Capítulo XLIX

Respirar tranquilidad

Y camina despacio por la playa soleada,

con muchas pausas vacilantes,

la pena ejerce una influencia tan secreta y sagrada.

HOOD [87]

—¿No es Margaret la heredera? —susurró Edith a su esposo cuando estaban solos en su habitación por la noche, después del triste viaje a Oxford. Le había hecho bajar la cabeza, se había puesto de puntillas y le había implorado que no se asustara antes de aventurarse a hacerle la pregunta. Pero el capitán Lennox no tenía ni idea. Si alguna vez se lo habían dicho, lo había olvidado. Un miembro numerario de un pequeño colegio no podía tener mucho que dejar. Claro que él nunca había querido que ella pagara el alojamiento, y era absurdo que les diera doscientas cincuenta libras anuales teniendo en cuenta que no bebía vino. Edith se apoyó normalmente en los pies un poco más triste, con un idilio hecho añicos.

Una semana más tarde, se acercó cabrioleando a su marido y le hizo una reverencia.

—Yo tengo razón y tú te equivocas, nobilísimo capitán. Margaret ha recibido carta de un abogado y es heredera universal, siendo los legados unas dos mil libras, y la propiedad de unas cuarenta mil al valor actual de los inmuebles en Milton.

—¡Caramba! ¿Y cómo se ha tomado su buena fortuna?

—Bueno, por lo visto ya sabía que iba a tenerla desde el principio; sólo que no sabía que era tanto. Está muy blanca y muy pálida y dice que le da miedo; pero eso es absurdo, ya sabes, y pasará pronto. He dejado a mamá colmándola de parabienes y me he escabullido para decírtelo.

Al parecer, todos consideraron lo más natural del mundo mediante acuerdo general que el señor Lennox fuera asesor legal de Margaret de allí en adelante. Ella no sabía nada de las cuestiones de negocios y tenía que recurrir a él en casi todo. Él eligió al apoderado; él fue a verla con los documentos que tenía que firmar. Y cuando se sentía mas feliz era cuando le enseñaba a ella de qué eran signos y ejemplos todos estos misterios de la ley.

—Henry —dijo Edith maliciosamente un día—, ¿sabes en qué confío y espero que acaben todas estas largas conversaciones con Margaret?

—No, ni lo sé ni quiero saberlo dijo él, ruborizándose.

—Pues muy bien; entonces no necesito pedirle a Sholto que no invite a casa tan a menudo al señor Montagu.

—Como quieras —repuso él con simulada indiferencia—. Lo que piensas puede ocurrir o no; pero esta vez sopesaré bien las cosas antes de comprometerme. Invita a quien te plazca. Tal vez no sea muy cortés, Edith, pero si te inmiscuyes lo estropearás todo. Ha estado muy arisca conmigo durante mucho tiempo; sólo ahora ha empezando a suavizar un poco conmigo su actitud de Zenobia[88]. Tendría madera de Cleopatra, si fuera un poco más pagana.

—Yo por mi parte —dijo Edith con cierta malicia—, estoy muy contenta de que sea cristiana. ¡Conozco tan pocos!

No hubo España para Margaret aquel otoño; aunque confió hasta el último momento en que alguna feliz oportunidad reclamara a su hermano a París, donde podría verle fácilmente si alguien la acompañaba. En lugar de Cádiz, tuvo que conformarse con Cromer. Su tía y los Lennox estaban vinculados a aquel lugar. Siempre habían querido que los acompañara y, por consiguiente, dado su carácter, no se esforzaron gran cosa por estimular su deseo de un destino distinto. Tal vez Cromer fuese lo mejor para ella, en cierto sentido de la expresión. Necesitaba fortalecerse y tonificarse físicamente, además de descanso.

Entre otras esperanzas que se habían desvanecido estaba la fe, la confianza que había tenido en que el señor Bell explicara al señor Thornton las circunstancias familiares que habían precedido al desdichado accidente que desembocó en la muerte de Leonards. Había querido que cualquier opinión del señor Thornton, por distinta que pudiera ser de la que hubiese tenido anteriormente, se basara en el conocimiento verdadero de lo que ella había hecho y por qué lo había hecho. Le habría proporcionado una satisfacción; le habría dado reposo en un tema que ahora la preocuparía toda la vida a menos que pudiera resolverse a no pensar en ello. Después de tanto tiempo de los sucesos ya no había medio alguno de explicarlos más que el perdido con la muerte del señor Bell. Tendría que resignarse a que él la juzgara mal, como tantos otros. Pero aunque se convenció a fuerza de razonar de que su suerte en eso no era excepcional, no por ello dejaba de anhelar angustiada que alguna vez —dentro de muchos, muchísimos años—, al menos antes de morir, él supiera lo grande que había sido su tentación. Pensó que no necesitaría enterarse de que se lo habían explicado todo si pudiera estar segura de que lo sabía. Pero éste era un deseo vano, como tantos otros. Y cuando consiguió convencerse de ello, volvió con toda su alma y su fuerza a la vida que la rodeaba y decidió esforzarse y sacar el mejor partido de ella.

