No volver a encontrarse
¡Amigo de mi padre, amigo mío!
¡No puedo separarme de ti!
Nunca has demostrado, nunca has sabido
el gran cariño que te tengo.
ANÓNIMO[84]
Los elementos de las cenas que daba la señora Lennox eran los siguientes: sus amigas aportaban la belleza; el capitán Lennox, el conocimiento despreocupado de los temas del día; y el señor Henry Lennox y algunos hombres influyentes invitados como amigos suyos, el ingenio, la inteligencia, el vasto y profundo conocimiento del que sabían sacar partido sin resultar pedantes ni recargar el rápido fluir de la conversación.
Estas cenas eran muy agradables, pero incluso en ellas la insatisfacción que sentía Margaret la sorprendía. Se desplegaban todos los talentos, todos los sentimientos, todos los conocimientos; no, incluso todas las inclinaciones a la virtud, como materiales de fuegos de artificio; el fuego sagrado, oculto, se consumía en centelleo y crepitación. Hablaban de arte de forma meramente sensual, considerando los efectos externos en vez de permitirse aprender todo lo que tiene que enseñar. Se estimulaban hasta el entusiasmo sobre temas elevados en compañía y no volvían a pensar en ellos cuando estaban solos; derrochaban sus dotes críticas en un simple flujo de palabras apropiadas.
Un día, cuando los caballeros subieron a la sala, el señor Lennox se acercó a Margaret y le dirigió casi las primeras palabras voluntarias que le había dicho desde que había vuelto a vivir a Harley Street.
—Me pareció que no le complacía lo que decía Shirley en la cena.
—¿De veras? Mi cara debía de ser muy expresiva —repuso Margaret.
—Siempre lo ha sido. No ha perdido el don de ser elocuente.
—No me gustó su forma de defender lo que sabía que es erróneo, tan manifiestamente erróneo, ni siquiera en broma.
—Pero era muy ingenioso. ¡Cómo decía cada palabra! ¿Recuerda los felices epítetos?
—Sí.
—Y los desprecio, le gustaría añadir. Por favor, no tenga reparos, aunque sea mi amigo.
—¡Vaya! Ése es exactamente el tono que emplea… —se interrumpió de pronto.
El esperó muy atento a ver si terminaba la frase; ella se ruborizó y se volvió. No obstante, antes de hacerlo, le oyó decir en voz muy baja y muy clara:
—Si es mi tono o mi forma de pensar lo que le molesta, ¿será sincera conmigo y me lo dirá, dándome así la oportunidad de aprender a complacerla?
Durante todas aquellas semanas no hubo ninguna noticia del viaje del señor Bell a Milton. Él le había comentado en Helstone que tendría que ir bastante pronto; pero debía de haber solucionado los asuntos por carta, pensó Margaret, y sabía que no iría a un lugar que le desagradaba si podía evitarlo. Y además, poco entendía él la importancia secreta que daba ella a la explicación que sólo podía darse de viva voz. Sabía que él consideraba necesario que se hiciera; pero poco importaba que fuera en verano, otoño o invierno. Estaban en agosto y no había habido mención alguna del viaje a España del que le había hablado a Edith, y Margaret procuraba resignarse a que su ilusión se desvaneciera.
Pero una mañana recibió una carta en la que le comunicaba que iría a la ciudad a la semana siguiente; quería hablarle de un plan que se le había ocurrido; y además, se proponía someterse a un pequeño tratamiento, pues había empezado a aceptar su opinión de que sería agradable pensar que se debía más a su salud que a él mismo que se sintiera irritable y enfadado. La carta tenía un tono general de animación forzada que Margaret advertiría después; pero entonces acapararon su atención las exclamaciones de Edith.
—¡Venir a la ciudad, santo cielo, y yo estoy tan agotada por el calor que creo que no me quedan fuerzas para otra cena! Además, se han marchado todos menos nuestras estúpidas personas que no pueden decidir de una vez adónde ir. No habrá nadie para recibirle.
—Estoy segura de que prefiere venir a cenar con nosotros solos tranquilamente que con los extraños más agradables que pudieras reunir. Además, si no se encuentra bien no tendrá ganas de invitaciones. Me alegra que lo haya reconocido al fin. Estaba segura de que se encontraba mal por el tono general de sus cartas, y sin embargo no me contestó cuando se lo pregunté y no tenía a quién recurrir para saberlo.
