Capítulo VIII

Añoranza

Y es el hogar, hogar, hogar,

el hogar es lo que anhelo[12].

Fue necesario el precioso y alegre empapelado de las habitaciones para que aceptaran Milton. Pero hacía falta más, algo que no podían tener. Habían llegado las densas nieblas amarillentas de noviembre, y la vista de la llanura del valle que formaba el amplio recodo del río estaba completamente tapada cuando la señora Hale llegó a su nuevo hogar.

Margaret y Dixon se habían pasado dos días trabajando, sacando las cosas y colocándolas, pero todo en el interior de la casa parecía aún en desorden; y fuera, una niebla cerrada llegaba hasta las mismas ventanas y entraba por todas las puertas abiertas en sofocantes espirales blancas de vaho malsano.

—¡Oh, Margaret! ¿Tenemos que vivir aquí? —preguntó la señora Hale con perpleja consternación.

El corazón de Margaret se hacía eco del triste tono de la pregunta. A duras penas consiguió dominarse para decir:

—¡Te aseguro que las nieblas de Londres son mucho peores a veces!

—Pero allí sabes que la ciudad y los amigos están detrás. Aquí… ¡Bueno! Aquí estamos solos. ¡Ay, Dixon, vaya un lugar!

—Y que lo diga, señora, estoy segura de que será su muerte en poco tiempo, y entonces yo sé muy bien quién… ¡Espere! Eso es demasiado pesado para que lo alce sola, señorita Hale.

—En absoluto, Dixon, gracias —contestó Margaret con frialdad—. Lo mejor que podemos hacer por mamá es acabar de arreglar su habitación para que se acueste mientras voy a buscarle una taza de café.

El señor Hale estaba tan desanimado como su esposa, y también recurrió a Margaret en busca de comprensión.

—Margaret, me parece que este lugar es muy insalubre. ¿Y si se resiente la salud de tu madre o la tuya? ¡Ojalá hubiera ido a algún sitio del campo en Gales! Esto es verdaderamente espantoso —dijo, acercándose a la ventana.

No había consuelo posible. Se habían instalado en Milton, y tenían que aguantar el humo y las nieblas durante una temporada. En realidad, todo lo demás parecía separado de ellos por una niebla de circunstancias igualmente densa. Todavía el día anterior, el señor Hale había estado calculando consternado lo que les habían costado el traslado y la estancia de quince días en Heston, y había comprobado que había supuesto casi toda su pequeña reserva de dinero en efectivo. ¡No! ¡Estaban allí y allí tenían que quedarse!

Margaret estuvo a punto de sumirse en un estupor desesperado cuando lo comprendió por la noche. El aire cargado de humo rondaba su dormitorio, que ocupaba el saliente estrecho y alargado de la parte posterior de la casa. La ventana situada a un lado del rectángulo daba al muro liso de un saliente similar que quedaba a menos de diez pies. Surgía entre la niebla como una barrera contra la esperanza. En el interior del dormitorio reinaba el desorden. Había concentrado todos sus esfuerzos en arreglar la habitación de su madre. Se sentó en una caja y se quedó mirando la tarjeta de la dirección, que se había escrito en Helstone: ¡el precioso y amado Helstone! Se sumió en lúgubres pensamientos. Pero en seguida resolvió no seguir pensando en el presente y recordó de pronto la carta de Edith, que con el ajetreo de la mañana sólo había podido leer a medias. Le describía en ella su llegada a Corfú; su viaje por el Mediterráneo: la música y los bailes celebrados a bordo durante la travesía; la vida nueva y alegre que se extendía ante ella; su casa con el balcón enrejado y las vistas de los acantilados blancos y el mar de un azul intenso.

Edith escribía con fluidez y soltura, incluso vívidamente. No sólo sabía captar los rasgos característicos o destacados de una escena, sino que mezclaba en la descripción detalles suficientes para que Margaret pudiera hacerse una idea. El capitán Lennox y otro oficial recién casado compartían una villa situada en lo alto de las escarpaduras rocosas que se alzaban sobre el mar. Al parecer, pasaban los días de finales del año haciendo excursiones campestres o marinas. Toda la vida al aire libre de Edith, alegre y placentera, se parecía a la bóveda profunda del cielo azul que se extendía sobre ella, libre, absolutamente libre de manchas o nubes. Su esposo tenía que asistir a la instrucción y ella, la esposa del oficial mas musical del regimiento, tenía que copiar las melodías nuevas y populares de la música inglesa más reciente en beneficio del director de la banda; ésos parecían ser sus deberes más arduos y rigurosos. Expresaba el cariñoso deseo de que Margaret les hiciera una larga visita si el regimiento seguía otro año en Corfú. Le preguntaba si recordaba aquel mismo día en que escribía hacía un año: cómo llovió todo el día sin parar en Harley Street; y que ella no quería ponerse su vestido nuevo para ir a una estúpida cena y mojárselo y salpicárselo todo al ir hasta el coche; y que en aquella misma cena habían conocido al capitán Lennox.