Solía pasar largas horas sentada en la playa, contemplando el continuo movimiento del oleaje que rompía en la costa de guijarros; o miraba la superficie ondulante del mar más a lo lejos, su centelleo frente al cielo, y oía, sin ser consciente de ello, el eterno salmo que se elevaba sin cesar. Se calmó sin saber cómo ni por qué. Permanecía allí sentada lánguidamente en el suelo con las manos alrededor de las rodillas, mientras su tía Shaw hacía pequeñas compras y Edith y el capitán Lennox recorrían en coche la costa y el interior. Las niñeras que paseaban a los niños pasaban y volvían a pasar a su lado y comentaban en cuchicheos asombradas qué podría ver para quedarse mirando tanto tiempo día tras día. Y cuando la familia se reunía a la hora de comer, Margaret permanecía tan callada y absorta que Edith decidió que estaba abatida y acogió muy satisfecha una propuesta de su marido: tenían que invitar al señor Lennox a pasar una semana en Cromer a su regreso de Escocia en octubre.

Pero todo este tiempo para pensar permitió a Margaret situar los sucesos en su justo lugar, en cuanto a causa y significación, tanto respecto a su vida pasada como a su futuro. No fueron horas perdidas las que pasó a la orilla del mar, como podría haber visto cualquiera que hubiera tenido la agudeza necesaria para descifrar o la atención necesaria para interpretar la expresión que fue adoptando gradualmente la cara de Margaret. El cambio impresionó sobremanera al señor Lennox.

—Creo que el mar le ha sentado muy bien a la señorita Hale —comentó en cuanto ella salió de la habitación tras su llegada al círculo familiar—. Parece diez años más joven que en Harley Street.

—Es el sombrero que le he comprado —dijo Edith entusiasmada—. Supe que le sentaría bien en cuando lo vi.

—Perdona —dijo el señor Lennox, en el tono indulgente y despectivo que solía emplear con Edith—, pero creo que conozco perfectamente la diferencia entre los encantos de una prenda y los encantos de una mujer. Ningún simple sombrero puede hacer que los ojos de la señorita Hale sean tan luminosos y tan suaves a la vez, ni sus labios tan plenos y tan rojos, ni su cara tan llena de paz y de luz. Es igual, y todavía más, que —bajó la voz—, que la Margaret Hale de Helstone.

A partir de entonces, aquel hombre inteligente y ambicioso concentró todas sus potencias en conseguir a Margaret. Amaba su dulce belleza. Veía el alcance oculto de su mente a la que (creía él) podía inducirse fácilmente a abrazar todos los objetivos en que había puesto él su corazón. Consideraba su fortuna solamente una parte del carácter completo y soberbio de ella y de su posición, aunque era plenamente consciente del salto que le permitiría dar a él, el pobre abogado. Conseguiría tanto éxito con el tiempo y tantos honores que podría pagarle con intereses aquel primer adelanto de caudal por el que estaría en deuda con ella. Había ido a Milton por asuntos relacionados con las propiedades de ella a su regreso de Escocia; y con la perspicacia de abogado experto, atento siempre a captar y sopesar las contingencias, había visto el considerable valor añadido anualmente a los terrenos y las fincas que poseía ella en aquella ciudad próspera y en crecimiento. Veía complacido que su actual relación de cliente y asesor legal permitía superar gradualmente el recuerdo de aquel día de desdicha y extravío de Helstone. Le brindaba ocasiones excepcionales de relación íntima con ella, además de las propias de la relación entre las familias.

