—Tienes las dos orejas —le aseguré, sintiendo una oleada de alivio que casi me caigo. Le toqué las puntas suavemente para que estuviese seguro.
—¿Y por qué no iba a tenerlas? —Dermot estaba confuso, y a tenor de la pérdida de sangre que había sufrido, era de lo más comprensible—. ¿Quién me atacó?
Lo miré hacia abajo, incapaz de decidir qué hacer. Tuve que hacer de tripas corazón. Llamé a Claude.
—Teléfono de Claude —dijo una voz profunda que atribuí a Bellenos, el elfo.
—Bellenos, soy Sookie. No sé si me recuerdas, pero estuve allí el otro día con mi amigo Sam.
—Sí —contestó.
—Mira, alguien ha atacado a Dermot y está herido. Necesito saber si debo o no debo hacer algo a un hada herida. Cosas al margen de lo que se haga con humanos normales.
—¿Quién le ha hecho eso? —la voz de Bellenos era más agresiva.
—Dos humanos que irrumpieron en la casa buscándome a mí. Yo no estaba, pero Dermot sí. Estaba con una lijadora y no los oyó llegar. Al parecer, lo han golpeado en la cabeza, pero no sé con qué.
—¿Se ha detenido la hemorragia? —preguntó. Podía oír la voz de Claude de fondo.
—Sí, la sangre está seca.
Se produjo un zumbido de voces al otro lado, mientras Bellenos consultaba con varias personas, o al menos eso parecía.
—Voy para allá —anunció Bellenos al fin—. Claude me ha dicho que en este momento no es bienvenido en tu casa, así que iré en su lugar. Será agradable salir un poco de este sitio. ¿No hay más humanos aparte de ti? No podría pasar.
—Nadie más, al menos por ahora.
—Llegaré pronto.
Transmití esa información a Dermot, que simplemente estaba perplejo. Me repitió un par de veces que no comprendía por qué estaba en el suelo y empecé a preocuparme por él. Al menos parecía cómodo.
—¡Sookie! —Antes de que se pusiera a llover, Dermot había abierto las ventanas para airear mientras lijaba. Oí a Bill claramente.
Me acerqué a la ventana tambaleándome un poco.
—¿Cómo está Dermot? ¿Cómo puedo ayudar?
—Lo has hecho de maravilla —respondí con toda sinceridad—. Uno de los feéricos de Monroe está en camino, Bill, así que mejor será que vuelvas a tu casa. Cuando se seque mi ropa, ¿te importaría dejarla en las escaleras de atrás cuando haya dejado de llover? O, si las dejas en tu porche, puedo ir yo a recogerla.
—Siento que te he fallado —dijo.
—¿Por qué dices eso? Me diste un lugar en el que esconderme, despejaste mi camino y registraste la casa para que nadie volviese a atacarme.
—No los maté —se lamentó—. Me hubiese gustado hacerlo.
La verdad es que esa afirmación no me alteró. Empezaba a acostumbrarme a las aseveraciones drásticas.
—Eh, no te preocupes —lo tranquilicé—. Alguien acabará haciéndolo si siguen realizando estas cosas.
—¿Imaginas quién ha podido contratarlos?
—Me temo que no. —Y lo lamentaba sobremanera—. Iban a amordazarme y a meterme en algún vehículo para llevarme a alguna parte. —No había visto el vehículo en cuestión en sus pensamientos, así que esa parte había quedado ofuscada.
—¿Dónde estaba aparcado?
—No lo sé. No llegué a verlo. —No había tenido mucho tiempo para pensar en ello.
Bill me miró con añoranza.
—Me siento inútil, Sookie. Sé que necesitas ayuda para bajarlo por las escaleras, pero no me atrevo siquiera a acercarme.
Bill volvió la cabeza a una velocidad que me hizo parpadear. Luego ya no estaba.
—Estoy aquí —llamó una voz desde la puerta trasera—. Soy Bellenos, el elfo, vampiro. Dile a Sookie que estoy aquí para ver a mi amigo Dermot.
—Un elfo. Hace más de un siglo que no veo a uno de los tuyos. —Oí que decía la voz de Bill, mucho más débil.
—Y no volverás a ver a uno en otro siglo —respondió la profunda voz de Bellenos—. No quedamos muchos.
Bajé otra vez las escaleras, tan rápido como para no caerme y romperme el cuello. Quité el pestillo de la puerta trasera y luego la del porche. Vi al elfo y al vampiro a través del cristal.
