Capítulo V

Decisión

Te pido un amor vigilante

sabio, atento y leal,

que sepa en la alegría sonreír,

y los ojos llorosos enjugar;

y un corazón descuidado de sí,

que sepa comprender y calmar.

ANONIMO[6]

Margaret fue una buena oyente de todos los pequeños planes que había hecho su madre para aliviar un poco la suerte de los feligreses más pobres. No podía por menos que escuchar, aunque cada nuevo proyecto era una puñalada en su corazón. Cuando llegaran las heladas estarían lejos de Helstone. El reumatismo del anciano Simon podría agravarse, podría empeorar su vista, y no habría nadie que fuera a leerle y a confortarle con tazones de caldo y prendas de abrigo de buena franela roja. O si lo había, sería un extraño, y el anciano la esperaría en vano a ella. El hijito tullido de Mary Domville se arrastraría hasta la puerta y esperaría mirando para verla salir del bosque. Aquellos pobres amigos nunca comprenderían por qué los había abandonado; y había muchos otros, además.

—Papá siempre ha gastado los ingresos del beneficio en la parroquia. Quizá esté usando las cuotas siguientes, pero el invierno puede ser muy crudo y tenemos que ayudar a nuestros pobres ancianos.

—Bueno, mamá, haremos lo que podamos —dijo Margaret impaciente, sin ver el aspecto prudencial del asunto y aferrándose sólo a la idea de que prestarían aquella ayuda por última vez—. Tal vez no sigamos aquí mucho tiempo.

—¿Te encuentras mal, cariño? —preguntó la señora Hale preocupada, malinterpretando la insinuación de Margaret sobre la incertidumbre de permanecer en Helstone—. Estás pálida y cansada. Es este aire húmedo, bochornoso e insalubre.

—No, no, mamá, no es eso: el aire es delicioso. Huele a la más pura y fresca fragancia comparado con la atmósfera cargada de Harley Street. Pero estoy cansada, ya casi debe de ser hora de acostarse.

—No falta mucho, son las nueve y media. Pero es mejor que te vayas ya a la cama, cariño. Pídele a Dixon unas gachas. Yo iré a verte en cuanto te acuestes. Me preocupa que te hayas resfriado, o respirado el aire pútrido de una de esas lagunas estancadas…

—Ay, mamá —dijo Margaret, besando a su madre con una leve sonrisa—. Estoy perfectamente, no te preocupes por mí; sólo estoy cansada.

Subió a su habitación. Tomó un tazón de gachas para tranquilizar a su madre. Estaba echada lánguidamente en la cama cuando llegó la señora Hale a hacer algunas preguntas finales y darle un beso antes de retirarse a su habitación. Margaret se levantó presurosa en cuanto oyó que se cerraba la puerta de su madre, se echó la bata por encima y se puso a pasear de un lado a otro hasta que el crujido de una tabla del viejo entarimado le recordó que no debía hacer ruido. Se acurrucó en el asiento de la ventana, pequeña y de hueco profundo. Cuando había mirado afuera aquella mañana, le había saltado de alegría el corazón al ver sobre la torre de la iglesia las luces claras e intensas que presagiaban un día espléndido y soleado. Esa noche (habían pasado como máximo dieciséis horas) se sentó, demasiado triste para llorar, pero con una pena sorda y fría que parecía haber exprimido para siempre la juventud y el contento de su ser. La visita del señor Henry Lennox —su proposición— era como un sueño, algo al margen de su vida real. La cruda realidad era que su padre se había permitido dudas tentadoras hasta llegar a ser cismático, un paria. Todos los cambios consiguientes se agrupaban en torno a aquel único hecho importante y lamentable.

