Capítulo VII

Caras y escenas nuevas

La niebla cubre el sol:

casas enanas y humeantes

a nuestro alrededor por todas partes.

MATTHEW ARNOLD [11]

Tomaron el pequeño ramal del ferrocarril que llevaba a Heston al día siguiente a media tarde. Heston quedaba a unas veinte millas de Milton del Norte y era una calle larga e irregular, paralela a la costa. Tenía un carácter propio, tan diferente de los pueblecitos de baños del sur de Inglaterra como éstos de los del continente. Allí todo parecía más eficaz, como dirían los escoceses. Los carruajes de la región tenían más hierro y menos madera y cuero en las guarniciones de las caballerías; la gente de las calles, aunque con inclinaciones festivas, estaba siempre concentrada. Los colores parecían más grises, más resistentes, no tan alegres y vistosos. No se veían guardapolvos, ni siquiera entre los campesinos: dificultaban los movimientos y podían engancharse en la maquinaria, por lo que habían caído en desuso. En las poblaciones parecidas del sur de Inglaterra, Margaret había observado que los comerciantes, cuando no estaban ocupados en la tienda, holgazaneaban un poco en las puertas de sus establecimientos, tomando el aire fresco y mirando arriba y abajo de la calle. Aquí, si tenían algún rato libre, se ocupaban en la tienda; aunque fuera desenrollando y enrollando innecesariamente las cintas, imaginaba Margaret. Cayó en la cuenta de todas estas diferencias cuando su madre y ella salieron al día siguiente por la mañana a buscar alojamiento.

Las dos noches que habían pasado en hoteles les habían costado más de lo que el señor Hale había previsto, y tomaron encantadas las primeras habitaciones limpias y alegres que encontraron. Margaret se sintió allí tranquila por primera vez en muchos días. Había una ensoñación en el descanso que lo hacía aún más perfecto y espléndido. El sonido acompasado del oleaje que besaba la playa a lo lejos; los gritos más cercanos de los niños de los asnos; las escenas insólitas que pasaban ante ella como cuadros y que, dado su estado de indolencia, desaparecían sin que se molestara en buscarles sentido; el paseo por la playa para respirar el aire marino, suave y cálido en aquel litoral arenoso incluso a finales de noviembre; el horizonte largo y brumoso, de un color tenue, donde el mar tocaba el cielo: la vela blanca de un barco a lo lejos, plateada por un rayo de sol pálido. Tenía la impresión de que podría pasarse la vida entregada a aquella suntuosa ensoñación, en la que no se atrevía a pensar en el pasado ni quería considerar el futuro, por lo que todo se hacía presente.

Pero hay que pensar en el futuro, por muy triste y duro que sea. Una noche acordaron que Margaret y su padre irían al día siguiente a Milton del Norte a buscar una casa. El señor Hale había recibido varias cartas del señor Bell y un par del señor Thornton. Estaba deseando comprobar cuanto antes muchos detalles sobre su posición y sus posibilidades de éxito allí, y sólo podía hacerlo mediante una entrevista con el segundo caballero. Margaret sabía que tenían que trasladarse; pero le repugnaba la idea de una ciudad industrial y creía que el aire de Heston estaba beneficiando a su madre, por lo que hubiera aplazado de buen grado la expedición a Milton.

Varias millas antes de llegar a Milton vieron una nube plomiza en el horizonte, en la dirección en que quedaba la ciudad. Parecía más oscura por el contraste con el pálido tono gris azulado del cielo invernal; pues en Heston ya habían llegado los primeros indicios de hielo. Más cerca de la ciudad, el aire tenía gusto y sabor a humo. Tal vez, en realidad, fuera más la ausencia de la fragancia de la hierba y la vegetación que gusto y olor verdaderos. Pasaron rápidamente por largas calles rectas y desangeladas, con casas construidas regularmente, todas bajas y de ladrillo. La mole rectangular de una fábrica con muchas ventanas se alzaba aquí y allá como una gallina entre sus polluelos, lanzando un humo negro «antiparlamentario» que explicaba con creces la nube que Margaret había tomado por presagio de lluvia. En el viaje de la estación al hotel tuvieron que pararse continuamente al cruzar las calles más anchas y más largas: grandes furgones cargados bloqueaban las vías no demasiado anchas. Margaret había acompañado a su tía alguna que otra vez en sus viajes al centro de Londres. Pero allí los vehículos lentos y pesados parecían diferentes en cuanto a objetivos e intención. Aquí, en cambio, todos los vagones y camiones transportaban algodón, bien en rama en sacos, o ya tejido en balas de percal. La gente abarrotaba las aceras, casi todos bien vestidos en cuanto al material, pero con una falta de rigor descuidada que pareció a Margaret diferente del esmero gastado y raído de la clase equivalente en Londres.

