Insatisfacción
Cual pálido músico sostiene la experiencia
un salterio de paciencia en la mano;
de ahí que no entendamos las armonías
del designio de Dios para sus mundos, y se abra la tensión
en tristes acordes menores de perplejidad.
SRA. BROWNING[83]
Dixon llegó de Milton por entonces, y ocupó su puesto como doncella de Margaret. Llevó consigo historias sin cuento de las habladurías de Milton: Martha se había ido a vivir con la señorita Thornton tras la boda de ésta; una relación de las damas de honor, trajes y desayunos de aquella interesante ceremonia; que la gente creía que el señor Thornton la había convertido en una boda demasiado espléndida, habida cuenta de lo mucho que había perdido con la huelga y todo lo que había tenido que pagar por incumplimiento de contratos; el poco dinero que habían sacado de la venta de los muebles, una vergüenza considerando lo rica que era la gente de Milton; que la señora Thornton se había presentado un día y había conseguido dos o tres gangas, y el señor Thornton había ido al siguiente y en su empeño por conseguir un par de artículos había subido las propias apuestas, para gran diversión de los curiosos, con lo que según observó Dixon, se igualaron las cosas: si la señora Thornton había pagado demasiado poco, el señor Thornton había pagado demasiado. El señor Bell había enviado toda clase de instrucciones acerca de los libros, pero no había forma de entenderlo, tan especial era. Si hubiese ido personalmente habría sido perfecto, pero las cartas siempre eran y siempre serán tan desconcertantes que no sirven de nada. Dixon no sabía mucho de los Higgins. Su memoria tenía un sesgo aristocrático y era muy engañosa cuando ella intentaba recordar cualquier circunstancia relacionada con quienes vivían por debajo de su nivel. Creía que Nicholas estaba muy bien. Había ido varias veces a la casa a preguntar qué se sabía de la señorita Margaret. Era la única persona que había preguntado por ella, excepto el señor Thornton una vez. ¿Y Mary? ¡Oh, ella estaba muy bien, por supuesto, una criatura grande, robusta y descuidada! Había oído, o quizá lo hubiera soñado, aunque sería extraño que ella soñara con gente como los Higgins, que Mary había empezado a trabajar en el taller del señor Thornton, porque su padre quería que aprendiera a cocinar; pero no sabía lo que podía significar semejante tontería. Margaret estaba de acuerdo con ella en que la historia era tan absurda como para parecer un sueño. Sin embargo, le complacía poder hablar de Milton y de la gente de Milton con alguien. Dixon no sentía una debilidad especial por el tema y prefería correr un tupido velo sobre esa parte de su vida. Le gustaba mucho más extenderse sobre los discursos del señor Bell, que le habían sugerido la idea de cuál era realmente su intención: nombrar heredera a Margaret. Pero su señorita no alentó ni satisfizo en modo alguno sus preguntas insinuantes, aunque disfrazadas de sospechas o afirmaciones.
Durante todo ese tiempo, Margaret sentía un extraño anhelo indefinido de saber si el señor Bell había hecho una de sus visitas de negocios a Milton; pues había quedado claro entre ellos durante su conversación en Helstone que la explicación que ella deseaba sólo debía darse al señor Thornton de viva voz, e incluso así, sin imponérsela de ninguna manera. El señor Bell no era un gran corresponsal, aunque escribía de vez en cuanto cartas largas o breves, según el humor del momento; y aunque Margaret no era consciente de ninguna esperanza concreta al recibirlas, siempre dejaba a un lado las notas con un vago sentimiento de decepción. No iba a ir a Milton; al menos no decía nada al respecto. ¡Bien! Tenía que ser paciente. Antes o después se despejarían las brumas. Pero el señor Bell no parecía el mismo en las cartas; éstas eran breves y quejosas, con algún que otro toque de amargura insólito en él. No hablaba del futuro, más bien parecía lamentar el pasado y estar cansado del presente. Margaret conjeturó que tal vez no se encontrara bien. Pero en respuesta a una pregunta de ella sobre su salud, le envió una breve nota diciéndole que existía una vieja dolencia llamada esplín; que la padecía y que a ella le tocaba decidir si era más mental que física; pero que le gustaría permitirse refunfuñar sin verse obligado a emitir un boletín cada vez que lo hiciera.
