Capítulo IX

Cambiarse para el té

Que el caolín enriquecido con manchas de color,

vetas de azur y oro perfilado,

de la hoja indiana reciba el grato olor

o el perfume de los granos de moca al sol tostados.

SRA. BARBAULD[14]

Al día siguiente de este encuentro con Higgins y con su hija, el señor Hale entró en la sala de arriba a una hora insólita. Se acercó a distintos objetos de la estancia como si fuera a examinarlos, pero Margaret se dio cuenta de que era un truco nervioso: una forma de aplazar algo que deseaba pero temía decir. Al final lo soltó:

—¡Cariño! He invitado al señor Thornton a tomar el té esta noche.

La señora Hale estaba recostada en su sillón con los ojos cerrados y la expresión dolorida que se había hecho habitual en ella últimamente. Pero al oír a su esposo se incorporó y dijo quejumbrosa:

—¡El señor Thornton! ¡Y esta noche! ¿Puede saberse para qué quiere venir aquí el hombre? Y Dixon está lavando mis muselinas y encajes, y no hay agua blanda con estos horribles vientos del este que supongo que tendremos todo el año en Milton.

—El viento está cambiando, cariño —dijo el señor Hale, mirando el humo que llegaba exactamente del este, aunque él todavía no comprendía los puntos cardinales y solía ubicarlos a discreción según las circunstancias.

—¡No me digas! —dijo la señora Hale estremeciéndose y arropándose más con la toquilla—. Pero supongo que este hombre vendrá con viento del este o del oeste.

—Eso demuestra que no has visto nunca al señor Thornton, mamá. Da la impresión de ser una persona que disfrutaría luchando con cualquier adversidad: enemigos, vientos o circunstancias. Cuanto más llueva y más viento haga, más seguros podemos estar de que vendrá. Pero voy a ayudar a Dixon. Creo que llegaré a ser una almidonadora célebre. Y no necesitará más diversión que conversar con papá. Papá, estoy deseando conocer al Pitias de tu Damón. Ya sabes que sólo lo he visto una vez y estábamos tan desconcertados sin saber de qué hablar que no nos fue demasiado bien.

—No creo que te caiga bien nunca ni te resulte agradable, Margaret. No es un seductor.

Margaret arqueó el cuello en una curva despectiva.

—No admiro particularmente a los seductores, papá. Pero el señor Thornton viene como amigo tuyo, como alguien que te aprecia…

—La única persona de Milton —dijo la señora Hale.

—Así que le daremos la bienvenida y pastas de coco. Dixon se sentirá halagada si le pedimos que las prepare. Y yo me encargaré de planchar tus gorros, mamá.

Margaret deseó muchas veces aquella mañana que el señor Thornton no fuera. Tenía previstas otras ocupaciones: una carta a Edith, un buen poema de Dante, una visita a los Higgins. Y, en su lugar, tuvo que planchar escuchando las quejas de Dixon con la esperanza de poder impedirle que acudiera con su retahíla de pesares a la señora Hale mediante un derroche de comprensión. Margaret tuvo que recordarse de vez en cuando lo mucho que estimaba su padre al señor Thornton para aplacar la irritación del cansancio que la invadió y que le provocó uno de los fuertes dolores de cabeza a los que era propensa últimamente. Apenas podía hablar cuando se sentó al fin y le dijo a su madre que ya no era Peggy la planchadora sino Margaret Hale la dama. Intentaba con ello hacer una pequeña broma, y lamentó no haberse mordido la lengua al ver que su madre se lo tomaba en serio.

—¡Ay, sí! Si alguien me hubiera dicho cuando era la señorita Beresford y una de las bellezas del condado que una hija mía tendría que pasarse de pie medio día en una cocina minúscula trabajando como una sirvienta, que nos prepararíamos correctamente para recibir a un comerciante, y que dicho comerciante sería el único…

—¡Ay, mamá! —dijo Margaret levantándose—. No me tortures así por un comentario despreocupado. No me importa nada planchar ni hacer el trabajo que sea por ti y por papá. Y no por eso dejo de ser una dama, aunque tenga que fregar el suelo o lavar los platos. Ahora estoy cansada, en seguida se me pasará. En media hora estaré dispuesta a volver a empezar. Y en cuanto a lo de que el señor Thornton sea un comerciante, el pobre hombre ya no puede evitarlo. Supongo que su educación no le permitirá mucho más.

Margaret se levantó despacio y se fue a su habitación; en aquel preciso momento, no podía soportar mucho más.

