Capítulo LII

Se despejan las nubes

En la alegría y la tristeza,

en la esperanza y el temor,

para siempre jamás igual que ahora,

En la discordia y en la paz, llueva o brille el sol.

ANÓNIMO[93]

Edith iba de un sitio a otro de puntillas, y detuvo a Sholto en pleno discurso en voz alta aquella mañana, como si cualquier ruido súbito pudiera interrumpir la conferencia que se celebraba en la sala. Llegaron las dos, y seguían allí sentados con las puertas cerradas. Luego se oyeron pasos de hombre rápidos escaleras abajo y Edith se asomó.

—¿Bien, Henry? —preguntó con expresión inquisitiva.

—¡Bien! —dijo él, bastante brusco.

—¡Ven a almorzar!

—No, gracias. No puedo. Ya he perdido demasiado tiempo aquí.

—¡Entonces no está todo arreglado! —exclamó Edith desanimada.

—No, en absoluto. Y nunca lo estará, si te refieres a lo que supongo. Eso no ocurrirá nunca, Edith, así que olvídalo, ¿quieres?

—Pero sería tan agradable para todos —alegó Edith—. Yo me sentiría siempre cómoda con los niños sabiendo que Margaret está cerca. Ahora siempre tengo miedo de que se vaya a Cádiz.

—Si me caso, procuraré buscar una señorita que sepa manejar a los niños. Es todo lo que puedo hacer. La señorita Hale no me aceptaría. Y yo no se lo pediría.

—¿Entonces de qué habéis estado hablando?

—De mil cosas que tú no entenderías: inversiones, contratos de alquiler y valor del suelo.

—Pues márchate si eso es todo. Sois insoportablemente estúpidos los dos si habéis estado hablando de cosas tan aburridas todo este tiempo.

—Muy bien. Volveré mañana y traeré al señor Thornton conmigo para hablar un poco más con la señorita Hale.

—¡El señor Thornton! ¿Qué tiene que ver él con eso?

—Es arrendatario de la señorita Hale —dijo el señor Lennox, dándose la vuelta—. Y quiere rescindir el contrato.

—Bueno, muy bien, no entiendo los detalles, así que no me los expliques.

—El único detalle que quiero que entiendas es que nos dejéis disponer del gabinete sin molestarnos como hoy. Los niños y las sirvientas no paran de entrar y salir y no me dejan explicar bien nada; y los acuerdos que tenemos que hacer mañana son importantes.

Nadie supo nunca por qué no acudió a su cita al día siguiente el señor Lennox. El señor Thornton llegó a la hora convenida; y, tras hacerle esperar durante casi una hora, Margaret se presentó al fin muy pálida e inquieta.

Empezó apresuradamente:

—Lamento mucho que no haya venido el señor Lennox, él lo habría hecho mucho mejor de lo que puedo hacerlo yo. Es mi asesor en esto…

—Lamento haber venido si le molesta. ¿Quiere que vaya al bufete del señor Lennox e intente encontrarlo?

—No, gracias. Quiero que sepa lo mucho que me apenó saber que voy a perderlo como arrendatario. Pero el señor Lennox dice que seguro que las cosas mejorarán…

—El señor Lennox sabe poco de eso —dijo el señor Thornton con calma—. Es feliz y afortunado en todo lo que aprecia un hombre y no comprende lo que es ver que ya no eres joven, pero que has de volver al punto de partida que requiere la alentadora energía de la juventud, y sientes que se te ha pasado la mitad de la vida y que no has hecho nada, que no queda nada de la oportunidad desaprovechada más que el amargo recuerdo de lo que ha sido. Señorita Hale, preferiría no saber la opinión del señor Lennox sobre mis asuntos. Los que son felices y prósperos suelen quitar importancia a los infortunios de los demás.

—Es usted injusto —dijo Margaret amablemente—. El señor Lennox sólo ha comentado que cree que existe una excelente probabilidad de que recupere usted, más que recuperar, lo que ha perdido. No hable hasta que haya acabado, se lo ruego.

