El traslado de Margaret
Lo más insignificante de lo que nos despedimos
pierde su insignificancia a la hora del adiós.
ELLIOTT[72]
La señora Shaw tomó una aversión a Milton tan fuerte como podía hacerlo una dama delicada como ella. Era una ciudad ruidosa y llena de humo, la gente pobre que veía por las calles era sucia, las damas ricas vestían de forma extravagante y no había visto ni a un hombre, rico o pobre, con ropa a la medida. Estaba convencida de que Margaret no recuperaría las fuerzas mientras siguiera allí. Ella misma temía sufrir uno de sus antiguos ataques de nervios. Margaret tenía que marcharse con ella y tenía que hacerlo cuanto antes. Ése, si no la fuerza exacta de las palabras, fue de todos modos el ánimo de lo que recomendó a Margaret, hasta que, débil, cansada y abatida, le prometió de mala gana que en cuanto pasara el miércoles volvería con ella a la ciudad, dejando que Dixon se ocupara de pagar las facturas, vender los muebles y cerrar la casa. Antes de aquel miércoles —aquel miércoles triste en que iban a enterrar al señor Hale, lejos de los hogares que había conocido en vida y lejos de la esposa que yacía sola entre extraños (y esto último era el gran problema de Margaret, pues creía que si no se hubiera entregado a aquel incontenible estupor durante los primeros días tristes, podría haber organizado las cosas de otro modo)—, antes de aquel miércoles, Margaret recibió una carta del señor Bell.
Querida Margaret:
Me proponía regresar a Milton el jueves, pero lamentablemente coincide con una de las raras ocasiones en que los compañeros de Plymouth tenemos que cumplir ciertos deberes y no puedo faltar. El capitán Lennox y el señor Thornton están aquí. El primero parece un hombre elegante y bienintencionado; y ha propuesto ir a Milton y ayudarte a buscar el testamento. Es evidente que no existe o ya lo habrías encontrado a estas alturas si has seguido mis instrucciones. El capitán dice que luego tiene que llevaros a casa a ti y a su suegra; y, encontrándose su esposa en el estado en que se encuentra, no veo cómo puedes esperar que se quede más allá del viernes. No obstante, esa Dixon tuya es leal, y sabe defenderse sola y defender tus intereses hasta que llegue yo. Pondré los asuntos en manos de mi abogado de Milton si no hay testamento; pues dudo que este elegante capitán sea un gran hombre de negocios. Sin embargo, sus mostachos son espléndidos. Habrá que hacer una venta; así que selecciona lo que quieres conservar. O puedes enviar luego una lista. Ahora dos cosas más y terminaré. Ya sabes, y si no lo sabes tu pobre padre sí lo sabía, que te dejaré todos mis bienes y mi dinero cuando muera. No es que piense morirme todavía; pero lo menciono sólo para explicar lo siguiente. Parece que estos Lennox te tienen mucho cariño ahora; y tal vez siga siendo así; o tal vez no. Así que es mejor empezar con un acuerdo formal; es decir, que les pagarás doscientas cincuenta libras anuales mientras ellos y tú consideréis agradable vivir juntos. (Eso incluye a Dixon, por supuesto; no te dejes engatusar para pagar más por ella). Así no te verás abandonada a tu suerte si algún día el capitán quiere tener la casa para él solo, sino que podrás irte con tus doscientas cincuenta libras a alguna otra parte; eso si no te he pedido antes que vengas a llevar mi casa. Luego, en cuanto a ropa, Dixon, gastos personales y dulces (todas las jóvenes toman dulces hasta que les llega la sensatez con la edad): consultaré a una dama que conozco y veré cuánto te quedará de tu padre antes de determinar esto. Bien, Margaret, ¿has salido corriendo antes de llegar hasta aquí, preguntándote qué derecho tiene el viejo a arreglar tus asuntos tan caballerosamente?
