Despedida
Se mecerá esa rama en el jardín
sin que nadie la mire. La tierna flor caerá.
Sin nadie que la ame el haya de oscuro vestirá,
y sin amor el arce se habrá de consumir.
Sin amor el girasol de llamas rodeará
su disco de semillas
y las claveles rosa de fragancia invernal
el aire susurrante impregnarán.
Y entre el jardín y el bosque nacerá
una desconocida unión y, año tras año,
se irá haciendo el paisaje familiar
al que será ya el hijo de un extraño.
Mientras año tras año el labrador labora
en su gleba de siempre o limpia el claro,
de lo que las colinas circundan se evapora
nuestro recuerdo año tras año.
TENNYSON [8]
Llegó el último día. La casa estaba llena de cajas de embalaje que llevaban a la puerta principal para transportarlas a la estación de tren más próxima. Hasta el césped precioso que había junto a la casa estaba descuidado y sucio, cubierto de paja que había sido arrastrada hasta allí por la puerta y las ventanas abiertas. Había un extraño sonido retumbante en las habitaciones, la luz entraba a raudales por las ventanas sin cortinas, y parecían ya desconocidas y ajenas. El vestidor de la señora Hale permaneció intacto hasta el final. Dixon y ella estaban guardando los vestidos y se interrumpían una a otra cada poco con exclamaciones, contemplando con ternura algún tesoro olvidado: alguna reliquia de los niños cuando eran pequeños. No avanzaban mucho en su trabajo. Margaret permanecía abajo muy serena, dispuesta a orientar o aconsejar a los hombres que ayudaban a la cocinera y a Charlotte. Estas dos lloraban a intervalos, y se preguntaban cómo podía aguantar así la señorita hasta el último día; y ambas llegaron a la conclusión de que como había pasado tanto tiempo en Londres seguramente no le importaba mucho Helstone. Estaba allí plantada, muy pálida, observándolo todo en silencio, por insignificante que fuera, con sus grandes ojos serios, manteniéndose a la altura de las circunstancias. Ellas no comprendían su profunda y constante congoja, aquella presión que no podía aliviar ni eliminar ningún suspiro, ni hasta qué punto el continuo esfuerzo de sus facultades perceptivas era lo único que le impedía echarse a llorar desconsolada. Además, ¿quién haría las cosas si ella cedía? Su padre estaba examinando papeles, libros, registros y lo que fuera en la sacristía con el sacristán, y cuando volviera a casa tenía que empaquetar sus libros, eso no podía hacerlo a su gusto nadie más que él. Además, ¿acaso era Margaret de las que pierden el control delante de extraños, o incluso delante de amigas de la casa como la cocinera y Charlotte? ¡No! Pero al fin los cuatro embaladores se fueron a la cocina a tomar el té y Margaret abandonó rígida y lentamente el lugar del vestíbulo en que había permanecido tanto tiempo y salió por la sala vacía y resonante al crepúsculo vespertino de primeros de noviembre. El sol aún no se había puesto del todo, y un vaporoso velo de bruma oscura teñía todos los objetos de un tono malva, cubriéndolos sin ocultarlos. Cantaba un petirrojo; tal vez, pensó Margaret, el mismo del que su padre solía hablar como su mascota de invierno y para el que había hecho con sus propias manos una especie de jaula junto a la ventana del estudio. Las hojas estaban mas preciosas que nunca; se caerían todas con las primeras heladas. Alguna que otra caía constantemente, ambarina y dorada con los rayos oblicuos del sol.