—Ya que has venido, creo que yo me voy —dijo Bill—. No seré de ninguna ayuda.
Estaba fuera, en el jardín. La dura luz de seguridad montada sobre el poste lo hacía parecer más pálido de lo habitual, realmente de otro mundo. La lluvia se había reducido a unas gotas pero el aire estaba saturado de humedad. No pensaba que fuese a contenerse por mucho más tiempo.
—¿Intoxicación feérica? —dijo Bellenos. Él también estaba pálido, pero nadie podía competir en ese terreno con un vampiro. Las pecas marrón oscuro de Bellenos se antojaban como diminutas sombras en su cara, y su liso pelo parecía de un castaño más oscuro—. Los elfos huelen distinto que las hadas.
—Tienes razón —contestó Bill, y noté la creciente distancia en su voz. El olor de Bellenos parecía repeler al menos a un vampiro. Quizá podría imbuir a mi tío abuelo del olor de Bellenos para protegerlo de los vampiros. Oh Dios, tenía que pensar qué iba a hacer con respecto a la reunión con Eric y Pam.
—¿Habéis terminado con las observaciones? —critiqué—. Porque a Dermot le vendría bien un poco de ayuda.
Bill se desvaneció en el bosque y yo abrí la puerta al elfo. Me sonrió y me costó no torcer el gesto al contemplar esos largos dientes puntiagudos.
—Adelante —lo invité, aunque sabía que podía hacerlo sin invitación.
Mientras lo guiaba a través de la cocina, su mirada se paseó arriba y abajo con curiosidad. Me arrebujé en la mantilla mientras lo precedía por las escaleras, esperando que Bellenos no mirase demasiado. Cuando llegamos al desván, antes de que pudiera decir nada, el elfo se había arrodillado junto a Dermot. Tras una rápida inspección, Bellenos lo puso de lado para echar un vistazo a la herida. Los curiosos y sesgados ojos marrones miraban con seriedad a su amigo herido.
Bueno, quizá me había mirado un poco los hombros desnudos.
Bueno, más que un poco.
—Tienes que taparte —dijo Bellenos repentinamente—. Demasiada piel humana expuesta para mí.
Vale, lo había malinterpretado del todo. Menudo corte. Del mismo modo que Bill había sido repelido por el olor de Bellenos, Bellenos se sentía repelido por mí.
—Será un placer poder vestirme con ropa de verdad, ahora que hay alguien cuidando de Dermot.
—Bien —convino Bellenos.
Tan rudo como pudo haberlo sido Claude, Bellenos se puso a lo suyo. Era casi entretenido de observar. Le pedí que llevara a Dermot al cuarto de invitados de la planta baja. Fui delante para asegurarme de que la habitación estaba bien. Tras echar un vistazo y comprobar que la colcha cubría las sábanas, me aparté a un lado para que Bellenos, que transportaba a Dermot con la facilidad de quien lleva a un niño, pasase. Aun así, su envergadura le dio algún que otro problema en la estrechez de las escaleras.
Mientras Bellenos depositaba a Dermot en la cama, corrí a mi habitación para vestirme. No sabéis el alivio que me supuso quitarme la mantilla de los flecos y los motivos florales para ponerme unos vaqueros (largos, en deferencia a la aversión de Bellenos por la piel humana). Hacía demasiado bochorno como para pensar en una camiseta de manga larga, pero al menos cubrí mis ofensivos hombros con una de manga corta a rayas.
Dermot estaba totalmente consciente cuando volví para ver cómo se encontraba. Bellenos se arrodillaba junto a la cama, acariciando el pelo dorado de mi tío abuelo y hablándole en un idioma que no conocía. Dermot estaba alerta y lúcido. El corazón me dio un salto de alegría cuando incluso se permitió mostrarme una sonrisa, si bien era apenas una sombra de su expresión habitual.
—No te han hecho daño —dijo, claramente aliviado—. Hasta el momento, sobrina, parece que vivir contigo es más peligroso que quedarme con los míos.
—Lo siento mucho —me disculpé, sentándome en el borde de la cama y tomándole la mano—. No sé cómo han podido entrar en casa con las protecciones mágicas activadas. Se supone que la gente que me quiere hacer daño no debería poder entrar, esté yo en casa o no.
A pesar de su pérdida de sangre, Dermot se ruborizó.
—Ha sido culpa mía.
—¿Qué? —Lo miré de hito en hito—. ¿Por qué dices eso?
