A. El no-matar a los animales
El ahimsa es un principio muy amplio. Nosotros somos mortales desvalidos atrapados en la conflagración del himsa. El refrán de que la vida vive de la vida cobra entonces un profundo significado. Los hombres no pueden vivir un instante sin perpetrar consciente o inconscientemente un himsa menor. El mero hecho de vivir —comer, beber, moverse— implica necesariamente un cierto grado de himsa, de destrucción de vida, aunque ésta sea muy pequeña. Por ello, un devoto del ahimsa permanecerá fiel a su fe si la compasión es la fuente de la que brotan sus acciones, si evita con todas sus fuerzas la destrucción de las criaturas, incluso de las más diminutas, y trata siempre de salvarlas, luchando incesantemente para liberarse de la espiral mortífera del himsa. Empero, aun cuando aumenten sus autorrestricciones y su compasión, nunca llegará a verse enteramente libre del himsa menor.
Por otra parte, dado que el ahimsa subyacente es la unidad de la vida, el error de uno no puede sino afectar a todos; en consecuencia, el hombre no puede liberarse enteramente del himsa. En tanto sea un ser social, el devoto no puede dejar de participar en el himsa que entraña la existencia misma de la sociedad.
Autobiografía, 1948, pp. 427-29.
Apoderarse de la vida puede ser un deber. Consideremos esta posición.
Destruimos tanta vida como creemos que es necesario para que el cuerpo subsista. Así, para comer nos apoderamos de vida vegetal y de otras clases, y en bien de nuestra salud destruimos mosquitos e insectos semejantes mediante el uso de insecticidas, pero al obrar de este modo no nos sentimos culpables de irreligión.
Esto en cuanto al propio yo. En relación con el bien de los demás, es decir, en beneficio de la especie, matamos a las bestias carnívoras. Los habitantes de un lugar consideran que es su deber matar o hacer matar a los tigres y leones que asuelan su pueblo.
En algunos casos, hasta se torna necesario el homicidio. Supongamos que un hombre ataca ciegamente: empuña con furia una espada y mata a cuantos se topan con él. Nadie se atreve a capturarlo vivo. Quienquiera que concluya con este lunático se ganará la gratitud de la comunidad, que lo considerará un hombre bueno.
Desde el punto de vista del ahimsa simplemente es un deber matar a un hombre semejante. En realidad, existe una excepción, si puede llamársela así. Es la del yoguin que puede someter la furia de una persona tan peligrosa, sin matarla. Pero no estamos hablando de seres que casi han llegado a la perfección: tratamos de cuál es el deber de una sociedad de seres humanos comunes sujetos a error.
Quizá haya diferencia de opiniones respecto de la propiedad de mis ejemplos. Pero si no son muy adecuados, se pueden imaginar otros ejemplos mejores. Lo que están encaminados a demostrar es que la abstención de apoderarse de la vida en determinadas circunstancias no es un deber absoluto.
El hecho es que el ahimsa no significa simplemente no-matar.
Himsa es causar dolor o matar a cualquier forma de vida por ira o propósitos egoístas o con la intención de dañar. Abstenerse de ello es ahimsa.
El médico que receta remedios amargos causa dolor, pero no obra con himsa. Si dejara de prescribir medicinas amargas cuando es necesario, no cumpliría con su deber de ahimsa. El cirujano que por miedo a causar dolor a su paciente vacilara en amputar un miembro gangrenado, sería culpable de himsa. Quien se abstuviera de matar a un asesino que está por matar a su guardia (y no pudiera, impedirlo de otra manera) no ganaría en mérito sino que cometería un pecado; su práctica no sería la del ahimsa sino la de un himsa, resultante de un necio sentido del ahimsa.