Margaret siguió el sendero que discurría junto al muro del peral. No había vuelto allí desde que lo recorriera con Henry Lennox. Allí, junto a aquel ariete de tomillo, él había empezado a hablar de algo en lo que ella no debía pensar ahora. Y su mirada se había posado en aquel rosal tardío mientras trataba de responder: y había captado la idea de la vívida belleza de las hojas plumosas de las zanahorias a mitad de la última frase. ¡Hacía sólo quince días! ¡Y había cambiado todo tanto! ¿Dónde estaría él ahora? En Londres, siguiendo la antigua rutina: cenando con el grupo de Harley Street, o con amigos suyos jóvenes más alegres. Incluso en aquel momento, mientras ella paseaba tristemente por el húmedo y sombrío jardín al atardecer y todo se desmoronaba y se desvanecía y volvía a desintegrarse a su alrededor, él quizá estuviera guardando los libros de derecho tras una jornada de trabajo satisfactorio para refrescarse, como le había contado que solía hacer, dando una vuelta por los jardines del Temple y captar al hacerlo el tremendo y potente clamor de miles y miles de hombres ajetreados, al acercarse la noche, pero sin verlos, y captando siempre en sus rápidas vueltas vislumbres de las luces de la ciudad que llegaban de las profundidades del río. Le había hablado a Margaret a veces de aquellos paseos rápidos que solía dar entre el estudio y la cena. Le había hablado de ellos en sus mejores momentos y cuando estaba de mejor humor. Y la idea de los mismos había despertado su imaginación. Allí no se oía ningún sonido. El petirrojo se había sumido en la honda quietud de la noche. De vez en cuando, abrían y cerraban la puerta de una casa a lo lejos, como para recibir a un labriego cansado en el hogar; era un ruido muy distante. Pero se oía un sonido sigiloso y crujiente en la hojarasca del bosque, más allá del jardín, que parecía casi al lado. Margaret sabía que era algún cazador furtivo. Sentada en su dormitorio aquel último otoño, con la luz de la vela apagada y deleitándose solamente con la grandiosa belleza del cielo y de la tierra, había visto muchas veces el ligero salto silencioso de los furtivos sobre la cerca del jardín, su paso rápido por el césped cubierto de rocío a la luz de la luna y su desaparición en la oscuridad silenciosa más allá. Le fascinaba la libertad aventurera y desenfrenada de su vida; se sentía inclinada a desearles éxito; no le daban miedo. Pero esta noche se asustó, sin saber por qué. Oyó que Charlotte cerraba las ventanas y echaba los cerrojos sin darse cuenta de que alguien había salido al jardín. Una ramita —tal vez de madera podrida, o partida a la fuerza— cayó con un ruido sordo en la parte más próxima del bosque, y Margaret corrió a la casa rauda como Camila[9] y llamó a la ventana con tímida premura que sobresaltó a Charlotte.
—Ábreme, ábreme, Charlotte. Soy yo.
Los rápidos latidos de su corazón no se calmaron hasta que se vio a salvo en la sala, con las puertas cerradas y atrancadas y las paredes familiares a su alrededor. La habitación desmantelada y oscura estaba triste y fría, sin fuego y sin más luz que la vela de Charlotte sin despabilar hacía mucho. Charlotte se quedó mirándola sorprendida. Margaret se dio cuenta, sintiéndolo más que viéndola, y se levantó.
—Tenía miedo de que me dejaras fuera, Charlotte —le dijo con una leve sonrisa—. Luego no me habrías oído en la cocina. Y las puertas del camino y de la iglesia están cerradas hace mucho.
—Ay, señorita, seguro que la habría echado de menos en seguida. Los hombres necesitarían que les dijera cómo seguir. He llevado el té al estudio del señor porque es la habitación más confortable, como si dijéramos.
—Gracias, Charlotte. Eres muy amable. Te echaré de menos. Tienes que escribirme, si alguna vez puedo ayudarte en algo o darte un buen consejo. Me alegrará mucho recibir carta de Helstone, ¿sabes? Te mandaré la dirección en cuanto la sepa, no lo olvidaré.
Todo estaba dispuesto en el estudio para la cena. Había un buen fuego encendido y velas apagadas en la mesa. Margaret se sentó en la alfombra, en parte para calentarse porque se le había impregnado la ropa de la humedad de la noche y se sentía helada por la fatiga. Mantenía el equilibrio con las manos unidas alrededor de las rodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho. Su actitud era de abatimiento, fuera cual fuese su estado de ánimo. Pero cuando oyó los pasos de su padre en la gravilla, se puso en pie de un salto y corrió a abrirle la puerta, retirándose el tupido cabello negro de la cara y enjugándose de las mejillas unas lágrimas que se le habían escapado sin darse cuenta. El parecía mucho más abatido que ella. A duras penas consiguió que dijera algo, aunque procuró hablar de temas que le interesaban, con un esfuerzo que cada vez creía que sería el último.
—¿Has tenido que caminar mucho hoy? —le preguntó, al ver que se negaba a probar la comida.
—Hasta Fordham Beeches. Fui a visitar a la viuda Maltby; lamenta muchísimo no despedirse de ti. Dice que la pequeña Susana se ha pasado los últimos días mirando el sendero esperándote. Eh, Margaret, ¿qué pasa, cariño?
La idea de la niña esperándola y su desilusión al ver que no llegaba —no porque la hubiera olvidado, sino por auténtica imposibilidad de salir de casa— fue la gota que colmó el vaso y la pobre Margaret empezó a sollozar acongojada. El señor Hale se quedó perplejo y consternado. Se levantó y paseó de un lado a otro de la estancia. Margaret intentó controlarse, pero no habló hasta que pudo hacerlo sin que le temblara la voz. Oyó decir a su padre como si hablara consigo mismo:
—No puedo soportarlo. No soporto ver el sufrimiento de los demás. Creo que podría aguantar el mío con paciencia. ¡Ay!, ¿no habrá vuelta atrás?
