Antes y ahora
Siempre que me atrevo a pensar de nuevo
en aquellos tiempos tan felices,
he de añorar aún a los amigos fieles
que la muerte se llevó de mi lado.
Pero cuando existe verdadera amistad,
espíritu es lo que el espíritu encuentra.
En espíritu entonces nuestro gozo hallamos,
y en espíritu sigo a ellos ligado.
UHLAND[78]
Margaret estaba preparada mucho antes de la hora prevista, y tuvo tiempo de llorar un poco, quedamente, cuando no la observaban, y de sonreír animosa cuando alguien la miraba. Su última preocupación fue que llegaran tarde y perdieran el tren. ¡Pero no fue así! Llegaron a tiempo; y respiró tranquila y feliz por fin, sentada frente al señor Bell en el coche, mientras las estaciones conocidas iban quedando rápidamente atrás. Veía los antiguos pueblos y aldeas sureños, dormidos a la cálida luz del sol puro, que daba un color todavía más rojizo a sus tejados, tan diferentes de los de pizarra del norte. Las palomas revoloteaban sobre los pintorescos tejados posándose despacio aquí y allá y erizando las plumas brillantes y suaves como si expusieran todas las fibras al delicioso calor. Se veían pocas personas en las estaciones y parecían casi demasiado perezosamente contentas para querer viajar. Allí no se advertía el ajetreo y la animación que había observado Margaret en sus dos viajes en la línea de Londres y Norte-Oeste. Más adelante, aquella línea cobraría vida y movimiento cuando se llenara de buscadores de placeres; pero en cuanto al constante ir y venir de los atareados comerciantes, sería siempre muy distinta de las líneas del norte. Allí siempre había algunos espectadores ociosos en casi todas las estaciones, con las manos en los bolsillos y tan absortos en el simple hecho de observar que los viajeros se preguntaban qué harían cuando el tren se perdiera en la lejanía y sólo pudiera contemplar la vía vacía, algunas cabañas y los campos distantes. El aire caliente bailaba sobre la dorada quietud de la tierra, iban quedando atrás una granja tras otra, y cada una recordaba a Margaret los idilios alemanes, Hermann y Dorotea[79], y Evangeline[80]. Salió de este ensueño. Era el momento de bajar del tren y tomar el coche a Helstone. Y entonces le atravesaron el corazón sentimientos más intensos, no sabría decir si de dolor o de gozo. Cada trecho estaba cargado de asociaciones que no se hubiese perdido por nada, aunque cada una la hacía llorar con honda añoranza «por los tiempos pasados». Había recorrido por última vez aquella carretera cuando se marchó del lugar con su padre y su madre: el día y la estación eran sombríos entonces y ella misma se sentía desesperada, pero los tenía a ellos. Ahora estaba sola, huérfana; y ellos se habían alejado de ella extrañamente y habían desaparecido de la faz de la tierra. Le dolía ver la carretera de Helstone tan inundada de sol, y cada recodo y cada árbol conocido tan exactamente iguales en su esplendor estival que como los recordaba. La naturaleza no sufría cambios y era siempre joven.
El señor Bell sabía lo que pasaba por la mente de Margaret, y guardó un prudente y cordial silencio. Llegaron al Lennard Arms; medio granja medio hostal, un poco apartado de la carretera, lo suficiente para indicar que el anfitrión no dependía de la clientela de viajeros tanto como para tener que ir a su encuentro; más bien tenían que buscarlo ellos. La casa daba al ejido del pueblo; y justo delante se alzaba un tilo centenario, en alguno de cuyos huecos frondosos colgaba el lúgubre blasón de los Lennard. Las puertas estaban abiertas de par en par, pero no acudió nadie a recibir a los viajeros. Apareció al fin la dueña (y antes de que lo hiciera podrían haber sustraído muchos artículos), les dio una cordial bienvenida, casi como si fueran invitados, y se disculpó por haber tardado tanto, alegando que como era la temporada de la siega y había que enviar las provisiones a los hombres al campo, estaba tan ocupada preparando los cestos que no había oído el ruido de las ruedas en el sendero herboso que tomaban los coches hasta el hostal al salir de la carretera.
—¡Bueno, válgame Dios! —exclamó cuando acabó de disculparse y un destello de sol le hizo fijarse en la cara de Margaret, que le había pasado desapercibida hasta entonces en la penumbra—. ¡Pero si es la señorita Hale! ¡Jenny! —exclamó, corriendo a la puerta y llamando a su hija—: Ven ahora mismo, corre, ¡es la señorita Hale!
Se acercó luego a Margaret y le estrechó las manos con cariño maternal.
—¿Y qué tal? ¿Cómo están todos? ¿Qué tal el vicario? ¿Y la señorita Dixon? ¡Sobre todo el vicario, bendito sea! ¡Todavía lamentamos que nos dejara!
Margaret intentó decirle que su padre había muerto. Era evidente que la señora Purkis estaba enterada de la muerte de su madre porque no le había preguntado por ella. Pero le falló la voz, sólo consiguió tocarse la ropa de luto riguroso y pronunciar la palabra «papá».
—¡Qué me dice! ¡El señor, no puede ser! —exclamó la señora Purkis, volviéndose hacia el señor Bell para que confirmara la triste sospecha que acababa de ocurrírsele—. Vino un caballero en primavera, o tal vez fuera el invierno pasado, que nos habló mucho del señor Hale y de la señorita Margaret; y nos dijo que la señora Hale había muerto, pobrecilla. ¡Pero ni siquiera mencionó que el vicario estuviera enfermo!
