Capítulo L

Cambios en Milton

Ahora subimos cada ve más,

y ahora bajamos sin parar [89]

Mientras tanto, en Milton las chimeneas echaban humo, el estruendo incesante y el ajetreo vertiginoso seguían y se aceleraban continuamente. Madera, hierro y vapor carecían de sensibilidad y de objetivos en su empeño incesante, pero la persistencia de su trabajo monótono competía en resistencia infatigable con la vigorosa multitud que, con sentido y propósito trabajaba sin tregua en busca… ¿de qué? En las calles había pocos ociosos, nadie que caminara por el mero placer de hacerlo. Hasta los rostros de los hombres mostraban los rastros del afán y la ansiedad. Todos buscaban noticias con avidez enardecida, y los hombres se empujaban unos a otros en el Mercado y en la Bolsa con el hondo egoísmo de la competencia, igual que en la vida. El pesimismo imperaba en la ciudad. Acudían pocos compradores, y los vendedores miraban con recelo a los que lo hacían, pues el crédito era incierto y los más estables podían ver afectadas sus fortunas por el acaparamiento en el gran puerto vecino entre las compañías navieras. No se habían producido quiebras en Milton, de momento. Pero, por las inmensas especulaciones que habían salido a la luz al acabar mal en América e incluso más cerca de casa, se sabía que algunas empresas de Milton se verían tan afectadas que los hombres preguntaban a diario con el gesto si es que no con palabras: «¿Hay noticias? ¿Quién ha quebrado? ¿Cómo me afectará a mí?». Y cuando se reunían dos o tres, hacían hincapié en los nombres de quienes estaban a salvo, sin atreverse a insinuar los que probablemente estuviesen al borde de la quiebra, en su opinión; pues, en tales circunstancias, el rumor ocioso podía causar la caída de alguien que de otro modo podría capear el temporal, y el que cae arrastra a muchos consigo. «Thornton está a salvo —decían—. Su empresa es grande, más cada año; ¡pero con una cabeza como la que tiene, y tan prudente pese a toda su audacia…!». Entonces un hombre hace un aparte con otro y le dice al oído: «La empresa de Thornton es grande, pero ha invertido sus beneficios en ampliarla. No tiene capital ahorrado, ha renovado la maquinaria en los dos últimos años y le ha costado… ¡no diremos qué! ¡A buen entendedor pocas palabras…!». Pero aquel señor Harrison era un pájaro de mal agüero, un individuo que había heredado la fortuna que había hecho su padre con el comercio, que había tenido miedo de perder cambiando su modo de negociar por cualquier otro de mayor alcance, pero que envidiaba cada penique que hacían otros más osados y perspicaces.

No obstante, lo cierto era que el señor Thornton estaba en apuros. Lo sentía sobremanera en su punto vulnerable: su orgullo por el prestigio que había conseguido. Artífice de su propia fortuna, no lo atribuía a méritos o cualidades propias, sino al poder que creía que daba el comercio al hombre valiente, honrado y perseverante de elevarse al nivel desde el que podía ver e interpretar el gran juego del éxito material, y honradamente, mediante tal conocimiento, disponer de más poder e influencia que en ningún otro modo de vida. Lejos de allí, en el este y el oeste, donde no le conocerán nunca personalmente, su nombre sería respetado, sus deseos serian cumplidos y su palabra tendría el valor del oro. Ésa era la idea de la vida mercantil con que había empezado el señor Thornton. «Sus mercaderes eran príncipes[90]», decía su madre, leyendo en voz alta, como si fuera un toque de trompeta para invitar a su hijo a la lucha. Él estaba como tantos otros (hombres, mujeres y niños) atento sólo a lo lejano y ajeno a lo próximo. Buscaba la influencia de un nombre en países extranjeros y mares lejanos, ser la cabeza de una empresa que se conociera durante generaciones. Y le había llevado largos años silenciosos llegar incluso a un atisbo de lo que podría ser ahora, hoy, aquí, en su propia ciudad, en su propia fábrica, entre los suyos. Ellos y él habían llevado vidas paralelas, muy próximas, pero sin tocarse nunca, hasta el accidente (o eso parecía) de su relación con Higgins. Una vez cara a cara, de hombre a hombre, con un individuo de las masas que le rodeaban y (muy importante) al margen de la condición de patrono y trabajador en primer lugar, habían empezado a reconocer que «todos tenemos un corazón humano[91]». Fue el primer paso. Y hasta ahora, en que el temor a perder la relación con algunos obreros a quienes había empezado a conocer como hombres hacía tan poco tiempo, a tener que dejar algunos planes que eran experimentos muy caros a su corazón sin haberlos puesto a prueba, dio nueva intensidad al miedo sutil que le invadía de vez en cuando. Hasta entonces, no había reconocido nunca la hondura y las dimensiones del interés que había empezado a sentir últimamente por su posición como fabricante, sencillamente porque le permitía tan estrecho contacto, y le daba la oportunidad de tanto poder, con un grupo de gente extraña, perspicaz e ignorante, pero ante todo, llena de carácter y fuerte sensibilidad humana.

