Me tiré al suelo antes incluso de que el cuerpo sin vida de Khenkin se desplomara. Su cabeza, destrozada, me cayó encima mientras me agachaba y me dejó una mancha pegajosa de color rojo y gris en el hombro de la chaqueta. Recuerdo que pensé: «Joder, que es nueva», y, justo después, Bennett aterrizaba a mi lado, sobre las baldosas, y, acto seguido, desaparecía como por arte de magia. Ahora me ves, ahora no me ves. Típico de buenos agentes secretos. En Gran Bretaña tienen un dicho: «Tu secreto, ni al más discreto». Lo mejor era no salir ni en los registros.
La mujer estaba de rodillas, con la cabeza gacha y el ordenador en las manos, despotricando y esforzándose por volver al comedor. El policía veterano con el uniforme de gala azul seguía de pie, firme en el mismo sitio en el que había estado todo el rato, expuesto de cintura para arriba. Lo que me pareció bien, porque era evidente que el tirador no iba a quedarse mucho rato allí donde estuviera. No en el centro de París. Me puse de rodillas y eché una ojeada por encima del pretil para determinar dónde había visto el fogonazo. Cerré los ojos y volví a verlo, a la izquierda del antiguo hospital y, por lo tanto, aún más lejos, en el tragaluz de lo que parecía un sexto piso.
Abrí los ojos y lo comprobé. O era en el boulevard de Latour-Maubourg o en una pequeña calle que había detrás, en un tejado gris en buhardilla en el que, cómo no, una ventana ovalada de estilo Beaux Arts intrincadamente enmarcada en piedra era la protagonista. A unos mil cuatrocientos cincuenta metros, diría yo. Cerca de mil quinientos. Una caminata de diecisiete minutos a ritmo normal. Me puse de pie, salté hacia la mujer del portátil, que seguía de rodillas, y crucé a todo correr el comedor, el salón, el pasillo y el vestíbulo; bajé la escalera hasta el patio y salí a la calle.
No me dirigí hacia Les Invalides. No tenía sentido. Supuse que el tirador ya se habría marchado y, por lo tanto, cada minuto que pasase corriendo hacia él, él lo pasaría alejándose de mí. Oí sirenas a lo lejos, el formal y lastimero «nino-nino» que seguían usando los franceses. Muchas. ¿Hacía dónde tiraría? Al norte no. Y en coche no iba. Por las sirenas. Los puentes eran cuellos de botella. Sería imposible cruzarlos, excepto por el agua. Pero la policía también tenía lanchas. Así que huiría a pie, bien hacia el sur, bien hacia el suroeste. Hacia el sureste no, porque la gare Montparnasse estaba en aquella dirección y el transporte público sería lo siguiente que se llenaría de policía después de los puentes. Por la misma regla de tres, evitaría el metro. Vamos, que iba por la calle, a pie, y ya llevaba recorridos cerca de doscientos metros, por la École Militaire, quizá, lo que lo llevaría a la avenue de la Motte-Picquet o a la avenue Lowendal.
Me encaminé por la rue de Sèvres, sin correr, porque los policías con los que me cruzase estarían nerviosos, pero a buen paso y sin aflojar el ritmo. Mucho más rápido de lo que iría el tirador, seguro, que pasearía, sin prisa, como si no fuese a ninguna parte en especial; la viva imagen de la inocencia. Pero ¿con qué a cuestas? Ningún fusil de francotirador del calibre 50 se podía desmontar. A menos que tuvieras una sierra y un soplete. La mayoría medía metro y medio y pesaba más de trece kilos. ¿En una alfombra persa? ¿En un rollo de tela? ¿O lo habría dejado escondido?
Giré por el boulevard Garibaldi y supuse que, a aquellas alturas, el tipo debía de llevarme unos doscientos setenta y cinco metros de ventaja, por el mismo camino que yo, a lo lejos, así que me di más prisa, tres minutos intensos, hasta que llegué a la rue de la Croix-Nivert, continuación de la avenue Lowendal, lo que significaba que una larguísima manzana más allá estaba la rue du Commerce, continuación de la avenue de la Motte-Picquet. Seguro que había cogido una de las dos, dirección suroeste, hacia el centro del distrito 15, donde estaría a salvo.
Me decidí por la primera esquina porque supuse que Lowendal le habría parecido mejor que Motte-Picquet, pues la mole de la École Militaire se interpondría entre él y las sirenas más cercanas, las de los equipos de respuesta rápida que llegarían de la torre Eiffel. Así que doblé la calle, aceleré, miré a lo lejos, hacia la gris distancia, y me topé de bruces con un hombre bajito que avanzaba a toda prisa en sentido contrario. Antes de chocar con él me había dado la impresión de que era asiático, puede que vietnamita, mucho mayor de lo que se deduciría por su paso vivaz. Con el golpe me resultó nervudo, fornido y mucho más pesado de lo que cabía imaginar.
Ralenticé el ritmo para que le diera tiempo a hacerse a un lado tras rebotar contra mí y con la esperanza de que no llegara a caerse, de manera que podría pedirle perdón y seguir adelante sin mayor dilación. Sin embargo no se apartó, sino que se agarró a los pliegues de mi chaqueta y tiró hacia abajo, como si le fallaran las rodillas. Di un paso tambaleante hacia delante, me incliné un poco e intenté no pisarle, pero él tiró de mí, describiendo un semicírculo en el sentido contrario a las agujas del reloj. Entonces empezó a empujarme hacia el bordillo.
Luego me golpeó.
Dejó de agarrarme la chaqueta con la mano derecha, la llevó hacia atrás y me lanzó un puñetazo a la entrepierna. Lo que me habría supuesto todo un problema de no ser porque me encogí a toda velocidad y el golpe me alcanzó en la cara interna de la cadera —que no es que no sea una zona sensible—. Sentí una especie de calambre nervioso que me bajó en cascada por la pierna y se me durmió el pie durante un segundo. El tipo debió de darse cuenta, porque empezó a empujarme de nuevo con todas sus fuerzas, que no eran pocas. Oía el tráfico detrás de mí, muy cerca. Una estrecha calle parisina, coches pasando a una velocidad media de sesenta y cinco kilómetros por hora, nueve de cada diez conductores hablando por el móvil.
Ya era suficiente.
Lo cogí por la garganta con una mano y lo alejé de mí hasta que lo tuve a un brazo de distancia. Sus puñetazos ya no me alcanzaban. Podría haber empezado a pegarme patadas pero, en ese caso, le habría apretado el cuello más fuerte, cosa que, por lo visto, había comprendido. Empecé a empujarle hacia atrás.
Justo entonces apareció la policía.