Estoy seguro de que lo has hecho. Pero te diré que el viejo tiene un derecho. Ha estimado a tu padre durante treinta y cinco años. Le acompañó el día de su boda; le cerró los ojos cuando murió. Y, además, es tu padrino. Y como no puede beneficiarte mucho espiritualmente, pues conoce en secreto tu superioridad en tales asuntos, le complacería hacerte el pobre bien de dotarte materialmente. Y el viejo no tiene ningún pariente conocido en la tierra; «¿quién va a llorar a Adam Bell?», y todo su corazón está empeñado en esta única cosa y Margaret Hale no es la chica que le dirá que no. Escríbeme a vuelta de correo aunque sean sólo dos líneas dándome tu respuesta, pero no las gracias.
Margaret tomó una pluma y escribió con mano temblorosa: «Margaret Hale no es la chica que le dirá que no». En su estado de debilidad no se le ocurrieron otras palabras, aunque le irritó emplear éstas. Pero se fatigó tanto con este leve esfuerzo que si hubiera sabido algún otro medio de aceptación no se habría incorporado para escribir ni una sílaba. Se vio obligada a echarse de nuevo, y procuró no pensar.
—¡Queridísima niña! ¿Te ha disgustado o preocupado la carta?
—¡No! —contestó Margaret débilmente—. Estaré mejor cuando pase mañana.
—Estoy segura de que no te sentirás mejor hasta que no te saque de esta atmósfera insoportable, cariño. No concibo cómo lo has soportado estos dos años.
—¿Adónde iba a ir? No podía dejar a mamá y a papá.
—Bueno, no te aflijas, cariño. Tal vez fuera mejor así, pero no tenía ni idea de que vivierais de este modo. La mujer de nuestro mayordomo vive en una casa mejor que ésta.
—A veces es preciosa…, en verano; no puedes juzgar por su aspecto ahora. He sido muy feliz aquí —dijo Margaret, y cerró los ojos para poner fin a la conversación.
La casa rebosaba comodidad entonces, comparada con lo que había sido. Las tardes eran frescas y encendieron las chimeneas de todos los dormitorios por orden de la señora Shaw. Mimaba a Margaret de todos los modos posibles y compraba las golosinas y los manjares más exquisitos en los que ella misma hubiera buscado consuelo. Pero Margaret era indiferente a esas cosas; o si conseguían llamarle la atención, era sólo como motivos de gratitud a su tía. Se sentía impaciente, a pesar de la debilidad. Procuró no pensar en la ceremonia que iba a celebrarse en Oxford y se pasó el día vagando de una habitación a otra y colocando aparte los artículos que quería conservar. Dixon la seguía, por deseo de la señora Shaw, supuestamente para recibir instrucciones, con una orden privada de convencerla de que descansara en cuanto pudiera.
—Conservaré estos libros, Dixon. ¿Podrás enviar todos los demás al señor Bell? Son de un género que él apreciará por sí mismos y por papá. Éste… Y quiero que le des éste al señor Thornton cuando me haya marchado. Espera; escribiré una nota.
Y se apresuró a sentarse, como si temiera cambiar de opinión, y escribió:
Estimado señor:
Estoy segura de que apreciará este libro por amor a mi padre, a quien perteneció.
Le saluda atentamente,
MARGARET HALE.
Reanudó el recorrido por la casa, sacando objetos que conocía desde la infancia, con cierta renuencia acariciante a dejarlos, por muy anticuados que fuesen, o usados y raídos que estuvieran. Pero no volvió a hablar; y el informe de Dixon a la señora Shaw fue que «dudaba que la señorita Hale oyera una palabra de lo que le decía, aunque hablaba continuamente para distraerla». El resultado de pasar de pie todo el día fue un agotamiento físico excesivo al llegar la noche y el reposo nocturno mejor que había conseguido desde que se enteró de la muerte de su padre.
El día siguiente a la hora del desayuno manifestó su deseo de ir a despedirse de algunos amigos. La señora Shaw puso objeciones:
—Pero cariño, estoy segura de que no puedes tener amigos aquí lo bastante íntimos para justificar que los visites tan pronto; antes de haber ido a la iglesia.