Examinó su posición como fabricante miltoniano. La huelga de hacía año y medio, o mas, pues hacía tiempo invernal en una primavera tardía, aquella huelga, cuando era joven, y ahora era viejo, le había impedido cumplir algunos encargos importantes que le habían hecho entonces. Había invertido una gran cantidad de capital en maquinaria nueva y costosa y también había comprado gran cantidad de algodón para realizar aquellos encargos conseguidos bajo contrato. El no haber podido cumplirlos se debía hasta cierto punto a la absoluta falta de conocimientos de los obreros irlandeses que había importado, ya que buena parte de su trabajo era deficiente y no podía darle salida una empresa que se preciaba de fabricar sólo artículos de primera calidad. Los problemas creados por la huelga habían sido un obstáculo en el camino del señor Thornton durante muchos meses. A veces le entraban ganas de gritar furioso a Higgins sin ningún motivo cuando posaba la mirada en él, y pensaba en las graves consecuencias del suceso en que había estado implicado. Pero cuando caía en la cuenta de este resentimiento súbito y vivo, decidía dominarlo. No le habría satisfecho eludir a Higgins. Tenía que convencerse de que dominaba la propia cólera poniendo especial cuidado en dar a Higgins acceso siempre que las estrictas normas del trabajo o el tiempo libre del señor Thornton lo permitían. Y con el tiempo todo su resentimiento se diluyó en el asombro de que fuese o pudiese ser posible que dos hombres como Higgins y él, que vivían del mismo negocio, que trabajaban cada uno a su modo con el mismo objetivo, consideraran la posición y las obligaciones del otro de forma tan insólitamente distinta. Y de ahí nació aquella relación que aunque no pudiera producir el efecto de evitar todo futuro choque de opiniones y actuaciones, sí permitiría que, llegado el momento, patrono y trabajador se juzgaran uno a otro con más caridad y comprensión y fuesen mucho más pacientes y amables el uno con el otro.

Pero ahora había llegado uno de esos períodos de mal comercio en que la caída del mercado hacía bajar el valor de todas las grandes existencias. Las del señor Thornton cayeron casi la mitad. No recibió nuevos pedidos, así que perdió el interés del capital que había invertido en maquinaria. Era difícil incluso cobrar los encargos entregados, aunque seguía existiendo la constante sangría de los gastos de funcionamiento del negocio. Luego llegaron las facturas del algodón que había comprado; y, como el dinero escaseaba, tuvo que pedir préstamos a un interés exorbitante. Y sin embargo, no podía hacer efectivo nada del valor de su propiedad. Pero no desesperó, se esforzó día y noche en prever y tomar precauciones contra todas las emergencias. Se mostraba tan tranquilo y afable con las mujeres de su familia como siempre y no hablaba mucho con los trabajadores del taller, que para entonces ya le conocían y que no recibían sus respuestas categóricas y cortantes con el antagonismo latente y contenido de antes y la predisposición de siempre a las palabras y los juicios duros, sino con comprensión porque sabían los apuros que le acuciaban. «El patrón tiene muchos quebraderos», dijo Higgins un día, al oír la pregunta breve y cortante de por qué no se había cumplido una orden. Y captó su suspiro contenido al pasar una sala en la que trabajaban algunos hombres. Higgins y otro empleado hicieron horas extras aquella noche para acabar un trabajo, sin que lo supieran los demás, y el señor Thornton nunca se enteró de que no lo había hecho el capataz, a quien había dado la orden en primer lugar.