—Bueno, no estará tan mal o no pensaría en España.
—No menciona España.
—No, pero el plan que tiene que proponerte seguro que se refiere a eso. Pero ¿irías realmente con este tiempo?
—Oh, refrescará cada día más. ¡Sí! Piénsalo. Sólo me preocupa haberlo pensado y deseado demasiado de ese modo obstinado y absorbente que acaba siempre en desilusión o satisfecho al pie de la letra sin procurar ningún placer en el fondo.
—Pero eso es supersticioso, Margaret, estoy segura.
—No, no lo creo. Sólo debe prevenirme e impedirme dar rienda a deseos tan apasionados. Es algo así como «Dame hijos o me muero[85]». Supongo que mi súplica es «Déjame ir a Cádiz o me muero».
—Querida Margaret, te convencerán para que te quedes allí. ¿Y qué haré yo entonces? Ojalá encontrara a alguien aquí con quien te casaras para estar segura de que no te marchas.
—Yo no me casaré nunca.
—Tonterías y dobles tonterías. Porque como dice Sholto eres un atractivo tal para la casa, que sabe que hay muchos hombres que estarán encantados de visitarnos el año que viene por ti.
Margaret se irguió altivamente.
—¿Sabes, Edith?, a veces creo que tu vida en Corfú te ha enseñado…
—¡Muy bien!
—Sólo unas pizquitas de ordinariez.
Edith empezó a sollozar tan amargamente y a declarar con tal vehemencia que su prima ya no la quería ni la consideraba su amiga, que Margaret llegó a pensar que había sido demasiado brusca para desahogar el orgullo herido, y acabó siendo esclava de Edith el resto del día; mientras la damita, abrumada por los sentimiento heridos, yacía como una víctima en el sofá exhalando algún que otro suspiro profundo, hasta que al final se quedó dormida.
El señor Bell no apareció tampoco el día para el que había aplazado la visita por segunda vez. Por la mañana llegó una carta de su sirviente Wallis, en la que explicaba que hacía un tiempo que su señor no se encontraba bien, lo cual había sido la verdadera razón de que pospusiera su viaje; y que en el mismo momento en que tenía que haber salido para Londres, le había dado un ataque de apoplejía; en realidad, añadía Wallis, era opinión de los médicos que no pasaría de aquella noche; y más que probable que cuando la señorita Hale recibiera la carta, su pobre señor ya no viviera.
Margaret recibió la carta a la hora del desayuno; palideció mientras la leía; luego la depositó en silencio en las manos de Edith y salió de la habitación.
Edith se quedó horrorizada cuando la leyó y se echó a llorar, sollozando espantada con tanto desconsuelo que angustió a su marido. La señora Shaw estaba desayunando en su habitación, y recayó en el capitán Lennox la tarea de hacer que su esposa aceptara el contacto próximo con la muerte que parecía ser el primero de su vida, que pudiera recordar. ¡Un hombre que tenía que haber cenado con ellos hoy yacía muerto o agonizando! Tardó un buen rato en poder pensar en Margaret. Entonces se levantó y fue corriendo a su habitación. Dixon estaba guardando algunos artículos de aseo mientras Margaret se ponía apresuradamente el sombrero con lágrimas en los ojos y con manos tan temblorosas que casi no podía atarse las cintas.
—¡Querida Margaret! ¡Qué espantoso! ¿Qué haces? ¿Vas a salir? Ya telegrafiará Sholto o hará lo que quieras.
—Voy a Oxford. Hay un tren dentro de media hora. Dixon se ha ofrecido a acompañarme, pero puedo ir sola. Tengo que verle otra vez. Además, quizá haya mejorado y necesite cuidados. Ha sido como un padre para mí. No me detengas, Edith.
—Pero tengo que hacerlo. No le gustará nada a mamá. Vamos a preguntárselo, Margaret. No sabes adónde vas. No me importaría si tuviera una casa propia, pero en sus aposentos del colegio… Vamos a ver a mamá y se lo preguntas antes de irte. Será un momento.