¡Sí! Margaret lo recordaba muy bien. Edith y la señora Shaw habían ido a la cena. Y ella se había unido a la fiesta por la noche. El recuerdo del extraordinario lujo de todos los arreglos, el majestuoso esplendor del mobiliario, el tamaño de la casa, el apacible y despreocupado desahogo de los visitantes, todo acudió vívidamente a su mente en extraño contraste con su situación actual. El mar en calma de aquella antigua vida se cerró sin dejar huella alguna que indicara dónde habían estado todos. Las fiestas habituales, las visitas, las compras, los bailes, todo seguía, seguía siempre, aunque su tía Shaw y Edith ya no estuvieran allí; y a ella la extrañarían menos, por supuesto. Dudaba de que alguien de aquel antiguo círculo pensara alguna vez en ella, a no ser Henry Lennox. Sabía que también él procuraría olvidarla, por el dolor que le había causado. Le había oído jactarse muchas veces de su capacidad para desechar los pensamientos desagradables. Margaret ahondó más entonces en lo que podría haber sido. No le cabía la menor duda de que si ella le hubiera amado y le hubiera aceptado, el cambio de las opiniones de su padre y el consiguiente de su posición social habrían exasperado al señor Lennox. Era una amarga mortificación para ella. Pero podía soportarlo con paciencia porque conocía la absoluta honradez de su padre y eso le daba fuerzas para soportar sus errores, pese a considerarlos tan graves y serios. Pero el hecho de que los demás consideraran degradado a su padre, según su juicio burdo e indiscriminado, habría impacientado al señor Lennox. Al comprender lo que podría haber sido, Margaret agradeció lo que era. Estaban en el nivel más bajo ahora; no podían estar peor. Tendrían que afrontar con valentía el asombro de Edith y la consternación de su tía Shaw cuando llegaran sus cartas. Así que Margaret se levantó y empezó a desnudarse despacio, disfrutando plenamente del lujo de actuar sin prisas después de la premura del día y a pesar de lo tarde que era. Se durmió esperando alguna claridad interna o externa. Pero si hubiera sabido cuánto tiempo pasaría antes de que llegara aquella claridad, se le habría caído el alma a los pies. Aquella época del año era la menos propicia para la salud y el buen ánimo. Su madre contrajo un catarro grave, y era evidente que Dixon no estaba bien, aunque no había nada que la ofendiera más que el que Margaret intentara ahorrarle esfuerzos o cuidarla. Nadie sabía de ninguna muchacha que pudiera ayudarla. Allí todas trabajaban en las fábricas; y las que se presentaron recibieron una buena reprimenda de Dixon por creer que podrían aceptarlas para que trabajaran en casa de un caballero. Así que tuvieron que arreglarse con una asistenta que trabajaba casi fija. Margaret estaba deseando mandar a buscar a Charlotte; pero aparte del inconveniente de que ahora no podían permitirse una sirvienta tan buena, la distancia era demasiado grande.

El señor Hale encontró varios alumnos, por recomendación del señor Bell, o por la influencia más directa del señor Thornton. Casi todos tenían la edad en que muchos muchachos estarían aún en la escuela, pero, según el criterio generalizado y al parecer bien fundado de Milton, para hacer de un muchacho un buen comerciante había que captarlo joven y acostumbrarlo a la vida del taller, la oficina o el almacén. Si lo enviaban a estudiar a las universidades escocesas, luego no se adaptaba a las actividades mercantiles; cuanto más, por tanto, si fuera a Oxford o a Cambridge, donde no podía ingresar hasta los dieciocho años. Así que muchos fabricantes colocaban a sus hijos en cierne a los catorce o quince años, cortando implacablemente todos los retoños que siguiesen la dirección de la literatura o el elevado cultivo mental, con la esperanza de concentrar toda la fuerza y el vigor de la planta en el comercio. Pero había algunos padres más sensatos; y algunos jóvenes con juicio suficiente para percibir sus carencias y esforzarse por remediarlas. Más aún, había algunos que ya no eran jóvenes, sino hombres en la flor de la vida, que tenían el sentido común de reconocer su ignorancia y aprender tarde lo que deberían de haber aprendido antes. El señor Thornton quizá fuera el alumno mayor del señor Hale. Desde luego era su preferido. El señor Hale cogió la costumbre de citar sus opiniones tan a menudo y con tanto respeto que se convirtió en una broma familiar preguntarse qué momento durante el tiempo destinado a la instrucción se dedicaba exclusivamente al aprendizaje, puesto que parecía que pasaban conversando buena parte del mismo.