«¡Ay, creo que sé quién habría lamentado ver al patrón sentado así como una pieza de calicó gris! Si el viejo clérigo hubiera visto el desconsuelo que he visto yo en la cara de nuestro patrón, su corazón femenino se habría desgarrado», pensó Higgins un día al acercarse al señor Thornton en la calle Marlborough.

—Señor —dijo, abordando a su patrón que caminaba deprisa y resuelto, y haciendo que aquel caballero alzara la vista con súbita sorpresa y enojo, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos—, ¿ha sabido algo de la señorita Margaret últimamente?

—¿La señorita qué?

—La señorita Margaret, la señorita Hale, la hija del viejo clérigo, sabría a quién me refiero si lo pensara un poco —no había nada irrespetuoso en el tono con que dijo esto.

—¡Ah, sí! —Y de repente, la gélida expresión preocupada había desaparecido de la cara del señor Thornton, como si un cálido viento estival se hubiera llevado toda la angustia de su mente. Y aunque seguía apretando los labios como antes, miró con ojos risueños y benévolos a su interlocutor.

»Ahora es mi arrendadora, Higgins. Sé cómo le va por su agente, que viene de vez en cuando. Está bien y entre amigos, gracias, Higgins.

Ese «gracias» que se rezagó tras las otras palabras y sin embargo surgió con tanta cordialidad, dio nueva luz al perspicaz Higgins. Podría ser sólo un fuego fatuo, pero decidió seguirlo y comprobar adónde le llevaba.

—¿Y no se ha casado, señor?

—Todavía no. —Su gesto se ensombreció de nuevo—. Se habla algo de que tal vez lo haga con un conocido de la familia, creo.

—Entonces no volverá por Milton, supongo.

—¡No!

—Un momento, señor. —Se acercó entonces confidencialmente y preguntó—: ¿Se ha demostrado la inocencia del señorito? Intensificó el alcance de la información con un guiño, que sólo hizo que al señor Thornton le pareciera todo más misterioso. —El joven caballero, quiero decir el señorito Frederick como lo llaman, el hermano de ella que estuvo aquí, ya sabe.

—Que estuvo aquí.

—Sí, claro, cuando murió la señora. No se preocupe que no voy a decir nada; Mary y yo lo supimos todo el tiempo pero nos callamos, nos enteramos porque Mary trabajaba en la casa.

—Y estuvo aquí. ¡Era su hermano!

—Por supuesto. Creía que lo sabía, porque si no nunca se lo hubiera dicho. ¿Sabía que tiene un hermano?

—Sí, lo sé todo de él. ¿Y vino cuando murió la señora Hale?

—No, no voy a decirle más. Quizá ya les haya creado problemas, pues lo guardaban muy en secreto. Sólo quería saber si le han absuelto.

—No que yo sepa. No sé nada. Sólo sé de la señorita Hale ahora como casera mía y por su abogado…

Se apartó de Higgins para seguir el asunto en el que estaba concentrado cuando le había abordado, desconcertándole con su actitud.

«Era su hermano —se dijo el señor Thornton—. Me alegra saberlo. No volveré a verla, pero es un consuelo, un alivio. Sabía que no podía hacer algo indigno y sin embargo añoraba la confirmación. ¡Ahora estoy contento!».

Fue un hilillo dorado que atravesó el oscuro tejido de sus vicisitudes actuales; que se hicieron cada vez más pesimistas y lúgubres. Su agente había confiado mucho en una casa del comercio americano que quebró, junto con algunas otras, precisamente entonces, como el naipe que provoca la caída de los demás. ¿Cuáles eran los compromisos del señor Thornton? ¿Podía resistir?

Noche tras noche se llevaba libros y documentos a su habitación y permanecía allí sentado despierto mucho tiempo después de que la familia se hubiera ido a la cama. Creía que nadie sabía en qué ocupaba las horas que debía haber dedicado a dormir. Cuando la luz del día empezaba a filtrarse por los huecos de las persianas una mañana y él aún no se había acostado, y pensaba con despreocupada indiferencia que podía arreglarse sin las dos horas de descanso que era todo lo que podría permitirse antes de que empezara de nuevo el revuelo del trabajo diario, se abrió la puerta de su habitación y apareció su madre, vestida igual que el día anterior. Tampoco ella se había acostado. Sus miradas se encontraron. Ambos tenían la cara rígida y fría, y estaban pálidos por la larga vigilia.