En casa del señor Thornton y exactamente a la misma hora, tenía lugar una escena similar, aunque diferente. Una señora de huesos grandes, bastante pasada ya la madurez, cosía sentada en un comedor amueblado con sombría elegancia. Sus rasgos, como su constitución, eran fuertes y sólidos, más que gruesos. Su rostro pasaba lentamente de una expresión decidida a otra igualmente decidida. No había gran variedad en su semblante; pero quien lo miraba una vez, solía volver a hacerlo. Incluso los transeúntes solían volver la cabeza en la calle para contemplar un instante más a aquella mujer firme, severa y digna que nunca cedía el paso por urbanidad ni detenía su avance hacia el fin claramente definido que se había propuesto.

Vestía con elegancia de seda negra fuerte en la que no se veía ni un hilo gastado o descolorido. Estaba arreglando un tapete largo de finísima textura, que alzaba al trasluz de vez en cuando para ver los lugares gastados que requerían sus delicados cuidados. No había un solo libro en la estancia con la excepción de los Comentarios sobre la Biblia de Matthew Henry, seis volúmenes de los cuales ocupaban el sólido aparador, flanqueados por una tetera grande a un lado y una lámpara al otro. Alguien practicaba al piano en una dependencia lejana. Ensayaba una pieza de salón, que tocaba rápidamente, equivocándose o saltándose una de cada tres notas por término medio, y la mitad de los acordes fuertes eran erróneos aunque no por ello menos satisfactorios para el intérprete. La señora Thornton oyó un paso tan decidido como el suyo al otro lado de la puerta del comedor.

—¡John! ¿Eres tú?

Su hijo abrió la puerta y entró.

—¿Qué te trae tan pronto a casa? Creía que ibas a tomar el té con ese amigo del señor Bell; ese señor Hale.

—Así es, madre. He venido a casa para cambiarme.

—¡Cambiarte! ¡Bah! Cuando yo era joven, los hombres se daban por satisfechos con vestirse una vez al día. ¿Por qué tienes que cambiarte para ir a tomar una taza de té con un viejo clérigo?

—El señor Hale es un caballero, y su esposa y su hija son damas.

—¡Esposa e hija! ¿Ellas también dan clases? ¿Qué hacen? Nunca las habías mencionado.

—No, madre, porque no conozco a la señora Hale; y a la señorita Hale sólo la he visto una vez durante una media hora.

—Ten cuidado, no te dejes pescar por una chica sin dinero, John.

—No es fácil pescarme, madre, supongo que ya lo sabes. Pero no me gusta que se hable así de la señorita Hale. Me parece ofensivo, la verdad. Nunca me he percatado de que ninguna joven intentara pescarme, y no creo que ninguna se haya tomado nunca la molestia de hacerlo.

La señora Thornton había decidido llevar la contraria a su hijo; porque si no, en general, se enorgullecía bastante de su sexo.

—¡Bueno! Yo sólo te digo que tengas cuidado. Tal vez nuestras chicas de Milton tengan demasiado carácter y demasiado sentido común para andar a la caza de marido; pero esa señorita Hale viene de los condados aristocráticos, y, si son ciertas las historias que cuentan, los maridos ricos son presas valiosas.

El señor Thornton torció el gesto y dio otro paso hacia su madre.

—Madre —soltó una risilla burlona—, me obligarás a confesar. La única vez que he visto a la señorita Hale me trató con una cortesía altanera que tenía un marcado tinte despectivo. Guardó las distancias como si fuera una reina y yo su humilde y sucio vasallo. Tranquila, madre.

—No. No estoy tranquila, ni contenta tampoco. ¿Qué razón tenía para despreciarte de ese modo ella, la hija de un clérigo renegado? Yo en tu lugar desde luego no me cambiaría para ninguno de ellos…, ¡valientes insolentes!

Al salir de la habitación, él añadió:

—El señor Hale es bondadoso, afable y culto. No es insolente. En cuanto a la señora Hale, ya te explicaré cómo es esta noche si quieres saberlo.

Cerró la puerta y se marchó.

«¡Despreciar a mi hijo! ¡Habráse visto! ¡Tratar como a un vasallo a John! ¡Vamos! ¡Ya me gustaría a mí saber dónde podría encontrar otro igual! Muchacho y hombre, tiene el corazón más noble y valeroso que he visto en mi vida. Y no es porque sea su madre. Me doy cuenta de las cosas, no soy ciega. Sé cómo es Fanny; y sé cómo es John. ¡Mira que despreciarlo! ¡La aborrezco!».