—Así es, sin embargo —dijo el señor Bell—. Murió de repente en Oxford, donde estaba pasando unos días conmigo. Era un hombre bueno, señora Purkis, muchos agradeceríamos tener un final tan plácido como él. ¡Vamos, Margaret, querida! Su padre era mi mejor amigo, y ella es mi ahijada, así que se me ocurrió venir juntos a visitar el antiguo hogar. Sé desde hace mucho que puede proporcionarnos habitaciones cómodas y excelente comida. Ya veo que no me recuerda, pero me llamo Bell, me alojé aquí alguna que otra vez cuando la vicaría estaba ocupada y probé su excelente cerveza.
—Por supuesto. Discúlpeme, pero comprenda que estaba ocupada con la señorita Hale. Permítame enseñarle su habitación, señorita Margaret, allí podrá quitarse el sombrero y lavarse la cara. Esta misma mañana he metido cabeza abajo en el jarro unas rosas recién cortadas, porque, me dije, a lo mejor viene alguien y no hay nada tan agradable como agua de manantial perfumada con rosas almizcleñas. ¡Pensar que ha muerto el vicario! En fin, todos tenemos que morir; pero por lo que dijo aquel caballero se estaba recuperando tras el disgusto de la muerte de la señora Hale.
—Señora Purkis, baje a verme cuando haya atendido a la señorita Hale. Quiero hacerle una consulta sobre la comida.
La pequeña ventana de bisagras de la habitación de Margaret estaba casi tapada por ramas de rosal y de parra. Pero apartándolas hacia un lado y asomándose un poco pudo ver las chimeneas de la casa parroquial sobre los árboles y distinguir muchos rasgos bien conocidos entre el follaje.
—¡Ay! —exclamó la señora Purkis, alisando la cama y enviando a Jenny a buscar toallas perfumadas con espliego—, los tiempos han cambiado, señorita; nuestro nuevo vicario tiene siete hijos y está construyendo una habitación para más, justo donde estaban antes el cenador y la caseta de herramientas. Ha mandado hacer chimeneas nuevas y una ventana de vidrio cilindrado en la sala. El y su esposa son muy activos y han hecho mucho bien; al menos eso dicen. Si no fuera así yo diría que lo están poniendo todo patas arriba para nada. El nuevo vicario es abstemio, señorita, y magistrado, y su esposa tiene un montón de recetas para hacer platos económicos, y es partidaria del pan sin levadura; y los dos hablan al mismo tiempo y tanto que te dejan para el arrastre, como si dijéramos, y hasta que no se marchan y te tranquilizas un poco no se te ocurre todo lo que podrías haber dicho de tu propia opinión sobre el asunto. El busca las latas de los hombres en el henar y mira dentro y luego arma jaleo porque no llevan refresco de jengibre, pero yo no puedo hacer nada. Mi madre y mi abuela antes que yo daban a los segadores buen licor de malta, y tomaban sales y sena cuando no andaban bien; y yo tengo que hacer lo mismo aunque la señora Hepworth no quiera darme confites en vez de medicinas, que son mucho mejores según dice, sólo que yo no tengo ninguna fe en ellas. Pero tengo que irme, señorita, aunque estoy deseando saber muchas cosas. Volveré en seguida.
El señor Bell esperaba a Margaret con fresas con nata, una rebanada de pan moreno y una jarra de leche (además de un queso azul de Stilton y una botella de oporto para su refrigerio particular); y después de este rústico almuerzo salieron a pasear, sin saber muy bien qué camino seguir, por los muchos alicientes de todos.
—¿Pasamos por la vicaría? —preguntó el señor Bell.
—No, todavía no. Vamos por aquí; daremos un rodeo y volveremos por ella —repuso Margaret.
Habían talado algunos árboles viejos aquí y allá el otoño anterior; y había desaparecido una barraca ruinosa. Margaret lo advertía todo y los echaba de menos como a viejos amigos. Pasaron por el sitio donde el señor Lennox y ella habían estado haciendo esbozos. El tronco hendido por el rayo de la venerable haya entre cuyas raíces se habían sentado ya no estaba allí; el anciano que vivía en la choza ruinosa había muerto. Habían derribado la casa y habían construido en su lugar una nueva, pulcra y respetable. Un huertecillo ocupaba el lugar donde había estado la gran haya.
—No creía que fuera tan vieja —dijo Margaret, tras un silencio; y se volvió, suspirando.
—¡Sí! —dijo el señor Bell—. Los primeros cambios de las cosas que conocemos es lo que hace que los jóvenes consideren tan misterioso el tiempo. Con la edad, perdemos el sentido de lo misterioso. Yo considero normales todos los cambios que veo. La inestabilidad de todo lo humano me es familiar. Para ti es algo nuevo y opresivo.
—Vamos a ver a Susanita —dijo Margaret, guiando a su compañero por un sendero herboso que discurría a la sombra de un claro del bosque.
—De mil amores, aunque no tengo ni idea de quién es Susanita. Pero aprecio a todas las Susanas por la sencilla Susana.
—Mi Susanita se enfadó porque me marché sin despedirme de ella; y eso me ha pesado en la conciencia desde entonces, porque le causé una pena que podría haber evitado con muy poco esfuerzo. Pero queda un poco lejos. ¿Seguro que no se cansará?