Margaret fomentaba bastante esta forma ligera y alegre de considerar la relación de su padre con el señor Thornton, porque creía que su madre solía mirar la nueva amistad de su esposo con recelo. Mientras él había dedicado todo su tiempo a sus libros y a sus feligreses, como hacía en Helstone, parecía no preocuparse de si lo veía mucho o no; pero ahora que él esperaba con impaciencia cada nueva oportunidad de renovar su relación con el señor Thornton, ella se mostraba ofendida y enojada, como si él desdeñara su compañía por primera vez. Las excesivas alabanzas del señor Hale producían en sus oyentes el mismo efecto que suelen producir los elogios exagerados; se sentían un poco inclinados a rebelarse contra el hecho de que llamaran siempre el justo a Arístides[13].

Después de haber llevado una vida tranquila en una vicaría rural durante más de veinte años, el señor Hale se sentía deslumbrado por aquella energía que superaba fácilmente inmensas dificultades; la potencia de la maquinaria de Milton y el vigor de los hombres de Milton le producían una impresión de grandeza que aceptaba sin preocuparse de analizar los detalles de su aplicación. Pero Margaret salía menos y veía menos la maquinaria y a los hombres; veía menos el efecto público de la energía y, además, se topó con un par de los que, en todas las medidas que afectan a las masas, han de ser víctimas del bien de muchos. La cuestión siempre es si se hace todo lo posible para causar el menor sufrimiento posible a estas excepciones. O si, en el multitudinario desfile triunfal, se atropella a los desvalidos en lugar de apartarlos con cuidado del camino del conquistador al que no tienen fuerza para acompañar en su marcha.

Margaret tuvo que encargarse de buscar una criada que ayudara a Dixon, que se había comprometido primero a encontrar exactamente la persona que necesitaba para que hiciera todo el trabajo duro de la casa. Pero las ideas de Dixon sobre las chicas de servicio se basaban en las pulcras alumnas mayores de la escuela de Helstone, que tenían a gala poder ir a la vicaría los días de mucho trabajo y que trataban a la señora Dixon con el mismo respeto que demostraban a los señores Hale y con bastante más miedo. Dixon no ignoraba ese temor reverencial hacia su persona; ni le desagradaba. Le halagaba tanto como a Luis XIV que sus cortesanos se protegieran los ojos de la deslumbrante luz de su presencia. Pero solamente su fidelidad a la señora Hale le había permitido soportar el descaro insolente con que todas las chicas de Milton que se presentaron para el puesto de sirvienta respondieron a sus preguntas sobre sus aptitudes. Habían llegado incluso al extremo de devolverle las preguntas; de plantearse dudas y temores propios sobre la solvencia de una familia que vivía en una casa de treinta libras anuales y sin embargo se daba aires y tenía dos sirvientas, y una de ellas tan engreída. Allí nadie consideraba al señor Hale el vicario de Helstone, sino simplemente un hombre de medios limitados. Margaret estaba harta de las continuas historias que le contaba Dixon a la señora Hale sobre el comportamiento de aquellas aspirantes a sirvientas. No es que a ella no le repugnaran sus maneras toscas y groseras, ni que no rehuyera con remilgada arrogancia su actitud campechana ni le ofendiera su descarada curiosidad en cuanto a los medios y la posición de una familia que vivía en Milton y no se dedicaba de uno u otro modo al comercio. Pero cuanta más impertinencia percibía Margaret, más probable era que guardara silencio sobre el tema. Y además, si se encargaba ella de buscar una sirvienta le ahorraría a su madre la enumeración de sus decepciones y ofensas imaginarias o reales.

