7. En África del Sur

El señor Baker estaba preocupado por mi futuro. Me llevó a la Convención Wellington. Los cristianos protestantes organizan reuniones con una frecuencia determinada de años para facilitar el esclarecimiento religioso o, dicho de otra manera, para auto purificarse. Se podría llamar a esto renovación o renacimiento religioso. La Convención Wellington era de ese tipo. El señor Baker espetaba que la atmósfera de exaltación religiosa de la Convención y el entusiasmo y la seriedad del público asistente me conducirían a abrazar el cristianismo.

La Convención era una asamblea de cristianos devotos. Me encantó la fe que sentían. Me di cuenta que muchos oraban por mí. Me gustaron algunos de sus himnos: son muy dulces.

La Convención duró tres días. Alcancé a comprender y apreciar la devoción de los concurrentes. Pero no encontré ningún motivo para cambiar mis creencias, mi religión. Me era imposible creer que podría ir al cielo o alcanzar la salvación solo con volverme cristiano. Se lo dije así francamente a algunos buenos amigos cristianos y éstos se sintieron impresionados. No obstante, en esto no cabía ninguna ayuda.

Mis reparos eran profundos. Era más de lo que podía creer el que Jesús fuera el único hijo encarnado de Dios y que solo quien creyera en él tendría una vida perdurable. Si Dios podía tener hijos, todos nosotros éramos Sus hijos. Si Jesús era semejante a Dios —o Dios mismo— entonces todos los hombres eran semejantes a Dios y podían ser Dios mismo. Mi razón no estaba pronta a creer literalmente que Dios había redimido con su muerte y su sangre los pecados del mundo: quizá metafóricamente se encerrara allí alguna verdad. Además, de acuerdo con el cristianismo, solo los seres humanos tienen alma, de la que carecen los otros seres vivientes, por lo cual para éstos la muerte significaría la completa extinción. Mis creencias al respecto, en cambio, eran otras. Yo podía aceptar a Jesús en calidad de mártir, de encarnación del sacrificio, de maestro divino pero no como el hombre más perfecto que haya existido. Su muerte en la cruz fue un gran ejemplo para el mundo pero mi corazón, no podía aceptar que hubiera en ello ninguna virtud misteriosa o milagrosa. Las vidas piadosas de los cristianos no me brindaban nada que no me dieran las vidas de los hombres de otras creencias. En esas vidas había visto las mismas conversiones que había oído que ocurrían entre los cristianos. En los principios cristianos no había nada filosóficamente extraordinario. Desde el punto de vista de los sacrificios me parecía que los hindúes habían sobrepasado grandemente a los cristianos. Me resultaba imposible considerar al cristianismo como una religión perfecta o la más grande de todas las religiones.

Siempre que se presentaba la oportunidad, compartía este batido mental con mis amigos cristianos, pero sus respuestas no llegaban a satisfacerme.

Si bien no aceptaba que el cristianismo fuera la religión más grande o perfecta, tampoco estaba convencido que lo fuera el hinduismo. Los defectos hinduistas se me estaban volviendo visibles apremiantemente. Si el dogma de la intocabilidad era una parte del hinduismo, solo podía ser una raíz podrida o una excrecencia. Me era difícil comprender la raison d’etre[6] de multitud de sectas y castas.

¿Qué significaba decir que los Vedas eran la Palabra inspirada de Dios? Si habían sido inspirados por Dios, ¿porqué no también la Biblia y el Corán?

Mis amigos cristianos intentaban convertirme y lo propio procuraban hacer mis amigos musulmanes. Abdullah Sheth insistía en inducirme a estudiar el Islam del que, por supuesto, siempre tenía algo que decir respecto de su belleza.

En una carta a Raychandbhai le expuse mis reparos. Asimismo, envié misivas a otras autoridades religiosas de la India, de las que obtuve debida respuesta. La carta de Raychandbhai me tranquilizó un tanto. Me pedía ser paciente y estudiar con mayor profundidad el hinduismo. Una de sus frases iba en ese sentido: «Desde un punto de vista desapasionado, estoy convencido que ninguna religión tiene la sutileza y profundidad de pensamiento del hinduismo, su visión del alma, su piedad».

Aunque seguí un camino que mis amigos cristianos no habían deseado para mí, he quedado siempre en deuda con ellos por la búsqueda religiosa que despertaron en mí. Siempre apreciaré el recuerdo del trato que tuve con ellos.

