Capítulo XLI

El fin del viaje

Veo mi camino coma las aves su curso sin huellas:

¡Llegaré! A qué hora, después de cuántas vueltas,

no pregunto: pero a menos que Dios envíe su granizo

o cegadores bólidos, aguanieve o nieve sofocante,

algún día, a su debido tiempo, llegaré,

Él nos guía a las aves y a mí. ¡Cuando Él quiera!

PARACELSO, DE BROWNING[69]

Así fue transcurriendo el invierno y los días empezaron a alargarse sin traer consigo la claridad esperanzadora que suele acompañar al sol de febrero. La señora Thornton no había vuelto a casa de los Hale, por supuesto. El señor Thornton iba muy de vez en cuando, y sus visitas eran sólo para el señor Hale y se reducían al estudio. El señor Hale le hablaba como lo había hecho siempre; en realidad, parecía que apreciaba todavía más su relación por lo poco que se veían. Y, por lo que pudo deducir Margaret de lo que había dicho el señor Thornton, la interrupción de sus visitas no se debía a ningún agravio o disgusto. Sus asuntos se habían complicado durante la huelga y requerían más atención de la que les había dedicado el pasado invierno. Margaret descubrió incluso que hablaba de ella alguna que otra vez, y siempre, que ella supiera, del mismo modo amistoso y sosegado, sin eludir ni buscar nunca la mención de su nombre.

No se sentía de humor para animar a su padre. La monótona calma del presente había estado precedida de un período tan largo de ansiedad y preocupación —entremezclado incluso con tormentas— que su pensamiento había perdido elasticidad. Procuraba ocuparse enseñando a los dos niños Boucher más pequeños, y procuraba hacerlo bien. Ponía en ello gran empeño, para ser más exactos, pues su corazón parecía inerte al final de todos sus esfuerzos; y aunque lo hacía puntual y laboriosamente, seguía tan lejos como siempre de la alegría; su vida parecía aún triste y aburrida. Lo único que hacía bien era lo que hacía por piedad espontánea: consolar y reconfortar en silencio a su padre. No había anhelo suyo que no hallara comprensión en Margaret; ni un solo deseo de él que ella no intentara adivinar y satisfacer. Eran deseos tranquilos, sin duda, y nunca mencionados sin vacilación y excusas. Todavía más perfecto y más bello era su manso espíritu de obediencia. Marzo trajo la noticia de la boda de Frederick. Dolores y él escribieron; ella en inglés-español, como era lógico; él, con algunos giros e inversiones que demostraban lo mucho que el idioma del país de su esposa le estaba contagiando.

En cuanto recibió carta de Henry Lennox comunicándole las escasas posibilidades que existían de que pudiera exculparse en un consejo de guerra sin los testigos desaparecidos, Frederick escribió a su vez a Margaret una carta vehemente que contenía su renuncia a Inglaterra como patria. Deseaba poder desnaturalizarse, y declaraba que no aceptaría el perdón si se lo ofrecieran, ni viviría en el país aunque tuviera permiso para hacerlo. Esto le pareció a Margaret muy cruel al principio y le hizo llorar desconsolada. Pero luego, pensándolo mejor, vio en tales manifestaciones el patetismo de la desilusión que había aplastado así sus esperanzas, y decidió que no había más remedio que la paciencia. En la carta siguiente, Frederick hablaba tan entusiasmado del futuro que no pensaba en el pasado. Y Margaret tuvo entonces ocasión de emplear la paciencia que había anhelado para él. Tendría que ser paciente. Pero las cartas ingenuas, tímidas y preciosas de Dolores estaban empezando a encantar tanto a Margaret como a su padre. Era tan evidente el deseo de la joven española de causar buena impresión a los parientes de su amado, que su preocupación femenina asomaba en cada tachadura. Y las cartas que anunciaban la boda llegaron acompañadas de una mantilla negra preciosa elegida por Dolores para su desconocida cuñada, a quien Frederick había descrito como dechado de belleza, inteligencia y virtud. La situación material de Frederick había mejorado con el matrimonio hasta el nivel más alto que podían desear. Barbour & Co. era una de las casas españolas más importantes y Frederick se había incorporado a la misma como socio adjunto. Margaret sonrió levemente y suspiró al recordar de nuevo sus antiguas diatribas contra el comercio. ¡Y allí estaba ahora su hermano, su galante caballero, convertido en mercader, en comerciante! Pero luego se rebeló contra sí misma y protestó en silencio contra la confusión implícita entre un comerciante español y un industrial de Milton. El caso era que, comerciante o no, ¡Frederick era muy, muy feliz, Dolores tenía que ser encantadora y la mantilla era preciosa! Y entonces volvió a la vida presente.