Analicemos ahora la raíz del ahimsa: el desprendimiento extremo. El desprendimiento implica la carencia total de miramientos respecto del propio cuerpo. Un sabio observó que el hombre mata innúmeras criaturas, grandes y pequeñas y que lo único que estima es su propio cuerpo, y se sintió impresionado por su ignorancia. Se compadeció de quien así olvida su alma inmortal —encerrada en su cuerpo perecedero— por pensar en un efímero placer físico antes que en la felicidad eterna del espíritu. Dedujo de esto que el deber era la autoaniquilación completa. Comprendió que si el hombre desea realizarse, es decir, realizar la Verdad, puede hacerlo únicamente si se desprende completamente de su cuerpo, esto es, si hace que los demás seres se sientan a salvo de él. Tal es el camino del ahimsa.
Aprehender esta verdad es comprender que el pecado de himsa no consiste meramente en apoderarse de la vida sino en apoderarse de la vida en beneficio de nuestro cuerpo perecedero. Por ello, la destrucción que implica el proceso de comer, beber, etc., es egoísta y, en consecuencia, es himsa. No obstante, el hombre lo considera inevitable y se conforma. Pero la destrucción de los cuerpos de las criaturas torturadas en pro de su paz no puede considerarse himsa y tampoco puede ser considerada himsa la destrucción causada con el propósito de proteger a quienes nos defienden.
Esta línea de razonamiento es propensa a que se la use de la manera más torcida. Pero eso no se debe a que el razonamiento es defectuoso sino a la flaqueza humana por aferrarse a cualquier pretexto que le sirva para engañarse a sí misma y satisfacer su amor propio y su egoísmo. Pero ese peligro no debe dispensarnos de definir la verdadera naturaleza del ahimsa. Así, lo precedente nos lleva a los siguientes resultados:
(1) Es imposible mantener el propio cuerpo sin destruir en cierta medida a otros cuerpos.
(2) Todas tienen que destruir en parte la vida
(a) para mantener su propio cuerpo;
(b) para proteger a quienes se encuentren bajo su cuidado; o
(c) algunas veces en bien de aquéllos mismos a quienes se les quita la vida.
(3) El (a) y el (b) del punto (2) implican himsa en mayor o menor grado. El (c) no implica himsa y por lo tanto es ahimsa. En el (a) y el (b) el himsa es inevitable.
(4) Un ahimsaismo progresivo se someterá al himsa contenido en los apartados (a) y (b) en la menor medida posible y solo cuando sea inevitable, es decir, tras reflexionar plena y maduramente y cuando ya estén agotados todos los recursos para evitarlos.
Young India, 4-11-’28, pp. 384-85
Himsa es causar dolor, desear el mal o apoderarse de la vida de cualquier ser viviente por ira o con fines egoístas. Por otro lado, si después de un claro y calmo juicio se decide matar o causar dolor a un ser viviente en vistas a su bien físico y espiritual y con intención pura y desinteresada, esto puede convertirse en la forma más pura de ahimsa. Cada caso debe juzgarse individualmente y por sí mismo. La prueba final de su violencia o su no-violencia ha de encontrarse finalmente en la intención sobre la que descansa el acto.
Young India, 4-10-’28, p. 331
Aun cuando sea cierto que la actitud mental es la prueba definitiva del ahimsa, no es la única prueba que existe. Matar a un ser o a una cosa viviente, excepto si se lo hace en su propio interés, es himsa, aunque el motivo sea noble en extremo. Por lo demás, el hombre que abriga mala voluntad hacia su prójimo no es menos culpable de himsa porque el miedo a la sociedad o la falta de oportunidades lo incapaciten para trasladar a la acción su mala voluntad. Por tal razón, es necesario tener en cuenta tanto la intención como el acto para decidir finalmente si un acto o abstención dados pueden ser clasificados de ahimsa.