Margaret cedió y perdió el tren. La señora Shaw se quedó desconcertada con lo repentino del suceso y se puso histérica, haciendo perder un tiempo precioso a Margaret. Pero había otro tren al cabo de dos horas; y después de varias discusiones sobre lo propio y lo impropio, se decidió que el capitán Lennox acompañara a Margaret, ya que lo único en lo que se mantenía firme era en su resolución de ir, sola o como fuese, en el próximo tren, sin importarle que les pareciera correcto o incorrecto hacerlo. El amigo de su padre, su propio amigo, estaba al borde de la muerte; y ese pensamiento se apoderó de ella tan vívidamente, que ella misma se sorprendió de la firmeza con que afirmó esa parte de su derecho a obrar de forma independiente. Cinco minutos antes de que saliera el tren estaba sentada en un coche enfrente del capitán Lennox.
Sería siempre un consuelo pensar que había ido, aunque sólo fuese para enterarse de que el señor Bell había muerto por la noche. Vio les habitaciones en las que había vivido y las asoció siempre después con cariño en el recuerdo con la idea de su padre y de su querido y fiel amigo.
Habían prometido a Edith antes de marcharse que si todo había terminado, tal como temían, volverían para la cena. Así que Margaret tuvo que interrumpir la larga y detenida mirada alrededor de la habitación en que había muerto su padre para despedirse en silencio del bondadoso rostro del que tantas veces habían brotado palabras amables y alegres ocurrencias y extravagancias.
El capitán Lennox se quedó dormido en el viaje de vuelta. Y Margaret pudo llorar con libertad y recordar aquel año funesto y todos los infortunios que le había deparado. En cuanto cobraba plena conciencia de una pérdida, llegaba otra: no a sustituir su aflicción por la anterior, sino a reabrir las heridas y los sentimientos apenas curados. Pero el sonido de las voces tiernas de su tía y de Edith, de la risilla jubilosa de Sholto cuando llegó, y el ver las habitaciones bien iluminadas, con su señora linda con su palidez y su vehemente y afligido interés, Margaret despertó de su sordo trance de desesperación casi supersticiosa y empezó a sentir que incluso a su alrededor podían congregarse el gozo y la alegría. Ocupó el lugar de Edith en el sofá, el pequeño Sholto aprendió a llevar a la tía Margaret su taza de té con mucho cuidado, y cuando ésta subió a vestirse, dio gracias a Dios por haber ahorrado a su querido amigo una enfermedad larga y dolorosa.
Pero cuando llegó la noche, noche desgarradora, y toda la casa se sumió en el silencio, Margaret seguía sentada contemplando la belleza del cielo londinense a aquella hora aquella noche estival; los leves reflejos rosáceos de las luces terrestres en las tenues nubes que flotaban tranquilas a la pálida luz de la luna sobre la cálida oscuridad que se mantenía inmóvil en el horizonte. La habitación de Margaret había sido el salón de las niñas en su infancia, justo cuando ésta desembocaba en la juventud, y cuando los sentimientos y la conciencia despertaron por primera vez a la plena actividad. Recordó que una noche como aquélla se había prometido que llevaría una vida tan valiente y tan noble como cualquier heroína de novela de la que hubiera leído u oído hablar, una vida sans peur et sans reproche[86]. En aquel entonces le parecía que sólo tenía que desearlo y lograría llevar aquella vida. Y ahora había aprendido que no solamente querer sino también rezar es una condición necesaria para lo verdaderamente heroico. Había confiado en sí misma y había caído. Era justa consecuencia de su pecado que todo lo que la excusaba de él, lo que la había tentado a cometerlo, permaneciera siempre oculto a la persona en cuya opinión la había hundido hasta lo más bajo. Se enfrentó a su pecado al fin. Lo reconoció como lo que era. La benévola sofistería del señor Bell de que casi todos los hombres eran culpables de actos equívocos y de que el motivo ennoblecía el mal nunca había influido realmente en ella. Ahora le parecía mezquina y miserable su primera idea de que si lo hubiera sabido todo podría haber dicho la verdad sin miedo. No, el afán de que contar la verdad la excusara parcialmente a ojos del señor Thornton, como había prometido hacer el señor Bell, era una consideración nimia e insignificante ahora que la muerte le había enseñado de nuevo lo que debía ser la vida. Aunque todo el mundo hablara, actuara o guardara silencio con intención de engañar, aunque estuvieran en juego los intereses más preciados y las vidas más amadas estuviesen en peligro, aunque nadie conociera nunca su sinceridad o su falsedad para medir por ella el respeto o el menosprecio que merecía, completamente sola donde estaba, en presencia de Dios, rogó que le diera fuerza para ser siempre sincera de palabra y de obra.