Capítulo XLII

¡Sola! ¡Sola!

Cuando una voz amada que era para ti

a la vez sonido y dulzura cesa súbitamente

y el silencio, contra el que no te atreves a gritar,

te duele como una enfermedad violenta y nueva,

¿qué esperanza, qué ayuda, qué música reparará

ese silencio en tu sentido?

SRA. BROWNING[71]

La impresión había sido fuerte. Margaret cayó en una postración que no se manifestó en sollozos y lágrimas ni halló siquiera el alivio de las palabras. Permanecía echada en el sofá con los ojos cerrados y sólo hablaba cuando le decían algo, y entonces en susurros. El señor Bell estaba desconcertado. No se atrevía a marcharse ni se atrevía a pedirle que fuera con él a Oxford, según uno de los planes que había hecho en el viaje a Milton, pues su agotamiento físico no le permitiría realizar semejante esfuerzo, dejando al margen la escena a la que tendría que enfrentarse. El señor Bell siguió sentado junto al fuego, considerando qué sería mejor que hiciera. Margaret yacía a su lado inmóvil y casi sin aliento. Él no se movería de su lado ni siquiera para tomar lo que le había preparado Dixon y que le había instado a comer con sollozante cordialidad. Tomó un plato de algo que le subió. En general, era bastante especial y remilgado, e identificaba todos los sabores de su comida, pero aquel pollo especiado le supo a serrín. Cortó en trocitos pequeños un poco para Margaret y lo salpimentó bien; pero cuando Dixon intentó dárselo siguiendo las instrucciones de él, el lánguido cabeceo demostró que en el estado en el que se encontraba la comida la atragantaría, no la alimentaría.

El señor Bell exhaló un profundo suspiro; levantó las viejas piernas robustas (entumecidas por el viaje) de su cómoda posición y salió de la estancia detrás de Dixon.

—No puedo dejarla. Tengo que escribir a Oxford para que hagan los preparativos. Pueden seguir con ellos hasta que llegue yo. ¿No podría venir a acompañarla la señora Lennox? Le escribiré diciéndole que lo haga. Necesita a una amiga, aunque sólo sea para convencerla de que llore cuanto quiera.

Dixon lloraba por las dos. Se secó los ojos, recobró la voz y consiguió decir al señor Bell que a la señora Lennox le faltaba muy poco para el parto y no podría emprender ningún viaje en aquel momento.

—¡Bueno! Supongo que tendremos que pedírselo a la señora Shaw. Ha regresado a Inglaterra, ¿no?

—Sí señor, ha regresado. Pero no creo que esté dispuesta a dejar a la señora Lennox en un momento tan interesante —dijo Dixon, que no era muy partidaria de que se entrometiera en la casa una extraña a compartir con ella el cuidado de Margaret.

—¡Qué momento interesante ni qué…! —El señor Bell se limitó a mascullar el resto de la frase—. Pudo estar la mar de contenta en Venecia o en Nápoles o en alguno de esos lugares papistas en el último «momento interesante» que tuvo lugar en Corfú, creo. ¿Y qué significa el «momento interesante» de esa mujercita próspera comparado con la situación de esta pobre criatura, la pobre Margaret desvalida, sin hogar y sin amigos, que yace inmóvil en ese sofá como si fuera un monumento y ella la estatua de piedra colocada sobre el mismo? Le aseguro que la señora Shaw vendrá. Encárguese de arreglar una habitación o lo que necesite para mañana por la noche. Yo me encargaré de que venga.

Así que el señor Bell escribió una carta que, según declaró la señora Shaw entre copiosas lágrimas, se parecía tanto a una del querido general cuando iba a darle un ataque de gota que siempre la apreciaría y la conservaría. Si le hubiera dado la opción de creer que podía negarse, mediante ruegos y súplicas, tal vez no hubiera ido a pesar de su sincero y profundo cariño por Margaret. Hacía falla la orden firme y brusca para conseguir que dominara su inercia y dejara que su doncella la llevara cuando acabó de prepararlo todo. Edith salió a lo alto de las escaleras, toda gorro y chal y lágrimas, mientras el capitán Lennox acompañaba a su madre al coche:

—No lo olvides, mamá: Margaret tiene que venir a vivir con nosotros. Sholto irá a Oxford el miércoles, y tienes que mandarle recado por el señor Bell de cuándo tenemos que esperaros. Y si necesitas a Sholto, puede ir de Oxford a Milton. No lo olvides, mamá; tienes que traer a Margaret.