A consecuencia de esa nota, Margaret no hizo más preguntas sobre su salud. Un día Edith mencionó de pasada el fragmento de una conversación que había tenido con el señor Bell la última vez que él había estado en Londres, que obsesionó a Margaret con la idea de que se proponía llevarla a visitar a su hermano y a su cuñada a Cádiz en el otoño. Preguntó e interrogó a Edith hasta que ésta se hartó y declaró que no había más que recordar, que todo lo que le había dicho era que a lo mejor iba él para saber por sí mismo qué tenía que decir Frederick del motín; y que sería una buena oportunidad para que Margaret conociera a su cuñada; que él siempre iba a algún lado durante las vacaciones largas y que no veía por qué no iba a ir a España lo mismo que a cualquier otro sitio. Eso era todo. Edith esperaba que Margaret no quisiera dejarlos y estaba preocupada por todo esto. Y luego, como no tenía nada mejor que hacer, se echó a llorar y dijo que ya sabía que quería mucho más a Margaret que Margaret a ella. Margaret la consoló lo mejor que pudo, pero no le pudo explicar cuánto le complacía y encantaba la idea de España, por muy ilusoria que fuera. Edith solía pensar que cualquier placer disfrutado lejos de ella era una afrenta tácita o como mínimo una prueba de indiferencia. Así que Margaret tuvo que guardárselo para ella y sólo lo dejó escapar a modo de válvula de seguridad preguntándole a Dixon mientras se vestía para la cena si no le gustaría muchísimo ver al señorito Frederick y a su esposa.
—Ella es papista, ¿verdad?
—Supongo…, oh, claro, por supuesto —contestó Margaret, un poco desanimada de pronto al recordarlo.
—¿Y viven en un país papista?
—Sí.
—Entonces lo siento pero tengo que decir que aprecio mucho más mi alma que al señorito Frederick incluso, con todo lo que le quiero. Estaría siempre aterrada por si me convertían, señorita.
—Bueno, no sé si iré —dijo Margaret—. Pero si voy, no soy una dama tan delicada como para no poder viajar sin ti. ¡No, mi vieja y querida Dixon! Tendrás unas largas vacaciones si voy. Aunque me temo que sea un largo «si».
A Dixon no le gustó esta conversación. En primer lugar, no le hacía ninguna gracia la costumbre de Margaret de llamarla «vieja y querida Dixon» cuando se ponía especialmente efusiva. Sabía que la señorita Hale era propensa a emplear vieja a modo de tratamiento, pero Dixon siempre se resistía a que se lo aplicara a ella, que, con poco más de cincuenta años, se consideraba en la flor de la vida. En segundo lugar, no le gustó que le tomara la palabra tan fácilmente, pues, pese a todo su terror, sentía una oculta curiosidad por España, la Inquisición y los misterios papistas. Así que carraspeó un poco, como para demostrar su decisión de eliminar las objeciones, y preguntó a la señorita Hale si creía que si procuraba no ver nunca a un cura ni entrar en ninguna de sus iglesias habría tanto peligro de que la convirtieran. Seguro que el señorito Frederick se había pasado al otro lado irresponsablemente.
—Creo que lo hizo por amor —dijo Margaret con un suspiro.
—¡Pues vaya, señorita! —repuso Dixon—. La verdad, puedo protegerme de los curas y de las iglesias, pero el amor llega a hurtadillas. Creo que no debería ir.