—Seguro. Es decir, si no caminas tan deprisa. Verás, aquí no hay ninguna vista que pueda darle a uno la excusa para pararse a recobrar el aliento. Te parecería romántico caminar con alguien «torpe y corto de aliento» si yo fuera Hamlet, príncipe de Dinamarca. Ten compasión de mis debilidades por él.
—Caminaremos más despacio por usted. Le prefiero mil veces a Hamlet.
—¿Por aquello de que vale más un asno vivo que un león muerto?
—Tal vez. No analizo mis sentimientos.
—Me doy por satisfecho aceptando tu predilección por mí, sin examinar con excesiva curiosidad los elementos de que se compone. Pero tampoco hace falta que vayamos a paso de tortuga.
—De acuerdo. Vaya a su paso y yo lo seguiré. O párese a meditar como el Hamlet con quien se comparaba si voy demasiado deprisa.
—Gracias. Pero como mi madre no ha asesinado a mi padre para casarse luego con mi tío, no sabría en qué pensar, no siendo en sopesar las posibilidades de que nos preparen una buena cena. ¿Tú qué opinas?
—Yo tengo grandes esperanzas. Por lo que tocaba a la opinión de Helstone, era una cocinera excelente.
—Pero ¿tienes en cuenta la distracción mental que supone la siega?
Margaret apreciaba el bondadoso empeño del señor Bell en bromear animosamente sobre naderías para impedir que ahondara demasiado en los recuerdos del pasado. Pero si el deseo de estar sola no hubiese sido excesiva ingratitud habría preferido recorrer aquellos amados senderos en silencio.
Llegaron a la casa donde vivía la madre viuda de Susan. Su hija no estaba. Había ido a la escuela parroquial. Margaret se decepcionó y la pobre mujer lo advirtió e intentó disculparse.
—¡No se preocupe! —dijo Margaret—. Me alegra saber que está en la escuela. Tenía que haberlo pensado. Es que solía estar en casa con usted.
—¡Es verdad! ¡Y no sabe cuánto la echo de menos! Yo le enseñaba lo poco que sé por las noches. Que por supuesto no era mucho. Se estaba haciendo tan habilidosa que la echo muchísimo de menos. Pero ahora sabe mucho más que yo —dijo la madre con un suspiro.
—Yo no entiendo nada —refunfuñó el señor Bell—. No me haga caso. Estoy cien años anticuado. Pero diría que la niña recibía una educación mejor, más sencilla y mas natural quedándose en casa, ayudando a su madre y aprendiendo a leer un capítulo del Nuevo Testamento cada noche a su lado que con todos los estudios del mundo.
Margaret no quería animarle a seguir replicándole y prolongar la discusión delante de la madre, así que se volvió hacia ella y le preguntó:
—¿Cómo está la señora Bessy Barnes?
—No lo sé —dijo la mujer en tono bastante seco—. No nos hablamos.
—¿Por qué? —preguntó Margaret, que había sido antiguamente la conciliadora del pueblo.
—Me robó el gato.
—¿Sabía que era suyo?
—No lo sé. Supongo que no.
—¡Vaya! Pues podrá recuperarlo en cuanto le diga que es suyo.
—¡No! Porque lo quemó.
—¿Que lo quemó? —exclamaron Margaret y el señor Bell al unísono.
—¡Lo achicharró! —explicó la mujer.
No era una explicación. A fuerza de preguntar, Margaret le sonsacó el espantoso hecho de que Bessy Barnes se había dejado convencer por una gitana que le había dicho la buenaventura, y le había dejado la ropa de los domingos de su marido con la promesa de que se la devolvería sin falta el sábado por la noche antes de que Goodman Barnes la echara de menos; pero las prendas no aparecieron y Bessy Barnes se asustó y, temiendo la cólera de su marido, recurrió a una de las salvajes supersticiones de la región, según la cual, los maullidos agónicos de un gato mientras lo hierven o lo queman vivo obligaba a los poderes ocultos a cumplir los deseos del verdugo. Era evidente que la pobre mujer creía en su eficacia. Sólo estaba indignada porque habían elegido para el sacrificio precisamente a su gato. Margaret la escuchó horrorizada e intentó en vano iluminar la mente de la mujer, pero se vio obligada a renunciar. Consiguió hacerle reconocer poco a poco determinados hechos cuyo orden y conexión lógicos eran clarísimos para Margaret; al final, la desconcertada mujer sencillamente repitió su primera afirmación, es decir, que sin duda era muy cruel y que a ella no le gustaría hacerlo; pero que no había nada igual para dar a una persona lo que quería; que lo había oído siempre; aunque era muy cruel pese a todo. Margaret se dio por vencida y se marchó angustiada.
—Muchas gracias por haberme demostrado que no tenía razón —le dijo el señor Bell.
—¿Cómo? ¿A qué se refiere?
—Reconozco que estaba equivocado sobre la escuela. Cualquier cosa es preferible a educar a esa niña en semejante paganismo práctico.
—¡Ah, ya entiendo! ¡Pobre Susan! Tengo que verla; ¿le importa que vayamos a la escuela?
—En absoluto. Siento curiosidad por ver qué clase de enseñanza recibe.
Apenas hablaron mientras se abrían paso por las hondonadas boscosas cuya suave influencia verde no pudo disipar el disgusto y la pena del corazón de Margaret tras la revelación de semejante crueldad; una historia, además, que delataba absoluta falta de imaginación y de compasión por la pobre víctima.