Edith volvió a la sala. El señor Henry Lennox estaba cortando las hojas de una nueva revista. Dijo sin alzar la cabeza:

—Si no te gusta que Sholto esté tanto tiempo ausente, puedo ir yo a Milton y ayudar en lo que pueda, Edith.

—Oh, gracias —contestó Edith—, creo que el bueno del señor Bell hará cuanto pueda y no hará falta más ayuda. Sólo que uno no espera tanto savoir faire de un profesor residente. ¡Mi queridísima Margaret! ¿No será estupendo volver a tenerla aquí? Vosotros erais grandes aliados hace años.

—¿De veras? —preguntó él en tono indiferente, como si estuviera concentrado en un pasaje de la revista.

—Bueno, tal vez no. Lo he olvidado. Estaba tan absorta en Sholto. Pero ¿no es una suerte que si mi tío tenía que morirse, lo haya hecho precisamente ahora que hemos vuelto y nos hemos instalado en la antigua casa y estamos completamente preparados para acoger a Margaret? ¡Pobrecilla! ¡Va a ser un cambio enorme para ella después de vivir en Milton! Pondré zaraza nueva en su dormitorio para que parezca nuevo y alegre y la anime un poco.

La señora Shaw viajó a Milton con el mismo ánimo bondadoso, preocupada de vez en cuando por el primer encuentro y preguntándose cómo discurriría; pero sobre todo pensando cuándo podría llevarse a Margaret de «ese lugar horroroso» y regresar a la vida cómoda y agradable de Harley Street.

—¡Santo cielo! ¡Mira esas chimeneas! —le dijo a su doncella—. ¡Pobre hermana mía! ¡Creo que no habría podido descansar en Nápoles si hubiera sabido cómo era! Tenía que haber venido a llevármelas a ella y a Margaret.

Y reconoció en su fuero interno que siempre había considerado a su cuñado un hombre bastante débil, aunque nunca tanto como ahora, al ver el lugar por el que había dejado la preciosa casa de Helstone.

Margaret seguía en el mismo estado: pálida, inmóvil, sin hablar y sin llorar. Le habían dicho que su tía estaba en camino, pero no había manifestado sorpresa, ni alegría ni disgusto. El señor Bell, que había recuperado el apetito y hacía honor a los esfuerzos de Dixon para satisfacerlo, insistió en vano en que probara unas mollejas con ostras. Pero ella movió la cabeza con la misma obstinación muda que el día anterior y él se vio obligado a consolarse del rechazo tomándoselas todas. Margaret fue la primera que oyó pararse el coche que había llevado a su tía desde la estación. Parpadeó, y se le colorearon y le temblaron los labios. El señor Bell bajó a recibir a la señora Shaw. Y cuando ambos subieron, Margaret se había levantado e intentaba aguantarse en pie. Cuando vio a su tía avanzó hacia ella con los brazos abiertos para recibirla y halló al fin el ardiente consuelo de las lágrimas en el hombro de la señora Shaw. Todos los pensamientos de amor sereno, de ternura de años de relación con la difunta, todo ese parecido inexplicable de aspecto, tono y gesto que resulta propio de una familia y que le recordó a Margaret tan intensamente a su madre en aquel momento, ablandaron su corazón entumecido y la hicieron deshacerse en lágrimas ardientes.