Margaret recobró una vez más el dominio de sí misma mientras hojeaba algunos documentos legales y extractos de cuentas apresurada y temblorosamente.

—¡Vaya! Aquí está, y… él me redactó una propuesta, ojalá estuviera aquí para explicarla, que demuestra que si aceptara usted una cantidad de dinero mío, mil ochocientas cincuenta y siete libras, que en este momento están inmovilizadas en el banco y que sólo me aportan el dos y medio por ciento, podría pagarme usted un interés mucho más alto y Marlborough Mills podría seguir funcionando. —Se le había aclarado la voz, que era más firme ahora. El señor Thornton guardó silencio, y ella siguió, buscando algún documento en el que estaban escritas las propuestas de garantía, procurando ante todo dar al asunto un cariz de mero acuerdo comercial en el que ella tendría la principal ventaja. El corazón de Margaret dejó de latir al oír el tono en que el señor Thornton dijo algo mientras ella buscaba dicho documento. Su voz era ronca y temblorosa de tierna pasión cuando dijo:

—¡Margaret!

Ella alzó la vista un instante; y luego intentó ocultar sus ojos luminosos, apoyando la cabeza en las manos. Él imploró de nuevo, acercándose, con otra apelación trémula y anhelante a su nombre:

—¡Margaret!

Ella bajó todavía más la cabeza, ocultando así aún más la cara hasta apoyarla casi en la mesa que tenía delante. Él se acercó más. Se arrodilló a su lado para quedar a su altura y le susurró jadeante estas palabras al oído:

—Cuidado. Si no dice nada, la reclamaré como propia de algún modo presuntuoso y extraño. Si quiere que me marche dígamelo ahora mismo. ¡Margaret!

A la tercera llamada, ella volvió hacia él la cara, cubierta aún con las manos pequeñas y blancas, y la posó en su hombro sin retirar las manos. Y era demasiado delicioso sentir la suave mejilla de ella en la suya para que él deseara ver intensos arreboles o miradas amorosas. La estrechó. Pero ambos guardaron silencio. Al fin, ella susurró con voz quebrada:

—¡Oh, señor Thornton, no soy lo bastante buena!

—¡No es bastante buena! No se burle de mi profundo sentimiento de indignidad.

Al cabo de unos minutos, él le retiró con cuidado las manos de la cara y le colocó los brazos donde habían estado una vez para protegerle de los alborotadores.

—¿Te acuerdas, cariño? —susurro—. ¿Y la insolencia con que te correspondí al día siguiente?

—Recuerdo lo injustamente que te hablé, sólo eso.

—¡Mira! Alza la cabeza. ¡Quiero enseñarte algo!

Ella volvió la cara hacia él despacio, radiante de bella vergüenza.

—¿Conoces estas rosas? —preguntó él, sacando unas flores secas de la cartera en la que estaban guardadas como un tesoro.

—¡No! —contestó ella con sincera curiosidad—. ¿Te las regalé yo?

—No, vanidosa, no lo hiciste. Podrías haber llevado rosas iguales, seguramente.

Ella las observó pensativa un momento, luego esbozó una leve sonrisa y dijo:

—Son de Helstone, ¿a que sí? Lo sé por los bordes aserrados de las hojas. ¡Oh! ¿Has estado allí? ¿Cuándo?

—Quería ver el lugar donde Margaret había llegado a ser lo que es, incluso en el peor momento, cuando no tenía ninguna esperanza de que me aceptara alguna vez. Fui al regresar de Havre.

—Tienes que dármelas —dijo ella, e intentó quitárselas de la mano con ligera violencia.

—Muy bien. ¡Pero tienes que pagarme por ellas!

—¿Cómo voy a decírselo a tía Shaw? —susurró ella, después de un rato de delicioso silencio.

—Déjame que hable yo con ella.

—¡Oh, no! Debo decírselo yo. Pero ¿qué crees que dirá?

—Lo supongo. Su primera exclamación será: «¡Ese hombre!».

—¡Calla! —dijo Margaret—, o intentaré mostrarte los indignados tonos de tu madre cuando diga: «¡Esa mujer!».