Fuimos a ver el apartamento en la misma furgoneta del Departamento de Policía, conducida por el mismo policía estridente. La mujer del pelo oscuro y sedoso nos acompañó, con dos de los portátiles, y vino también un police nationale, un veterano canoso con uniforme azul de gala. El viaje fue corto y cómodo, desde el distrito 7 al 6, todo el rato por el boulevard St. Germain hasta que nos internamos por las callecitas que quedaban por detrás de la rue Bonaparte y llegamos a un edificio antiguo y elegante que se alzaba indiferente y silencioso en una manzana de construcciones similares. Era una construcción de buena calidad y estilo Beaux Arts, con un portalón para carruajes el doble de alto de lo normal y por el que, casi seguro, y tras dejar atrás una conserjería, se llegaba a un patio interior en cuyas esquinas habría escaleras y ascensores de hierro desvencijados. Ya había estado en edificios así. Huelen a polvo, a cocina y a cera para suelos, y a veces se oye en ellos la melodía apagada de un piano o las carcajadas repentinas de los niños. Están divididos en enormes apartamentos venidos a menos, con pan de oro y madera de cerezo, alfombras de Aubusson deshilachadas y viejos muebles de estilo Imperio pulidos con cariño.
El conductor despertó al conserje, que abrió las dos hojas de la enorme puerta, entramos y aparcamos en el patio. Nos dirigimos a la escalera que había en la esquina trasera izquierda y subimos andando cinco pisos hasta una puerta cerrada con llave y sin distintivo alguno. Ni de precinto de la policía, ni sello de la fiscalía, ni el aviso oficial de que se trataba de un escenario del crimen.
—¿Quién es el dueño? —pregunté.
—La dueña murió hace dos años —respondió el veterano police nationale.
—A alguien le pertenecerá ahora.
—Por supuesto, pero no hubo herederos. Es un asunto complicado.
—¿Cómo entró el tirador?
—Creemos que hay llaves en circulación.
—¿El conserje no vio nada?
El veterano negó con la cabeza y añadió:
—Ni los vecinos.
—¿Hay cámaras en la calle?
—No concluyentes.
—¿Tampoco lo vieron salir?
—Yo diría que todo el mundo estaba atento a la televisión, pendiente de lo que sucedía.
Sacó una llave que parecía recién hecha y la movió a uno y otro lado en la cerradura hasta que consiguió abrir la puerta. Entramos en un vestíbulo formal de techos altos y avanzamos por un pasillo formal también de techos altos. El suelo era de mármol blanco y negro, mate y un tanto ondulado por efecto de los miles de pies que lo habían recorrido. El aire era frío y no se movía. Varias de las puertas eran dobles, de entre tres metros treinta y tres metros y medio de altura, algunas de ellas estaban medio abiertas y daban paso a habitaciones sombrías. El veterano nos guio hasta un salón y, a través de él, a un comedor de unos doce metros de largo. En él había una inmensa mesa de caoba tapada en parte con una vieja sábana blanca, y veinte sillas, diez a cada lado, y una chimenea embaldosada digna de un castillo, y viejos espejos maculados, y bustos de mármol, y oscuros paisajes con recargados marcos dorados. En la pared del fondo había tres ventanales que iban del suelo al techo, tenían orientación oeste y se abrían hacia dentro. La gigantesca mesa estaba alineada con el ventanal central, y las otras dos ventanas tenían delante, cada una de ellas, un bufé con el tablero de mármol. El viejo estilo clásico: apacible, sosegado, simétrico y agradable a la vista.
Los ventanales daban a la terraza. Esta tenía la misma largura que anchura el comedor y unos dos metros y medio de profundidad con el suelo de baldosas y una balaustrada baja de piedra. Había una larga línea de macetas de piedra llenas de tierra y con restos de geranios secos. Había también dos mesitas de hierro redondas, cada una de ellas con dos sillas de hierro, dispuestas contra la pared, entre dos ventanales cada una de ellas.
A lo lejos, muy a lo lejos, había una vista lateral de la escalinata de Les Invalides. Mil trescientos metros. Casi ni se veían.
—¿Cómo descubrieron que fue desde aquí? —preguntó Bennett.
—El presidente vio el fogonazo, lo que nos indicó la dirección aproximada —empezó a responder el veterano—. Después fue suficiente con hacer un sencillo cálculo de balística, que nos proporcionó cuatro localizaciones posibles, todas ellas propiedades de este mismo edificio. Tres de ellas están ocupadas por familias inocentes. Esta está vacía. Además, aquí el polvo estaba movido. Estamos convencidos de que este es el escenario del crimen.