El señor Bell salió furtivamente de la estancia y bajó al estudio, donde pidió que encendieran el fuego e intentó distraer sus pensamientos hojeando algunos libros que bajó de las estanterías. Cada uno provocaba un recuerdo o una sugestión de su amigo difunto. Podría ser un cambio de ocupación de sus dos días de velar a Margaret, pero no fue un cambio de pensamiento. Se alegró al oír la voz del señor Thornton, que preguntaba algo en la puerta. Dixon le estaba despachando con bastante displicencia; pues la llegada de la doncella de la señora Shaw había llevado consigo visiones de antigua grandeza de la familia Beresford, de la «posición» (como le gustaba decir a ella) de la que su señorita había sido separada y a la que, gracias a Dios, volvería ahora. Esas visiones (que Dixon había considerado complacida en su conversación con la doncella de la señora Shaw, sonsacándole hábilmente al mismo tiempo todos los detalles de posición e importancia relacionados con el personal de Harley Street, para edificación de la atenta Martha) inclinaron bastante a Dixon a la altivez en su trato con cualquier habitante de Milton; así que aunque siempre había sentido un temor reverencial por el señor Thornton, le dijo que no podía ver a nadie de la casa aquella noche en el tono mas cortante que se atrevió a adoptar. Y le molestó bastante que la contradijera el señor Bell, que abrió la puerta del estudio y gritó:

—¡Thornton! ¿Es usted? Venga un momento. Quiero hablar con usted.

Así que el señor Thornton pasó al estudio y Dixon tuvo que retirarse a la cocina, donde recuperó el amor propio con una historia prodigiosa sobre el coche de seis caballos que tenía sir John Beresford cuando era juez del condado.

—En realidad no sé lo que quería decirle. Es bastante aburrido sentarse en una habitación donde todo te recuerda a un amigo muerto. Pero Margaret y su tía necesitan la sala para ellas solas.

—¿Ha llegado la señora…, su tía? —preguntó el señor Thornton.

—¿Llegado? Sí, con doncella y todo. ¡Cualquiera pensaría que podría haber venido sola en un momento como éste! ¡Y ahora tendré que irme de aquí y conseguir llegar al Clarendon!

—No tiene que ir al Clarendon. En casa hay cinco o seis dormitorios libres.

—¿Bien ventilados?

—Creo que en eso puede confiar en mi madre.

—Entonces subiré corriendo a dar las buenas noches a esa niña pálida y a despedirme de su tía y me voy con usted ahora mismo.

El señor Bell se demoró bastante arriba. El señor Thornton empezó a pensar que demasiado, pues estaba muy ocupado y le había costado bastante hacer un hueco para ir hasta Crampton a preguntar por la señorita Hale.

Cuando al fin se marcharon, el señor Bell dijo:

—Me retuvieron esas mujeres en la sala. La señora Shaw quiere regresar en seguida (dice que por su hija) y quiere llevarse a Margaret. Pero ella no está en mejores condiciones para viajar de lo que lo estoy yo para volar. Además dice, y con toda la razón del mundo, que tiene amigos a los que debe ver, que quiere despedirse de varias personas; y su tía la hizo preocuparse por viejos derechos preguntándole si se había olvidado de los antiguos amigos. Y ella contestó llorando a lágrima viva que se alegraría bastante de marcharse de un lugar donde había sufrido tanto. Yo tengo que regresar a Oxford mañana y no sé de qué lado inclinarme.

Hizo una pausa, como si esperara respuesta a una pregunta. Pero no recibió ninguna de su compañero, el eco de cuyos pensamientos seguía repitiendo:

«Donde había sufrido tanto». Así se recordarían aquellos dieciocho meses en Milton —que él consideraba tan valiosos—, incluso con toda su amargura, que compensaba el resto de la dulzura de la vida. Ni la pérdida del padre, ni la pérdida de la madre, a quien tanto estimaba el señor Thornton, podían haber estropeado el recuerdo de las semanas, los días y las horas en que un paseo de dos millas, cada paso del cual era grato porque le acercaba cada vez más a ella, lo llevaba a su dulce presencia; y cada paso del cual era precioso, cuando cada momento recurrente que lo alejaba de ella le hacía recordar alguna gracia nueva de su conducta o la agradable acritud de su carácter. ¡Sí! Nada de lo que le hubiera ocurrido a él era ajeno a su relación con ella, él nunca podría hablar de aquel tiempo en que la había visto a diario, en que la había tenido a su alcance, como si dijéramos, como una época de sufrimiento. Para él había sido una época espléndida y suntuosa, con todas sus heridas y afrentas, comparada con la pobreza que amenazaba y reducía la expectativa del futuro a la sordidez, y la vida a una atmósfera sin esperanza ni temor.