—Pero hoy es el único día que tengo. Si el capitán Lennox viene esta tarde y si tenemos que…, si tengo que irme mañana…
—Sí, claro. Nos iremos mañana. Estoy cada vez más convencida de que este aire te perjudica y que por eso estás tan pálida y te encuentras tan mal. Además, Edith nos espera. Y tal vez me necesite. Pero no puedes ir sola a tu edad, cariño. No, si tienes que hacer esas visitas, te acompañaré. Dixon, supongo que podrá conseguirnos un coche, ¿verdad?
Así que la señora Shaw se dispuso a ocuparse de Margaret y se llevó a la doncella para que se ocupara de los chales y los cojines neumáticos. Margaret estaba demasiado triste para reírse de todos estos preparativos para hacer dos visitas que ella había hecho sola muchas veces a cualquier hora del día. Le daba un poco de miedo reconocer que una de las casas a las que iba era la de Nicholas Higgins. Sólo cabía esperar que su tía decidiera no salir del coche y subir andando y que la ropa húmeda colgada a secar en la calle de las cuerdas tendidas de una casa a otra le golpeara la cara con cada ráfaga de viento.
La señora Shaw se debatió mentalmente entre la comodidad y un sentido del decoro matronil. Pero ganó la primera. Y tras muchas advertencias a Margaret de que tuviera cuidado y no cogiera ninguna fiebre de las que acechaban siempre en aquellos lugares, le permitió al fin que fuera a donde había estado muchas veces sin tomar ninguna precaución ni requerir ningún permiso.
Nicholas había salido. Sólo estaban en casa Mary y dos de los niños Boucher. Margaret se irritó consigo misma por no haber calculado mejor la hora de la visita. Mary era muy poco despierta, pero poseía sentimientos cálidos y bondadosos. Y en cuanto entendió cuál era el objetivo de la visita, empezó a llorar y a sollozar con tan poco comedimiento que Margaret comprendió que eran vanos todos los comentarios que se le habían ocurrido en el viaje en coche. Sólo pudo intentar consolarla un poco sugiriendo la vaga posibilidad de que volvieran a verse alguna vez en algún lugar, y pidiéndole que le dijera a su padre lo mucho que le gustaría que fuera a verla si podía cuando terminara el trabajo aquella tarde.
Cuando se marchaba, se paró y miró a su alrededor; vaciló un momento y dijo:
—Me gustaría tener algún recuerdo de Bessy.
Mary reaccionó en seguida con viva generosidad. ¿Qué podían regalarle? Y al señalar Margaret un vasito corriente que recordaba haber visto siempre junto a Bessy con bebida para sus labios febriles, Mary dijo:
—Oh, elija otra cosa mejor; eso sólo vale cuatro peniques.
—Eso está bien, gracias —dijo Margaret; y se marchó rápidamente, mientras la alegría de Mary por tener algo que regalar le iluminaba la cara.
«Ahora a casa de la señora Thornton. Hay que hacerlo», se dijo Margaret, con expresión pálida y rígida; y le costó mucho encontrar las palabras exactas para explicarle a su tía quién era la señora Thornton y por qué tenía que despedirse de ella.
Las hicieron pasar a la sala (pues la señora Shaw allí sí bajó del coche), donde acababan de encender la chimenea. La señora Shaw se envolvió bien en el chal y tembló.
—¡Qué habitación tan helada! —exclamó.
Tuvieron que esperar un rato a que llegara la señora Thornton. Sentía bastante benevolencia hacia Margaret ahora que iba a perderla de vista. Recordaba el ánimo que había demostrado en diferentes momentos y lugares más incluso que la paciencia con que había soportado cuidados prolongados y agotadores. La saludó con expresión más afable de lo habitual; una sombra de ternura cruzó su semblante al ver la cara de Margaret pálida e hinchada por las lágrimas y advertir el temblor de la voz que intentaba dominar.
—Permítame presentarle a mi tía, la señora Shaw. Me marcho mañana de Milton, no sé si lo sabe. Pero quería volver a verla, señora Thornton, para… para disculparme por mi actitud la última vez que nos vimos, y para decirle que estoy segura de que se proponía ser amable, a pesar de lo mal que nos hayamos comprendido.
