Capítulo XLIV

Comodidad sin paz

Torpe girar sin pausa,

la cara de ayer igual que la de hoy.

COWPER[73]

De lo que cada uno debe ser, él ve la forma y norma,

y hasta que lo consigue no es plena su alegría.

RÜCKERT[74]

La excepcional quietud de la casa de Harley Street durante la recuperación de Edith tras el parto sentó muy bien a Margaret, le permitió el descanso natural que necesitaba. Le dio tiempo para asimilar el súbito cambio de circunstancias que había tenido lugar en los dos últimos meses. Se encontró de pronto instalada en una vivienda suntuosa, donde el simple conocimiento de la existencia de cualquier problema apenas parecía haber penetrado. Las ruedas de la maquinaria de la vida cotidiana estaban bien engrasadas y funcionaban con absoluta suavidad. La señora Shaw y Edith se desvivían por atender a Margaret tras el regreso a su hogar, como insistían en llamarlo. Y ella consideraba casi ingratitud el secreto sentimiento de que la vicaría de Helstone, incluso la humilde casita de Milton, con su padre preocupado, su madre enferma y todos los pequeños problemas domésticos de la relativa pobreza constituían su idea de hogar. Edith estaba impaciente por recuperarse para llenar el dormitorio de Margaret de todas las comodidades, adornos y fruslerías que atestaban el suyo. La señora Shaw y su doncella estuvieron muy ocupadas devolviendo el guardarropa de Margaret a un estado de elegante variedad. El capitán Lennox era tranquilo, amable y caballeroso; todos los días se sentaba en el gabinete de su esposa con ella un par de horas; jugaba con su hijo otra hora, y ganduleaba el resto del tiempo en su club cuando no tenía algún compromiso para cenar fuera. Poco antes de que Margaret se hubiera recuperado lo suficiente para no necesitar quietud y reposo, antes de que hubiera empezado a considerar su vida vacía y aburrida, Edith bajó las escaleras y reasumió su papel habitual en la casa; y Margaret volvió a la antigua costumbre de observar, admirar y atender a su prima. Se encargó de buen grado de todos los aparentes deberes de Edith: contestaba a las cartas, le recordaba sus compromisos, la cuidaba cuando no había ningún entretenimiento en perspectiva y, por consiguiente, se sentía bastante inclinada a creerse enferma. Pero el resto de la familia estaba entregada de lleno a la temporada londinense y Margaret solía quedarse sola en casa. Entonces sus pensamientos volvían a Milton, con una extraña sensación por el contraste entre la vida en un lugar y otro. Estaba empezando a cansarse de aquella cómoda monotonía que no exigía ningún esfuerzo. Temía incluso que pudiera sumirse en un letargo insensible y ajeno a todo lo que no fuera la vida muelle que la rodeaba. Tal vez hubiera gente que hacía trabajos duros y penosos en Londres, pero ella no la veía nunca; hasta los sirvientes de la casa vivían en un mundo subterráneo propio, cuyas esperanzas y temores ella desconocía; y parecía que sólo cobraran existencia cuando los necesitaban para satisfacer algún deseo o capricho de su señor y su señora. Existía un extraño vacío insatisfecho en el corazón y en la forma de vida de Margaret. Se lo había insinuado un día a Edith, que estaba fatigada de bailar la noche anterior; su prima le acarició lánguidamente la mejilla. Estaban como habían estado tantas veces en tiempos: Margaret, sentada en un escabel junto al sofá en el que descansaba Edith.

—¡Pobrecita! —le dijo su prima—. Es un poco triste para ti que te dejemos noche tras noche precisamente ahora que hay tanta animación. Pero dentro de poco empezaremos a celebrar nuestras cenas, en cuanto regrese Henry del distrito judicial y será un cambio agradable para ti. ¡No me extraña que te deprimas, pobrecita!