—No, padre —dijo Margaret en voz baja y firme, mirándole fijamente—. Es duro creer que estás en un error. Pero sería muchísimo peor haber sabido que eras un hipócrita.
Bajó más la voz en las últimas palabras, como si considerar la idea de hipocresía un momento en relación con su padre tuviera un matiz irreverente.
—Además —añadió—, es sólo que estoy cansada, no pienses que sufro por lo que has hecho, querido papá. Creo que ninguno de los dos podemos hablar de ello esta noche —dijo, al sentir que volverían las lágrimas y los sollozos a pesar de sí misma—. Voy a llevar a mamá esta taza de té. Ella lo tomó muy temprano, cuando yo estaba demasiado ocupada para ir a verla, y estoy segura de que agradecerá mucho tomar otra taza ahora.
El horario de trenes los arrancó inexorablemente del precioso y amado Helstone a la mañana siguiente. Ya se habían marchado. Habían visto por última vez la casa baja y alargada de la vicaría, medio cubierta de rosas de la China y espino negro; más hogareña que nunca al sol matinal que brillaba en las ventanas, cada una de las cuales pertenecía a una habitación muy querida. Apenas se habían acomodado en el coche, enviado desde Southampton para llevarlos a la estación, y ya se habían marchado para no volver nunca. Una punzada en el pecho obligó a Margaret a esforzarse por mirar para ver por última vez la torre de la vieja iglesia en la curva, donde sabía que se vería sobre un mar de árboles del bosque; pero su padre también lo recordó, y ella reconoció en silencio que él tenía más derecho a la única ventanilla desde la que podía verse. Se recostó en el asiento y cerró los ojos: las lágrimas brillaron un momento contenidas por las pestañas protectoras, le rodaron despacio por las mejillas y cayeron despreocupadamente en el vestido. Tenían que pasar toda la noche en Londres en algún hotel tranquilo. La pobre señora Hale había llorado a su modo todo el día; y Dixon demostraba su disgusto con un mal humor exagerado y procurando continua y quisquillosamente que sus faldas no rozaran siquiera al irresponsable señor Hale, a quien consideraba culpable de todo aquel sufrimiento.
Recorrieron las calles conocidas, pasaron casas que habían visitado con frecuencia, tiendas en las que Margaret había esperado impaciente que su tía tomara alguna decisión importante; incluso se cruzaron con conocidos en las calles; pues, aunque la mañana les había parecido eterna y aunque tenían la sensación de que debía de estar todo cerrado hacía mucho por el descanso nocturno, llegaron precisamente a la hora de más ajetreo de una tarde londinense de noviembre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la señora Hale visitara Londres y se entusiasmó casi como una chiquilla al ver las calles diferentes a su alrededor y se volvía a mirar tiendas y carruajes con exclamaciones.
—¡Oh, ahí está Harrison’s, donde compré tantas cosas para mi boda! ¡Caramba! ¡Qué cambiado! Han puesto inmensos escaparates de cristal, mayores que los de Crawford’s en Southampton. Oh, mirad, ¡santo cielo!…, no, no es…, sí, ¡lo es! Margaret, acabamos de pasar al lado del señor Henry Lennox. ¿Adónde irá entre todas estas tiendas?
Margaret hizo ademán de inclinarse para mirar, pero retrocedió al momento, riéndose casi de sí misma por tan repentino impulso. Ya habían recorrido un buen trecho; pero él parecía una reliquia de Helstone: estaba asociado a una mañana luminosa, un día lleno de acontecimientos, y le habría gustado verlo sin que él la viera, sin posibilidad de hablar.
Pasaron la velada ociosa, larga y pesada en la habitación del hotel. El señor Hale fue a su librería y a visitar a un par de amigos. Todas las personas que vieron en el hotel y en la calle parecían apresuradas. Todas tenían prisa por llegar a una cita, o esperaban a alguien. Sólo ellos parecían extraños, sin amigos, desolados. Sin embargo, Margaret conocía todas las casas en una milla a la redonda, casas en las que ella por sí misma y su madre por su tía Shaw serían bien recibidas si acudían con alegría, o incluso con tranquilidad de espíritu. Pero si acudían apesadumbradas buscando comprensión en un problema complicado como el actual, entonces se sentirían como sombras en todas aquellas casas de conocidos íntimos, que no amigos. La vida londinense es demasiado vertiginosa y ajetreada para permitir ni siquiera una hora de profundo silencio sensible como el de los amigos de Job cuando «se sentaron con él en el suelo durante siete días y siete noches y ninguno dijo una palabra, pues veían que su dolor era muy grande[10]».