El rumor de voces como el murmullo de una colmena de abejas humanas atareadas se hizo audible en cuanto salieron del bosque al ejido más despejado en el que se alzaba la escuela. La puerta estaba abierta de par en par. Entraron. Una señora briosa, vestida de negro, que tan pronto estaba aquí como allá y en todas partes, los vio y les dio la bienvenida con cierto aire de anfitriona que Margaret recordó que solía adoptar su madre, aunque de forma más lánguida y suave, cuando aparecía algún visitante a inspeccionar la escuela. Se dio cuenta en seguida de que era la esposa del nuevo vicario, la sucesora de su madre; y si hubiese podido, habría retrocedido y eludido la entrevista. Pero dominó en un instante este sentimiento y avanzó recatadamente entre alegres miradas de reconocimiento y susurros contenidos de «¡Es la señorita Hale!».
La esposa del vicario oyó el nombre y adoptó de inmediato una actitud más afable. Margaret lamentó que adoptara también mayor petulancia. La señora tendió una mano al señor Bell, diciendo:
—Su padre, ¿verdad, señorita Hale? Lo sé por el parecido. Me alegro muchísimo de conocerle, señor. El vicario se alegrará también.
Margaret le explicó que no era su padre, y añadió tartamudeando que había muerto, preguntándose cómo habría soportado el señor Hale volver a visitar Helstone si hubiera sido él como había supuesto la señora del vicario. No escuchó lo que decía la señora Hepworth y dejó que respondiera el señor Bell, mirando mientras tanto alrededor en busca de caras conocidas.
—¡Vaya! Ya veo que le gustaría dar una clase, señorita Hale. Lo sé por mí misma. Levantaos las de primero para dar lección de gramática a la señorita Hale.
La pobre Margaret, cuya visita era sentimental y en modo alguno de inspección, se sintió atrapada; pero como de alguna forma la ponía en contacto con caritas ávidas que había conocido bien en tiempos y que habían recibido el sacramento del bautismo de su padre, se sentó, entreteniéndose en rastrear los rasgos cambiantes de las niñas y sujetando la mano de Susan unos minutos sin que nadie se fijara, mientras las pequeñas buscaban sus libros y la esposa del vicario llegaba todo lo lejos que podía llegar una dama acorralando al señor Bell mientras le explicaba el sistema fonético y le repetía una conversación que había mantenido con el inspector sobre ese tema.
Margaret se inclinó sobre el libro sin ver nada; sólo oía el rumor de las voces infantiles. Volvió el tiempo pasado, y pensó en él, y se le llenaron los ojos de lágrimas hasta que de pronto hubo una pausa, una de las niñas tropezó con una palabra aparentemente simple sin saber cómo denominarla.
—Un, artículo indeterminado —dijo Margaret suavemente.
—Disculpe —dijo la esposa del vicario, toda ojos y oídos—; pero el señor Milsome nos enseña que «un» es…, ¿quién lo recuerda?
—Adjetivo determinativo —contestaron a la vez media docena de voces. Margaret se sintió avergonzada. Las niñas sabían más que ella. El señor Bell la miró y sonrió.
Margaret no volvió a hablar durante la lección. Pero cuando terminó, se acercó tranquilamente a algunas de sus preferidas y habló un poco con ellas. Estaban dejando de ser niñas, convirtiéndose en personas adultas; y desapareciendo de su memoria en su rápido desarrollo, lo mismo que ella se desvanecía de las suyas por los tres años de ausencia. De todos modos, se alegraba de haberlas vuelto a ver, aunque se mezclara con el gozo un rastro de tristeza. Cuando acabaron las clases del día, todavía era temprano en la tarde estival, y la señora Hepworth propuso a Margaret que el señor Bell y ella la acompañaran a la vicaría y vieran… —iba a decir «las mejoras» pero lo sustituyó a tiempo por el más prudente «los cambios»— los cambios que estaba haciendo el vicario. A Margaret no le interesaba lo más mínimo ver los cambios, que chocarían con sus recuerdos del que había sido su hogar; pero deseaba verlo una vez más, aunque temblara por la pena que sabía que sentiría.
La vicaría estaba tan cambiada en el interior y en el exterior que el dolor real fue menor de lo que Margaret esperaba. No parecía el mismo lugar. El jardín, el césped, antiguamente tan primorosamente cuidado que hasta un pétalo de rosa parecía una mancha en su disposición y arreglo perfectos, estaba ahora salpicado de las cosas de los niños, una bolsa de canicas aquí, un aro allá; un sombrero de paja colgaba de un rosal como de un perchero, destrozando una preciosa rama nueva cargada de flores que en otros tiempos hubiera recibido tiernos y amorosos cuidados. El pequeño vestíbulo cuadrado también estaba lleno de señales de infancia feliz, saludable y desordenada.
—Disculpe este caos, señorita Hale —dijo la señora Hepworth—. Cuando acaben el cuarto de los niños impondré un poco de orden. Estamos construyendo un cuarto para los niños en su habitación, creo. ¿Cómo se arreglaban ustedes sin cuarto de niños, señorita Hale?
—Éramos sólo dos —contestó Margaret—. Ustedes tienen muchos hijos, ¿no?