Margaret no creía que las cenas fueran una panacea. Pero Edith presumía de sus cenas; «tan diferentes de las antiguas cenas de viuda bajo el régimen de mamá», como decía ella; y la señora Shaw, por su parte, parecía disfrutar con los nuevos métodos y con el círculo de conocidos del gusto del capitán Lennox y señora tanto como había disfrutado con las fiestas más ceremoniosas y pesadas que solía dar ella. El capitán Lennox era siempre muy amable y fraternal con Margaret. Ella sentía auténtico cariño por él, excepto cuando demostraba una atención especial al atuendo y a la apariencia de Edith, deseoso de que su belleza impresionara lo bastante al mundo. Entonces surgía la Vasti[75] latente que había en Margaret y tenía que esforzarse para no decir lo que pensaba.

Los días de Margaret solían discurrir del siguiente modo: una o dos horas tranquilas ante un desayuno tardío; una comida poco puntual que tomaban lánguidamente los comensales cansados y medio dormidos, pero a la que se esperaba que ella asistiera del principio al fin porque cuando terminaba se discutían los planes y, aunque ninguno de ellos era de su incumbencia, esperaban que diera su aprobación si no podía aportar sus consejos; un sinnúmero de notas que escribir, que Edith le dejaba siempre a ella con cariñosas alabanzas a su elocuencia para redactarlas; un breve entretenimiento con Sholto cuando él regresaba de su paseo matinal; además de cuidar a los niños durante la comida de los sirvientes; un paseo en coche o visitas; y alguna comida o compromiso matinal de su tía y sus primos, que dejaba libre a Margaret, es cierto, pero bastante aburrida de la inactividad del día, abatida y débil.

Margaret esperaba con vivo y mudo interés que llegara Dixon de Milton, donde la anciana sirvienta se había ocupado hasta entonces de solucionar todos los asuntos de la familia Hale. Sentía como una súbita carencia afectiva aquella brusca interrupción de noticias sobre la gente entre la que había vivido tanto tiempo. Bien es verdad que Dixon citaba de vez en cuando en sus cartas una opinión del señor Thornton sobre lo que era mejor que hiciera acerca de los muebles, o la actitud a seguir con el casero de la vivienda de Crampton Terrace. Pero raras veces mencionaba ese nombre, ni ningún otro, en realidad; y Margaret estaba sentada una tarde completamente sola en el gabinete de los Lennox con las cartas de Dixon en la mano, aunque no las estaba leyendo, sino pensando en ellas, recordando los tiempos pasados e imaginando la vida ajetreada y nunca olvidada de la que se había apartado la suya, preguntándose si todo seguiría igual que si su padre y ella nunca hubieran estado allí. Se preguntaba en su fuero interno si nadie en toda la multitud la echaría de menos (no Higgins, no pensaba en él), cuando anunciaron de pronto al señor Bell. Margaret guardó apresuradamente las cartas en el costurero y se levantó, ruborizándose como si la hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso.

—Oh, señor Bell, no esperaba verle.

—Pero supongo que me recibirás con una bienvenida, además de con ese lindo gesto de sorpresa.

—¿Ha cenado? ¿Cómo ha venido? Permítame pedir que le preparen algo.

—Sólo si vas a tomar algo tú también. Si no, verás, no hay nadie que se preocupe menos por comer que yo. Pero ¿dónde están los demás? ¿Han salido a cenar? ¿Te han dejado sola?

—Sí, claro, y es un gran alivio. Precisamente ahora estaba pensando… Pero ¿se arriesgará a cenar? No sé si hay algo en la casa.

—Bueno, para ser sincero, te diré que he cenado en el club. Pero ya no cocinan como antes, así que me dije que si tú ibas a cenar podía completar mi cena. ¡Pero no importa, no importa! No hay ni diez cocineros en Inglaterra dignos de confianza en cenas improvisadas. Si sus habilidades y sus fuegos aguantan, su genio no. ¿Puedes prepararme un poco de té? Y ahora, dime, ¿en qué estabas pensando? Ibas a decírmelo. ¿De quién eran esas cartas que guardaste tan rápidamente, ahijada?