Young India, 18-10-’28, p. 352
Soy dolorosamente consciente del hecho de que mi deseo de continuar viviendo en el cuerpo me compromete a un himsa constante; por ello, me estoy volviendo progresivamente indiferente a éste, mi cuerpo físico. Por ejemplo, sé que en el acto de respirar destruyo innumerables gérmenes invisibles que flotan en el aire. No obstante, no dejo de respirar. El consumo de vegetales implica himsa, pero me doy cuenta que no puedo prescindir de ellos. Del mismo modo, hay himsa en el uso de antisépticos y, sin embargo, no puedo resolverme a descartar el uso de desinfectantes como el querosén, etc., para librarme de las molestias de los mosquitos e insectos semejantes. Soporto bien que en el ashram haya que matar a las serpientes cuando es imposible atraparlas y sacarlas de en medio para que no dañen. Incluso tolero el uso de la picana para manejar al buey del ashram. Por lo tanto, hay un sin fin de actos de himsa que llevo a cabo directa o indirectamente. Ahora me enfrento con el problema de los monos. Le aseguro al lector que no me corre prisa por tomar la decisión extrema de matarlos. En realidad, no estoy en absoluto seguro de que finalmente pueda resolverme a matarlos. De momento, los amigos me ayudan brindándome útiles sugerencias, cuya puesta en práctica soluciona el problema, al menos temporariamente, de manera tal que no nos vemos en la obligación inmediata de exterminarlos. Sin embargo, no puedo prometer que nunca voy a matar a los monos, aunque destruyan todas las cosechas del ashram. Si de resultas de esta humilde confesión mía, los amigos deciden darme por perdido, lo sentiré mucho, pero nada me inducirá a tratar de ocultar mis imperfecciones en la práctica del ahimsa. Todo lo que digo es que trato sin cesar de comprender las implicancias de los grandes ideales como el ahimsa y de practicarlos en pensamiento, palabra y acto, —creo incluso que con bastante éxito—. Pero también sé que me queda un largo trecho que recorrer hasta llegar a esos ideales.
Young India, 1-11-’28, p. 381
La regla de no matar reptiles venenosos ha sido practicada casi enteramente en Fénix[10], la Granja Tolstoy[11] y Sabarmati[12]. En cada uno de estos lugares tuvimos que establecernos en tierras baldías. Sin embargo, no hubo pérdidas de vidas ocasionadas por picaduras de víbora. Veo, con los ojos de la fe, que en esta circunstancia ha intervenido la mano del Dios de la Piedad. No dejemos que nadie sutilice sobre esto diciendo que Dios nunca es parcial y que no tiene tiempo de intervenir en los aburridos asuntos humanos. No tengo otro lenguaje para expresar el meollo del asunto que describir esta rotunda experiencia mía. La lengua humana es imperfecta para describir los caminos de Dios. Percibo claramente el hecho de que sean indescriptibles e inescrutables. Pero si el hombre se toma el atrevimiento de describirlos, no tiene mejor medio para hacerlo que su propia voz inarticulada. Aunque sea una superstición, suscribo el creer que la inmunidad a todo perjuicio por veinticinco años —no obstante la práctica medianamente regular del no-matar no es un accidente fortuito sino una gracia de Dios.
Autobiografía, 1948, pp. 524-25.
Mi ahimsa es algo propio. No puedo aceptar en su totalidad la doctrina de no-matar a los animales. No siento que tenga que salvar la vida de esos animales que devoran o dañan al hombre. Considero equivocado ayudar al aumento de su progenie. Por lo tanto, no voy a alimentar a las hormigas, monos o perros. Nunca he de sacrificar la vida de un hombre para salvar la de esos animales.
Al pensar sobre esto, he llegado a la conclusión de que es perdonable suprimir a los monos cuando se convierten en una amenaza para el bienestar del hombre. Matarlos se vuelve un deber. Se puede argumentar que esta regla también puede aplicarse a los seres humanos. No se puede hacer, por malos que sean, porque son similares a nosotros. A diferencia del animal, Dios le ha dado al hombre la facultad de razonar.
Harijan, 5-5-’46, p. 123
B. El vegetarianismo
A mi entender, la vida de un cordero no es menos preciosa que la de un ser humano. Me encuentro mal dispuesto a quitarle la vida a un cordero para sustentar el cuerpo humano. Afirmo que cuanto más desvalida es una criatura, tanto más debe ser protegida por el hombre de la crueldad del hombre.
Autobiografía, 1948, p. 290
Equivocado o no, forma parte de mis convicciones religiosas el que los hombres no coman carne, huevos y cosas por el estilo. Debiera existir un limite a los medios que se utilizan para mantenernos vivos. No pueden hacerse ciertas cosas, ni siquiera por la vida misma.