Autobiografía, 1948, pp. 160-72

Había ido a África del Sur para viajar, para huir de las intrigas de Kathiawad y para ganarme mi propio sustento. Pero, como ya he dicho, acabé en la búsqueda de Dios y el deseo de autorrealizarme.

Mis amigos cristianos me habían estimulado la sed de conocimiento, que se había vuelto insaciable; aquellos no me dejaban en paz, aunque deseaba ser indiferente.

Mi correspondencia religiosa continuó. Raychandbhai era por el momento mi guía. Leí con interés el libro de Max Müller «¿Qué puede enseñarnos la India?» y la traducción de los Upanishads publicada por la Sociedad Teosófica. Todo esto mejoró mi concepción del hinduismo y sus bellezas comenzaron a crecer en mi. Sin embargo, eso no se erigió en prejuicio contra las otras religiones. Leí la «Vida de Mahoma y sus sucesores» de Washington Irving y el panegírico de Carlyle sobre el Profeta. Estas obras aumentaren mi estima por Mahoma: También leí un libro titulado «Los dichos de Zaratustra».

De este modo adquirí mayores conocimientos de las diferentes religiones. El estudio estimulo mi auto introspección y alentó en mi el hábito de poner en práctica cuanto me atraía de los estudios. En consecuencia comencé algunas prácticas yóguicas, tal como las entendí por la lectura de los libros hinduistas. Sin embargo, no avancé demasiado, por lo cual, cuando volví a la India, decidí continuarlas con la ayuda de un experto. Este deseo nunca se realizó.

Por otra parte, efectué un estudio intensivo de los libros de Tolstoy. «Síntesis de los Evangelios», «¿Qué hacer?» y algunos otros de sus libros me causaron una profunda impresión. Comencé así a tomar más y más conciencia de las infinitas posibilidades del amor universal.

Autobiografía, 1948, pp. 197-98

En 1893, cuando me puse en estrecho contacto con amigos cristianos, yo era meramente un no-vicio. Ellos trataban bravamente de hacerme ver y aceptar el mensaje de Jesús, al par que yo me había convertido en un oyente humilde y respetuoso de mente abierta. En esa época yo estudiaba naturalmente el hinduismo con el máximo de mis capacidades y me esforzaba por comprender las demás religiones.

En 1903 esa posición se modificó en parte. Mis amigos teósofos claramente pretendían introducirme en su sociedad por la perspectiva de conseguir de mí algo que yo podía darles por ser hinduista. La literatura teosófica rebosa de influencias hindúes, por lo cual estos amigos esperaban que yo les fuera de gran ayuda. Les expliqué que era mejor no hablar de mi estudio del sánscrito, que no había leído las escrituras hinduistas en el original y que incluso mi conocimiento de las traducciones no era muy bueno. Pero como creían en el samskara (las inclinaciones determinadas por los nacimientos anteriores) y en el punarjanma (el renacimiento) conjeturaban que podría prestarles alguna ayuda. Todo esto hacía que me sintiera como un tritón entre peces pequeños. Comencé a leer el Rajayoga de Swami Vivekananda con algunos de esos amigos y con otros el Rajayoga de M. N. Divedi. Tenía que leer los Yoga Sutras de Patanjali con un amigo y el Bhagavad Gita con otros cuantos. Formamos una especie de Club de Buscadores de la Verdad donde efectuábamos lecturas regulares. Ya mi fe estaba puesta en el Gita, que ejercía sobre mí una gran fascinación, pero entonces me di cuenta de la necesidad de adentrarme más en él, tenía una o dos traducciones, mediante las cuales traté de comprender el original sánscrito. Asimismo, decidí aprender de memoria uno o dos versos por día, para lo cual utilicé el tiempo de mis abluciones matinales. La operación me demandaba treinta y cinco minutos: quince minutos para cepillarme los dientes y veinte para el baño. Acostumbraba realizar lo primero parándome a la manera occidental. Por lo tanto, en la pared opuesta pegué tiras de papel en las que había escrito versos del Gita y me remitía a ellas de cuando en cuando para ayudarme a memorizar. Pensé que ese rato era suficiente para retener el fragmento del día y recordar los versos que ya había aprendido. Me acuerdo que así le confié a mi memoria trece capítulos.