Margaret estaba muy bien dispuesta a escuchar siempre y cuando él hablara de Milton, aunque no hubiese visto a las personas a las que ella conocía mejor. Con su tía y su prima el tono al hablar de Milton había sido de disgusto y desdén; precisamente los sentimientos que Margaret se avergonzaba de recordar que había expresado y sentido al principio cuando había ido a vivir allí. Pero el señor Lennox casi superaba a Margaret en su valoración del carácter de Milton y de sus habitantes. Su energía, su fuerza, su indomable coraje en debatirse y luchar y su llamativa intensidad vital atraían y cautivaban su atención. No se cansaba de hablar de ellos; y no había percibido en ningún momento lo materialista y egoístas que eran muchos de los objetivos que se proponían conseguir con su poderoso e infatigable empeño. Hasta que Margaret, incluso en medio de su complacencia, tuvo la franqueza de señalárselo como el pecado que empañaba todo lo que era noble y digno de admiración. Sin embargo, cuando otros temas la aburrían y daba sólo respuestas breves a muchas preguntas, Henry Lennox descubrió que indagar sobre alguna peculiaridad del carácter de Darkshire devolvía la luz a sus ojos y el color a sus mejillas.

Cuando regresaron a la ciudad, Margaret cumplió uno de sus propósitos y tomó las riendas de su propia vida. Antes de ir a Cromer, había sido tan dócil con las normas de su tía como si fuera aún la pequeña forastera asustada que se había quedado dormida llorando aquella primera noche en el cuarto de las niñas de Harley Street. Pero en aquellas solemnes horas de reflexión había aprendido que tendría que responder de su vida y de lo que había hecho con ella algún día; e intentó resolver ese dificilísimo problema de las mujeres: cuánto debe entregarse en obediencia a la autoridad y cuánto puede reservarse para actuar con libertad. La señora Shaw era todo lo afable que podía ser; y Edith había heredado esta cualidad doméstica encantadora; tal vez fuese Margaret quien tenía peor carácter de las tres, pues su agudeza y su viva imaginación la hacían ser precipitada, y su temprano distanciamiento de la complacencia la había hecho orgullosa; pero poseía una ternura de corazón infantil indescriptible, que hacía sus modales irresistibles, incluso las pocas veces que se había mostrado obstinada anteriormente, y que ahora, aplacada por lo que los demás llamaban su buena fortuna, vencía la resistencia de su tía a someterse a su voluntad. Y Margaret consiguió así el reconocimiento de su derecho a seguir las propias ideas de lo que era su deber.

—Lo único que te pido es que no seas sargentona —le suplicó Edith—. Mamá quiere que tengas un lacayo propio, y me parece muy bien que no lo hagas, porque son grandes plagas. Sólo por complacerme, cariño, no seas varonil. Es lo único que pido. Con o sin lacayo, no seas varonil.

—No te preocupes, Edith. Me desmayaré en tus brazos mientras cenan los sirvientes en la primera ocasión. Y entonces, con Sholto jugando con el fuego y el bebé llorando, empezaras a desear que haya una mujer resuelta a tu lado capaz de afrontar cualquier emergencia.

—¿Y no te parecerá impropio bromear y ser alegre?

—Qué va. Lo pasaré mejor que nunca ahora que emprendo mi propio camino.

—¿Y no irás extravagante y me dejarás comprarte los vestidos?

—La verdad es que me propongo comprármelos yo. Puedes acompañarme si quieres; pero no puede complacerme nadie más que yo misma.

—Bueno, me temía que te vistieras de pardo y ocre para que no se note la suciedad que cogerás en todos esos sitios. Me alegra que conserves algunas vanidades, aunque sea como recuerdo de tu ser anterior.

—Voy a ser exactamente la misma, Edith, si es que tú y mi tía podéis creerlo. Sólo que como no tengo ni marido ni hijo que me proporcionen deberes naturales, tengo que buscarme algunos, además de encargar los vestidos.

En el cónclave familiar que celebraron Edith, su madre, y su marido, se decidió que tal vez todos estos planes de Margaret la aseguraran más para Henry Lennox. La mantendrían fuera del alcance de otros amigos que pudieran tener hijos o hermanos que fueran buenos partidos; y se acordó también que parecía que no disfrutaba nunca mucho de la compañía de nadie más que de la de Henry, aparte de su propia familia. Los otros admiradores, atraídos por su apariencia o por la fama de su fortuna acababan arrastrados por su risueño desdén inconsciente a los caminos frecuentados por otras bellezas menos melindrosas u otras herederas con una mayor cantidad de oro. Henry y Margaret fueron intimando más poco a poco; pero ni él ni ella eran personas que se permitieran dar la menor muestra de las incidencias de su relación.