—Siete. ¡Miren! Estamos abriendo una ventana al camino de este lado. El señor Hepworth está gastando muchísimo dinero en esta casa. La verdad es que era prácticamente inhabitable cuando llegamos, quiero decir para una familia tan numerosa como la nuestra, por supuesto.
Habían cambiado todas las habitaciones además de la mencionada por la señora Hepworth, que había sido en tiempos el estudio del señor Hale, y donde la penumbra verdosa y la agradable quietud del lugar habían conducido, como decía él, a la formación de un carácter más capacitado para el pensamiento que para la acción. La ventana nueva permitía una vista del camino y tenía muchas ventajas, como señaló la señora Hepworth. Desde ella podían ver a las ovejas descarriadas del rebaño de su esposo que avanzaban hacia la tentadora cervecería creyendo que nadie las observaba, cuando en realidad no era así; pues el enérgico vicario mantenía vigilada la carretera incluso mientras redactaba sus sermones más ortodoxos, y tenía un sombrero y un bastón colgados a mano para cogerlos antes de salir tras sus feligreses, que hubiesen necesitado piernas rápidas para refugiarse en el Jolly Forester antes de que el vicario abstemio se lo impidiera. Toda la familia era rápida, briosa, vocinglera, bondadosa y carente de excesiva finura perceptiva. Margaret temía que la señora Hepworth se diera cuenta de que el señor Bell se burlaba de ella con la admiración que consideraba propio manifestar por todo cuanto hería especialmente su gusto. ¡Pero no! Lo tomaba todo al pie de la letra y de tan buena fe que Margaret no pudo evitar reprochárselo al señor Bell cuando volvían paseando despacio al hostal.
—No rezongues, Margaret. Lo hice por ti. Me habría portado bien si no te hubiera enseñado todos los cambios con tan evidente júbilo por su capacidad superior para saber cómo mejorar esto o lo otro. Pero si vas a seguir sermoneando, espera hasta después de cenar y así me ayudará a dormir y a hacer la digestión.
Los dos estaban cansados, y Margaret tanto que no le apetecía salir como se había propuesto a dar otra vuelta por los bosques y campos que rodeaban el hogar de su infancia. Y de algún modo, esta visita a Helstone no había sido en absoluto, no había sido exactamente lo que había esperado. Había cambios por todas partes; cambios leves, pero que lo dominaban todo. Las familias habían cambiado por ausencia, muerte o matrimonio, o por las mutaciones naturales que traen los días, los meses y los años que nos llevan imperceptiblemente de la infancia a la juventud y de ahí por la edad adulta a la madurez, en que caemos como fruta bien madura a la madre tierra silenciosa. Los lugares habían cambiado: aquí había desaparecido un árbol, allí una rama, con lo que llegaba un rayo de luz donde antes no había luz alguna; habían arreglado y estrechado un camino y el sendero herboso que lindaba con él había sido cercado y labrado. Una gran mejora, lo llamaban; pero Margaret suspiraba por el antiguo pintoresquismo, la antigua penumbra y el sendero herboso de otros tiempos. Se sentó junto a la ventana en el pequeño escaño y contempló con tristeza las sombras de la noche que iba cayendo y que armonizaba con su estado meditabundo. El señor Bell dormía profundamente tras el ejercicio excepcional del día. Se despertó cuando llegó la bandeja del té portada por una joven campesina colorada que sin duda había pasado el día ayudando en el henar para dar cierta variedad a su ocupación habitual de camarera.
—¡Hola! ¿Quién es? ¿Dónde estamos? ¿Quién es…? ¿Margaret? Ya lo recuerdo todo. No entendía qué mujer podía estar sentada ahí en actitud tan compungida, con las manos apretadas sobre las rodillas y mirando tan fijamente al frente. ¿Qué mirabas, Margaret? —preguntó el señor Bell, acercándose a la ventana y quedándose detrás de ella.
—Nada —contestó Margaret, levantándose en seguida y procurando adoptar un tono animoso.
—¡Nada en realidad! Un fondo de árboles sombrío, unos lienzos colgados en el seto de eglantina, y una inmensa ráfaga de aire húmedo. Cierra la ventana y ven a tomar el té.
Margaret guardó silencio un rato. Jugueteaba con la cucharilla sin prestar especial atención a lo que decía el señor Bell. Él la contradijo y ella respondió esbozando una sonrisa como si le hubiera dado la razón. Luego suspiró, posó la cucharilla y empezó a hablar sin que viniera a cuento y con el tono de voz agudo que suele indicar que quien habla ha estado pensando bastante tiempo en el asunto que quiere exponer:
—Señor Bell, recuerda lo que hablamos anoche de Frederick, ¿verdad?
—Anoche. ¿Dónde estaba yo? ¡Sí, ya recuerdo! Parece que hayan transcurrido semanas. Sí, por supuesto, recuerdo que hablamos de él, pobrecillo.
—Sí, ¿y recuerda que el señor Lennox dijo que había estado en Inglaterra por la época en que murió mi querida madre? —preguntó Margaret, bajando la voz más de lo usual.
—Lo recuerdo. No lo sabía, nadie me lo había dicho.
—Y yo creía… Siempre creí que se lo había explicado papá.
—¡No! No lo hizo. Pero ¿qué querías decirme, Margaret?
—Quería contarle algo que hice entonces y que estuvo muy mal —contestó Margaret, mirándole fijamente de pronto con su expresión más franca, y ruborizándose al confesar—: ¡Dije una mentira!
