No —dije—, no ha sido Datsev quien le ha disparado.