Margaret tenía miedo de pensar demasiado en la visita a España. Pero eso evitó que cavilara con excesiva impaciencia sobre su deseo de que el señor Thornton lo supiera todo. De momento, parecía que el señor Bell seguía inmóvil en Oxford y no tenía intención de ir a Milton; y parecía también que una reserva oculta impidiera a Margaret preguntar incluso o aludir de nuevo a cualquier posibilidad de semejante visita por su parte. Tampoco se sentía libre para mencionar lo que le había dicho Edith de la idea de ir a España, que tal vez sólo hubiese abrigado durante cinco minutos. El no se lo había mencionado en Helstone durante todo el día soleado de ocio; podría haber sido sólo una fantasía momentánea, pero si fuese cierto, qué alivio supondría en la monotonía de su vida actual, que estaba empezando a aburrirla.
Uno de los grandes placeres de Margaret en este período era el niño de Edith. Era el orgullo y el juguete de sus padres mientras se portaba bien. Pero cuando manifestaba la firme voluntad de salirse con la suya, y en cuanto le daba una de sus pataletas, Edith renunciaba desesperada y fatigada y decía con un suspiro:
—¡Santo cielo! ¿Qué voy a hacer con él? Margaret, por favor, toca el timbre para que venga Hanley.
Pero a Margaret casi le gustaba mas en estas manifestaciones de genio que cuando se portaba como un angelito. Se lo llevaba entonces a una habitación donde luchaban ambos hasta el final. Ella con una firmeza que lo apaciguaba, mientras empleaba de la forma apropiada todo el encanto y toda la astucia que poseía hasta que él frotaba la cara lacrimosa y ardiente con la de ella, con besos y caricias hasta que se quedaba dormido en sus brazos o sobre su hombro. Esos eran los momentos mas dulces de Margaret. Le daban un indicio del sentimiento que creía que se le negaría siempre.
El señor Henry Lennox añadió un elemento nuevo y nada desagradable al curso de la vida familiar con su frecuente presencia. A Margaret le parecía más frío aunque más brillante que antes; pero había gustos intelectuales firmes y abundante y variado conocimiento que daban sabor a la conversación, por lo demás bastante insípida. Margaret advirtió en él atisbos de un ligero desdén por su hermano, su cuñada y su modo de vida, que parecía considerar frívolo y sin sentido. Margaret le oyó emplear un tono bastante áspero con su hermano un par de veces, preguntándole si pensaba renunciar totalmente a su carrera; y ante la respuesta del capitán Lennox de que tenía de sobra para subsistir, había visto el rictus del señor Lennox al decir: «¿Y es eso todo lo que esperas de la vida para lo que vives?».
Pero los hermanos estaban muy unidos, como suelen estarlo dos personas cuando una es mas inteligente y guía siempre a la otra y esta última se siente contenta dejándose guiar. El señor Lennox progresaba en su profesión; cultivaba con minuciosa previsión todos los contactos que pudieran serle útiles a la larga. Era agudo, perspicaz, inteligente, sarcástico y orgulloso. Desde la última conversación larga sobre los asuntos de Frederick que había mantenido con él la primera tarde en presencia del señor Bell, no habían tenido mucho trato, aparte del propio de las estrechas relaciones de ambos con la misma familia. Pero eso bastó para disipar la cautela de ella y todos los síntomas de vanidad y orgullo herido de él. Se veían continuamente, por supuesto, aunque Margaret creía que él procuraba evitar quedarse a solas con ella. Suponía que percibía igual que ella que se habían alejado extrañamente de su antiguo fondeadero en el que compartieran muchas opiniones y todos los gustos.
Y sin embargo, cuando él hablaba excepcionalmente bien o con extraordinaria fuerza epigramática, ella creía que buscaba la expresión de su semblante antes que nada, aunque sólo un instante; y que, en la relación familiar que los reunía continuamente, la opinión de ella era la única que escuchaba con deferencia: la más completa, porque la daba de mala gana y la ocultaba todo lo posible.