—Bueno, reconozco que estuvo mal; y no es que yo no haya dicho un buen número en mi vida, no todas con palabras rotundas como supongo que hiciste tú, sino con actos o de un modo mezquino, con circunloquios, induciendo a la gente a dejar de creer la verdad o a creer una mentira. ¿Sabes cuál es la mayor mentira, Margaret? Verás, hay muchísimas personas que se creen buenísimas y que mantienen relaciones extrañas con las mentiras, matrimonios morganáticos y primos segundos. La sangre contaminante de la falsedad corre por las venas de todos nosotros. Yo te habría supuesto tan alejada de ella como a la mayoría. ¡Vamos, ahora te pones a llorar, niña! No, no hablaremos de ello si la cosa va a acabar así. Creo que ya lo has lamentado bastante y que no volverás a hacerlo, ha pasado mucho tiempo y no quiero que estés triste. Quiero verte muy contenta.
Margaret se secó los ojos e intentó hablar de otra cosa, pero de pronto volvió a empezar:
—Por favor, señor Bell, déjeme contárselo. Tal vez pueda ayudarme un poco. No, ayudarme no, pero si supiera usted la verdad tal vez podría corregirme…, aunque tampoco es eso, en realidad —dijo, desesperada por no poder expresarse con la precisión que deseaba.
El señor Bell cambió de actitud.
—Está bien, hija, cuéntamelo —dijo.
—Es una larga historia. Pero cuando vino Fred, mamá estaba muy enferma y yo estaba destrozada de angustia y también tenía miedo de haberle hecho ponerse en peligro. Y nos llevamos un susto en cuanto ella murió, porque Dixon se encontró con alguien en Milton, un individuo llamado Leonards que conocía a Fred y que por lo visto le guardaba rencor o por lo menos se sentía tentado por la recompensa ofrecida por su captura. Y con ese nuevo miedo se me ocurrió que sería mejor que Fred se fuera en seguida a Londres, donde, como comprendería por lo que le dijimos anoche, debía consultar al señor Lennox sobre las posibilidades que tendría de ser absuelto si le juzgaban. Así que fuimos a la estación, es decir, fuimos él y yo. Era por la tarde y estaba oscureciendo, pero aún había luz suficiente para reconocer y ser reconocido. Llegamos demasiado pronto y salimos a pasear por el campo que queda al lado. Yo estaba aterrada todo el rato porque sabía que ese Leonards andaba cerca. Y entonces, cuando estábamos en el campo y la luz roja del sol poniéndose me daba en la cara, pasó alguien a caballo por la carretera justo al pie de la entrada del campo en que estábamos nosotros. Al principio no supe quién era, me daba la luz en los ojos, pero al momento pasó el resplandor y vi que era el señor Thornton, y nos saludamos con una venia.
—Y él vio a Frederick, claro —dijo el señor Bell, animándola a seguir con su historia mientras él cavilaba.
—Sí; y luego, en la estación, apareció un hombre achispado y tambaleante que intentó agarrar a Fred y que perdió el equilibrio cuando Fred se zafó de él, y se cayó por el borde del andén. No fue una caída muy grande, no habría más de tres pies. Pero, ay, señor Bell, ¡aquella caída de algún modo lo mató!
—Menudo problema. Supongo que era ese Leonards. ¿Y cómo se fue Frederick?
Se marchó en seguida después de la caída. Creíamos que el pobre hombre no podía haberse hecho daño, parecía que tenía que ser algo muy leve.
—¿Entonces no murió en seguida?
—¡No! No murió hasta dos o tres días después. Y entonces, ¡ay, señor Bell! Ahora viene la peor parte —dijo, entrelazando los dedos—. Se presentó en casa un inspector de policía y me acusó de ser la compañera del joven cuyo empujón o golpe había causado la muerte a Leonards; era una acusación falsa, claro, pero aún no sabíamos si Fred había embarcado o si seguía en Londres, en cuyo caso, se exponía a que le detuvieran con esa falsa acusación y luego descubrieran que era el teniente Hale acusado de causar aquel motín, y que lo mataran. Todo eso me pasó por la cabeza fugazmente y dije que no era yo, que yo no había estado en la estación de tren aquella noche, que no sabía nada del asunto. Sólo pensaba en salvar a Frederick, era lo único que me preocupaba.
—Opino que obraste bien. Yo habría hecho lo mismo. Te olvidaste de ti misma pensando en otro. Sí, supongo que yo habría hecho lo mismo.
—No, usted no lo habría hecho. Obré mal, fui desobediente y desleal. En aquel momento Fred estaba a salvo fuera de Inglaterra, y en mi obcecación olvidé que había otro testigo que podía declarar que me había visto allí.
—¿Quién?
—El señor Thornton. Ya le he dicho que me vio cerca de la estación. Nos saludamos con una venia.
—¡Bueno! El no sabía nada de este lío por la muerte del borracho. Supongo que la investigación no llegó a nada.
—¡No! El proceso sobre el que habían empezado a hablar en la investigación se interrumpió. El señor Thornton está enterado de todo. Era el magistrado del caso y averiguó que la causa de la muerte no había sido la caída. Pero no antes de saber lo que yo había dicho. ¡Ay, señor Bell!
Se cubrió la cara con las manos como si quisiera ocultarse de la presencia del recuerdo.
—¿Se lo has explicado? ¿Le has expuesto alguna vez el importante motivo personal?