—Sólo de Dixon —repuso ella, enrojeciendo.

—¡Vaya! ¿Eso es todo? ¿Quién crees que vino en el tren conmigo?

—No sé —contestó Margaret, decidida a no hacer suposiciones.

—Tu como lo llames. ¿Qué nombre se da al hermano de un primo político?

—¿El señor Henry Lennox? —preguntó Margaret.

—Sí —repuso el señor Bell—. Lo conociste antes, ¿verdad? ¿Qué clase de persona es, Margaret?

—Me agradaba hace mucho —dijo Margaret, bajando la vista un momento. Luego le miró directamente y continuó del modo habitual—: Ya sabe que hemos mantenido correspondencia acerca de Frederick, pero hace casi tres años que no nos vemos y quizá haya cambiado. ¿Qué le parece a usted?

—No sé. Estaba tan ocupado tratando de averiguar quién era yo, en primer lugar, y qué era, en segundo, que no reveló qué era él. A menos que esa velada curiosidad suya por la clase de individuo con quien tenía que hablar no sea suficiente y justo indicio de su carácter. ¿Te parece agraciado, Margaret?

—¡No! Claro que no. ¿Ya usted?

—Tampoco. Pero pensaba que a lo mejor a ti sí. ¿Es muy importante aquí?

—Supongo que cuando está en la ciudad sí. Está de viaje en el distrito judicial desde que he llegado. Pero ¿viene de Oxford o de Milton, señor Bell?

—De Milton. ¿No ves que estoy ahumado?

—Sí, claro, pero creía que podía ser efecto de las antigüedades de Oxford.

—Vamos, sé sensata. Podría haber manejado a todos los caseros de Oxford y salirme con la mía con muchísimos menos quebraderos de los que me ha causado tu casero de Milton, que me ha vencido al final. No acepta que le entreguemos la casa hasta el mes de junio. Menos mal que el señor Thornton ha encontrado un arrendatario. ¿Por qué no me preguntas por el señor Thornton, Margaret? Te aseguro que ha demostrado ser muy buen amigo tuyo y muy eficaz. Se ha encargado de solucionar la mitad de los problemas.

—¿Y cómo está? ¿Qué tal la señora Thornton? —preguntó Margaret apresuradamente en voz baja, aunque procuraba hablar fuerte.

—Supongo que están bien los dos. Me alojé en su casa hasta que tuve que marcharme por el constante parloteo sobre la boda de la joven Thornton. Era excesivo incluso para Thornton, aunque fuese su hermana. Solía retirarse siempre a su habitación. Le está pasando casi la edad de preocuparse de esas cosas, sean principales o accesorias. Me sorprendió que la señora Thornton cayera también en la corriente dejándose arrastrar por el entusiasmo de su hija por las flores de azahar y el encaje. Creía que estaba hecha de otro paño.

—Haría lo que fuera para ocultar la debilidad de su hija —dijo Margaret en voz baja.

—Tal vez. La has observado bien, ¿verdad? Me parece que no te tiene mucho afecto.

—Ya lo sé —dijo Margaret—. ¡Oh, aquí esta el té al fin! —exclamó como si se sintiera aliviada. Y con el té, llegó también el señor Lennox, que había ido hasta allí dando un paseo después de una cena tardía y que sin duda esperaba encontrar a su hermano y a su cuñada en casa. Margaret supuso que él se alegraba tanto como ella de que hubiera una tercera persona en aquel primer encuentro desde el memorable día de su proposición y el rechazo de ella en Helstone. Ella no sabía qué decir al principio y agradeció la excusa de las ocupaciones de la mesa del té que le permitía guardar silencio y le daba a él la oportunidad de recobrarse. Pues lo cierto es que había tenido que obligarse a ir a Harley Street aquella tarde, con la idea de superar un encuentro incómodo, incómodo incluso en presencia del capitán Lennox y de Edith, y doblemente ahora que Margaret era la única dama y la persona a quien natural y forzosamente tenía que dirigir buena parte de la conversación. Margaret recobró antes que él dominio de sí misma. Tras el primer momento de torpeza tímida empezó a hablar del tema que tenía mas presente.