—Era magia humana —explicó, rehuyendo mis ojos—. Tu amiga bruja es bastante buena para ser humana, pero la magia feérica es mucho, mucho mejor. Así que reconstituí sus conjuros con la intención de poner los míos justo después de lijar el suelo.
No sabía qué decir.
Se produjo un incómodo instante de silencio.
—Será mejor que nos centremos en tu cabeza —dije bruscamente. La limpié un poco más y apliqué antibiótico tópico en la herida. Tenía claro que no iba a intentar cosérsela, aunque creía que alguien debería hacerlo. Cuando mencioné los puntos, ambos feéricos parecieron asqueados por la idea. Así que me limité a colocarle unos vendajes sobre la herida para mantenerla cerrada. No se me ocurrió nada mejor.
—Ahora le trataré —indicó Bellenos. Me alegró que pretendiese hacer algo más activo que transportar a Dermot por las escaleras hasta la cama. No es que no hubiese sido de utilidad, pero, de alguna manera, esperaba más—. Por supuesto, sería ideal contar con la sangre de quien le agredió, y quizá podamos hacer algo al respecto, pero por ahora…
—¿Qué harás? —Tenía la esperanza de observar y aprender.
—Respiraré en él —dijo, como si fuese una estúpida por no saber algo tan elemental. Mi asombro lo dejó perplejo. Se encogió de hombros, como si fuese demasiado ignorante para sus palabras—. Puedes mirar, si quieres. —Miró a Dermot, quien asintió y esbozó una ligera sonrisa.
Bellenos se estiró en la cama junto a Dermot y le dio un beso.
La verdad es que nunca se me habría ocurrido curar una herida en la cabeza de esa manera. Si mi falta de conocimiento sobre los feéricos había sido una sorpresa para él, esto lo había sido para mí.
Al cabo de un momento entendí que, si bien sus bocas estaban unidas, el elfo estaba insuflando aire en los pulmones de Dermot. Tras separarse y tomar otra bocanada, Bellenos repitió el proceso.
Traté de imaginar a un médico tratando a su paciente de esa manera. ¡Demanda al canto! Aunque saltaba a la vista que no había ningún componente sexual (bueno, no explícitamente), era un método demasiado personal para mi gusto. Quizá era buen momento para limpiar. Recogí las gasas y los vendajes para llevarlos al cubo de basura de la cocina y, a solas, me tomé un momento para sentirme molesta.
Sí, quizá la magia feérica fuese de lo mejor del mundo, pero ¡si se ponía en uso! Puede que los conjuros de Amelia fuesen humanos, y por lo tanto inferiores, pero ya estaban en uso para protegerme. Hasta que Dermot los desactivó y me dejó con el trasero al aire.
—Capullo —murmuré, y pasé el estropajo por la encimera con tal fuerza que habría matado a los gérmenes por pura presión. Era todo lo enfadada que me podía sentir, ya que el sentido de superioridad de Dermot había conducido a que sufriera una grave herida.
—Está reposando y se está curando. Muy pronto tendremos que hacer algunas cosas, él y yo —anunció Bellenos. Se había colado en la cocina detrás de mí con increíble sigilo. Disfrutaba verme dar respingos. Rió, lo cual me resultó extraño, ya que lo hizo con la boca bien abierta, como si estuviese jadeando. Su risa era más bien un «ji, ji, ji, ji» prolongado que una carcajada humana.
—¿Puede moverse? —Estaba encantada, pero también sorprendida.
—Sí —dijo Bellenos—. Además, me ha comentado que más tarde recibirás la visita de unos vampiros y de todos modos debería estar en otra parte.
Al menos Bellenos no me había amonestado por mis visitas ni me había pedido que anulase mis planes para acomodar la recuperación de Dermot.
Sopesé la posibilidad de llamar a Eric al móvil para posponer nuestra pequeña reunión. Pero se me ocurrió que Hod y Kelvin podían participar en el asunto, al menos el más torpe.
—Espera aquí un momento, por favor —le pedí cortésmente y fui a hablar con Dermot. Estaba sentado en la cama, y me tomé un segundo para agradecer en silencio a Amelia por haber hecho la cama antes de irse, aunque necesitaría cambiar las sábanas, pero podría hacerlo en mi tiempo libre…, bueno, basta ya de notas domésticas, especialmente con el pobre y pálido de Dermot delante. Cuando me senté a su lado me sorprendió con un fuerte abrazo. Se lo devolví con intereses.
