Eran dos, jóvenes ambos, una simple patrulla en un cochecito, con un uniforme barato de color azul no muy diferente del de los barrenderos o los basureros. Ahora bien, sus placas eran de verdad, sus armas eran de verdad. Y el escenario que tenía lugar delante de ellos era incuestionable. Un gigante caucásico asfixiando a un pequeño asiático de edad avanzada y llevándolo a rastras por la acera. Una de esas imágenes inapropiadas que tanto temen los políticos. Así que me detuve, como es normal, y solté al tipo.
El tipo salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Regateó a derecha, regateó a izquierda y lo perdí de vista. Los policías no salieron corriendo tras él. Lo que era lógico. Era la víctima, no el culpable. Al culpable lo tenían justo delante. No necesitaban el testimonio de la víctima porque habían sido testigos de lo sucedido. Caso visto para sentencia. Tenía veinte centésimas de segundo para tomar una decisión. ¿Me quedaba allí o salía yo también a la carrera? Suponía que, al final, la influencia de O’Day era tal que me protegería hiciera lo que hiciese, y en poco tiempo. Pero seguro que el tirador se había esfumado hacía un buen rato. Y si me quedaba, no tendría que acabar perdiendo el resuello. Así que me quedé.
Me arrestaron de inmediato, frente a un bar con estanco, y debido, por lo visto, a varios delitos, incluidos asalto con agresión, delito racial y maltrato de ancianos. Me apretujaron en la parte de atrás del cochecito y me llevaron a la comisaría de la rue Lecourbe. Los de recepción me cachearon y me quitaron el móvil de Scarangello, el pasaporte nuevo, el cepillo de dientes, la tarjeta bancaria, los dólares y el botecito de pastillas vacío de Casey Nice. Luego me llevaron a un calabozo en el que ya había otros dos fulanos: uno de ellos borracho y el otro colocado. Obligué al primero a que me dejara el sitio que ocupaba en el banco. Lo mejor es establecer el orden jerárquico cuanto antes. A la larga le ahorraría problemas. Me senté, me apoyé contra la pared y esperé. Supuse que en veinte minutos me habrían introducido en el sistema y que, para entonces, Scarangello ya me estaría buscando con toda la artillería.
Tardó una hora en dar conmigo. Llegó con el caballero de pelo entrecano y el buen traje, que parecía muy conocido allí. Todos se levantaban de un brinco para saludarlo. Un minuto después volvía a tener todas mis pertenencias en los bolsillos, y otro minuto después estábamos en la calle. Libre y sin cargos. Tal era la influencia de O’Day. Scarangello se sentó en la parte de atrás del mismo Citroën en el que se había marchado de Le Bourget, y yo a su lado. El caballero de pelo entrecano cerró la puerta desde la acera y le ordenó al conductor en francés: «Llévelos directos al aeropuerto». El coche arrancó a toda velocidad. Estiré el cuello y vi que el tipo se quedaba unos segundos observándonos antes de volver a la comisaría.
—¿Por qué ha salido corriendo? —me preguntó Scarangello.
—No he salido corriendo. No me gusta correr. Iba caminando —le respondí.
—Pero ¿por qué?
—He venido como policía. Iba en busca del culpable. A eso es a lo que se dedica la poli.
—Ni siquiera estaba usted cerca. Por no estar, no estaba ni en el mismo barrio.
—He supuesto que no se quedaría en la zona.
—Pues se ha equivocado.
—¿Qué ha sucedido?
—Lo han detenido. Con el fusil.
—¿Que lo han detenido?
—Se ha quedado esperando, allí mismo.
—¿Quién de los tres era?
—Ninguno de ellos. Un vietnamita de unos veinte años.
—¿Y con qué fusil ha disparado?
—Con un AK-47.
—Menuda chorrada.
—Eso lo dirá usted.
Fui a responder, pero levantó la mano.
—No diga nada. No quiero conocer su punto de vista. Mañana podrían llover citaciones. Es mejor que no sepa nada. Voy a esperar a la versión oficial.
—Iba a preguntarle si tiene inconveniente en que demos un rodeo de nada —le dije.
—El avión nos espera.
—No va a despegar sin nosotros.