—¡Madre! ¿Por qué no estás en la cama?

—John, hijo —dijo ella—, ¿crees que puedo dormir tranquila mientras tú estás despierto lleno de preocupaciones? No me has dicho lo que te pasa, pero estás muy preocupado estos últimos días.

—El comercio va mal.

—Y temes…

—No temo nada —repuso él, irguiendo y manteniendo erguida la cabeza—. Ahora sé que ningún hombre sufrirá por mí. Ésa es mi preocupación.

—Pero ¿cuál es la situación? ¿Crees…? ¿Habrá una quiebra? —Su voz firme temblada de forma insólita.

—Una quiebra no. Tengo que dejar el negocio, pero pago a todos los hombres. Podría desquitarme, siento una gran tentación…

—¿Cómo? ¡Por favor, John! Mantén tu reputación, consíguelo como sea. ¿Cómo salvarlo?

—Con una especulación muy arriesgada que me han propuesto, y que si saliera bien me dejaría más que a flote, de forma que nadie tendría por qué saber nunca los apuros en que estoy. Sin embargo, si saliera mal…

—Si saliera mal —dijo ella acercándose y posándole la mano en el brazo, con los ojos brillando de impaciencia. Contuvo la respiración para escuchar el final de la frase.

—Los hombres honrados se arruinan por un granuja —dijo él lúgubremente—. Tal como estoy ahora, el dinero de mis acreedores está a salvo hasta el último céntimo; pero no sé dónde encontrar el mío, quizá se haya perdido todo y esté en la miseria. Por lo tanto, es el dinero de mis acreedores el que tendría que arriesgar.

—Pero si sale bien no tienen por qué saberlo nunca. ¿Es una especulación tan peligrosa? Estoy segura de que no, o no se te habría ocurrido nunca. Si sale bien…

—Sería un hombre rico y mi tranquilidad de conciencia desaparecería.

—¡Vamos! No perjudicarías a nadie.

—No; pero habría corrido el riesgo de arruinar a muchos por mi propio enriquecimiento mezquino. ¡Lo he decidido, madre! No lamentarás mucho que dejemos esta casa, ¿verdad, querida madre?

—No, pero me partiría el corazón que fueras distinto de lo que eres. ¿Qué puedes hacer?

—Ser siempre el mismo John Thornton, sean cuales sean las circunstancias; procurar obrar bien y cometer grandes errores; y entonces intentar empezar de nuevo con valor. Pero es difícil, madre. He trabajado tanto y he hecho tantos planes. He descubierto fuerzas nuevas en mi situación demasiado tarde, y ahora todo ha terminado. Soy demasiado mayor para empezar de nuevo con el mismo ánimo. Es difícil, madre.

Se volvió y se cubrió la cara con las manos.

—No entiendo cómo puede ser —dijo ella, con un tono triste y desafiante—. Aquí está mi muchacho: buen hijo, hombre justo y de buen corazón, y fracasa en todo lo que emprende. Conoce a una mujer que amar, y no se preocupa más de su afecto que si fuera un hombre corriente; trabaja y su trabajo se reduce a nada. Otros prosperan y se hacen ricos y mantienen sus nombres mezquinos encumbrados y libres de vergüenza.

—La vergüenza nunca me ha tocado —dijo él en voz baja, pero ella continuó:

—A veces me he preguntado dónde estaba la justicia y ya no creo que exista tal cosa en el mundo, y ahora tú llegas a esto; tú, mi John Thornton, ¡tú y yo podríamos ser mendigos juntos, mi querido hijo!

Se inclinó y le besó la cabeza con lágrimas en los ojos.

—¡Madre! —dijo él, abrazándola con ternura—, ¿quién me ha dado la buena y la mala suerte en la vida?

Ella movió la cabeza. No quería saber nada de la religión precisamente en aquel momento.