Contempló las líneas gris oscuro de la torre de la iglesia, justo en el centro de la vista, que se recortaba sobre las profundidades transparentes del azul oscuro que miraba y que creía que podría seguir mirando siempre y viendo en cada momento alguna distancia mayor, ¡pero ningún rastro de Dios! En aquel instante el mundo le parecía más desolado que si lo rodeara una cúpula de hierro detrás de la cual podrían hallarse la paz y la gloria indelebles del Todopoderoso. Aquellos abismos de espacio infinito le parecían en su serena quietud más engañosos que ninguna barrera material: rodeaban los gritos de los dolientes que podían ascender ahora en el infinito esplendor de inmensidad y perderse, desaparecer para siempre sin llegar nunca a Su trono. Ése era su estado de ánimo cuando llegó su padre sin que lo oyera. La luz de la luna era lo bastante intensa para permitirle ver a su hija en un lugar y una actitud inusuales. Ella no se dio cuenta de su presencia hasta que sintió que le tocaba el hombro.

—Margaret, sabía que estabas aquí. No he podido evitar venir a pedirte que reces conmigo. Recemos el padrenuestro, nos hará bien a los dos.

El señor Hale y Margaret se arrodillaron junto al asiento de la ventana: él, mirando hacia arriba; ella, con la cabeza inclinada, avergonzada y humilde. Dios estaba cerca de ellos y escuchaba las palabras que susurraba su padre. Tal vez su padre fuera un hereje, pero ¿acaso no se había mostrado ella mucho más escéptica hacía cinco minutos en las dudas de la desesperación? No pronunció una palabra, pero en cuanto su padre se marchó, se acostó sigilosamente como una niña avergonzada de su culpa. Si el mundo estaba lleno de problemas complejos, confiaría y sólo pediría ver el único paso que tenía que dar en cada momento. Aquella noche rondaron sus sueños el señor Lennox, su visita y su proposición, cuyo recuerdo se había visto desplazado bruscamente por los acontecimientos del día: él trepaba a un árbol de fabulosa altura para alcanzar una rama de la que colgaba el sombrero de ella; y se caía, y ella intentaba salvarlo, pero una mano fuerte e invisible la sujetaba y se lo impedía. Él moría. Y sin embargo, la escena cambiaba y ella estaba de nuevo en la sala de Harley Street hablando con él como tantas veces, pero sabía todo el tiempo que le había visto matarse por aquella terrible caída.

¡Noche triste y agitada! ¡Mal preludio para el próximo día! Despertó sobresaltada, sin haber descansado bien, y consciente de alguna realidad incluso peor que sus sueños febriles. Lo recordó todo: no sólo la pena sino también la terrible discordancia en la pena. ¿Hasta dónde había llegado su padre, qué distancia había recorrido llevado por las dudas que ella consideraba tentaciones del Maligno? Deseaba saberlo pero no se lo habría preguntado por nada del mundo.

La mañana despejada y fresca hizo que su madre se sintiera especialmente bien y animada a la hora del desayuno. Siguió hablando y planeando las buenas obras del pueblo, ajena al silencio de su esposo y a las respuestas monosilábicas de Margaret. El señor Hale se levantó antes de que recogieran la mesa. Posó una mano en ella como para apoyarse.

—No volveré hasta la noche. Voy al campo de Bracy y pediré al granjero Dobson que me dé algo de comer. Volveré a las siete para la cena.

No miró a ninguna de las dos, pero Margaret entendió lo que quería decir: a las siete tenía que haberle dado ya la noticia a su madre. El señor Hale habría esperado a hacerlo a las seis y media, pero Margaret no era de la misma pasta que él. Ella no podía aguantar aquella carga todo el día, prefería pasar el peor trago cuanto antes. El día sería demasiado corto para consolar a su madre. Pero mientras estaba de pie junto a la ventana, pensando cómo empezar y esperando que la sirvienta saliera de la habitación, su madre subió a arreglarse para ir a la escuela. Bajó preparada para marcharse, más animada de lo habitual.

—Mamá, ven conmigo al jardín esta mañana. Demos sólo una vuelta —le dijo Margaret, rodeándole la cintura con un brazo.

Pasaron por la puerta vidriera abierta. La señora Hale dijo algo. Margaret no la entendió, se fijó en una abeja que entraba en una campanilla: cuando saliera con su botín, empezaría, ésa sería la señal… Salió.