—Le agradezco muchísimo todo lo que ha hecho por Frederick, señor Lennox.

—Lo único que lamento es que haya sido tan infructuoso —repuso él, lanzando una mirada rápida al señor Bell como si intentara determinar lo que podía decir delante de él. Margaret se dirigió al señor Bell como si le leyera el pensamiento, y ambos lo incluyeron en la conversación suponiendo que estaba al corriente de todos los pasos que se habían dado para intentar demostrar la inocencia de Frederick.

—Ese Horrocks, el último testigo de todos, resultó ser tan inútil como los demás. El señor Lennox ha averiguado que embarcó rumbo a Australia el pasado agosto; sólo dos meses antes de que Frederick viniera a Inglaterra y nos diera los nombres de…

—¡Frederick en Inglaterra! No me lo habías dicho —exclamó el señor Bell sorprendido.

—Creía que lo sabía. Estaba segura de que se lo habíamos dicho. Por supuesto, era un gran secreto, tal vez no debiera haberlo mencionado ahora —dijo Margaret un poco consternada.

—Yo no se lo he mencionado ni a mi hermano ni a su prima —comentó el señor Lennox con cierta sequedad profesional de reproche implícito.

—No te preocupes, Margaret. Yo no vivo en un mundo de habladurías y murmuraciones ni entre gente que intente sonsacarme. No te preocupes tanto por haberte ido de la lengua delante de un viejo ermitaño como yo. No mencionaré a nadie la estancia de Frederick en Inglaterra; no tendré que vencer la tentación de hacerlo porque nadie me lo preguntará. ¡Un momento! —exclamó, interrumpiéndose bruscamente—. ¿Fue para el entierro de tu madre?

—Estuvo con ella cuando murió —dijo Margaret con ternura.

—¡Claro! ¡Por supuesto! Es que alguien me preguntó si no había estado aquí por entonces y yo lo negué categóricamente. Hace pocas semanas…, ¿quién sería? ¡Ah, ya recuerdo!

Pero no dijo el nombre; y aunque Margaret habría dado lo que fuera por saber si sus suposiciones eran ciertas y se trataba del señor Thornton, no podía hacerle la pregunta al señor Bell.

Hubo una breve pausa. Luego el señor Lennox se dirigió directamente a Margaret.

—Supongo que como el señor Bell conoce ya todas las circunstancias del lamentable dilema de su hermano, lo mejor que podría hacer es explicarle cómo está en este momento la investigación de los testimonios que esperábamos presentar en su favor. Así que si me concede el honor de desayunar conmigo mañana, repasaremos los nombres de esta gente desaparecida.

—Me gustaría conocer todos los pormenores, si es posible. ¿No puede venir usted aquí? No me atrevo a invitarles a desayunar a ambos, aunque estoy segura de que serían bien recibidos. Pero hágame saber todo lo posible respecto a Frederick, aunque de momento no haya esperanza.

—Tengo un compromiso a las once y media, pero por supuesto vendré si lo desea —repuso el señor Lennox, con tan buena disposición ahora, que Margaret se acobardó y casi se arrepiente de haber expuesto su petición natural. El señor Bell se levantó y miró a su alrededor buscando el sombrero, que había sido retirado para hacer sitio al té.

—¡Bueno! —dijo—, no sé lo que se propone hacer el señor Lennox, pero yo me dispongo a ponerme en camino hacia casa. Ha sido un día de viaje y los viajes empiezan a dejarse sentir a mis sesenta y pico años.

—Creo que yo me quedaré para ver a mi hermano y a mi hermana —dijo el señor Lennox sin hacer ademán de marcharse. Se apoderó entonces de Margaret un embarazoso temor a quedarse sola con él. Tenía tan presente la escena del huerto de Helstone que no podía dejar de pensar que a él le pasaba lo mismo.