—La falta de fe personal y que me aferré a un pecado para no hundirme —repuso ella con amargura—. No. ¿Cómo iba a hacerlo? Él no sabía nada de Frederick. ¿Iba a contarle los secretos de la familia para recuperar su buena opinión de mí, y arriesgar así las posibilidades de exculpación de Frederick, según parecía entonces? Las últimas palabras de Fred habían sido para encarecerme a mantener en secreto su visita. Ya ve que papá ni siquiera se lo dijo a usted. ¡No! Podía soportar la vergüenza, al menos así lo creía. Y la soporté. El señor Thornton no ha vuelto a respetarme desde entonces.
—Claro que te respeta. Estoy seguro —dijo el señor Bell—. Claro que eso explicaría algo… Pero siempre habla de ti con consideración y estima, aunque ahora comprendo ciertas reservas de su actitud.
Margaret guardó silencio. No prestó atención a lo que siguió diciendo el señor Bell. Perdió la noción del momento. Pero al final dijo:
—¿Me dirá a qué se refiere con lo de sus «reservas» cuando habla de mí?
—Bueno, sólo que me irritó que no se uniera a mis alabanzas de ti. Creí como un viejo tonto que todo el mundo tendría la misma opinión que yo; y era evidente que él no podía estar de acuerdo conmigo. Me desconcertó entonces. Pero si nunca se ha aclarado el asunto, tiene que estar perplejo. En primer lugar, que pasearas con un joven de noche…
—¡Pero era mi hermano! —exclamó Margaret sorprendida.
—Claro. Pero ¿cómo iba a saberlo él?
—No lo sé. Nunca se me había ocurrido pensar una cosa así —dijo Margaret, enrojeciendo y mostrándose dolida y ofendida.
—Quizá tampoco a él, a no ser por la mentira que, dadas las circunstancias, sostengo que fue necesaria.
—No lo fue. Lo sé ahora. Y me arrepiento de veras.
Siguió un largo silencio. Lo rompió al fin Margaret:
—Es probable que no vuelva a ver nunca al señor Thornton —se interrumpió ahí.
—Yo diría que hay muchas cosas más improbables —repuso el señor Bell.
—Pero creo que no lo haré. Aun así, de algún modo no es agradable caer tan bajo como he caído yo en… en la opinión de un amigo. —Tenía los ojos llenos de lágrimas pero hablaba con voz firme y el señor Bell no la estaba mirando—. Y ahora que Frederick ha renunciado a toda esperanza de demostrar su inocencia y volver a Inglaterra, y casi a todo deseo de hacerlo, aclarar todo esto sólo sería hacerme justicia. Si usted quisiera, si pudiera, si se presentara la ocasión (no imponiéndole una explicación, por favor), pero si pudiera, ¿le explicaría todas las circunstancias y le diría también que yo le he dado permiso para hacerlo, porque creo que por papá no debería perder su respeto aunque es probable que no volvamos a vernos?
—Por supuesto. Creo que tiene que saberlo. No me gusta que pese sobre ti la menor sombra de falta de decoro. Seguro que no sabía a qué atenerse al verte sola con un joven.
—En cuanto a eso —dijo Margaret con bastante altivez—, sostengo que honni soit qui mal y pense[81]. De todos modos, preferiría aclararlo si se presenta una ocasión de explicárselo con naturalidad. Pero no es para librarme de cualquier sospecha de comportamiento indecoroso por lo que deseo que lo sepa, si creyera que había sospechado de mí no me importaría su buena opinión; no, es que tiene que saber cómo fui tentada y cómo caí en la trampa; por qué dije aquella mentira, en suma.
—De lo que yo no te acuso. Y te aseguro que no es debilidad por mi parte.
—Lo que piensen otros de la rectitud o la maldad no es nada comparado con mi profundo convencimiento, mi convicción personal de que obré mal. Pero no sigamos hablando de ello, por favor; lo hecho, hecho está. Ahora tengo que dejarlo atrás y procurar ser sincera siempre, si puedo.
—Muy bien. Si te gusta preocuparte y acongojarte, allá tú. Yo siempre mantengo la conciencia tan cerrada como una caja de sorpresas, porque cuando cobra existencia me sorprende por su magnitud. Así que consigo que vuelva a su sitio como hizo el pescador con el genio. «Prodigioso —digo—, pensar que has estado oculta tanto tiempo y en un espacio tan reducido que verdaderamente no conocía tu existencia. Por favor, en lugar de crecer más y más a cada instante y desconcertarme con tus difusos contornos, ¿no podrías comprimirte de nuevo y volver a las dimensiones anteriores?». Y cuando lo consigo, precinto bien el recipiente y pongo sumo cuidado en abrirlo de nuevo y oponerme a Salomón, el más sabio de todos los hombres, que lo confinó allí en primer lugar.
Pero Margaret no lo consideraba un asunto de broma. Apenas prestaba atención a lo que decía el señor Bell. Estaba dando vueltas a la idea, que ya abrigaba antes pero que ahora había cobrado fuerza de convicción, de que el señor Thornton ya no mantenía su buena opinión sobre ella: que le había decepcionado. No creía que una explicación pudiera devolverle nunca, no ya su amor, pues había resuelto no volver a pensar nunca en él ni en cualquier correspondencia por su parte y se mantenía firme en su resolución, sino el respeto y la elevada consideración que le harían estar siempre dispuesto, con el espíritu de los hermosos versos de Gerald Griffin, a.