—Madre —continuó él, advirtiendo que ella no iba a decir nada—, yo también me he rebelado, pero me esfuerzo para no seguir haciéndolo. Ayúdame como lo hiciste cuando era pequeño. Entonces decías muchas palabras buenas, cuando murió mi padre y a veces teníamos tan pocas comodidades, lo que no ocurrirá nunca ahora. Tú decías entonces palabras nobles, valientes y confiadas, que han permanecido latentes en mí y que nunca he olvidado. Háblame así ahora, madre. No tenemos que pensar que el mundo ha endurecido demasiado nuestros corazones. Si me dijeras las mismas palabras amables me harían sentir algo de la piadosa sencillez de la infancia. Me las repito, pero sería distinto si las pronunciaras tú, recordando todas las preocupaciones y pruebas que has tenido que soportar.

—Que han sido muchas —dijo ella, sollozando—, pero ninguna tan dolorosa como ésta. ¡Verte bajar del lugar que te corresponde! Lo haría por mí, John, pero no por ti. ¡No por ti! Dios ha considerado oportuno ser muy duro contigo, mucho.

Se agitó con los sollozos, que son tan convulsivos cuando quien llora es una persona mayor. El silencio que la rodeaba la sorprendió al final y se calló para escuchar. Ningún ruido. Miró. Su hijo estaba sentado junto a la mesa, con los brazos extendidos sobre la misma y la cabeza inclinada hacia delante.

—¡Oh, John! —exclamó ella y le alzó la cara. La palidez y la extraña tristeza que vio en ella le hicieron pensar por un momento que eran precursoras de la muerte. Pero cuando su semblante recobró el color natural, desapareció la rigidez y volvió a ser él mismo, la señora Thornton se dio cuenta de la bendición que era su hijo para ella por el simple hecho de existir y se disipó la mortificación material. Dio gracias a Dios por ello y sólo por ello, con un fervor que borró de su mente todos los sentimientos rebeldes.

Él no habló de inmediato. Abrió las contraventanas, y la luz rojiza del amanecer inundó la estancia. Pero soplaba viento del este y hacía un frío cortante. Llevaba así semanas. Aquel año no habría demanda de géneros ligeros de verano. Tendrían que renunciar a toda esperanza de reanimación del comercio.

Fue un gran consuelo haber tenido aquella conversación con su madre y estar seguro de que por más que pudieran guardar silencio a partir de entonces sobre todas aquellas preocupaciones, los dos comprendían los sentimientos del otro y estaban, si no en armonía, al menos tampoco en discordia en su forma de verlos. El marido de Fanny se disgustó por la negativa de Thornton a participar en la especulación que le había propuesto y retiró toda posibilidad de que pudiera considerársele capaz de ayudar con el dinero en efectivo, que en realidad el especulador necesitaba para su propia operación.

El señor Thornton no tuvo más remedio que hacer lo que temía desde hacía semanas: renunciar al negocio al que había dedicado tanto tiempo con tanto honor y éxito, y buscar un empleo subordinado. Marlborough Mills y la vivienda contigua estaban sujetos a un contrato de arrendamiento largo. Tendrían que realquilarlos si podían. Le ofrecieron en seguida algunos puestos. El señor Hamper se hubiera asegurado sus servicios de muy buena gana como socio sensato y experto de su hijo, a quien estaba estableciendo con un gran capital en una ciudad próxima. Pero el joven estaba poco educado en cuanto a información y nada en absoluto respecto a cualquier responsabilidad que no fuese conseguir dinero, y tan embrutecido tanto en cuanto a sus placeres como a sus pesares. El señor Thornton declinó participar en una asociación que frustraría los pocos planes que habían sobrevivido a la quiebra de su fortuna. Antes aceptaría ser un simple administrador, condición en la que podría tener cierto grado de poder aparte de la simple obtención de dinero, que tener que soportar los caprichos tiránicos de un socio adinerado con quien estaba seguro de que reñiría a los pocos meses.

Así que esperó y se hizo a un lado con verdadera humildad mientras se extendía por la Bolsa la noticia de la enorme fortuna que había hecho su cuñado con su osada especulación. El éxito trajo consigo su consecuencia material de gran admiración. Nadie era considerado tan sabio y perspicaz como el señor Watson.