Su padre había experimentado de vez en cuando cierta dificultad para respirar aquella primavera, que le había angustiado mucho. Margaret no se preocupó tanto porque dicha dificultad desaparecía completamente en los intervalos. Pero seguía estando tan deseosa de que él se tranquilizara, que insistió en que aceptase la invitación del señor Bell y fuera a verle a Oxford aquel mes de abril. La invitación del señor Bell incluía a Margaret. Más aún, le había escrito una carta especial ordenándole que fuera; pero ella pensó que sería un gran alivio quedarse tranquilamente en casa sin responsabilidades de ningún tipo y descansar anímicamente como no había podido hacerlo en los últimos dos años y pico.

Cuando su padre se alejó en el coche camino de la estación, Margaret sintió lo grande y prolongada que había sido la presión en su tiempo y en su ánimo. Era asombroso, casi apabullante, sentirse tan desocupada. Nadie dependía de sus amorosos cuidados, cuando no de su capacidad de proporcionar verdadera dicha. No tenía que hacer planes ni pensar en ningún enfermo. Podía permanecer ociosa y tranquila en silencio. Y lo que le parecía mejor que todos los demás privilegios: podía sentirse desgraciada si quería. Durante los últimos meses había tenido que ocultar todos sus problemas y preocupaciones personales en un armario oscuro, pero ahora disponía de tiempo libre para sacarlos, llorar por ellos, analizarlos y buscar la verdadera forma de reducirlos a elementos de paz. Durante todas aquellas semanas había sido consciente de su existencia de un modo confuso, aunque estuvieran ocultos. Ahora los consideraría de una vez por todas y asignaría a cada uno de ellos su función exacta en su vida. Así que permaneció sentada, casi inmóvil, durante horas en la sala, repasando la amargura de cada recuerdo con firme resolución. Sólo gritó una vez ante la lacerante idea de la perfidia que había dado origen a aquella mentira degradante.

Ya ni siquiera reconocía la fuerza de la tentación. Sus planes para Frederick habían fracasado rotundamente y la tentación semejaba una burla absoluta: una burla que no había tenido nunca vida; ¡la mentira había sido estúpida y despreciable, vista a la luz de los acontecimientos posteriores, y la fe en el poder de la verdad era infinitamente más juiciosa!

En su nerviosismo abrió sin darse cuenta un libro de su padre que había sobre la mesa: las palabras que atrajeron su mirada parecían escritas para su estado actual de humillación.

Je ne voudrais pas reprendre mon coeur en ceste sorte: meurs de honte, aveugle, impudent, traistre et desloyal à ton Dieu, et semblables choses; mais je voudrais le corriger par voye de compassion. Or sus, mon pauvre coeur nous voilá tombé dans la fosse, laquelle nous avions tant résolu d eschapper. Ah! Relevons-nous, et quittons-la pour jamais, réclamons la miséncorde de Dieu, et espérons en elle qu’elle nous assistera pour désormais estre plus fermes; et remettons nous au chemin de l’humilité. Courage, soyons meshuy sur nos gardes, Dieu nous aydera[70].