—Lamento que te haya pasado esto —dije. Omití todo el asunto de las protecciones mágicas—. ¿Seguro que quieres volver a Monroe? ¿Cuidarán bien de ti? Podría anular lo de esta noche. Me encantaría atenderte.
Dermot guardó silencio por un momento. Notaba su aliento en mis brazos, y el olor de su piel me envolvió.
Naturalmente, no olía como Jason, si bien podrían haber sido gemelos.
—Gracias por no abrirme tú otra brecha —dijo—. Mira, estoy dominando la expresión humana. —Logró esbozar una sonrisa—. Nos veremos más tarde. Bellenos y yo tenemos que completar un recado.
—Tienes que tomártelo con calma. Tienes una buena herida. ¿Cómo te sientes?
—Cada vez mejor. Bellenos ha compartido su aliento conmigo y estoy emocionado ante la expectativa de la caza.
Vale, no acababa de entender eso, pero si él estaba contento, yo también. Antes de que pudiera formularle ninguna pregunta, continuó:
—Te he fallado con lo de las protecciones y no detuve a los intrusos. Mientras yacía en el suelo, temí que te encontrasen.
—No debiste preocuparte —lo tranquilicé, y estaba siendo sincera, aunque le agradecía la preocupación—. Me escondí en casa de Bill y no pudieron localizarme.
Mientras Dermot y yo nos estábamos abrazando, momento que ya se prolongaba en exceso, oí a Bellenos en el exterior. Estaba rodeando la casa bajo la lluvia (que había vuelto a empezar) y en la oscuridad. Su voz se elevaba y menguaba. Sólo captaba retazos de lo que decía, pero era en otro idioma cuyo significado se me escapaba. Dermot parecía satisfecho, y eso me tranquilizó.
—Te compensaré por esto —dijo Dermot, soltándome con dulzura.
—No es necesario —rehusé—. Yo estoy bien, y como tú no tienes ningún daño permanente, lo mejor será que lo dejemos en una experiencia aleccionadora. —Como «Nunca borres unas protecciones sin sustituirlas por otras».
Dermot se puso en pie. Parecía sostenerse muy bien sobre los pies. Le brillaban los ojos. Parecía excitado, como si estuviese a punto de ir a una fiesta de cumpleaños o algo parecido.
—¿No necesitas un chubasquero? —sugerí.
Dermot se rió, me puso las manos en los hombros y me dio un beso en la boca. Mi corazón dio un vuelco, pero supe que me estaba insuflando su aliento.
Por un instante, pensé que me ahogaría, pero por alguna razón no fue así. Y entonces se terminó.
Me volvió a sonreír y se fue. Oí cómo cerraba la puerta trasera al salir y miré por la ventana para ver cómo Bellenos y él desaparecían en el bosque como dos borrones en la noche.
No se me ocurría qué hacer después de una crisis como ésa. Limpié la sangre del suelo del desván, dejé la mantilla en la pila de la cocina para ponerla a remojo con un poco de Woolite y cambié las sábanas del cuarto de invitados.
Después me duché. Tenía que quitarme el olor a hada de encima antes de que Eric y Pam llegasen. Además, después de estar bajo la lluvia, mi pelo se había quedado hecho un desastre. Me vestí (otra vez) y me senté un par de minutos en el salón para ver el canal del tiempo que se regodeaba en la gran tormenta que nos aquejaba.
Lo siguiente que supe fue que me desperté como si tuviese arena en la boca. El televisor seguía encendido y Pam y Eric estaban llamando a la puerta delantera.
Me tambaleé para abrir, rígida como si alguien me hubiese dado una paliza mientras dormía. Estaba sintiendo los efectos de mi loca carrera bajo la lluvia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Eric, cogiéndome de los hombros y propinándome una mirada entrecerrada. Pam husmeaba el aire, su rubia cabeza echada hacia atrás dramáticamente. Me lanzó una sonrisa soslayada.
—Ohhh, ¿quién acaba de tener una fiesta? Espera… Un elfo, un hada ¿y Bill?
—¿Has estado recibiendo lecciones de rastreo de Heidi? —pregunté a desgana.
—Lo cierto es que sí —afirmó—. Introducir aire en nuestro cuerpo es todo un arte, teniendo en cuenta que ya no respiramos.
Eric seguía esperando una explicación, y la paciencia se le acabaría pronto.
Recordé que les había comprado sangre embotellada y fui a la cocina para calentarla, seguida de cerca por los dos vampiros. Mientras me encargaba de la parte hospitalaria de la noche, les di la versión Reader’s Digest de la aventura.