—No se vaya todavía, señor Bell, por favor —se apresuró a decir—. Quiero que vea a Edith; y quiero que Edith le conozca. ¡Por favor! —añadió, posándole una mano ligera pero resuelta en el brazo. El la miró atentamente y advirtió la confusión que se agitaba en su semblante; se sentó de nuevo, como si el leve roce de la joven estuviera dotado de una fuerza irresistible.

—Ya ve cómo me domina, señor Lennox —dijo—. Y espero que advierta la feliz elección de sus expresiones: quiere que «vea» a su prima Edith, que es toda una belleza, según me han dicho; pero tiene la franqueza de cambiar de término en lo referente a mí: quiere que la señora Lennox me «conozca». Supongo que no tengo mucho que «ver», ¿eh, Margaret?

El bromeaba para darle tiempo a recobrarse del ligero nerviosismo que había detectado en su actitud por su proposición de marcharse; y ella captó el tono y devolvió la pelota.

El señor Lennox no entendía cómo podía haberle dicho su hermano, el capitán, que ella había perdido todos sus encantos. Con su discreto vestido negro, sin duda contrastaba con Edith, bailando con su traje de crespón blanco de luto y su largo cabello dorado flotante, toda dulzura y brillo. Se ruborizó y se le marcaron los hoyuelos muy apropiadamente cuando le presentaron al señor Bell, consciente de que tenía que mantener su fama de belleza. Y no podía permitirse que ningún Mardoqueo[76] se negara a rendirle culto y admirarla aunque fuese un viejo profesor de quien nadie había oído hablar nunca.

La señora Shaw y el capitán Lennox dieron una cordial y sincera bienvenida al señor Bell, cada uno a su modo, ganándose su simpatía casi pese a sí mismo, sobre todo cuando vio la naturalidad con que Margaret ocupaba su lugar de hermana e hija en la familia.

—¡Lamento que no estuviéramos en casa para recibirle! —dijo Edith—. ¡Ni a ti, Henry! Aunque no creo que nos hubiéramos quedado en casa por ti. ¡Pero por el señor Bell, por el señor Bell de Margaret…!

—¡Quién sabe los sacrificios que habrías hecho! —dijo su cuñado—. ¡Hasta una cena! Y el placer de lucir este vestido tan apropiado y que tanto te favorece.

Edith no sabía si enfadarse o sonreír. Pero no convenía al señor Lennox empujarla a la primera de tales alternativas, por lo que añadió:

—¿Demostrarás tu buena disposición a hacer sacrificios invitándome a desayunar mañana para ver al señor Bell, en primer lugar, y, en segundo, siendo tan amable de pedir que lo dispongan todo para las nueve y media en lugar de las diez? Tengo algunas cartas y documentos que quiero enseñar a la señorita Hale y al señor Bell.

—Espero que el señor Bell considere nuestra casa como la suya durante su estancia en Londres. Sólo lamento no poder ofrecerle un dormitorio.

—Gracias, se lo agradezco mucho. Me consideraría un grosero si lo hiciera, pues creo que debería declinar la oferta a pesar de todas las tentaciones de tan agradable compañía —dijo el señor Bell, haciendo una venia a todos y felicitándose en el fondo por el ingenioso giro que había dado a la frase, que en lenguaje llano hubiera sido más de este estilo: «No podría soportar los formalismos de personas tan correctas y corteses: sería como carne sin sal. Agradezco mucho que no dispongan de dormitorio. ¡Las frases me han quedado bordadas! Se me da de maravilla esto de los buenos modales».

Siguió muy satisfecho de sí mismo hasta que se vio en la calle caminando junto al señor Lennox. Recordó de pronto la expresión suplicante de Margaret cuando le instó a que se quedara un poco más, y recordó también algunas insinuaciones que le había hecho sobre la admiración del señor Lennox por Margaret un conocido del mismo. Eso cambió el rumbo de sus pensamientos.

—Tengo entendido que conoce usted a la señorita Hale hace tiempo. ¿Cómo la encuentra? A mí me parece pálida y enferma.

