He oído sostener innumerables veces —y también lo he leído en libros que pretenden expresar el espíritu del budismo— que Buda no creía en Dios. En mi humilde opinión, semejante convencimiento contradice el eje mismo de las enseñanzas del Buda… La confusión se origina en su rechazo —justo rechazo— a las cosas bajas que en su época se ocultaban tras el nombre de Dios. Sin duda rechazaba la noción de que un ser llamado Dios estuviera animado de malas intenciones, se arrepintiera de Sus actos y, como los reyes de la Tierra, fuera sensible a las tentaciones y sobornos y tuviera personas favoritas. Toda su alma se levantaba con potente indignación contra la creencia de que un ser llamado Dios exigiera —que se le ofrendara, para satisfacerse, la sangre de animales vivientes— animales que eran Su propia creación. En consecuencia, Buda reinstaló a Dios en su justo lugar y destronó al usurpador que en ese momento parecía ocupar el Trono Blanco. Puso énfasis en declarar repetidas veces que existía eterna e inalterablemente un gobierno moral de este universo. Y sin vacilaciones afirmó que la Ley era Dios.
Las leyes de Dios son eternas e inalterables y no pueden ser separadas del mismo Dios: son la condición indispensable de Su perfección. Tal es la causa de la gran confusión respecto de que Buda no creía en Dios y creía simplemente en la ley moral. A causa de esta confusión sobre Dios se produjo la confusión sobre el correcto entendimiento de la gran palabra nirvana. Sin duda nirvana no es la extinción completa. Hasta lo que alcanzo a comprender el hecho central de la vida de Buda, nirvana es la extinción completa de lo que hay de bajo en nosotros, de todo cuanto en nosotros es imperfecto, de cuanto es corrupto y corruptible dentro de nosotros. Nirvana no es la negra paz muerta de la sepultura sino una paz viviente, la viva felicidad del alma consciente de sí y consciente de haber encontrado su morada en el corazón de lo Eterno.
Young India, 24-11-’27, p. 393