Alguien llamó a la puerta.
El aire se cargó de electricidad. Pam se deslizó hacia la puerta del porche y la abrió.
—¿Sí? —oí que decía.
Se oyó la respuesta amortiguada de una voz grave. Era Bellenos.
—¡Es para ti, Sookie! —dijo Pam, tan contenta como me pongo yo cuando alguien me trae algo recién recogido de su huerta—. Qué detalle. —Se puso a un lado para que pudiese apreciar mis regalos.
Por Cristo bendito, Pastor de Judea.
Mi tío abuelo Dermot y Bellenos estaban bajo la lluvia, cada uno sosteniendo una cabeza cortada.
Dejad que diga en este punto que suelo tener un estómago fuerte, pero la lluvia no era lo único que goteaba, y las cabezas estaban orientadas hacia mí, así que pude ver sus caras con claridad. La estampa me sacudió como un bofetón. Me di la vuelta y corrí hasta el cuarto de baño, cerrando la puerta tras de mí. Vomité, regurgité y jadeé hasta que recuperé un poco de equilibrio. Naturalmente, tuve que cepillarme los dientes, lavarme la cara y peinarme el pelo después de perder todos los contenidos de mi estómago, que tampoco era gran cosa, ya que no recordaba la última vez que había ingerido algo. Había tomado una galleta para desayunar… oh. No me extrañaba que me sintiera tan mal. No había comido nada desde entonces. Soy una de esas chicas que disfrutan de sus comidas, de modo que no era ninguna táctica para perder peso. Es sólo que había estado demasiado ocupada rebotando de crisis en crisis. ¡Pruebe la Dieta Sookie Esquiva la Muerte por los Pelos! ¡Corra para salvar la vida y sáltese las comidas! Ejercicio más inanición.
Pam y Eric me esperaban en la cocina.
—Se han ido —dijo Pam, brindando en alto con una botella de sangre—. Lamentan que fuera demasiado para tu sensibilidad humana. Di por sentado que no querías conservar los trofeos.
Sentí la necesidad de defenderme, pero me mordí la lengua. Me negaba a sentirme avergonzada por presenciar algo tan horrible. Había visto una vez una cabeza cortada de vampiro, pero carecía de los tenebrosos detalles de esas otras dos. Respiré hondo.
—No, no quería quedarme con las cabezas. Kelvin y Hod, descansen en paz.
—¿Así se llamaban? Eso ayudará a descubrir quién los contrató —remarcó Pam, satisfecha.
—Humm, ¿dónde están? —pregunté, intentando no parecer demasiado ansiosa.
—¿Te refieres a tu tío abuelo y su colega elfo, a las cabezas o a los cuerpos? —preguntó Eric.
—Los dos. Los tres. —Puse hielo en un vaso y me serví una Coca-Cola light. Todo el mundo me había dicho siempre que las bebidas carbonatadas asientan el estómago. Ojalá fuese verdad.
—Dermot y Bellenos se han ido a Monroe. Dermot tenía que untarse las heridas con la sangre de sus enemigos, lo que resulta ser una tradición entre los feéricos. Bellenos, por supuesto, fue quien sugirió lo de arrancarles la cabeza, que es tradición de los elfos. Por consiguiente, ambos estaban muy contentos.
—Me alegro por ellos —dije automáticamente y pensé: «¿Qué demonios estoy diciendo?»—. Debería contárselo a Bill. Me pregunto si encontraron el coche.
—Encontraron un todoterreno —explicó Pam—. Creo que se lo pasaron en grande conduciendo. —Parecía envidiosa.
Casi conseguí sonreír imaginándomelo.
—¿Y los cuerpos?
—Se han encargado de ellos —informó Eric—. Aunque creo que se han llevado las cabezas a Monroe para enseñárselas a sus colegas. Pero las destruirán allí.
—Oh —dijo Pam, dando un salto—. Dermot dejó sus documentos. —Se volvió con dos billeteras y algunos objetos sueltos. Extendí un paño de cocina sobre la mesa y ella depositó los objetos. Intenté obviar las manchas de sangre en los trozos de papel. Abrí una de las billeteras plegables y extraje un carné de conducir.
—Hod Mayfield —leí—. De Clarice. Tenía veinticuatro años. —Saqué también la foto de una mujer; probablemente la Marge a la que se habían referido. Definitivamente era enorme, y llevaba su pelo negro enredado que podríamos tildar de pasado. Su sonrisa era amplia y dulce.