—¿Adónde quiere ir?
Me incliné hacia delante y le dije al chófer en francés:
—Diríjase a la Bastille y gire a la derecha.
Se quedó pensativo unos instantes y respondió:
—¿En Roquette?
—Hasta el final —le pedí—. Luego, espérenos en la verja.
—Sí, señor.
Scarangello iba a empezar a interrogarme de nuevo, pero se quedó mirando el hombro de mi chaqueta. La mancha pegajosa que antes era de color rojo y gris ahora era entre marrón oscura y morada, si te fijabas bien se veían cinco esquirlas de hueso.
—¿Qué es eso? —preguntó Scarangello.
—Un conocido —le dije.
—Oh, qué repugnante.
—Bueno, es mi punto de vista.
—Necesita una chaqueta nueva.
—Esta lo es.
—Tiene que deshacerse de ella. Vamos a ir a comprarle otra. Ahora mismo.
—El avión nos espera.
—No tardaremos mucho.
—Estamos en Francia —le recordé—. Nada de lo que tengan me valdrá.
—¿Adónde vamos?
—Quiero hacer una cosa antes de que nos vayamos.
—¿El qué?
—Dar un paseo.
—¿Por dónde?
—Ya lo verá.
Cruzamos el Sena por el pont d’Austerlitz, giramos a la izquierda en el boulevard de la Bastille y seguimos hacia el propio monumento, rápido a pesar del tráfico, como si el conductor llevara puestas las luces y las sirenas. El monumento estaba en el centro de una rotonda llamada place de la Bastille, tan caótica como todas las de la ciudad y cuya cuarta salida, de las diez que tenía, daba a la rue de la Roquette, que avanzaba en dirección este, directa a la verja del cementerio.
—Père Lachaise —comentó Scarangello—. Aquí está enterrado Chopin. Y Molière.
—Y Édith Piaf y Jim Morrison —le dije—. El de los Doors.
—No tenemos tiempo para hacer turismo.
—No tardaremos mucho —le repetí.
El conductor aparcó frente a la entrada y bajé del coche. Scarangello me acompañó. Había un quiosco de madera que vendía mapas para llegar a las tumbas famosas. Como en Hollywood con las casas de las estrellas. Entramos por un amplio camino de arena y giramos a derecha e izquierda entre elaborados mausoleos y lápidas de mármol blanco. Caminaba de memoria, por lo que recordaba de una deprimente mañana gris de invierno de hacía muchos años. Caminaba despacio, deteniéndome de vez en cuando, comprobando, hasta que encontré lo que buscaba: una parcela de hierba, verde ahora por efecto de la primavera, salpicada de lápidas anchas y bajas. Encontré la que buscaba. Era de color claro y casi no se notaba en ella el paso del tiempo. Tenía una inscripción de dos líneas, aún nítidas y precisas: «Joséphine Moutier Reacher, 1930-1990». Una vida de sesenta años. En aquel entonces yo tenía justo la mitad. Me quedé allí parado, con las manos a los lados, con la sangre y la materia gris de otro hombre en la chaqueta.
—¿Un familiar? —me preguntó Scarangello.
—Mi madre —le dije.
—¿Por qué está enterrada aquí?
—Nació y murió en París.
—¿Por eso conoce tan bien la ciudad?
Asentí.
—Veníamos de vez en cuando. Se mudó aquí cuando mi padre murió. Vivía en la avenue Rapp. Al otro lado de Les Invalides. La visitaba cuando podía.
Scarangello asintió y se quedó callada un rato, puede que por respeto. Permaneció a mi lado, hombro con hombro.
—¿Cómo era?
—Menuda, con el pelo oscuro y los ojos azules, muy femenina. Muy obstinada. Pero, en general, feliz. A todo le encontraba un lado bueno. Era capaz de entrar en la última casa de mala muerte para marines que nos hubieran asignado, soltar una carcajada, sonreír después y comentar: «Hogag, dulce hogag». Tenía tanto acento que era incapaz de pronunciar la erre.
—Sesenta años no son muchos —comentó ella—. Lo siento.
—Te toca lo que te toca. No se quejó —le dije.
—¿Qué le pasó?