—Yo creo que tiene un aspecto estupendo. Tal vez no fuese ésa mi primera impresión cuando llegué, ahora que lo pienso. Pero en cuanto se animó, yo desde luego la he visto tan bien como siempre.

—Han sido muchas las cosas por las que ha tenido que pasar —dijo el señor Bell.

—Sí. Lo lamenté muchísimo cuando me enteré de todo lo que ha tenido que soportar; no sólo la pena común y general de la muerte, sino todo el disgusto que tuvo que causarle la conducta de su padre, y luego…

—¡La conducta de su padre! —exclamó el señor Bell, sorprendido—. Es evidente que le han informado mal. Actuó con la máxima escrupulosidad. Demostró más entereza de la que yo le hubiera creído capaz.

—Tal vez me hayan informado mal. Pero su sucesor en el beneficio, que es un hombre inteligente y sensato y un clérigo riguroso y diligente, me ha dicho que no había ningún motivo para que el señor Hale hiciera lo que hizo, renunciar al beneficio y ponerse él y poner a su familia en las inclementes manos de la enseñanza particular en una ciudad fabril; el obispo le había ofrecido otro beneficio, es cierto; pero si abrigaba algunas dudas podía haberse quedado donde estaba y así no habría tenido motivo para renunciar. Pero la verdad es que estos clérigos rurales llevan una vida tan solitaria, quiero decir aislados de toda relación con hombres de su mismo nivel, con cuyas opiniones podrían regular las propias y descubrir si van demasiado deprisa o demasiado despacio, que son muy propensos a preocuparse con dudas imaginarias en cuanto a los artículos de fe y renunciar a las oportunidades de hacer el bien por fantasías propias poco claras.

—No estoy de acuerdo con usted. No creo que sean muy propensos a hacer lo que hizo mi pobre amigo Hale —dijo el señor Bell. En el fondo se sentía muy disgustado.

—Tal vez haya empleado una expresión demasiado general al decir «muy propensos». Pero sin duda llevan una vida que suele producir engreimiento desordenado o un estado de conciencia morboso —repuso el señor Lennox con absoluta frialdad.

—¿No encuentra ningún engreimiento entre los abogados, por ejemplo? —le preguntó el señor Bell—. Y supongo que rara vez algún caso de conciencia morbosa.

Estaba cada vez más irritado y más alejado de su dominio de los buenos modales recién adquirido. El señor Lennox se dio cuenta al fin de que había molestado a su compañero; y como en realidad había hablado más que nada por decir algo y pasar así el rato mientras siguieran el mismo camino, le importaba bastante poco ponerse de un lado u otro en el asunto, y cambió tranquilamente de postura, diciendo:

—Por supuesto, es bastante admirable que un hombre de la edad del señor Hale deje el que ha sido su hogar durante veinte años y renuncie a todos los hábitos arraigados por una idea que seguramente era errónea, aunque ésa no es la cuestión, un pensamiento intangible. Uno no puede por menos que admirarlo, con una mezcla de lástima en la misma admiración, algo parecido a lo que siente uno por Don Quijote. ¡Y qué caballero era también! Nunca olvidaré la delicada y sencilla hospitalidad con que me recibió aquel último día en Helstone.

Aplacado sólo a medias y sin embargo deseoso de creer que el comportamiento del señor Hale tuviese un matiz quijotesco, a fin de calmar ciertos escrúpulos de conciencia, el señor Bell gruñó:

—¡Sí! ¡Y no conoce usted Milton! ¡Tan diferente de Helstone! Han pasado años desde que estuve en Helstone, pero seguro que sigue igual, cada palo y cada piedra en el mismo sitio desde hace un siglo, mientras que Milton…, voy cada cuatro o cinco años y nací allí, pero, le aseguro que a veces me pierdo entre los montones de talleres que han construido en el huerto de mi padre. ¿Nos separamos aquí? Muy bien, buenas noches, señor. Supongo que nos veremos mañana por la mañana en Harley Street.