Autobiografía, 1948, pp. 302-03
No considero que el alimentarnos de carne nos sea necesario en ninguna época y bajo ningún clima en que de ordinario les es posible vivir a los seres humanos. Sostengo qué alimentarse de carne es inapropiado para nuestra especie. Es un error imitar el mundo de los animales inferiores si somos superiores a ellos. La experiencia nos enseña que la comida animal no es adecuada para quienes buscan refrenar sus pasiones.
Sin embargo, también es erróneo sobreestimar la importancia de la comida en la formación del carácter o en el sometimiento de la carne. La dieta es un factor poderoso que no hay que descuidar; pero resumir la religión en términos de Régimen —como a menudo se hace en la India— es tan erróneo como dar rienda suelta al apetito, desconociendo todo límite respecto de la dieta. El vegetarianismo es uno de los dones inapreciables del hinduismo que no debe ser abandonado a la ligera. Entonces, hay que corregir el error de que el vegetarianismo nos debilita la mente y el cuerpo y nos vuelve pasivos e inertes en la acción. Los reformadores hindúes más grandes —que practicaban el vegetarianismo— eran los seres más activos de su época. ¿Quién mostró en sus tiempos una actividad mayor que, digamos, Shankara o Dayananda?
La elección de una dieta no debe basarse en la fe. Es un asunto de cada uno razonar por si mismo.
En los países occidentales en especial ha surgido una cantidad de literatura sobre el vegetarianismo que nadie que busque realmente la verdad puede estudiar con provecho. Muchos médicos eminentes contribuyeron a engrosar esa literatura. Aquí, en la India, nunca hemos necesitado ningún estimulo para el vegetarianismo, puesto que hasta ahora lo hemos aceptado como una cosa muy deseable y muy respetable.
Young India, 7-10-’28, p. 347
Debemos recordar que el mero jivadaya (la bondad con los animales) no nos permite derrotar a los «seis enemigos mortales» que llevamos dentro, es decir, la lujuria, la ira, la codicia, la infatuación, el orgullo y la falsedad. Mostradme al individuo que se gobierne totalmente a sí mismo, que esté lleno de buena voluntad y de amor hacia todos y que se maneje con la ley del amor en cada una de sus acciones y yo le ofreceré mi respetuoso homenaje, aunque se alimente de carne. Por otra parte, el jivadaya de una persona que se deja llevar por la ira y la lujuria pero que alimenta diariamente a las hormigas y los insectos, absteniéndose de matarlos, no tiene casi nada de elogiable. Es una actuación mecánica, carente de valor espiritual. Incluso puede ser algo peor: una pantalla de hipocresía que oculta la corrupción que hay adentro.
Harijan, 15-9-’40, p. 285
C. La leche
«No puedo restablecer su cuerpo, a menos que usted tome leche. Si además toma hierro y se da inyecciones de arsénico, le garantizo la recuperación completa de su organismo».
«Puede darme inyecciones» le respondí, «pero la leche es un asunto muy diferente: he hecho votos de no probarla».
«¿Cuál es el alcance exacto de su voto?», me preguntó el médico. Le conté toda la historia y las razones en que se asentaba mi voto: al enterarme de que la vaca y el búfalo estaban sujetos al proceso del phooka se produjo en mí una fuerte sensación de desagrado por la leche. Por otra parte, siempre había considerado que la leche no era la dieta natural del hombre; por lo tanto, había renunciado a usarla por completo. Kasturba estaba de pie, cerca de mi cama, siguiendo atentamente la conversación.
«Entonces no tiene ninguna objeción contra la leche de cabra», acotó.
El médico tomó también ese rumbo. «Me conformaría con que tomara leche de cabra», me aseguró.
Me rendí. Mi profundo anhelo de emprender la lucha del satyagraha había creado en mí un fuerte deseo de vivir, por lo cual me contenté con adherirme solo a la letra de mi voto, sacrificando su espíritu. Si bien solo había tenido presente la leche de vaca y la de búfalo cuando formulé mi voto, la inferencia natural de éste cubría la leche de todos los animales. Además, en la medida en que sostenía que la leche no era la dieta natural del hombre, no era correcto que consumiera ninguna clase de leche. No obstante, a pesar de saber todo esto, consentí en tomar leche de cabra. La voluntad de vivir demostró ser más fuerte que la devoción a la verdad y por una vez el devoto de la verdad comprometió su sagrado ideal por su anhelo de emprender la lucha del satyagraha.