La señora Thornton y Fanny estaban en el comedor; la segunda, en un revuelo jubiloso mientras la doncella alzaba una tela brillante tras otra para ver el efecto de los vestidos de boda a la luz de la vela. Su madre se esforzaba por comprenderla, lo intentaba de veras, pero no podía. Ni pruebas ni vestidos eran lo suyo, y lamentaba profundamente que Fanny no hubiese aceptado la oferta de su hermano y hubiera encargado los trajes de la boda a uno de los mejores modistos de Londres, con lo que se habría ahorrado las interminables y pesadas discusiones y la molesta indecisión provocadas por su empeño en elegirlo y supervisarlo todo ella. El señor Thornton consideraba un placer demostrar su agradecida aprobación a cualquier hombre sensato que se sintiera cautivado por los mediocres encantos de Fanny, facilitando a su hermana abundantes medios para que se procurara sus galas, que sin duda competían con el prometido en su estimación, si es que no lo superaban. Fanny se ruborizó y sonrió cuando aparecieron su hermano y el señor Bell, revoloteando entre las señales de su tarea de una forma que no habría podido dejar de llamar la atención de nadie más que del señor Bell. Si él pensó en ella y en sus sedas y satenes, fue sólo para compararla y compararlos con la pena pálida que había dejado atrás, sentada inmóvil con la cabeza inclinada y las manos cruzadas en una habitación donde la quietud era tan grande que casi creías que el bullicio de tus oídos tensos se debía a los espíritus de los muertos que seguían entre sus seres queridos. Pues, cuando el señor Bell había subido al piso de arriba, la señora Shaw dormía en el sofá; y ni el más leve sonido quebraba el silencio.

La señora Thornton dio la bienvenida al señor Bell con ceremoniosa cordialidad. Nunca era tan gentil como cuando recibía a los amigos de su hijo en casa de su hijo. Y cuanto más imprevistas fuesen las visitas, más a gala tenía ella realizar sus admirables preparativos domésticos para que se sintieran cómodos.

—¿Cómo está la señorita Hale? —preguntó.

—Completamente destrozada por el último golpe.

—Estoy segura de que será un gran consuelo contar con un amigo como usted.

—Ojalá fuera el único, señora. Creo que puede parecer muy brutal, pero me he visto desplazado y sustituido en mi papel de confortador por su buena tía; y tiene primos y demás que la reclaman en Londres, como si fuera un perrillo faldero de su propiedad. Y ella está demasiado débil y se siente demasiado desgraciada para decidir por sí misma.

—Sin duda tiene que estar débil —dijo la señora Thornton con un sentido implícito que su hijo entendió perfectamente. Y añadió—: Pero ¿dónde estaban esos parientes todo el tiempo que la señorita Hale parecía no tener ningún amigo y ha tenido que soportar tanta angustia?

Pero la respuesta a su pregunta no le interesaba tanto como para esperar. Salió de la estancia para encargarse de los preparativos necesarios.

—Vivían en el extranjero. Tienen cierto derecho sobre ella. Tengo que reconocerlo. La tía la educó y su prima y ella han sido como hermanas. Lo que me fastidia es que quería prohijarla; y tengo celos de esa gente, me parece que no valora el privilegio de su derecho. Claro que sería diferente si la reclamara Frederick.

—¡Frederick! —exclamó el señor Thornton—. ¿Quién es? ¿Qué derechos…?

Se interrumpió de pronto sin acabar su vehemente pregunta.

—¡Frederick! —exclamó a su vez el señor Bell sorprendido—. Pero ¿no lo sabe? Es su hermano. ¿No le han hablado…?

—Es la primera vez que oigo su nombre. ¿Dónde está? ¿Quién es?

—Estoy seguro de que le hablé de él cuando la familia vino a Milton. Es el hijo que estuvo involucrado en aquel motín.

—Es la primera vez que oigo hablar de él. ¿Dónde vive?

—En España. Se expone a que le detengan en cuanto ponga los pies en Inglaterra. ¡Pobrecillo! Lamentará no poder asistir al entierro de su padre. Tendremos que conformarnos con el capitán Lennox; pues no conozco a ningún otro pariente a quien recurrir.

—Espero que me permita asistir a mí.