«El camino de la humildad, ay, ése es el que yo he dejado. Pero valor, corazón. Regresaremos y encontraremos la senda perdida con la ayuda de Dios».

Se levantó decidida a ponerse a trabajar de inmediato en algo para olvidarse de sí misma. Para empezar, llamó a Martha cuando pasó por la puerta de la sala hacia las escaleras, e intentó averiguar qué se ocultaba tras la actitud servicial, respetuosa y seria, que encostraba su carácter con una obediencia casi maquinal. Le costó bastante conseguir que Martha hablara de sus intereses personales; pero al final tocó su fibra sensible nombrando a la señora Thornton. La cara de Martha se iluminó entonces y, con un pequeño aliento, explicó una larga historia de la relación de su padre en la juventud con el marido de la señora Thornton, mejor dicho, de su posición de poder hacerle incluso cierto favor; Martha no sabía exactamente cuál, pues había ocurrido cuando ella era muy pequeña; y las circunstancias habían intervenido luego para separar a ambas familias hasta que Martha era casi adulta, cuando su padre había bajado cada vez más de su posición anterior como empleado de un almacén y, habiendo muerto su madre, ella y su hermana se habrían «perdido» (según la expresión de Martha) si no hubiese sido por la señora Thornton; ella las había buscado, se había preocupado por ellas y las había cuidado.

—Yo había tenido la fiebre y estaba muy delicada; y la señora Thornton, y también el señor Thornton, no descansaron hasta que consiguieron cuidarme en su propia casa, y me enviaron a la costa y todo. Los médicos dijeron que la fiebre era contagiosa, pero a ellos no les importó nada eso, sólo a la señorita Fanny y se fue a visitar a esa gente, la familia del hombre con quien se va a casar ahora. Así que aunque tenía miedo entonces todo ha terminado bien.

—¡La señorita Fanny va a casarse! —exclamó Margaret.

—Sí; y con un caballero rico, además, sólo que es mucho mayor que ella. Se llama Watson, y sus talleres están en un sitio más allá de Hayleigh. Es un matrimonio muy bueno, aunque él sea tan viejo.

Toda esta información sumió a Margaret en el silencio el tiempo suficiente para que Martha recobrara la compostura y con ella su sequedad y apocamiento habituales. Limpió la chimenea, preguntó a qué hora debía preparar el té y salió de la estancia con la misma cara inexpresiva con que había entrado. Margaret tuvo que obligarse a no caer en la manía que le había dado últimamente de tratar de imaginar cómo afectaría al señor Thornton cualquier acontecimiento relacionado con él del que se enteraba: si le agradaría o le desagradaría.

El día siguiente dio clase a los pequeños Boucher y luego un paseo largo, y acabó con una visita a Mary Higgins. Se sorprendió al ver que Nicholas ya había vuelto a casa del trabajo; había creído que era más pronto de lo que en realidad era, porque oscurecía mucho más tarde. También él parecía, por su actitud, haberse adentrado un poco más en el camino de la humildad; era más sosegado y mucho menos presuntuoso.

—¿Así que su señor padre está de viaje, eh? —le dijo—. Me lo han dicho los pequeñajos. ¡Mira que son listos! Casi estoy por creer que ganan a mis chicas, aunque quizá esté mal decirlo, y más estando una de ellas en la tumba. Parece que hay algo en el tiempo que hace vagar a la gente. Mi patrón, allá en el taller, anda por esos mundos en algún sitio.

—¿Es ésa la razón de que haya vuelto tan pronto a casa hoy? —preguntó Margaret ingenuamente.