Aún ahora el recuerdo de esta acción se encona en mi pecho, llenándome de remordimientos, mientras continúo pensando cómo hacer para dejar la leche de cabra. Por desgracia todavía no puedo librarme de la más sutil de las tentaciones, el deseo de servir, que es lo que aún me mantiene.
Las experiencias dietéticas cuentan para mi como una parte de mis búsquedas del ahimsa. Estas búsquedas me brindan solaz y alegría. Sin embargo, el beber leche de cabra me preocupa actualmente no tanto desde el punto de vista de la dietética del ahimsa como respecto de la verdad, ya que es nada menos que un quebrantamiento a la promesa que realicé. Me parece que comprendo mejor el ideal de la verdad que el del ahimsa y mi experiencia me dice que si dejo que se desvanezca la verdad que comprendí, nunca podré resolver el enigma del ahimsa. El ideal dé la verdad exige que los votos formulados sean cumplidos en el espíritu tanto como en la letra. En el caso presente asesiné el espíritu —el alma del voto— al seguir estrictamente su forma exterior, y eso me irrita profundamente. No obstante, no alcanzo a ver cuál es el camino correcto, a pesar de tener todo muy claro. En otras palabras, quizá no tengo el coraje de seguir la vía recta. En el fondo ambos planteos son iguales y significan lo mismo, porque la duda es invariablemente el resultado de la falta de fe o de su debilitamiento. Por ello, mi plegaria constante es: «Señor, dadme fe».
Autobiografía, 1948, pp. 556-58
D. La vivisección
Aborrezco la vivisección con toda el alma. Detesto la matanza imperdonable de vida inocente en nombre de las llamadas ciencia y humanidad. Pongo en la cuenta de lo que carece de significación a todos los descubrimientos científicos que estén manchados con sangre inocente. El género humano bien podía haber prescindido de la teoría de la circulación de la sangre, dado que para descubrirla era necesaria la vivisección. Veo apuntar claramente el día en que los científicos honestos de occidente pongan límites a los métodos actuales de dar caza al conocimiento. Las medidas futuras tendrán en cuenta a todo cuanto vive y no meramente a la familia humana. Así como lenta pero seguramente estamos descubriendo que es un error suponer que los hindúes pueden medrar a costa de un quinto de la población, o que los pueblos occidentales pueden elevarse y vivir merced a la explotación y degradación de las naciones orientales y africanas, cuando sea el tiempo preciso descubriremos que nuestra supremacía sobre los órdenes inferiores de la creación no debe servirnos para exterminarlos sino para utilizarla en su beneficio, que tenemos que considerar tanto como el nuestro, porque estoy seguro que esos seres están dotados de alma como yo lo estoy.
Al inclinarnos con reverencia a la Tierra aprendemos —o tenemos que aprender— a ser humildes como es humilde la Tierra. La Tierra soporta a los seres que la hollan; por ello, es con toda justicia la consorte de Vishnú. Esta concepción, a mi entender, no violenta la verdad. Por el contrario, es hermosa y resulta coherente con la idea de que Dios está en todas partes. Para Él, no hay nada inanimado. Somos terrestres que a la Tierra pertenecen: si la Tierra no existiera, nosotros no existiríamos. Me siento más cerca de Dios sintiéndolo a través de la Tierra. Al inclinarme a la Tierra me doy cuenta de mi deuda con Él y también de que, si soy digno de esa Morada, debo reducirme a polvo y regocijarme de establecer lazos no sólo con los seres humanos más inferiores sino también con las formas más bajas de la creación cuyo sino —ser reducidas a polvo— debo compartir. La forma más baja de la creación es tan imperecedera como lo es mi alma.
Cartas de Bapu a Mira, 1949, pp. 147-48