Por consiguiente, Margaret acudió a las carnicerías y tiendas de comestibles buscando una muchacha sin par. Descubrió que era muy difícil encontrar a alguien en una ciudad industrial que no prefiriera los mejores salarios y la mayor independencia que suponía trabajar en una fábrica, y se vio obligada a reducir sus esperanzas y expectativas semana tras semana. Le resultó duro salir sola en una ciudad tan bulliciosa. La idea del decoro de la señora Shaw y su desvalida dependencia de los demás la habían hecho insistir siempre en que acompañara a Edith y a Margaret un lacayo si iban más allá de Harley Street o sus inmediaciones. Margaret se había rebelado en silencio contra los limites que esta norma de su tía imponía a su independencia, y había disfrutado doblemente de las caminatas y excursiones libres de su vida en el campo precisamente por el contraste que suponían. Allí caminaba con paso libre y audaz que se convertía en carrera cuando tenía prisa, o en perfecto reposo para escuchar con atención o contemplar a alguna de las criaturas salvajes que cantaban en las zonas arboladas o miraban con sus vivos ojos brillantes en la maleza o los matorrales de tojo enmarañado. Fue una prueba pasar de ese movimiento o esa quietud, guiada sólo por la propia voluntad, al paso regular y decoroso necesario en las calles. Pero se habría reído de sí misma por preocuparse de tal cambio si éste no hubiese ido acompañado por una molestia mucho más grave.

La zona de la ciudad en la que quedaba Crampton era sobre todo una vía de paso para los trabajadores de las fábricas. En las callejuelas que las rodeaban había muchos talleres de los que salían raudales de hombres y mujeres dos o tres veces al día. Margaret tuvo la mala suerte de encontrarse siempre con ellos hasta que se enteró de los horarios de sus entradas y salidas. Iban corriendo, con expresión audaz y desenfadada, con risotadas y burlas, dirigidas en particular a todos los que parecían de rango o posición superior a la de ellos. Los tonos de sus voces y su olvido de las normas de urbanidad más elementales amedrentaron a Margaret un poco al principio. Las chicas hacían comentarios con una libertad brusca aunque no desagradable sobre su atuendo, incluso le tocaban el chal o el vestido para determinar su género exacto; un par de veces le hicieron preguntas acerca de alguna prenda que les parecía especialmente admirable. Había una confianza tan simple en su comprensión femenina del amor de ellas al vestido, y en su afabilidad, que Margaret contestó de buen grado a las preguntas en cuanto las entendió; y respondió a sus comentarios con leves sonrisas. No le importaba encontrarse con las jóvenes, por muchas que fueran, pese a ser tan vocingleras y escandalosas. Pero los obreros la asustaban y la indignaban sucesivamente, aunque ellos no hacían comentarios sobre su atuendo sino sobre su aspecto físico y de la misma forma franca y audaz. Ella, que había considerado siempre impertinencia cualquier comentario sobre su apariencia personal, por muy delicado que fuese, tenía que soportar ahora la admiración manifiesta de aquellos hombres sin pelos en la lengua. Pero ese mismo desparpajo demostraba que no los movía ningún deseo de ofender su sensibilidad, como habría advertido si no se hubiese asustado tanto por el alborotado tumulto. El destello de indignación que le producía el miedo le encendía las mejillas y le inflamaba los ojos oscuros cuando oía algunos de sus comentarios. Pero decían también otras cosas que cuando llegaba a la seguridad del hogar le hacían gracia aunque también la irritasen.

Por ejemplo, un día, tras haberse cruzado con muchos hombres, algunos de los cuales le habían hecho el cumplido nada insólito de desear que fuera su amor, uno de los rezagados añadió: «Tu cara bonita hace más radiante el día, cariño». Y otro día, mientras sonreía sin darse cuenta por alguna idea que se le había ocurrido, un obrero pobremente vestido de edad madura le dijo: «Ya puedes sonreír, preciosa. Muchas sonreirían si tuvieran una cara tan bonita». El hombre parecía tan agobiado por las preocupaciones que Margaret no pudo evitar dedicarle una sonrisa, complacida al pensar que sus encantos, por decirlo así, habían tenido el poder de inspirar un pensamiento agradable. Él pareció captar su mirada de reconocimiento y se estableció entre ambos una muda aceptación siempre que las circunstancias del día hacían que sus caminos se cruzaran. No habían intercambiado nunca una palabra: ninguno de los dos había dicho nada después de aquel primer cumplido. Pero, de alguna forma, Margaret consideraba a aquel hombre con más interés que a ningún otro de Milton. Lo vio algún que otro domingo paseando con una joven, que parecía su hija, y todavía más enfermiza que él, si tal cosa era posible.