—No sabe nada de nada, la verdad —contestó él, desdeñoso—. Yo no soy de los que tienen dos caras, una delante del patrono y otra a sus espaldas. Conté la hora que daban los relojes de la ciudad antes de salir del trabajo. ¡No! Ese Thornton es bastante bueno para luchar con él, pero demasiado bueno para engañarlo. Fue usted quien me consiguió el puesto y le estoy agradecido. La de Thornton no es una mala fábrica para los tiempos que corren. Retírate, chico, y di tu precioso himno a la señorita Margaret. Muy bien, bien plantado y el brazo derecho tan recto como una espada. Uno, quieto; dos, espera; tres, preparado; cuatro, ¡ya!

El niño entonó un himno metodista, cuya letra no podía comprender pero cuyo ritmo había captado con la refinada cadencia de un miembro del Parlamento. Cuando Margaret terminó de aplaudir debidamente, Nicholas pidió otro y luego otro, con gran sorpresa de ella, que lo encontró así extraña e inconscientemente interesado en asuntos religiosos que antes había rechazado.

Llegó a casa pasada la hora de la cena habitual, pero tenía el consuelo de saber que nadie la estaba esperando y de poder pensar libremente mientras descansaba, en lugar de observar angustiada a otra persona para determinar si tenía que estar alegre o seria. Después de cenar, decidió examinar un grueso manojo de cartas y apartar las que había que tirar.

Encontró entre ellas cuatro o cinco del señor Henry Lennox sobre los asuntos de Frederick; y las leyó detenidamente otra vez, al principio con la única intención de determinar con exactitud la sutil casualidad de la que dependía la defensa de su hermano. Pero cuando acabó de leer la última y sopesó los pros y los contras, le llamó la atención la escasa revelación de carácter personal que contenían. La frialdad de la redacción demostraba claramente que el señor Lennox no había olvidado nunca su relación con ella en ningún interés que pudiera sentir por el tema de la correspondencia. Eran cartas ingeniosas, Margaret lo advirtió en un santiamén. Pero carecían del tono simpático y cordial. No obstante, debía conservarlas como valiosas. Así que las dejó con cuidado a un lado. Cuando concluyó esta tarea, se sumió en un ensueño. Y el pensamiento de su padre ausente ocupó de forma extraña la mente de Margaret aquella noche. Se sentía casi culpable de haber sentido su soledad (y, por lo tanto, la ausencia de él) como un alivio. Pero aquellos dos días la habían reconfortado, infundiéndole fuerzas y esperanzas. Los planes que se le habían aparecido últimamente en guisa de tareas, ahora le parecían placeres. Se le había caído la venda morbosa de los ojos y veía su situación y su trabajo de forma más realista. Ojalá el señor Thornton le devolviera la amistad perdida. No, bastaría que fuera de vez en cuando a animar a su padre como antes, aunque ella no lo viera nunca. Entonces sentiría que el curso de su vida futura, si no de perspectiva brillante, se extendía ante ella claro y regular. Suspiró y se levantó para ir a acostarse. A pesar del «Un paso me basta», a pesar del único deber sencillo de devoción a su padre, seguían en su pecho la angustia y una punzada de dolor.

Y el señor Hale pensó en Margaret aquella noche de abril de forma tan extraña y persistente como ella en él. Se había fatigado recorriendo los antiguos lugares con sus viejos amigos. Había imaginado y exagerado el posible cambio de actitud que sus distintas opiniones podrían suponer en el recibimiento que le dieran sus amigos. Pero aunque tal vez algunos se sintieran impresionados, disgustados o indignados por su caída en lo abstracto, en cuanto vieron la cara del hombre a quien habían amado una vez, olvidaron sus opiniones; o sólo las recordaron lo suficiente para añadir cierta gravedad tierna a su actitud. Pues el señor Hale no había tenido muchos amigos. Había estudiado en uno de los colegios más pequeños y había sido siempre tímido y reservado. Pero quienes se habían molestado en la juventud en llegar a la delicadeza de pensamiento y sentimiento que se ocultaba bajo su silencio e indecisión, le tomaron verdadero cariño, un afecto matizado de cierta amabilidad protectora que habrían demostrado a una mujer. Y la renovación de esta bondad tras un intervalo de años, y un período de tanto cambio, le abrumó más de lo que podría haberlo hecho cualquier insolencia o crítica.