—Todo lo cual se explica en la exposición. Deberían haber acabado de verla —soltó la mujer de pelo oscuro y sedoso.
Khenkin asintió, en parte disculpándose y en parte impaciente.
—¿Desde dónde creen que disparó? —le preguntó.
—Trabajamos a partir de los datos del microscopio de electrones —respondió ella—. Los proyectiles perforantes tienen una punta dura por extremo, así que, en el nivel molecular, fuimos capaces de ver el ángulo exacto del impacto. Calculamos la velocidad, que nos dio el alcance, y luego la inclinación, que nos dio el punto exacto. Creemos que disparó desde el centro de la terraza, sentado, con el bípode descansando en la tierra de la maceta central. Había marcas en la tierra y arañazos en las baldosas.
Khenkin asintió de nuevo y dijo:
—Vamos a verlo.
Así que fuimos al exterior y echamos una ojeada. Estábamos en un quinto piso, el aire era fresco y la vista, magnífica. La maceta del centro era maciza, pesada, firme como una roca, bastante más ancha que alta, tallada como una antigüedad griega, lisa pero con zonas que el paso del tiempo había cubierto de musgo. Sí, bien podía tratarse del punto de apoyo. Dado el ligero ángulo descendente hacia el objetivo, un tirador de estatura mediana sentado detrás de ella habría estado de lo más cómodo. Habría apuntado entre la balaustrada, entre dos de los musgosos balaustres que sujetaban el pretil.
—¿Cuánto mide Datsev? —pregunté.
—Entre metro setenta y metro setenta y cinco —respondió Khenkin.
Que, desde luego, era una estatura mediana.
—¿Y Carson? —le pregunté a Bennett.
—Un metro setenta y cinco centímetros —me dijo.
Otro que estaba en la media. Como John Kott, tallado en metro setenta la última vez que lo vi, hacía dieciséis años.
Entonces Khenkin se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, detrás de la maceta, sin que le preocupara mancharse las elegantes y caras prendas que vestía. Cerró un ojo y entrecerró el otro.
—¿Tienen fotografías sacadas desde aquí? —preguntó—. En las que se vean el atril y los paneles.
—Por supuesto —respondió la mujer de pelo oscuro y sedoso—. Están incluidas en la exposición. Deberían haber acabado de verla.
—Lo siento —se disculpó Khenkin—. ¿Las ha traído?
—Pues sí. —La mujer encendió uno de los portátiles, hizo unos pocos clics, se desplazó por la pantalla y dejó el ordenador sobre la maceta, delante del ruso—. Esto simula la vista desde la mira o, al menos, eso creemos.
Y así era, más o menos. Me agaché para echar una ojeada y vi el atril en el centro de la imagen, razonablemente cerca, razonablemente grande, con el escudo antibalas más cercano apenas visible pero justo delante. El atril parecía triste, desamparado, en medio de un escenario evacuado a todo correr primero y cuyo perímetro se había asegurado después.
—No veo la mella —dijo Khenkin.
La mujer se hizo sitio entre nosotros. Olía a Chanel. Pinchó un par de veces con el ratón y el punto rojo reapareció en el cristal, a un poco más de quinientos milímetros del borde izquierdo y setecientos del superior.
—¿Qué altura tiene su presidente? —prosiguió el ruso.
La mujer volvió a pinchar con el ratón y apareció una figura detrás del panel, detrás del atril. No era el presidente de Francia, sino un doble, con el mismo peso y estatura, probablemente. Un policía, quizás, o uno de los de seguridad.
El punto rojo estaba a quince centímetros de la garganta.
—¿Ven? Lo sabía —soltó Khenkin—. Iba a fallar. A la izquierda y un poco caído.
Se puso de pie, se sacudió la Burberry y se acercó a la balaustrada. Miró por encima de los tejados grises de París, en dirección a Les Invalides. Bennett se unió a él, hombro con hombro a su derecha, y yo lo hice a la izquierda, también hombro con hombro. Vi el boulevard Raspail, calles anchas, automóviles y personas, ordenadas filas de árboles podados, zonas verdes, edificios maravillosos con herrajes negros, tejado de pizarra y banderas lacias, farolas ornamentadas, la vaga mole blanquecina del viejo hospital y más allá, mucho más lejos, la punta de la torre Eiffel.
Entonces sucedieron tres cosas, orquestadas en perfecto orden y tan despacio como el tictac de un viejo reloj. Tic, un puntito repentino de luz apareció a lo lejos. Tac, por todos lados, las banderas ondearon de golpe al levantarse una ráfaga de viento. Tic, la cabeza de Khenkin voló en pedazos justo al lado de mi hombro.