—Un cáncer de pulmón. Fumaba mucho. Era francesa.
—Estamos en Père Lachaise.
—Lo sé.
—Me refiero a que aquí no entierran a cualquiera.
—Normal —le dije—. Estaría hasta los topes.
—Me refiero a que es un honor.
—Por sus distinguidos servicios militares.
Scarangello volvió a mirar la lápida.
—¿En qué guerra?
—En la Segunda Guerra Mundial.
—Pero si tenía quince años cuando terminó.
—Fueron tiempos muy difíciles.
—¿Qué hacía?
—Trabajos para la Resistencia. A los pilotos aliados que eran abatidos en Holanda o en Bélgica los llevaban al sur pasando por París. Había una red. Se encargaba de acompañarlos de una estación a la siguiente y los ponía en camino.
—¿Cuándo?
—Durante casi todo mil novecientos cuarenta y tres. Ochenta viajes dicen que hizo.
—Tenía trece años.
—Fueron tiempos muy difíciles —repetí—. Las colegialas eran una buena tapadera. Le enseñaron a explicar que los pilotos eran su tío o su hermano y que estaban de visita. Por lo general los vestían de campesinos u obreros.
—Arriesgaba su vida. Y la de su familia.
—A diario. Pero era buena en lo suyo.
—Esta información no sale en su expediente —comentó Scarangello.
—Nadie lo sabía. Ella no iba contándolo por ahí. Ni siquiera sé si mi padre estaba al tanto. Cuando murió encontramos una medalla. Un anciano vino a su funeral y nos contó la historia. Era su instructor. Supongo que también habrá muerto ya. No había vuelto desde que la enterramos. Es la primera vez que veo la lápida. Lo más seguro es que fuera mi hermano quien lo organizó todo.
—Eligió bien.
Asentí. Un recuerdo modesto para una mujer modesta. Cerré los ojos y rememoré la última vez que la había visto con vida. Durante el desayuno, con sus dos hijos, creciditos, en su apartamento de la avenue Rapp. Estaban derribando el Muro de Berlín. Ya estaba muy enferma por aquel entonces, pero nos había expresado su deseo de vestir bien y actuar con normalidad. Bebimos café y comimos cruasanes. O, al menos, mi hermano y yo. Ella parloteaba para escondernos su falta de apetito. Hablaba de todo tipo de asuntos: de gente que habíamos conocido, de sitios en los que habíamos estado y de situaciones que habíamos vivido en ellos. En un momento dado se quedó callada y, al cabo de un rato, nos dio un par de mensajes finales, que, por otro lado, eran los mismos de siempre. Como un ritual materno. Lo había hecho miles de veces. Se levantó de la silla con esfuerzo y se nos acercó, le puso las manos en los hombros a Joe, desde atrás, que era parte de la coreografía, se inclinó, le dio un beso en la mejilla, como hacía siempre, y le preguntó: «¿Qué es lo que no tienes que hacer, Joe?». Mi hermano no respondió, porque nuestro silencio era parte del ritual. «No tienes que resolver todos los problemas del mundo. Solo algunos. Porque los hay para dar y tomar».
Después le dio otro beso y vino a situarse detrás de mí. Con dificultad, también me besó en la mejilla, midió la anchura de mis hombros con sus manitas y tocó los duros músculos, como hacía siempre, aún fascinada por lo grande que se había hecho aquel bebé tan pequeño, y aunque me faltaba poco para cumplir los treinta me dijo: «Tienes la fuerza de dos muchachos normales. ¿Qué piensas hacer con ella?». Yo tampoco respondí. Nuestro silencio era parte del ritual. Y que respondiera por mí: «Vas a hacer las cosas como es debido».
Y lo había intentado, casi siempre, lo que unas veces me había dado problemas y otras había hecho que ganara medallas. Como homenaje, aunque no fuera gran cosa, había enterrado junto a ella mi Estrella de Plata. La tenía bajo los pies, en París, enterrada. Supuse que la cinta ya se habría podrido, pero seguro que el metal seguía brillando.
Abrí los ojos, di un paso atrás, miré a Scarangello y le dije:
—Vale, ya podemos marcharnos.