El efecto que esas lecturas del Gita tuvieron sobre mis amigos solo ellos pueden decirlo; en cuanto a mí, el Gita se convirtió en una infalible guía de conducta. Se transformó en mi diccionario de referencia diaria. Del mismo modo que consultaba el diccionario inglés para los significados de las palabras que no comprendía, consultaba este diccionario de conducta en busca de una rápida solución para todos mis conflictos y problemas. Quedaba en palabras tales como aparigraha (no-posesión) y samabhava (ecuanimidad). La cuestión que se presentaba era cómo cultivar y preservar esa ecuanimidad. ¿Cómo podía hacerse para tratar de igual manera a los oficiales insultantes, insolentes y corruptos, a los colaboradores de ayer que se erigían —sin fundamento— en opositores y a los hombres que siempre habían sido buenos con uno? ¿Cómo se podía hacer para despojarse de todas las posesiones? ¿El cuerpo mismo no era acaso una posesión? ¿No eran posesiones la mujer y los hijos? ¿Yo tenía que destruir todos los armarios de libros que tenía? ¿Debía renunciar a cuanto tenía para seguir a Dios? Al punto llegaba la respuesta: no podía seguir a Dios a menos que abandonara cuanto tenía. Mis estudios de las leyes inglesas me sirvieron de ayuda: acudieron a mi memoria los razonamientos de Snell sobre las máximas de la Equidad. A la luz de las enseñanzas del Gita comprendí más claramente las implicancias de la palabra «depositario». Esto aumentó mi estima por la jurisprudencia, puesto que descubrí su parte religiosa. Me di cuenta que la enseñanza del Gita sobre la no–posesión podía traducirse en que aquellos que desean la salvación deben actuar como el depositario que, controlando grandes posesiones, no considera propio ni un ápice de ellas. Se me hizo claro como la luz del día que la no-posesión y la ecuanimidad presuponen un cambio de las emociones, un cambio de actitud. Le escribí entonces a Revashankarbhai diciéndole que suspendiera la póliza de seguros y recobrara lo que se pudiera o, de lo contrario, que diera por perdida la prima que se había pagado, porque estaba convencido que Dios, que había creado a mi mujer y a mis hijos de la misma manera que a mí, se preocuparía por ellos. A mi hermano, que había sido un padre para mí, le escribí informándole que había renunciado a lo que había ahorrado hasta ese momento y que desde ahí en adelante no esperara nada de mí porque los futuros ahorros —si los hubiera— serían utilizados en beneficio de la comunidad.

Autobiografía, 1948, pp. 322-24

Partí para Natal. El señor Polak, que se había vuelto mi confidente íntimo, vino a despedirme a la estación y me dejó un libro para leer durante el viaje, diciéndome que estaba seguro me gustaría. Era Unto This Last, de Ruskin. Una vez que lo hube empezado me fue imposible dejar de lado el libro. Me atrapó. El viaje de Johannesburgo a Durban dura veinticuatro horas. El tren llegó allí a la tarde. Esa noche no pude conciliar el sueño. Decidí cambiar mi vida de acuerdo con los ideales del libro.

Más tarde lo traduje al gujarati dándole el título de Sarvodaya (El bienestar de todos).

Creo que en este gran libro de Ruskin descubrí reflejadas algunas de mis convicciones más profundas: tal es la razón de que me cautivara de ese modo, transformándome la vida. Poeta es quien hace aflorar lo bueno latente en el corazón humano. Los poetas no influyen en todos de la misma manera porque todos no evolucionan en igual medida.

Entiendo que éstas son las enseñanzas de Unto This Last:

1. El bien del individuo está subsumido en el bien de todos.

2. El trabajo de un abogado tiene el mismo valor que el de un peluquero, por cuanto todos tienen el mismo derecho a ganarse el sustento con su trabajo.

3. La vida de trabajo, por ejemplo la de quien cultiva el suelo o la del artesano, es la vida que vale la pena de ser vivida.

Yo ya sabía el primer de estos puntos. El segundo lo había comprendido oscuramente. El tercero no se me había ocurrido nunca. Unto This Last hizo que me fuera claro como el día que el segundo y el tercero de los puntos estaban contenidos en el primero. Me levanté con el alba, decidido a poner en práctica estos principios.

Autobiografía, 1948, pp. 364-65.