19. Dios es

Si nosotros existimos, si nuestros padres y sus padres han existido, entonces es natural creer en el Padre de toda la creación. Si Él no existe, nosotros no existimos en parte alguna. Él es uno y, al mismo tiempo, es muchos. Es más pequeño que un átomo y más grande que el Himalaya. Lo contiene hasta una gota del océano y, sin embargo, ni los siete mares pueden encerrarlo. La razón es impotente para conocerlo. Él está más allá del alcance o la aprehensión racional. No es necesario que continúe insistiendo sobre el tema. En esta cuestión lo esencial es la fe. Mi lógica puede hacer y deshacer innumerables hipótesis. Un ateo podría derrotarme en un debate; sin embargo, mi fe corre tanto más rápidamente que mi razón, por lo cual puedo desafiar al mundo entero y decir que «Dios es, fue y será siempre».

No obstante, aquellos que quieran negar su existencia, tienen la libertad de hacerlo. Dios es misericordioso y compasivo: no es un rey terrenal que necesita un ejército para hacernos aceptar su poder. Él nos concede la libertad y, sin embargo, Su compasión ordena obediencia a Su voluntad. Si alguien desdeña inclinarse ante Su voluntad, Él dice: «Así sea; no por esto mi sol brillará menos para ti, ni tampoco mis nubes para ti han de llover menos. No necesito forzarte para que aceptes mi poder». Dejemos, pues, al ignorante que discuta la existencia de semejante Dios. Yo soy uno de los millones de hombres sabios que creen en Él y nunca me cansaré de inclinarme ante Él ni de cantar Su gloria.

Young India, 21-1-’28, pp. 30-31

Existe un Poder indefinible y misterioso que todo lo penetra. Lo siento aunque no lo vea. Este Poder oculto que se hace sentir desafía, sin embargo, todas las pruebas porque es completamente distinto a todo lo que percibo a través de mis sentidos. Es un Poder que trasciende los sentidos.

No obstante es posible demostrar, hasta cierto punto, la existencia de Dios. Aun en los asuntos cotidianos sabemos que la gente en general no sabe quién gobierna ni por qué y tampoco cómo gobierna. Sin embargo saben que, sin duda, hay un poder que gobierna.

El año pasado, en mi viaje por Mysore, me encontré con muchos aldeanos pobres y pude descubrir, mediante las preguntas que les formulaba, que no sabían quién gobernaba Mysore. Decían simplemente que lo gobernaba algún dios. Si el conocimiento de esta pobre gente sobre su gobernante era tan limitado, a mí, que soy infinitamente más pequeño que Dios —más pequeño que ellos respecto de su gobernante— no debiera causarme sorpresa el no haberme dado cuenta de la presencia de Dios, el rey de reyes.

No obstante, yo también siento —como sentían los pobres aldeanos respecto de Mysore— que hay un orden en el universo, que existe una Ley inalterable que gobierna cada cosa y cada ser existente o viviente. No es una ley ciega pues ninguna ley que se ciega puede gobernar la conducta de los seres vivientes; vida que, gracias a las maravillosas investigaciones de Sir J. C. Bose, ahora podemos probar que se extiende inclusive a la materia. Luego, esa Ley que gobierna toda vida es Dios. La Ley y el Legislador son uno. No puedo negar la Ley y tampoco al Legislador tan sólo porque sé muy poco sobre Ella o sobre Él. Así como mi negación o ignorancia sobre la existencia de un poder terrenal no me servirá de nada, del mismo modo mi negación de Dios y de su Ley no me liberará de su acción. Al igual que una aceptación humilde y silenciosa de la autoridad divina torna más fácil el camino de la vida, la aceptación de un gobierno terrenal torna más fácil la vida que se somete a él.

Al paso que percibo oscuramente que todo a mi alrededor cambia constantemente, muere constantemente, encuentro que por debajo de esos cambios hay un poder vital que es inmutable, que todo lo reúne, que crea, disuelve y recrea. Ese poder o espíritu que da toda forma es Dios. Y puesto que nada de lo que veo meramente a través de mis sentidos puede o podrá perdurar, solo Él es.