—¡Mamá! ¡Papá va a dejar Helstone! —dijo bruscamente—. Va a dejar la Iglesia y se irá a vivir a Milton del Norte.

Ya estaban los tres hechos innegables, apenas explicables.

—¿Por qué dices eso, Margaret? —preguntó la señora Hale, sorprendida e incrédula—. ¿Quién te ha dicho semejante insensatez?

—Papá, él mismo —contestó Margaret, deseando añadir algo amable y consolador, pero sin saber cómo hacerlo. Llegaron al banco del jardín. La señora Hale se sentó y se echó a llorar.

—No te comprendo —dijo—. O has cometido un grave error o no te entiendo en absoluto.

—No, madre, no he cometido ningún error. Papá ha escrito al obispo comunicándole que tiene tales dudas que en conciencia no puede seguir siendo pastor de la Iglesia anglicana y que tiene que abandonar Helstone. Ha consultado también al señor Bell, el padrino de Frederick, ya sabes, mamá. Y se ha decidido que vayamos a vivir a Milton del Norte.

La señora Hale no apartó la mirada de la cara de su hija mientras hablaba: su tristeza le indicaba que al menos ella creía que era verdad lo que le estaba diciendo.

—No puedo creerle —dijo la señora Hale al fin—. Si fuese cierto me lo habría dicho antes de llegar a este punto.

Margaret estaba plenamente convencida de que su madre tendría que haber sido informada de todo: fueran cuales fuesen sus quejas y lamentaciones, no estaba bien que su padre dejara que se enterase de su cambio de opinión y de su inminente cambio de vida por su propia hija, que sabía más que ella de todo aquello. Margaret se sentó junto a su madre, le hizo apoyar la cabeza en su pecho e inclinó sus suaves mejillas cariñosamente para acariciarle la cara.

—¡Queridísima mamá! Nos asustaba tanto darte un disgusto… Papá estaba tan preocupado…, sabes que no eres fuerte y habrías tenido que pasar por una terrible tensión.

—¿Cuándo te lo explicó a ti, Margaret?

—Ayer, mamá. Ayer mismo —repuso Margaret, detectando los celos que habían provocado la pregunta—. ¡Pobre papá! —añadió, tratando de desviar los pensamientos de su madre hacia la comprensión compasiva de todo lo que había pasado su padre. La señora Hale levantó la cabeza.

—¿Qué quiere decir con lo de que tiene dudas? —preguntó—. Estoy segura de que no se refiere a que piensa de otro modo, que sabe más que la propia Iglesia.

Margaret movió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas, pues su madre había puesto el dedo en la llaga de su propio pesar.

—¿No puede hacerle entrar en razón el obispo? —preguntó la señora Hale, casi impaciente.

—Me temo que no —dijo Margaret—. Pero no se lo pregunté. No hubiera soportado lo que pudiera contestarme. Todo está arreglado hasta cierto punto. Dejará Helstone dentro de quince días. No sé exactamente si dijo que había presentado la renuncia.

—¡Quince días! —exclamó la señora Hale—. Creo que todo esto es muy extraño, y nada correcto. Me parece insensible —dijo, empezando a relajarse con las lágrimas—. Dices que tiene dudas y que renuncia al beneficio, y todo sin consultarme. Creo que si me hubiera explicado sus dudas al principio, podría haberlas cortado de raíz.

Margaret pensaba que su padre no había obrado bien, pero no soportaba oírselo decir a su madre. Sabía que la reserva de él se debía al cariño que sentía por ella, y que podía ser cobarde pero no insensible.

—Casi esperaba que te alegraras de dejar Helstone, mamá —dijo, tras una pausa—. Nunca te has sentido bien en este aire, ya sabes.