—Creo que nos hemos cansado demasiado —dijo el señor Bell—. Ahora estás pagando las consecuencias de haber vivido tanto tiempo en ese aire de Milton.

—Estoy cansado —dijo el señor Hale—. Pero no es el aire de Milton. Tengo cincuenta y cinco años y ese pequeño detalle explica por sí mismo la pérdida de fuerza.

—¡Tonterías! Yo tengo más de sesenta y no siento ninguna pérdida de fuerza, ni física ni mental. No quiero oírte hablar de ese modo. ¡Cincuenta y cinco! Pero si eres prácticamente un mozo.

El señor Hale movió la cabeza.

—¡Estos últimos años! —dijo. Pero tras una breve pausa se incorporó de la postura recostada en uno de los lujosos sillones del señor Bell y dijo con temblorosa y sincera gravedad:

—¡Bell! No creas que si hubiera previsto las consecuencias de mi cambio de opinión y de mi renuncia al beneficio…, ¡no!, ni aunque hubiera sabido cuánto sufriría ella, lo hubiera revocado, el acto de sincero reconocimiento de que ya no tenía la misma fe que la Iglesia de la que era sacerdote. Cuando lo pienso ahora, aunque pudiera haber previsto el crudelísimo martirio de sufrimiento, todo el dolor de alguien a quien amaba, sé que hubiera hecho exactamente lo mismo en todo lo concerniente a dejar libremente la Iglesia. Tal vez lo hubiera hecho de otro modo y hubiera actuado con más prudencia en cuanto hice después por mi familia. Pero no creo que Dios me dotara de mucho juicio o fuerza —añadió, recostándose de nuevo.

El señor Bell se sonó la nariz ostentosamente antes de contestar.

—Te dio fuerza para seguir los rectos dictados de tu conciencia, y no creo que necesitemos fuerza más elevada o más sagrada que ésa; ni mayor sabiduría. Yo sé que no tengo tanta, y sin embargo los hombres me describen en sus ridículos libros como un sabio, un personaje independiente, resuelto y toda esa jerigonza. El mayor imbécil que se atiene a sus principios, aunque sea sólo limpiándose los zapatos en un felpudo, es más sabio y más resuelto que yo. ¡Pero qué pánfilos somos los hombres!

Siguió una pausa. Habló primero el señor Hale, retomando el hilo de su pensamiento:

—En cuanto a Margaret.

—¡Bueno! En cuanto a Margaret, ¿qué?

—Si yo muero…

—¡Tonterías!

—¿Qué sería de ella? Me lo pregunto con frecuencia. Supongo que los Lennox le pedirían que viviera con ellos. Procuro convencerme de que lo harán. Su tía Shaw la quería bien a su modo discreto; pero se olvida de amar a los ausentes.

—Una falta muy común. ¿Qué clase de personas son los Lennox?

—El es apuesto, desenvuelto y agradable. Edith es una belleza mimada. Margaret la quiere con toda su alma, y Edith a ella con toda aquella de la que puede prescindir.

—Vamos, Hale, sabes que esa hija tuya es muy cara a mi corazón. Ya te lo había dicho. Por supuesto, como hija tuya y como ahijada mía, me tomé mucho interés por ella antes de verla la última vez. Pero en la última visita que os hice a Milton me cautivó. Fui una antigua víctima voluntaria, siguiendo el carro del conquistador. Pues, de verdad, es tan espléndida y tan serena como quien ha luchado y puede estar luchando y, sin embargo, tiene la victoria asegurada a la vista. Sí, a pesar de todas sus angustias actuales, ésa era la expresión de su rostro. Y así, todo cuanto tengo está a su disposición si lo necesita; y será suyo cuando yo muera, lo necesite o no. Además, yo mismo seré su caballero galante, aunque sea sesentón y gotoso. En serio, amigo mío, tu hija será mi principal responsabilidad en la vida, y contará con toda la ayuda que puedan proporcionarle mi ingenio, mi sabiduría y mi buena voluntad. No creo que sea ningún motivo de preocupación. Pero sé desde hace mucho que si no te preocupas por algo no eres feliz. Me sobrevivirás muchos años. Los hombres delgados están siempre tentando y engañando a la muerte. Son los individuos robustos y rubicundos como yo los que se van siempre primero.