—New Street —dijo el señor Hale—. Creo que es la calle principal de Milton. Bell me ha hablado a menudo de ella. Fue precisamente la ampliación que la convirtió en una vía pública ancha hace treinta años la razón de que subiera tanto el valor de sus propiedades. La fábrica del señor Thornton no debe de quedar muy lejos, porque es arrendatario del señor Bell. Aunque supongo que se refiere a su almacén.

—¿Dónde queda nuestro hotel, papá?

—Creo que al final de esta calle. ¿Almorzaremos antes o después de ver las casas que hemos marcado en el Milton Times?

—Oh. Hagamos primero el trabajo.

—De acuerdo. Entonces, sólo comprobaré si hay alguna nota o carta del señor Thornton, que dijo que me haría saber lo que pudiera averiguar de estas casas, y nos vamos. Conservaremos el coche; será más seguro que perdernos y que se nos haga tarde para tomar luego el tren.

No habían dejado ninguna carta para él. Iniciaron la búsqueda de casa. Sólo podían permitirse treinta libras anuales. En Hampshire habrían encontrado una casa espaciosa con un jardín agradable por ese dinero. Aquí, parecía inalcanzable incluso el imprescindible alojamiento de dos salas y cuatro dormitorios. Recorrieron la lista, rechazando una casa tras otra después de visitarlas. Luego se miraron consternados.

—Creo que tendremos que volver a la segunda. Ésa, la de Crampton, ¿no le llamaron el suburbio? Tiene tres salas. ¿No recuerdas lo que nos reímos del número comparado con los tres dormitorios? Pero lo he planeado todo. La habitación delantera de la planta baja será el comedor y tu estudio. ¡Pobre papá! Verás, acordamos que mamá ha de tener la sala más alegre; y la habitación delantera de arriba con el empapelado rosa y azul horroroso y la cornisa agobiante, en realidad tenía una vista preciosa de la llanura, con un gran recodo del río, o canal, o lo que sea al fondo. Así que yo podría quedarme el dormitorio pequeño de la parte de atrás, en aquel saliente al principio del primer tramo de escaleras, sobre la cocina, ya sabes, y mamá y tú la que queda detrás de la sala, y el gabinete de la azotea os servirá de espléndido vestidor.

—¿Pero y Dixon y la chica que tendremos que buscar para que ayude en la casa?

—Espera un momento. Me siento abrumada por el descubrimiento de mi genio organizativo. Dixon ocupará…, veamos, ya lo había decidido, la salita de atrás. Creo que le gustará. No para de refunfuñar por las escaleras en Heston; y la muchacha ocupará el desván que queda sobre vuestra habitación. ¿Qué te parece? ¿Servirá?

—Tal vez sí. Pero los empapelados… ¡Vaya un gusto! ¡Y lo recargado de la casa con ese color y esas cornisas!

—¡No importa, papá! Creo que podrás convencer al casero para que empapele un par de habitaciones, la salita y vuestro dormitorio, pues mamá pasará más tiempo en ellas; y tu librería ocultará buena parte del diseño chillón del comedor.

—Entonces ¿te parece la mejor? Porque si es así, más vale que vaya cuanto antes a ver a este señor Donkin a quien remite el anuncio. Te acompañaré al hotel. Puedes encargar el almuerzo y descansar, y para cuando esté preparado ya habré vuelto. Espero conseguir que cambien el empapelado.

Margaret también lo esperaba, aunque no hizo ningún comentario. No había estado nunca realmente en contacto con el gusto que ama el ornamento, aunque sea malo, sólo con la sencillez que es de suyo el marco de la elegancia.

Cruzaron la entrada del hotel, su padre la dejó al pie de la escalera y se fue a ver al casero de la vivienda que habían escogido. Cuando Margaret puso la mano en la puerta de su sala, se le acercó un mozo a paso ligero.

—Disculpe, señora. El caballero se ha marchado tan rápidamente que no me ha dado tiempo a decírselo. El señor Thornton llegó casi nada más marcharse ustedes antes; y como entendí por lo que dijo el caballero que regresarían en una hora, así se lo comuniqué. Ha vuelto hace unos cinco minutos, y le he dicho que podía esperar al señor Hale. Está en su habitación ahora, señora.