—No creerás que la atmósfera cargada de humos de una ciudad industrial llena de chimeneas y sucia como Milton del Norte será mejor que este aire, que es puro y dulce, aunque sea demasiado húmedo y enervante. ¡Imagínate lo que será vivir entre las fábricas y la gente de las fábricas! Claro que si tu padre deja la Iglesia no nos admitirán en sociedad en ningún sitio. ¡Será una gran desgracia para nosotros! Pobrecito sir John. Menos mal que no vive para ver a lo que ha llegado tu padre. Todos los días después de comer, cuando era niña y vivía con tu tía Shaw en Beresford Court, sir John acostumbraba a hacer el primer brindis: «¡Por la Iglesia y el Rey, y abajo el Parlamento!»[7].

Margaret se alegró de que su madre dejara de pensar en el silencio de su marido con ella sobre el tema que debía de ser más caro a su corazón. Después de la profunda angustia vital por la naturaleza de las dudas de su padre, ésa era la circunstancia del caso que le causaba más dolor.

—Bueno, aquí nos relacionamos muy poco, mamá. Los Gorman, que son nuestros vecinos más próximos (que podamos considerar buena sociedad, y casi nunca los vemos), son comerciantes hace tanto tiempo como la gente de Milton del Norte.

—Sí —dijo la señora Hale casi con indignación—, pero de todos modos los Gorman hacían carruajes para casi toda la pequeña nobleza del condado y de alguna forma se relacionaban con ella. Pero esa gente de las fábricas, ¿a quién se le va a ocurrir usar algodón si puede usar lino?

—Bueno, mamá, renuncio a los algodoneros; no los estoy defendiendo más que a otros comerciantes. Sólo que tendremos que relacionarnos lo mínimo con ellos.

—¿Puede saberse por qué ha elegido tu padre Milton?

—En parte, porque no se parece nada a Helstone —contestó Margaret con un suspiro—; y, en parte, porque el señor Bell dice que allí hay oportunidades para un profesor particular.

—¡Profesor particular en Milton! ¿Por qué no puede ir a Oxford y dar clase a los caballeros?

—¡Lo olvidas, mamá! Deja la Iglesia a causa de sus opiniones: sus dudas no le ayudarían nada en Oxford.

La señora Hale guardó silencio un rato, llorando quedamente. Al final dijo:

—Y los muebles, ¿cómo se supone que vamos a organizar el traslado? Nunca, nunca he hecho un traslado, y sólo disponemos de quince días para organizarlo todo.

Margaret se sintió indeciblemente aliviada al ver que la angustia y la aflicción de su madre se reducían a ese punto, que a ella le parecía tan insignificante, y en lo que podría ayudar mucho. Hizo planes y promesas y demostró a su madre cómo organizar todo lo que se podía hacer hasta que supieran más concretamente lo que se proponía el señor Hale. No se separó de ella en todo el día; se concentró con toda el alma en comprender los diversos cambios de sus sentimientos. Hacia el atardecer, empezó a ponerse cada vez más nerviosa pensando que su padre tenía que encontrar un hogar acogedor y tranquilizante cuando llegara tras un día de fatiga y angustia. Insistió en lo que tenía que haber sufrido en secreto durante tanto tiempo; su madre sólo respondía fríamente que debía habérselo dicho y que así al menos habría tenido alguien que le aconsejara. Se sintió desfallecer cuando oyó los pasos de su padre en el vestíbulo. No se atrevió a salir a recibirle y explicarle lo que había hecho durante todo el día por miedo al enojo celoso de su madre. Le oyó pararse, como si la esperara a ella o alguna señal de ella, y no se atrevió a moverse. Vio el temblor de labios y la palidez de su madre y supo que también ella se había dado cuenta de que había llegado su esposo. Él abrió la puerta de la habitación y se quedó allí plantado sin saber si entrar o no. Estaba triste y pálido, tenía una expresión temerosa y tímida en los ojos, algo que resulta casi lastimoso en la cara de un hombre; pero su gesto de incertidumbre y abatimiento, de languidez física y mental conmovió a su esposa, que se acercó a él y se arrojó en su pecho, gritando:

—¡Oh, Richard, Richard! ¡Debías habérmelo dicho antes!

Margaret los dejó entonces y subió las escaleras llorando; se echó en la cama y ocultó la cara en los cojines para sofocar los sollozos histéricos que brotaron incontenibles al fin tras el tenso dominio de sí misma que había mantenido todo el día.