Las palabras de Margaret desconcertaron sobremanera a la señora Shaw. ¡Gracias por la amabilidad! ¡Y disculpas por la falta de buenos modales! Pero la señora Thornton replicó:
—Me complace que me haga justicia, señorita Hale. No hice más que lo que consideraba mi deber amonestándola. Siempre he deseado desempeñar el papel de amiga suya. Me alegra que lo reconozca.
—Y —dijo Margaret, ruborizándose exageradamente mientras hablaba— ¿me hará usted justicia y creerá que, aunque no puedo, no quiero, dar explicaciones de mi conducta, no he actuado del modo indecoroso que usted temía?
Margaret dijo esto con voz tan dulce y mirada tan suplicante, que la señora Thornton se vio afectada por una vez por la actitud encantadora a la que hasta entonces se había mostrado invulnerable.
—Sí, la creo. No hablemos más de ello. ¿Dónde va a residir, señorita Hale? Sabía por el señor Bell que iba a marcharse de Milton. Nunca le ha gustado Milton, ¿verdad? —dijo la señora Thornton, esbozando una leve sonrisa—; pero, a pesar de todo, no espere que la felicite por marcharse. ¿Dónde va a vivir?
—Con mi tía —repuso Margaret, volviéndose hacia la señora Shaw.
—Mi sobrina residirá conmigo en Harley Street. Es casi como una hija para mí —dijo la señora Shaw mirando cariñosamente a Margaret—; y me complace manifestarle mi propio agradecimiento por haber sido amable con ella. Si usted y su esposo van alguna vez a la ciudad, le aseguro que tanto mis hijos, el capitán y la señora Lennox, como yo haremos cuanto esté en nuestro poder por atenderles.
La señora Thornton pensó en su fuero interno que Margaret no se había tomado la molestia de explicar a su tía el parentesco que unía al señor y la señora Thornton, así que respondió secamente:
—Mi esposo murió. El señor Thornton es mi hijo. No voy a Londres nunca, así que no podré aprovechar su amable ofrecimiento.
En este preciso momento entró en la sala el señor Thornton; acababa de llegar de Oxford. Su traje de luto indicaba la razón que le había llevado allí.
—John —dijo su madre—, te presento a la señora Shaw, tía de la señorita Hale. Lamento tener que decir que la señorita Hale ha venido a despedirse de nosotros.
—¿Se marcha usted entonces? —preguntó él en voz baja.
—Sí —contestó Margaret—. Nos marchamos mañana.
—Mi yerno viene esta tarde para acompañarnos —dijo la señora Shaw.
El señor Thornton se dio la vuelta. No se había sentado, y ahora parecía que estaba examinando algo que había en la mesa casi con tanto interés como si hubiera descubierto una carta sin abrir y hubiera olvidado que no estaba solo. Ni siquiera pareció advertir que se levantaban para marcharse. Pero se adelantó para ayudar a la señora Shaw a bajar hasta el coche. Mientras éste se acercaba, él y Margaret esperaron muy juntos en el umbral de la puerta. Era inevitable que se abriera paso en la mente de ambos el recuerdo del día de los disturbios. En la de él, irrumpió asociado a la conversación del día siguiente; la vehemente declaración de ella de que no había un solo hombre en toda aquella muchedumbre violenta y desesperada por quien no se preocupara tanto como por él. Torció el gesto al recordar las sarcásticas palabras de ella, aunque su corazón latía cargado de amor ardiente. «¡No! —se dijo—. Ya lo puse a prueba una vez y lo perdí todo. Deja que se vaya, con su corazón de piedra y su belleza; ¡qué rígida y terrible es su expresión ahora a pesar de su belleza! Tiene miedo de que yo diga lo que requeriría severa represión. Que se vaya. Por muy bella y heredera que sea, le resultará difícil encontrar amor más sincero que el mío. ¡Que se vaya!».