—Gracias, mi padre regresará en seguida, y entonces puede decírselo usted.

Margaret abrió la puerta y entró con el porte erguido, decidido y digno habitual en ella. No sentía el menor embarazo. Dominaba los hábitos sociales a la perfección. Allí había una persona que había ido a ver a su padre; y como era alguien que había sido amable con su padre, estaba dispuesta a tratarle con la debida cortesía. El señor Thornton se mostró bastante más sorprendido y desconcertado que ella. En lugar de un clérigo tranquilo de mediana edad, se presentó una joven con franca dignidad, una joven distinta a casi todas las que él solía ver. Vestía atuendo muy sencillo: sombrero de paja ajustado de excelentes forma y material, adornado con cinta blanca; vestido oscuro de seda sin adornos ni volantes; un chal indio grande que le caía en pliegues largos y abundantes y que portaba como una emperatriz su manto. No comprendió quién era cuando captó la mirada simple, franca, imperturbable, que indicaba que la presencia de él allí no alteraba el bello semblante ni causaba ningún rubor de sorpresa en su pálido cutis marfileño. Le habían dicho que el señor Hale tenía una hija, pero había supuesto que sería una niña.

—El señor Thornton, supongo —dijo Margaret, tras una pausa brevísima, durante la que él no alcanzó a formular palabra—. Tome asiento, por favor. Mi padre me ha acompañado hasta la puerta hace un momento, pero lamentablemente no le dijeron que estaba usted aquí y se ha ido a atender un asunto. Pero volverá en seguida. Lamento mucho que se haya tomado la molestia de venir dos veces.

El señor Thornton estaba acostumbrado a ejercer la autoridad, pero aquella joven parecía haber asumido cierto dominio sobre él de inmediato. Cuando llegó ella estaba empezando a impacientarse por perder el tiempo de aquel modo un día de mercado. Pero la obedeció y tomó asiento tranquilamente.

—¿Sabe adónde ha ido el señor Hale? Tal vez pueda encontrarlo.

—Ha ido a ver a un tal señor Donkin de la calle Canute. Es el casero de la vivienda que quiere alquilar mi padre en Crampton.

El señor Thornton conocía la casa. Había visto el anuncio y había ido a verla, atendiendo así la petición del señor Bell de que ayudara al señor Hale cuanto pudiera: y movido también por interés personal en el caso de un clérigo que había renunciado a su beneficio en circunstancias como las del señor Hale. La casa de Crampton le había parecido perfecta. Pero al ver a Margaret, su desenvoltura y su porte distinguido, se avergonzó un poco de haber dado por sentado que estaba muy bien para los Hale, a pesar de cierta vulgaridad que le había llamado la atención cuando fue a echarle un vistazo.

Margaret no podía evitar su belleza; pero su desenvoltura, su rotunda barbilla saliente, la manera de erguir la cabeza, sus movimientos y cierto aire de desafío femenino daban siempre a los desconocidos una impresión de altivez. En aquel momento estaba cansada y hubiera preferido guardar silencio y descansar como le había dicho su padre; pero tenía la obligación de comportarse como una dama, por supuesto, y hablar con cortesía de vez en cuando con aquel desconocido; no demasiado pulido, ni demasiado refinado tras su duro encuentro con las calles y las muchedumbres de Milton, había que reconocerlo. Ella deseaba que hiciera lo que había comentado y que se marchara, en vez de quedarse allí sentado respondiendo con frases breves a sus comentarios. Se había quitado el chal y lo había dejado en el respaldo de su silla. Se sentó frente a él de cara a la luz. Él contempló toda su belleza: su cuello flexible y blanco, bien formado, que surgía de la figura plena pero ágil; sus labios, que movía tan levemente cuando hablaba, sin quebrar la fría expresión serena de su rostro con ninguna variación del precioso contorno altivo; sus ojos, con una suave melancolía, que se encontraban con los suyos con serena libertad femenina. Casi se dijo que no le caía simpática antes de que su conversación concluyera. Intentaba resarcirse así de la sensación mortificante de que mientras él la miraba con admiración incontenible, ella le miraba a él con altiva indiferencia, tomándolo, en su opinión, por lo que era, se dijo irritado: un tipo muy tosco sin gracia ni refinamiento de ningún género. Tomó por desdén la actitud de frialdad serena de la joven, y le ofendió en lo más hondo hasta el punto de que tuvo que contenerse para no levantarse y marcharse y no volver a tener nada que ver con aquellos Hale y su altanería.