No sabía cuánto tiempo llevaba así. No oyó ningún ruido, aunque la doncella entró a ordenar la habitación. La muchacha salió de puntillas aterrada y fue a decirle a la señora Dixon que la señorita Hale estaba llorando desgarradoramente, que si seguía llorando de aquel modo se pondría malísima, seguro. A consecuencia de esto, Margaret sintió que la tocaban y se incorporó; vio la habitación habitual, y, en la penumbra, la figura de Dixon, que estaba de pie con la vela un poco retirada por miedo al efecto que pudiera causar la luz en los ojos asustados de la señorita Hale, hinchados y cegados.

—Oh, Dixon, no te he oído entrar —dijo Margaret reanudando su tembloroso autocontrol—. ¿Es muy tarde? —prosiguió, incorporándose lánguidamente y disponiéndose a salir de la cama, posando los pies en el suelo pero sin levantarse, mientras se retiraba el pelo revuelto de la cara e intentaba mostrarse como si no pasara nada, como si sólo hubiera estado durmiendo.

—No tengo ni idea de la hora que es —contestó Dixon en tono ofendido—. He perdido la noción del tiempo desde que la señora me dio la espantosa noticia cuando la ayudaba a vestirse para la cena. Y desde luego no sé lo que va a ser de todos nosotros. Cuando Charlotte me ha dicho ahora mismo que usted estaba llorando, señorita Hale, pensé, no me extraña, pobrecita. Y mira que ocurrírsele ahora al señor hacerse disidente a estas alturas de la vida, cuando, aunque no pueda decirse que le haya ido bien en la Iglesia, tampoco es que le haya ido tan mal, después de todo. Tuve un primo, señorita, que se hizo predicador metodista a los cincuenta y tantos años, después de ser sastre toda la vida. Claro que él nunca había sido capaz de hacer unos pantalones como Dios manda mientras se había dedicado al oficio de sastre, así que no era tan raro. ¡Pero el señor! Como le dije a la señora: «¿Qué habría dicho el pobre sir John? ¡Él no quería que se casara con el señor Hale, pero le aseguro que si hubiera sabido que todo acabaría así, sus juramentos hubieran sido peores que nunca, si tal cosa fuese posible!».

Dixon estaba tan acostumbrada a hacer comentarios sobre el proceder del señor Hale a su señora (que la escuchaba o no, según el humor del momento) que no advirtió la mirada fulminante y el rictus indignado de Margaret. ¡Tener que escuchar que una sirvienta le hablara de su padre así a la cara!

—Dixon —dijo, en el tono bajo que empleaba siempre cuando estaba muy nerviosa, y en el que había un rumor de tumulto lejano o de tormenta amenazadora que se desencadenaba a lo lejos—. ¡Dixon! Olvidas con quién estás hablando.

Se irguió y se puso de pie con firmeza, encarándose con la doncella y clavando en ella su mirada fija y perspicaz.

—Soy la hija del señor Hale —añadió—. Márchate. Has cometido un error extraño, y estoy segura de que tus buenos sentimientos harán que lo lamentes cuando pienses en ello.

Dixon se demoró unos minutos en la habitación, indecisa. Margaret repitió:

—Debes marcharte, Dixon. Quiero que lo hagas.

Dixon no sabía si tomar a mal tan decididas palabras o echarse a llorar. Ambos métodos habrían surtido efecto con su señora. Pero, como se dijo a sí misma: «La señorita Margaret tiene algo del anciano caballero, igual que el pobre señorito Frederick; ¿de dónde lo sacarán?». Y ella, que se habría ofendido si alguien le hubiera dicho aquello de forma menos resuelta y altiva, se contuvo lo suficiente para decir en tono humilde y dolido:

—¿Le desabrocho el vestido y le arreglo el pelo, señorita?

—¡No, esta noche no, gracias!