Si el señor Bell hubiera tenido visión profética habría visto la vela casi extinguida y al ángel de rostro grave y sereno muy cerca haciendo señas a su amigo. Aquella noche el señor Hale posó la cabeza en la almohada de la que no la levantaría con vida. El sirviente que entró en su habitación por la mañana, no recibió ninguna respuesta; se acercó a la cama y contempló el rostro hermoso y sereno que yacía blanco y frío bajo el indeleble sello de la muerte. Su expresión era sumamente tranquila. No había habido dolor, ni lucha. El corazón debía de habérsele parado mientras descansaba.

El señor Bell quedó aturdido por la impresión. Y sólo se recobró cuando llegó el momento de indignarse ante las sugerencias de su hombre.

—¿Una investigación judicial? ¡Bah! ¡No creerá que lo he envenenado! El doctor Forbes dice que es el fin natural de una dolencia cardiaca. ¡Pobre Hale! ¡Agotaste ese tierno corazón tuyo antes de tiempo! ¡Pobre amigo mío! Cómo hablaba de esto… Wallis, prepáreme una bolsa de viaje en cinco minutos. Y yo hablando aquí. Que la prepare, le digo. Tengo que ir a Milton en el próximo tren.

La bolsa estuvo a punto, el coche también, y el señor Bell llegó al tren a los veinte minutos de haber tomado esa decisión. El tren de Londres pasó silbando, retrocedió un poco, y el jefe impaciente hizo subir a toda prisa al señor Bell. Éste se recostó en su asiento y cerró los ojos para intentar comprender cómo alguien lleno de vida el día anterior podía estar muerto hoy; las lágrimas se deslizaron furtivas en seguida entre sus pestañas entrecanas y, al sentirlas, abrió los ojos vivos y se mostró todo lo animoso que su firme determinación le permitía. No iba a lloriquear delante de un grupo de extraños. ¡Él no!

No había ningún grupo de extraños, sólo uno sentado en el mismo lado que él al otro extremo. El señor Bell lo miró disimuladamente para ver qué clase de hombre era el que podría haber estado observando su emoción. Y detrás de las grandes hojas extendidas del Times reconoció al señor Thornton.

—¡Caramba, Thornton! ¿Es usted? —exclamó, acercándose rápidamente a él. Le estrechó la mano con vehemencia, hasta que el apretón cesó en un súbito relajamiento, porque necesitaba la mano para limpiarse las lágrimas. Había visto por última vez al señor Thornton en compañía de su amigo Hale.

—Voy a Milton, obligado a cumplir con un cometido triste. Tengo que dar a la hija de Hale la noticia de su muerte repentina.

—¡Muerte! ¡El señor Hale muerto!

—Sí. No dejo de repetírmelo: ¡Hale ha muerto! Pero eso no lo hace más real. Él ha muerto pese a todo. Se encontraba bien anoche cuando se acostó, todo parecía indicarlo, y estaba completamente frío cuando mi sirviente entró a llamarlo esta mañana.

—¿Dónde? No entiendo.

—En Oxford. Estaba pasando unos días conmigo. Hacía diecisiete años que no venía. Y éste ha sido el final.

No hablaron una palabra durante un cuarto de hora. Luego, el señor Thornton dijo:

—¡Y ella! —Y se paró en seco.