Cuando Margaret había agotado el último tema de conversación (si bien no podía llamarse conversación lo que consistía en tan pocos y tan breves parlamentos), llegó su padre y restableció su nombre y familia en la buena opinión del señor Thornton con afable cortesía caballerosa.

El señor Hale y su visitante tenían mucho que hablar sobre su común amigo el señor Bell; y Margaret, complacida de que hubiera terminado su papel de atender al visitante, se acercó a la ventana e intentó familiarizarse más con el extraño aspecto de la calle. Tan absorta se quedó en la contemplación de lo que ocurría fuera que no oyó a su padre y éste tuvo que repetirle lo que le había dicho:

—¡Margaret! El casero insiste en que ese horrendo empapelado es precioso, y mucho me temo que tendremos que aguantarnos.

—¡Santo cielo! ¡Lo siento! —repuso ella y empezó a barajar las posibilidades de ocultar al menos una parte con algunos de sus bocetos; pero al final renunció a semejante idea, por considerar que sería todavía peor. Su padre, mientras tanto, insistía con su amable hospitalidad campesina en que el señor Thornton se quedara a almorzar con ellos. Hubiera sido muy inconveniente para él hacerlo, aunque creía que habría aceptado si Margaret hubiese secundado la invitación de su padre de palabra o con su actitud. Se alegró de que no lo hiciera; y, sin embargo, se irritó con ella por no hacerlo. Ella lo despidió con una leve inclinación, que le hizo sentirse más torpe y cohibido que nunca en toda su vida.

—Bueno, Margaret, ahora vamos a almorzar lo más rápido posible. ¿Encargaste la comida?

—No, papá; ese hombre estaba aquí cuando llegué y no tuve ocasión de hacerlo.

—Entonces tomaremos lo que sea. Lamento que haya tenido que esperar tanto tiempo.

—La verdad es que a mí me pareció una eternidad. Estaba en las últimas cuando llegaste. No seguía ningún tema, se limitaba a dar respuestas breves y cortantes.

—Pero muy agudas, supongo. Es un hombre muy lúcido. Dice que Crampton (¿no lo oíste?) queda en terreno pedregoso y que es con mucho el barrio más salubre de los alrededores de Milton.

Cuando volvieron a Heston, tuvieron que dar el parte del día a la señora Hale, que no paraba de hacerles preguntas, que ellos contestaban entre sorbo y sorbo de té.

—¿Y cómo es tu corresponsal, el señor Thornton?

—Pregúntaselo a Margaret —contestó su esposo—. Él y ella hicieron una larga tentativa de entablar conversación mientras yo estaba hablando con el casero.

—La verdad, apenas sé cómo es —repuso Margaret con desgana; estaba demasiado cansada para poner a prueba sus dotes descriptivas. Luego se animó y dijo—: Es un hombre alto, ancho de espaldas, de unos…, ¿cuántos años tendrá, papá?

—Yo diría que unos treinta.

—De unos treinta años, y no es lo que se dice feo ni tampoco agraciado, nada extraordinario: en absoluto un caballero; aunque eso no cabía esperarlo.

—Ni vulgar ni ordinario —terció el padre, un tanto reacio a aceptar que menospreciaran al único amigo que tenía en Milton.

—¡Oh no! —dijo Margaret—. Con semejante aire de resolución y poder ninguna cara puede ser vulgar ni ordinaria, por poco agraciada que sea. No me gustaría tener que negociar con él, parece inflexible. En conjunto, mamá, tiene aspecto de un hombre hecho para su medio: sagaz y fuerte, como corresponde a un buen comerciante.

—No llames comerciantes a los industriales de Milton, Margaret —dijo su padre—. Son muy diferentes.

—¿De verdad? Yo llamo comerciantes a todos los que tienen algo tangible que vender. Pero si crees que el término es incorrecto, no lo emplearé, papá. Y, hablando de vulgaridad y ordinariez, mamá, ¡prepárate para ver el empapelado de nuestra sala! ¡Rosas de color rosa y azul con las hojas amarillas! ¡Y una cornisa gruesa alrededor de la habitación!

Pero cuando se trasladaron a su nueva casa de Milton, el empapelado aborrecible había desaparecido. Dieron las gracias al casero, que las aceptó tan tranquilo, dejando que creyeran, si querían hacerlo, que se había vuelto atrás de su firme resolución de no cambiar el empapelado. No tenía por qué molestarse en explicarles que lo que no haría por un reverendo señor Hale desconocido en Milton, estaba dispuesto a hacerlo de muy buen grado ante la breve y escueta amonestación del señor Thornton, el acaudalado fabricante.