—Por supuesto; se lo agradezco. Es usted una buena persona, en realidad, Thornton. Hale lo estimaba. Todavía el otro día me habló de usted en Oxford. Lamentaba haberle visto tan poco últimamente. Le agradezco que desee presentarle sus respetos.

—Y en cuanto a Frederick, ¿no ha vuelto nunca a Inglaterra?

—Nunca.

—¿No estuvo aquí cuando murió la señora Hale?

—No. Bueno, yo estaba aquí entonces. Hacía muchos años que no veía a Hale; y recordará usted que vine. No, vine un tiempo después. Pero el pobre Frederick Hale no estuvo aquí entonces. ¿Qué le ha hecho pensar que sí?

—Un día vi a un joven paseando con la señorita Hale —repuso el señor Thornton— y creo que fue por entonces mas o menos.

—Oh, sería este joven Lennox, el hermano del capitán. Es abogado y mantenían correspondencia; y recuerdo que el señor Hale me comentó que creía que vendría. ¿Sabe usted —añadió, dando media vuelta y cerrando un ojo para concentrarse mejor en el agudo escrutinio del rostro del señor Thornton— que una vez creí que sentía usted cierta ternura por Margaret?

No hubo respuesta. Ningún cambio en su semblante.

—Y también el pobre Hale. Él al principio no, no hasta que se lo metí yo en la cabeza.

—Admiraba a la señorita Hale. Todos tienen que hacerlo. Es una criatura encantadora —dijo el señor Thornton, acorralado por el interrogatorio pertinaz del señor Bell.

—¡Eso es todo! Puede hablar de ella en ese tono comedido diciendo simplemente que es «una criatura encantadora», simplemente algo que llama la atención. Esperaba que tuviera la nobleza suficiente para rendirle el homenaje del corazón. Aunque creo, en realidad lo sé, que le habría rechazado; aun así, haberla amado sin que le correspondiera le habría elevado más que a todos esos, quienesquiera que sean, que nunca la han conocido para amarla. «¡Criatura encantadora!». ¡Vamos! ¡Habla de ella como si fuera un caballo o un perro!

Los ojos del señor Thornton brillaban como ascuas encendidas.

—Antes de hablar así, señor Bell —le dijo—, debe recordar que no todos los hombres son tan libres de expresar sus sentimientos como usted. Hablemos de otra cosa.

Pues, aunque le brincaba el corazón a cada palabra del señor Bell como a un toque de corneta, y aunque sabía que cuanto había dicho uniría estrechamente en adelante el recuerdo del viejo profesor de Oxford a todo lo que más apreciaba, aun así, no le obligaría a decir nada de lo que sentía por Margaret. Él no era un pájaro burlón para intentar ganar a otro en elogios sólo porque ensalzara lo que él respetaba y amaba apasionadamente. Así que pasó a uno de los áridos asuntos que se interponían entre el señor Bell y él como propietario y arrendatario.

—¿Qué es ese montón de ladrillos y cemento con que tropezamos en el patio? ¿Hacen falta reparaciones?

—No, ninguna, gracias.

—¿Está construyendo por su cuenta? Si es así, le estoy muy agradecido.

—Estoy construyendo un comedor para los hombres. Para los obreros, quiero decir.

—Hubiera pensado que era usted difícil de complacer si esta habitación no fuese lo bastante buena para satisfacerle, siendo soltero.

—He conocido a un individuo curioso y he llevado a la escuela a dos niños por los que él se interesa. Así que cuando pasaba cerca de su casa un día, fui por algún pago insignificante que había que hacer, y vi una comida miserable tan achicharrada, una carne tan carbonizada y grasienta que empecé a pensar. Pero hasta que las provisiones subieron tanto este invierno no se me ocurrió que comprando las cosas al por mayor y cocinando una buena cantidad de provisiones podría ahorrarse mucho dinero y ganarse mucho bienestar. Así que hablé con mi amigo (o enemigo), el hombre que le he mencionado, y él criticó todos los detalles de mi plan; entonces lo dejé a un lado, tanto por irrealizable como porque llevarlo a cabo supondría inmiscuirme en la independencia de mis hombres; y luego, un buen día aparece este Higgins y me propone gentilmente un plan casi idéntico al mío, tanto que podría haberlo declarado propio; y, además, la aprobación de varios de sus compañeros de trabajo con los que había hablado. Confieso que me irritó un poco su actitud y pensé en echarlo todo por la borda y olvidarme del asunto. Pero luego me pareció estúpido renunciar a un plan que una vez me había parecido acertado y perfecto sólo porque no me reconocieran todo el mérito y la importancia debidos al autor. Así que acepté sin más el papel que me asignaron, que viene a ser algo así como despensero de un club. Compro las provisiones al por mayor y suministro a una buena supervisora o cocinera.