Ninguna foto de niños, gracias a Dios.
Una licencia de caza, algunos recibos y una tarjeta del seguro.
—Esto quiere decir que tenía un trabajo —les expliqué a los vampiros, que nunca habían necesitado de un seguro o de hospitalización. Además, Hod tenía trescientos dólares—. Dios —dije—. Es una buena cantidad. —Toda en billetes de veinte nuevos.
—Algunos de nuestros empleados no tienen cuenta bancaria —justificó Pam—. Retiran el dinero en metálico y viven con lo suelto.
—Sí, yo también conozco gente que lo hace así. —Terry Bellefleur, por ejemplo, que creía que los bancos estaban gobernados por una camarilla de comunistas—. Pero son todos billetes de veinte de un cajero. Quizá sea un pago por algo.
Kelvin resultó ser otro Mayfield. ¿Primo, hermano?
Y también era de Clarice. Era mayor; veintisiete años. Su cartera sí que contenía fotos de niños, tres concretamente. Mierda. Sin decir nada, saqué las fotos de escuela junto con los otros objetos. Kelvin también tenía un preservativo, un cupón por una bebida gratis en el Redneck Roadhouse de Vic y una tarjeta para un taller de chapa y pintura. Unos cuantos billetes usados de dólar y el mismo fajo de trescientos nuevos que tenía Hod.
Eran tipos con los que podría haberme cruzado docenas de veces mientras hacía las compras en Clarice. Quizá hubiera jugado a softball con sus mujeres o hermanas. O puede que les hubiera servido un trago en el Merlotte’s. ¿Cómo es que querían secuestrarme?
—Quizá pretendían llevarme hasta Clarice a través del bosque con el todoterreno —pensé en voz alta—. Pero ¿qué habrían hecho conmigo entonces? Creo que uno de ellos… Por sus pensamientos recogí una idea residual sobre un maletero. —No eran más que conjeturas, pero sentí escalofríos. Ya había estado en el maletero de un coche y no me había ido demasiado bien. Era un recuerdo que mantenía firmemente bloqueado.
Probablemente Eric estuviera pensando en el mismo episodio, porque miró por la ventana hacia la casa de Bill.
—¿Quién crees que los ha mandado, Sookie? —preguntó, e hizo un tremendo esfuerzo por mantener la calma y la paciencia de su voz.
—Lo que está claro es que no puedo interrogarlos para saberlo —murmuré, y Pam se rió.
Puse en orden todos mis pensamientos. La pesadez de mi siesta de dos horas al fin se disipaba e intenté sacar algún sentido de los extraordinarios acontecimientos de la tarde.
—Si Kelvin y Hod hubiesen sido de Shreveport, hubiese pensado que Sandra Pelt los contrató después de huir del hospital —aventuré—. No parece tener inconveniente en usar las vidas de los demás, ni un ápice. Estoy segura de que fue ella quien contrató a los tipos que vinieron al bar el sábado. Y también estoy convencida de que fue ella quien lanzó la bomba incendiaria contra el Merlotte’s antes que eso.
—Tenemos a gente buscándola en Shreveport, pero nadie la ha visto todavía —indicó Eric.
—Así que eso es lo que quiere Sandra —dijo Pam, echándose su claro pelo a la espalda para recogerlo—: destruirte a ti, a tu casa, a tu trabajo y a cualquier cosa que se interponga en su camino.
—No te falta razón, creo. Pero está claro que ella no está detrás de esto. Tengo demasiados enemigos.
—Encantadora —apreció Pam.
—¿Qué tal tu amiga? —pregunté—. Lamento no habértelo preguntado antes.
Pam me miró sin ambages.
—Va a superarlo —dijo—. Me estoy quedando sin opciones, y cada vez tengo menos esperanzas de que el proceso sea legal.
El móvil de Eric sonó y se fue al pasillo para responder a la llamada.
—¿Sí? —preguntó secamente. Entonces su voz cambió—. Su majestad —dijo, y vino corriendo al salón para que no pudiera escuchar.
No hubiese pensado que fuese gran cosa hasta que vi la expresión de Pam. No había dejado de mirarme, y su expresión era de… lástima.
—¿Qué? —dije, sintiendo que se me erizaba el vello de la nuca—. ¿Qué pasa? Si ha dicho «su majestad», es porque se trata de Felipe, ¿no? Eso debería ser bueno, ¿no?
—No te lo puedo decir —se lamentó—. Me mataría. Nunca quiere que sepas lo que hay que saber, no sé si me explico.