Este poder ¿es benévolo o malévolo? Yo lo considero puramente benévolo. Ya que me es dado ver la perduración de la vida en medio de la muerte, la perduración de la verdad en medio de la mentira y la perduración de la luz en medio de la oscuridad, deduzco de ello que Dios es Vida, Verdad, Luz. Él es Amor. Es el Bien Supremo.

No obstante, Él no es un Dios que simplemente satisface el intelecto, si es que alguna vez lo hace. Dios, para ser Dios, debe gobernar el corazón y transformarlo. Debe expresarse hasta en el más ínfimo acto de Su devoto. Esto sólo puede darse mediante una comprensión definitiva y mucho más real que la que jamás podrían producir cualesquiera de los cinco sentidos. Las percepciones de los sentidos pueden ser —y con frecuencia lo son— falsas e ilusorias, a pesar de que a nosotros nos puedan parecer muy reales. Pero cuando la comprensión no se produce con los sentidos, es infalible. Esto se ha comprobado, no por medio de una evidencia externa, sino por la transformación de la conducta y del carácter de aquellos que han sentido en su interior la presencia real de Dios.

Semejante testimonio puede hallarse en la cadena ininterrumpida de profetas y sabios de todos los países y todos los climas. Rechazar esta evidencia es negarse a sí mismo.

Dicha comprensión está precedida por una fe inamovible. Aquél que quiera comprobar en sí mismo la presencia de Dios puede hacerlo mediante una fe viva. Y puesto que la fe no puede ser probada mediante una evidencia externa, el camino más seguro es creer en el gobierno moral del mundo y, en consecuencia, en la supremacía de la ley moral, la ley de la Verdad y el Amor. El ejercicio de la fe será lo más seguro allí donde haya una clara determinación de rechazar sumariamente todo lo que sea contrario a la Verdad y el Amor.

No puedo explicar la existencia del mal mediante ningún método racional. Querer hacerlo es sentirse igual a Dios. Por eso, soy lo suficientemente humilde como para aceptar el mal como lo que es. Y denomino a Dios paciente y sufriente por la precisa razón de que permite la existencia del mal en el mundo. Sé que no hay mal en Él aunque existe el mal y Dios sea su autor, Él, permanece inmaculado.

Asimismo, sé que nunca conoceré a Dios si no lucho con y contra el mal, aun cuando eso me cueste la vida. Mi experiencia humilde y limitada me ha fortalecido en la fe. A medida que trato de volverme más puro, me siento más cerca de Dios. ¿Cuánto más puro he de ser cuando mi fe ya no sea una mera apología como lo es hoy sino que se haya tornado tan inamovible como el Himalaya y tan blanca y brillante como la nieve de sus picos? Entretanto, invito al lector a rezar con Newman, que en sus ejercicios espirituales cantaba:

Guíame, Luz bondadosa, a través del cerco de tinieblas,

Enséñame el camino.

La noche es oscura y estoy lejos del hogar,

Enséñame el camino.

Dirige mi andar: me basta solo un paso,

Yo no pido ver el paisaje lejano.

Young India, 11-10-’28, pp. 340-41

Los racionalistas son seres admirables, pero el racionalismo se vuelve un monstruo horrible cuando tiene pretensiones de omnipotencia. Atribuir omnipotencia a la razón es tan deplorable como adorar un ídolo de madera y piedra creyendo que es Dios. No abogo por la supresión de la razón sino por un debido reconocimiento de aquello que está dentro de nosotros y que santifica a la razón misma.

Young India, 14-10-’28, p. 359

Es bastante fácil decir: «No creo en Dios», pues Dios permite que impunemente se digan muchas cosas de Él. Él observa nuestros actos. Cualquier quebrantamiento de Su Ley lleva consigo su castigo, no vindicativo sino purificador y constrictivo.

Young India, 23-9-’28, p. 333