Margaret la hizo salir de la habitación y cerró la puerta. Dixon obedeció. A partir de entonces, admiró siempre a Margaret. Decía que era porque se parecía mucho al pobre señorito Frederick; pero lo cierto era que a ella, como a tantos otros, le gustaba que la mandara alguien de carácter fuerte y decidido.

Margaret necesitó toda la ayuda de Dixon en acción y que guardara silencio; pues, durante un tiempo, ésta consideró un deber demostrar que estaba ofendida hablando lo menos posible a su señorita; así que concentró sus energías en actuar más que en hablar. Quince días era muy poco tiempo para hacer todos los preparativos de un traslado tan importante. Como dijo Dixon: «Cualquiera menos un caballero, en realidad cualquier otro caballero…». Advirtió justo en este punto la mirada rotunda y severa de Margaret, y una tos súbita le impidió acabar la frase; aceptó dócilmente la pastilla de marrubio que le ofreció Margaret para calmar «el picor de garganta, señorita». Pero cualquiera menos el señor Hale habría tenido suficiente sentido práctico para comprender que en tan poco tiempo sería imposible encontrar una casa en Milton del Norte, y en realidad en cualquier sitio, para trasladar el mobiliario que tenían que sacar de la vicaría de Helstone.

La señora Hale se sintió tan abrumada por los problemas y por la necesidad de tomar decisiones inmediatas que parecía recaer de pronto sobre ella, que se puso enferma. A Margaret casi le pareció un alivio que su madre decidiera guardar cama y dejara que se encargara de organizarlo todo ella. Y Dixon, fiel a su deber de acompañante, atendía a su señora y sólo salía del dormitorio de la señora Hale para mover la cabeza y murmurar para sí de un modo que Margaret decidió ignorar. Pues lo único claro y urgente era que tenían que marcharse de Helstone. Ya habían nombrado al sucesor del señor Hale en el beneficio; y, en todo caso, después de la decisión de su padre, no debía haber demora, tanto por él como por todo lo demás. Había decidido despedirse personalmente de cada feligrés y cada tarde regresaba a casa más deprimido. Margaret carecía de experiencia en los asuntos prácticos que había que solucionar y no sabía a quién acudir en busca de consejo. La cocinera y Charlotte trabajaban muy dispuestas y con tenacidad en todo el traslado y empaquetamiento; y en cuanto a eso, el admirable sentido de Margaret le permitió ver lo que era mejor y dirigir cómo debía hacerse. Pero ¿adónde irían? Tenían que marcharse en una semana. ¿Directamente a Milton o adónde? Muchos preparativos dependían de eso concretamente, y Margaret decidió preguntárselo a su padre una noche, a pesar de su fatiga y abatimiento evidentes. Él contestó:

—Pero hija, la verdad es que he tenido demasiadas cosas en que pensar para ocuparme de eso. ¿Qué dice tu madre? ¿Qué quiere ella? ¡Pobre Maria!

Le respondió un eco más sonoro que su suspiro. Dixon acababa de entrar en la habitación a buscar otra taza de té para la señora Hale, y al oír las últimas palabras del señor Hale, y protegida de la mirada recriminatoria de Margaret por su presencia, se atrevió a decir:

—¡Mi pobre señora!

—Espero que no se encuentre peor hoy —dijo el señor Hale, volviéndose apresuradamente.

—No podría decirlo, señor. No me corresponde a mí juzgar. La enfermedad parece mental más que física.

El señor Hale se mostró infinitamente afligido.

—Será mejor que lleves el té a mamá antes de que se enfríe, Dixon —dijo Margaret en tono de serena autoridad.

—Oh, le pido disculpas, señorita. Me he distraído pensando en mi pobre…, en la señora Hale.

—¡Papá! —dijo Margaret—. Es esta incertidumbre lo que os hace más daño a los dos. Es lógico que mamá lamente tu cambio de opiniones, eso no podemos evitarlo —añadió suavemente—. Pero ahora sabemos a qué atenernos, al menos hasta cierto punto. Y creo que podría conseguir que mamá me ayudara en los planes si me dijeras cuáles son. Ella no ha manifestado nunca ningún deseo en ningún sentido, y sólo piensa en lo inevitable. ¿Iremos directamente a Milton? ¿Has buscado casa allí?