—Pam, dímelo.
—No puedo —repitió—. Tienes que cuidar de ti, Sookie.
La observé con mucha intensidad. No podía forzarla a abrir la boca y carecía de la fuerza para inmovilizarla sobre la mesa de la cocina y sacárselo por la fuerza.
¿Adónde podría llevarme la razón? Vale, le caía bien a Pam. Sólo le caían mejor Eric y Miriam. Si había algo que no podía contarme, es que tenía que ver con Eric. Si Eric hubiese sido humano, hubiese pensado que tenía una horrible enfermedad. Si Eric hubiese perdido todos sus bienes en la bolsa o debido a alguna calamidad financiera, Pam sabría que el dinero no era lo que más me preocupaba. ¿Qué era lo único que valoraba por encima de todo?
Su amor.
Eric estaba con otra.
Me incorporé sin saber lo que hacía, tirando la silla detrás de mí. Deseaba proyectarme hacia el cerebro de Pam para conocer los detalles. Ahora entendía por qué Eric la había tomado con ella en la cocina la noche que trajo a Immanuel. Pam me lo quiso contar entonces, y él se lo prohibió.
Alarmado por el ruido de la silla en el salón, Eric vino corriendo al salón, el teléfono aún pegado a la oreja. Yo estaba de pie, los puños apretados, atravesándolo con la mirada. Mi corazón pegaba brincos en mi pecho como una rana en una jaula.
—Disculpe —dijo al auricular—. Tengo una crisis entre manos. Le llamaré más tarde. —Cerró la tapa de su móvil—. Pam —señaló—. Estoy muy enfadado contigo. Estoy seriamente enfadado contigo. Abandona esta casa ahora y mantén la boca cerrada.
Con una postura que nunca había visto en ella, encogida y humilde, Pam se despegó de la silla y fue hacia la puerta trasera. Me preguntaba si vería a Bubba en el bosque.
O a Bill. O quizá a algún hada. O a más secuestradores. ¡Un maníaco homicida! Nunca se sabe lo que te puedes encontrar en el bosque.
No comenté nada. Aguardé. Sentía que mis ojos disparaban llamaradas.
—Te quiero —dijo.
Seguí esperando.
—Mi creador, Apio Livio Ocella —el muerto Apio Livio Ocella— estaba en proceso de crear una pareja para mí antes de morir —explicó Eric—. Me lo mencionó durante su estancia, pero no supe que el proceso había llegado tan lejos en el momento de su muerte. Pensé que podría ignorarlo. Que su muerte lo haría inservible.
Esperé. No podía leer su expresión, y sin el vínculo sólo podía ver que cubría sus emociones con una expresión esculpida en piedra.
—Es una práctica que ya no se estila demasiado, aunque venía siendo la norma. Los creadores buscaban pareja a sus vampiros convertidos. Recibían una suma si era una unión provechosa, si cada parte podía aportar algo de lo que carecía la otra. Era mayoritariamente un negocio.
Arqueé las cejas. En la única boda vampírica a la que había asistido hubo multitud de signos que apuntaban a la pasión física, si bien se me dijo que la pareja no tenía por qué pasar todo el tiempo unida.
Eric parecía consternado, una expresión que jamás pensé que vería en él.
—Claro que hay que consumar —explicó.
Aguardé al tiro de gracia. Quizá el suelo se abriría y se lo tragaría primero. No fue así.
—Tendría que darte de lado —admitió—. Tener una esposa vampira a la vez que una humana no es lo propio. Sobre todo si la esposa vampira es la reina de Oklahoma. La esposa vampira ha de ser la única. —Desvió la mirada, la expresión rígida de un resentimiento que nunca había mostrado anteriormente—. Sé que siempre has insistido que nunca fuiste realmente mi esposa, así que es de suponer que no será difícil para ti.
Y una mierda.
Me miró a la cara como si leyese un mapa.
—Aunque yo creo que sí —dijo con dulzura—. Sookie, te juro que, desde que recibí la carta, he hecho todo lo que está en mi mano para pararlo. He alegado la muerte de Ocella para anular el acuerdo; he declarado abiertamente que soy feliz donde estoy; incluso he presentado nuestro matrimonio como un impedimento. Víctor podría decir que sus deseos imperan sobre los de Ocella, que soy demasiado útil como para abandonar el Estado.
—Oh no —conseguí decir, para mi sorpresa, si bien apenas fue un suspiro.