Margaret y su padre habían llegado un día hasta los campos que rodean la ciudad; era a comienzos de primavera y ella había recogido algunas flores de los setos y acequias, violetas caninas, celidonias menores y otras parecidas, con muda añoranza por la dulce profusión del Sur. Su padre había ido luego a ocuparse de algún asunto a Milton y ella volvió sola a casa. En el camino se encontró con sus humildes amigos. La joven se quedó mirando las flores anhelante y Margaret se las regaló siguiendo un súbito impulso. Sus ojos de color azul claro se iluminaron al aceptarlas, y su padre habló por ella:

—Gracias, señorita. Bessy tendrá en mucho las flores; ya lo creo. Y yo no olvidaré su amabilidad. No es de por aquí, ¿verdad?

—¡No! —contestó Margaret, casi suspirando—. Soy del Sur de Hampshire —añadió, temiendo herirle haciéndole reparar en su ignorancia si empleaba un nombre que no entendiera.

—Eso queda más allá de Londres, ¿verdad? Yo soy de Burnleyways, cuarenta millas al norte. Y sin embargo, ya ve, Norte y Sur se encuentran y traban amistad, como quien dice, en este gran lugar cargado de humo.

Margaret había aflojado el paso para seguir caminando con el hombre y con su hija, cuya debilidad marcaba el ritmo. Se dirigió luego a la muchacha, y la tierna piedad del tono de su voz al hacerlo llegó directamente al corazón del padre.

—Me parece que no te encuentras muy bien.

—No —repuso la chica—. Ni lo estaré nunca.

—Se acerca la primavera —dijo Margaret, como si quisiera sugerir pensamientos esperanzadores y agradables.

—Ni la primavera ni el verano me beneficiarán —dijo la chica tranquilamente.

Margaret alzó la vista hacia el padre como si esperara algún tipo de contradicción por su parte, o al menos algún comentario que modificara la absoluta desesperanza de su hija. Pero, en su lugar, él añadió:

—Me temo que ella dice la verdad. Me temo que está demasiado consumida.

—Será primavera en el lugar al que iré y tendré flores y amarantos y ropajes brillantes además.

—¡Pobrecilla, pobrecilla! —dijo el padre en voz baja—. Yo no estoy tan seguro de eso; pero a ti te consuela, pobrecita mía. ¡Pobre padre! ¡Será pronto!

Sus palabras impresionaron mucho a Margaret; la impresionaron pero no la ahuyentaron; más bien la atrajeron e interesaron.

—¿Dónde viven? Creo que somos vecinos porque nos encontramos muy a menudo en este camino.

—Nos alojamos en el número nueve de la calle Frances, la segunda vuelta a la izquierda pasado el Goulden Dragon.

—¿Y cómo se llaman? No debo olvidarlo.

—No me avergüenzo de mi nombre. Me llamo Nicholas Higgins. Ella se llama Bessy Higgins. ¿A qué la pregunta?

Esto sorprendió a Margaret, pues en Helstone hubiera quedado sobreentendido por las preguntas que había hecho que se proponía ir a visitar a cualquier vecino pobre cuyo nombre y domicilio hubiera preguntado.

—Pensaba…, me proponía hacerles una visita.

Se sintió cohibida de pronto al proponer la visita sin poder dar ninguna razón de su deseo de hacerlo, aparte del bondadoso interés por un extraño. Todo pareció adoptar de pronto un aire de impertinencia por su parte; así lo interpretó también en la mirada del hombre.

—No soy muy aficionado a recibir extraños en mi casa. —Pero al ver acentuarse el rubor de Margaret, cedió y añadió—: Es usted forastera, digamos, y quizá no conozca a mucha gente aquí, y le ha dado aquí a mi hija las flores de su propia mano… Puede ir a vernos si quiere.

El razonamiento divirtió e irritó a Margaret. No estaba segura de que fuera a ir a un sitio donde le daban permiso como si de un favor se tratara. Pero cuando llegaron a la esquina de la calle Frances, la chica se detuvo un momento y le dijo:

—No se olvide de que tiene que venir a vernos.

—Sí, sí —dijo el padre con impaciencia—. Vendrá. Ahora está un poco estirada porque cree que yo debía haber hablado con más cortesía; pero se lo pensará mejor y vendrá. Leo en su preciosa cara orgullosa como si fuera un libro. Vamos Bess; está sonando la sirena de la fábrica.

Margaret se fue a casa, pensando asombrada en sus nuevos amigos y sonriendo por lo bien que había comprendido el hombre lo que estaba pensando ella. A partir de aquel día, Milton le pareció un lugar más luminoso. Y no era por los días largos, frescos y soleados de primavera, ni porque hubiera empezado a aceptar la ciudad en que vivía con el tiempo. Era que había encontrado un interés humano.