—Espero que sea usted eficaz en su nueva función. ¿Es buen juez de las patatas y las cebollas? Aunque supongo que le ayudará en las compras la señora Thornton.

—En absoluto —repuso el señor Thornton—. Ella se opone a todo el plan y ya ni lo mencionamos. Pero me las arreglo bastante bien. Compro grandes stocks en Liverpool y el carnicero de nuestra familia me abastece de carne. Le aseguro que las comidas calientes que prepara la encargada no son en modo alguno desdeñables.

—¿Prueba usted cada plato que sirven en virtud de su cargo? Supongo que tendrá una vara de mando.

—Al principio era muy escrupuloso, limitándome a la parte de la compra, e incluso en eso seguía las órdenes de los hombres, transmitidas por mediación de la encargada, mas que guiarme de mi propio juicio. En determinado momento, el vacuno era demasiado grande; y en otro, el cordero demasiado poco gordo. Creo que se dieron cuenta de que ponía mucho cuidado en no inmiscuirme ni imponerles mis ideas. Un día, unos cuantos, mi amigo Higgins entre ellos, me preguntaron si quería ir a tomar un tentempié. Estaba muy ocupado aquel día, pero comprendí que se ofenderían si no aceptaba, después de haber dado ellos el primer paso. Así que fui, y le aseguro que no he comido mejor en mi vida. Les dije (a los que estaban a mi lado, porque nunca he sido buen orador) que me gustaba muchísimo; y durante bastante tiempo, siempre que tocaba ese guiso especial, estaba seguro de que aquellos hombres me avisarían con un «Patrón, hoy hay estofado, ¿vendrá?». Si no me hubieran invitado no me habría metido en sus asuntos más de lo que hubiera ido al rancho en los cuarteles sin invitación.

—Yo diría que debe limitar usted bastante la conversación de sus anfitriones. No pueden meterse con los patronos estando usted delante. Supongo que lo dejan para los días que no hay estofado.

—¡Bueno! Hasta ahora hemos evitado todos los asuntos controvertidos. Pero si surge de nuevo alguna de las viejas disputas, le aseguro que diré lo que pienso el siguiente día de estofado. Pero usted no conoce apenas a los hombres de Darkshire, aunque sea también de Darkshire. ¡Tienen un sentido del humor y un gracejo increíbles! Estoy llegando a conocer realmente a algunos y hablan con toda libertad delante de mí.

—No hay nada como comer juntos para igualar a los hombres. La muerte no es nada en comparación: el filósofo muere sentenciosamente; el fariseo, ostentosamente; el simple, humildemente; y el pobre idiota tan ciegamente como el gorrión cae a tierra; pero el filósofo y el idiota y el publicano y el fariseo comen todos del mismo modo, dada una digestión igualmente buena. ¡Ahí tiene una teoría!

—En realidad yo no tengo ninguna teoría. Detesto las teorías.

—Le pido disculpas. Para demostrarle mi arrepentimiento, ¿aceptaría un billete de diez libras para su compra y dar un banquete a los pobres hombres?

—Gracias. Pero preferiría no hacerlo. Me pagan un alquiler por los locales del horno y el comedor detrás de los talleres: y tendrán que pagar más por el comedor nuevo. No quiero que se convierta en una obra de caridad. No quiero donativos. En cuanto lo hiciera, la gente empezaría a hablar y estropearían la sencillez de todo el asunto.

—La gente hablará de cualquier plan nuevo. No puede evitarlo.

—Mis enemigos, si tengo alguno, quizá armen un alboroto filantrópico sobre este plan; pero usted es un amigo y espero que otorgue a mi experimento el respeto del silencio. Sólo es una escoba nueva de momento, y barre bastante bien. Pero luego nos encontraremos con muchos escollos, sin duda.