—Oh, sí —corrigió Eric amargamente—. Apelé a Felipe, pero no he sabido nada de él. El de Oklahoma es uno de los dominios que ha puesto el ojo en su trono. Quizá así quiera aplacarla. Mientras tanto, ella llama todas las semanas, ofreciéndome una tajada del reino si me uno a ella.
—Entonces se ha encontrado contigo cara a cara —articulé con más fuerza en la voz.
—Sí —asintió—. Participó en la cumbre de Rhodes para cerrar un acuerdo con el rey de Tennessee sobre el intercambio de unos prisioneros.
¿La recordaba? Puede que sí, cuando me calmase un poco. Allí hubo muchas reinas, y ninguna de ellas fea. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza para salir primero, pero apreté los labios con fuerza. No era momento de hablar, sino de escuchar.
Creía que el acuerdo no había sido idea suya. Y en ese momento comprendí lo que me confesó Apio en el momento de su muerte. Me dijo que nunca conservaría a Eric. Murió feliz por esa expectativa, por haber organizado una unión tan ventajosa para su amado vampiro convertido, la que le apartaría de la vulgar humana a la que amaba. Si lo hubiese tenido delante, lo habría matado otra vez y habría disfrutado con ello.
En medio de tanta disquisición, y mientras Eric repetía todo de nuevo, un rostro pálido asomó por la ventana de la cocina. Eric supo por mi expresión que había alguien detrás de él y se volvió tan deprisa que ni lo vi moverse. Para mi alivio, el rostro era familiar.
—Déjalo pasar —dije, y Eric abrió la puerta trasera.
Bubba estaba en la cocina un segundo después, inclinándose para besarme la mano.
—Hola, guapa —saludó con una amplia sonrisa. La de Bubba era una de las caras más reconocibles del mundo, a pesar de que todo el mundo lo había dado por muerto cincuenta años atrás.
—Me alegro de verte —expresé desde el corazón. Bubba tenía algunas malas costumbres porque era un mal vampiro; estaba demasiado drogado cuando lo convirtieron, y la chispa de su vida casi se había extinguido. Dos segundos más y habría sido demasiado tarde. Pero uno de los trabajadores del depósito de cadáveres de Memphis, un vampiro, se había emocionado tanto al verlo que decidió traer al Rey de vuelta. Por aquel entonces, los vampiros eran una casta secreta de la noche, muy alejada de las portadas de las revistas que ahora ocupaban con tanta asiduidad. Con el nombre de «Bubba», había sido transferido de reino en reino, asignándosele pequeñas tareas para ganarse la estancia y, de vez en cuando, en noches memorables, le entraban ganas de cantar. Bill le caía muy bien, era menos afín a Eric, pero comprendía el protocolo hasta el punto de mantener las formas.
—La señorita Pam está fuera —dijo Bubba, mirando de soslayo a Eric—. ¿Usted y el señor Eric están bien aquí dentro?
Bendito sea. Creía que Eric me estaba haciendo daño y había venido a comprobarlo. Tenía razón; Eric me estaba haciendo daño, pero no físicamente. Me sentía como si estuviese al borde de un acantilado, a punto de perder pie y caerme. Estaba aturdida, pero aquello no duraría demasiado.
En ese interesante momento, una llamada en la puerta delantera anunció (eso esperaba yo) la llegada de Audrina y Colton, nuestros cómplices en la conspiración. Fui hacia la puerta, seguida por los dos vampiros. Sintiéndome absolutamente a salvo, abrí la puerta. Efectivamente, la pareja de humanos estaba esperando en el umbral, ambos aferrados por una empapada y sombría Pam. Su pelo se había oscurecido bajo la lluvia y pendía en desgarbados mechones. Parecía capaz de escupir clavos en cualquier momento.
—Pasad, por favor —invité educadamente—. Tú también, Pam. —A fin de cuentas, era mi casa y ella era mi amiga. «Tenemos que unir nuestras cabezas, aunque no literalmente», pensé en decir cuando reproduje mentalmente las cabezas de Hod y Kelvin. Audrina y Colton ya estaban bastante asustados. Una cosa era exponer grandes intenciones en tu caravana, a solas, y otra reunirte con unas personas tan desesperadas como aterradoras en una solitaria casa en medio del bosque. Al volverme para guiarles hasta la cocina, decidí servir algunas bebidas, un cubo de hielo y quizá un cuenco de patatas con salsa para mojar.
Había llegado el momento de ponernos manos a la obra con ese asesinato.
Ya tendría tiempo de pensar en otras muertes.