—No —contestó él—. Supongo que tendremos que ir a un hostal y buscar luego una casa.

—¿Y embalar los muebles para poder dejarlos en la estación de tren hasta que encontremos una?

—Supongo que sí. Tú haz lo que te parezca mejor. Pero recuerda que dispondremos de mucho menos dinero.

Margaret sabía perfectamente que nunca habían nadado en la abundancia. De pronto tuvo la sensación de que echaban sobre sus hombros una carga muy pesada. Hacía sólo cuatro meses, todas las decisiones que tenía que tomar consistían en qué vestido ponerse para la cena y en ayudar a Edith a redactar las listas de invitados y a decidir quién debía sentarse junto a quién en las cenas. Y el hogar en que vivía no requería que se tomaran muchas decisiones. Excepto en el único caso importante de la propuesta de matrimonio del capitán Lennox, todo funcionaba como un reloj. Su tía y su prima mantenían una larga discusión una vez al año para decidir si iban a la isla de Wight, al extranjero o a Escocia; pero en tales ocasiones, Margaret estaba segura de llegar sin el menor esfuerzo personal al tranquilo refugio del hogar. Ahora, desde la visita del señor Lennox que la había sobresaltado obligándola a tomar una decisión, cada día tenía que resolver algún problema de suma importancia para ella y para aquellos a quienes amaba.

El señor Hale subió a hacer compañía a su esposa después del té. Margaret se quedó sola en la sala. De pronto cogió una vela y fue al estudio de su padre a buscar un atlas grande; volvió con él a la sala y empezó a examinar detenidamente el mapa de Inglaterra. Estaba a punto de incorporarse alegremente cuando su padre bajó las escaleras.

—Papá, se me ha ocurrido un plan estupendo. Mira, ven: en Darkshire, a menos de un dedo de Milton, está Heston, que siempre he oído decir a la gente que vive en el Norte que es un pueblecito de baños muy agradable. A ver qué te parece. ¿No podríamos llevar allí a mamá y a Dixon mientras tú y yo vamos a ver casas y arreglamos una para ella en Milton? El aire del mar la reanimaría para el invierno, y se ahorraría toda la fatiga. Y Dixon disfrutaría cuidándola.

—¿Va a venir Dixon con nosotros? —preguntó el señor Hale con cierta consternación desvalida.

—¡Pues claro! —repuso Margaret—. Ella piensa hacerlo y no creo que mamá se arregle sin ella.

—Lo siento, hija, pero me temo que tendremos que resignarnos a llevar un modo de vida muy distinto. En una ciudad es todo mucho más caro. No creo que Dixon se sienta cómoda allí. Y si quieres que te diga la verdad, Margaret, a veces me parece que esa mujer se da muchos aires.

—Pues claro que se los da, papá —repuso Margaret—. Y si tiene que adaptarse a una nueva forma de vida, nosotros tendremos que aguantar sus aires, que serán peores. Pero la verdad es que nos quiere mucho a todos y la entristecería dejarnos, estoy segura, sobre todo en este cambio; así que, por el bien de mamá y por su lealtad, creo que tiene que seguir con nosotros.

—Muy bien, cariño. De acuerdo. Me resigno. ¿A qué distancia queda Heston de Milton? La anchura de un dedo tuyo no me da una idea muy clara.

—Bueno, veamos, yo calculo que unas treinta millas. ¡No es mucho!

—No en distancia, pero en… ¡No importa! Si de verdad crees que le sentará bien a tu madre, organízalo todo.

Eso fue un gran paso. Margaret ya podía actuar y hacer planes. Y la señora Hale consiguió salir de su languidez y olvidar su verdadero sufrimiento pensando en lo agradable y gozosa que sería su estancia en la costa. Sólo lamentaba que el señor Hale no pasara con ella los quince días como había hecho una vez, cuando se prometieron y ella estaba con sir John y lady Beresford en Torquay.