Volverse y mirar atrás al oír
el sonido de mi nombre.
Siguió atragantándose y tragando siempre que pensaba en ello. Intentó consolarse con la idea de que lo que él imaginara que fuera ella no alteraba el hecho de lo que era. Pero era un lugar común, una fantasía, y se quebraba bajo el peso de su aflicción. Tuvo veinte preguntas en la punta de la lengua para hacérselas al señor Bell, pero no formuló ninguna. El señor Bell pensó que estaba cansada y la envió temprano a su habitación, donde pasó largas horas sentada junto a la ventana abierta contemplando la cúpula púrpura en lo alto donde asomaron las estrellas y brillaron y desaparecieron tras los grandes árboles sombríos antes de que ella se fuera a la cama. Durante toda la larga noche ardió una lucecita en la tierra. Una vela de su antiguo dormitorio, que era el cuarto de los niños con los nuevos habitantes de la vicaría hasta que construyeran el nuevo. Un sentimiento de cambio, de insignificancia personal, de perplejidad y decepción abrumaba a Margaret. Nada era lo mismo; y esa ligera inestabilidad general le causaba más dolor que si hubiera cambiado todo completamente y no lo reconociera.
«Ahora empiezo a comprender lo que ha de ser el cielo y, oh, la grandeza y el consuelo de las palabras “El mismo ayer y hoy y para siempre”. ¡Eternidad! “Desde la eternidad y para siempre eres tú, Dios[82]”. Ese cielo que hay sobre mí parece inmutable, y sin embargo cambia. Estoy tan cansada, tan cansada de todas estas fases vertiginosas de mi vida en la que nada permanece a mi lado, ninguna criatura, ningún lugar, es como el círculo en que las víctimas de la pasión terrenal giran continuamente. Estoy de un humor en el que las mujeres de otra religión toman el velo. Busco permanencia celestial en la monotonía terrenal. Si fuera católica, podría calmar mi corazón, aturdirlo con un buen golpe, podría hacerme monja. Pero suspiraría por mis congéneres; no, mis congéneres no, pues el amor a mi especie no podría llenar mi corazón excluyendo el amor a las personas. Tal vez fuera así, tal vez no. No puedo decidirlo esta noche».
Se fue a la cama cansinamente, se levantó cansinamente al cabo de cuatro o cinco horas. Pero con la mañana llegó la esperanza, y una visión más optimista de las cosas.
«Pese a todo, está bien —se dijo, al oír las voces de los niños que jugaban mientras se vestía—. Si el mundo permaneciera inmóvil, sería retrógrado y se volvería corrupto, si eso no es contradictorio. Si miro fuera de mí misma y de mi dolorosa sensación de cambio, el progreso de todo cuanto me rodea es justo y necesario. Si quiero tener un juicio recto y un ánimo confiado no debo pensar tanto en cómo me afectan a mí personalmente las circunstancias, sino en cómo afectan a los demás». Entró en la sala con una sonrisa en los ojos presta a saltar a sus labios, y saludó al señor Bell.
—Vaya, señorita, te acostaste tarde anoche y te has levantado tarde hoy. Pero tengo una noticia para ti. ¿Qué me dices de una invitación a cenar? Una visita matutina, literalmente al amanecer. He visto al vicario, ha pasado por aquí camino de la escuela. No sé lo que tendría que ver su madrugón con el deseo de dar a nuestra anfitriona una plática abstemia en beneficio de los segadores; pero aquí estaba cuando bajé poco antes de las nueve. Y estamos invitados a cenar allí hoy.
—Pero Edith me espera hoy, no puedo ir —dijo Margaret, alegrándose de tener tan buena excusa.
—Sí, ya lo sé, así se lo dije. Supuse que no querrías ir. Pero la invitación sigue en pie, si te apetece.
—¡Oh no! —dijo Margaret—. Atengámonos a nuestro plan. Salgamos a las doce. Es muy bondadoso y amable por su parte, pero en realidad no puedo ir.
—¡Muy bien! No te pongas nerviosa y yo lo arreglaré todo.
Antes de marcharse, Margaret salió sigilosa y fue a la parte de atrás del huerto de la vicaría y cogió una ramita de madreselva. No había cortado ni una flor el día antes por miedo a que la observaran e hicieran comentarios sobre sus motivos y sus sentimientos. Pero cuando volvía por el ejido, el lugar tenía de nuevo la misma atmósfera encantadora de siempre. Los sonidos de la vida eran más musicales allí que en ningún otro lugar del mundo, la luz era de un dorado más intenso, la vida más plácida y más llena de gozo ensoñador. Margaret recordó entonces sus sentimientos del día anterior y se dijo:
«Yo también cambio perpetuamente, tan pronto de una forma como de otra, ahora decepcionada e irritable porque no es todo como lo imaginaba, y luego de pronto descubro que la realidad es mucho más bella de lo que imaginaba. ¡Oh, Helstone! Nunca amaré otro lugar como a ti».
Pocos días después, las cosas se habían asentado y decidió que estaba muy contenta de haber ido y haberlo visto de nuevo. Sabía que para ella sería siempre el rincón más precioso del mundo, pero estaba tan lleno de asociaciones con el pasado, sobre todo con su padre y con su madre, que si tuviese que pasar todo de nuevo se resistiría a hacer otra visita como la que había hecho con el señor Bell.