—¿Se refiere usted a Margaret? Sí. Voy a decírselo. El pobre no hacía más que pensar en ella anoche. ¡Santo cielo! Sólo anoche… ¡Y lo infinitamente lejos que está ahora! Pero yo tomaré a Margaret como mi hija por él. Anoche le dije que lo haría por ella. Bueno, ahora lo haré por los dos.

El señor Thornton hizo un par de tentativas de hablar, antes de conseguir formular las palabras:

—¡Qué será de ella!

—Creo que habrá dos partes esperándola: por lo pronto yo. Llevaría a un dragón real a vivir en casa si contratando semejante carabina y tomando personal propio pudiera hacer feliz mi vejez teniendo a Margaret por hija. ¡Pero están esos Lennox!

—¿Quiénes son? —preguntó el señor Thornton con tembloroso interés.

—Oh, londinenses elegantes, que probablemente creerán que tienen más derecho. El capitán Lennox es el marido de su prima, la chica con la que creció. Gente bastante buena, supongo. Y luego está la tía, la señora Shaw. ¡Podría haber una solución, tal vez, si propusiera matrimonio a esa respetable dama! Pero eso sería un último recurso. ¡Y luego está el hermano!

—¿Qué hermano? ¿Un hermano de su tía?

—No, no. Un Lennox listo (el capitán es tonto, ya me entiende); un joven abogado, que estará poniendo sus miras en Margaret. Sé que la ha tenido en la cabeza estos últimos cinco años o más, me lo dijo uno de sus colegas, y que sólo se contiene por la falta de fortuna de ella. Ahora desaparecerá ese obstáculo.

—¿Cómo? —preguntó el señor Thornton, con curiosidad demasiado sincera para darse cuenta de la impertinencia de su pregunta.

—Bueno, tendrá mi dinero en cuanto yo muera. Y si ese Henry Lennox es mínimamente bueno para ella, y a ella le gusta, ¡perfecto! Podría encontrar otra forma de conseguir un hogar mediante un matrimonio. Tengo verdadero pánico de que me tiente la tía si me pilla desprevenido.

Ni el señor Bell ni el señor Thornton estaban de humor para bromas, así que ambos pasaron por alto los singulares comentarios del primero. El señor Bell silbó sin emitir sonido alguno, aparte de un prolongado soplo sibilante. Cambió de asiento sin encontrar comodidad ni reposo, mientras el señor Thornton permanecía inmóvil, con los ojos clavados en el periódico, que había alzado para darse tiempo a pensar.

—¿Dónde ha estado? —preguntó el señor Bell al poco rato.

—En Havre. Intentando descubrir el misterio de la enorme subida del algodón.

—¡Uf! Algodón y especulaciones y humo, maquinaria bien limpia y cuidada y obreros sucios y descuidados. ¡Pobre Hale! ¡Pobre Hale! No sabe usted el cambio que supuso para él desde Helstone. ¿Conoce New Forest?

—Sí —muy cortante.

—Entonces podrá calcular la diferencia entre aquello y Milton. ¿En qué parte estuvo usted? ¿Ha estado alguna vez en Helstone? ¡Es un pueblecito tan pintoresco como algunos del Odenwald! ¿Conoce Helstone?

—Sí, lo he visto. Fue un cambio enorme dejarlo para instalarse en Milton.

Alzó el periódico con aire decidido, como si estuviera resuelto a evitar la conversación; y el señor Bell volvió de buen grado a su ocupación anterior de intentar averiguar la mejor forma de comunicarle la noticia a Margaret.

Ella estaba en una ventana del piso de arriba. Lo vio apearse. Adivinó la verdad instintivamente al momento. Se quedó plantada en medio de la sala, como paralizada en un primer impulso de correr escaleras abajo, y como si la sola idea de contenerse la hubiera convertido en piedra; tan blanca e inmóvil estaba.

—¡Oh, no me lo diga! Lo sé por su cara. Habría enviado…, no le habría dejado solo si estuviera vivo. ¡Ay papá, papá!