Y no hubo rastro alguno de pesar, ni emoción de ningún género en la voz con que le dijo adiós; y la mano ofrecida se aceptó con decidida calma y se soltó con la misma despreocupación que si de una flor muerta y marchita se tratara. Pero nadie en su casa volvió a ver al señor Thornton aquel día. Estaba muy ocupado; o al menos eso dijo.
Margaret quedó tan absolutamente agotada por estas visitas que tuvo que resignarse a los cuidados, caricias y suspiros de su tía, salpicados de «ya te lo dije». Dixon comentó que estaba tan mal como el día que le comunicaron la muerte de su padre, y ella y la señora Shaw consideraron incluso la conveniencia de retrasar el viaje. Pero cuando la señora Shaw propuso de mala gana a Margaret esperar unos días, ella retorció el cuerpo como si sintiera un dolor agudo y dijo:
—Oh, vámonos. No puedo seguir aquí. No me pondré bien aquí. Necesito olvidar.
Así que prosiguieron los preparativos; y llegó el capitán Lennox con noticias de Edith y del niño; y Margaret descubrió que le sentaba bien la conversación anodina y despreocupada de alguien que, aunque amable, no era un simpatizante demasiado cariñoso y preocupado. Se animó; y a la hora que sabía que podía llegar Higgins, consiguió salir de la sala tranquilamente y esperar en su habitación la llamada esperada.
—¡Ay! —dijo él en cuanto entró ella—, ¡pensar que su señor padre haya muerto así! Casi me caigo de espaldas cuando me lo dijeron. «¿El señor Hale? —pregunté—. ¿El que era clérigo?». «Sí», me dijeron. «Entonces ha muerto el hombre mas bueno que haya vivido en este mundo, sean quienes sean los demás». Y vine a verla para decirle cuánto lo sentía, pero las mujeres de la cocina no quisieron avisarla. Me dijeron que estaba usted enferma; y que me aspen, pero no parece usted la misma. Y va a ser una gran dama en Londres, ¿verdad?
—Una gran dama no —dijo Margaret esbozando una leve sonrisa.
—Bueno, Thornton me dijo, va y me dice hace un par de días: «Higgins, ¿ha visto a la señorita Hale?». «No —le digo yo—, hay una manada de mujeres que no me dejan verla. Pero puedo esperar el momento oportuno si está enferma. Ella y yo nos conocemos muy bien. Y ella sabe lo mucho que siento la muerte de su señor padre y no va a dudarlo sólo porque no pueda entrar a decírselo». Y él me dice: «No tendrá mucho tiempo de verla, amigo, no va a quedarse con nosotros un día mas si puede evitarlo. Tiene parientes importantes y se la llevan. Y no la veremos más». «Señor —le dije yo—, si no la veo antes de que se vaya, procuraré ir a Londres la próxima Pascua de Pentecostés. Nadie va a impedirme decirle adiós, por muy pariente suyo que sea». Pero sabía que vendría, ya lo creo. Sólo hice ver que pensaba que se iría de Milton sin verme para seguir la corriente al patrón.
—Tiene razón —dijo Margaret—. Me conoce bien. Y estoy segura de que no se olvidará de mí. Aunque no me recuerde nadie más en Milton, estoy segura de que usted lo hará; y a papá también. Usted sabe lo bueno y lo cariñoso que era. ¡Mire, Higgins! Ésta es su Biblia. La he guardado para usted. Me cuesta separarme de ella; pero sé que a él le gustaría que la tuviera usted. Estoy segura de que la cuidará y la leerá con atención, lo hará por él.
—No lo dude. Lo haría aunque fueran los garabatos del mismísimo diablo y me pidiera que los leyera por usted y por su padre. ¿Qué es esto, muchacha? No me gusta aceptar su dinero, ni se le ocurra. Hemos sido grandes amigos sin que pasara entre nosotros el ruido del dinero.
—Es para los niños, para los niños de Boucher —se apresuró a decir Margaret—. Tal vez les haga falta. No tiene derecho a rechazarlo por ellos. A usted no le daría un penique —añadió sonriendo—; no crea que es para usted.
—¡Bueno, muchacha! Sólo puedo decir gracias, bendita sea y amén.