Capítulo XL

Discordancia

No sufro agravio si no puedo exigir ningún derecho,

nada me quitaron cuando nada tenía,

aunque de mi infortunio no pueda estar seguro;

puesto que otro puede complacerse

de lo que pesaroso me entristece.

WYATT[66]

Margaret no esperaba disfrutar mucho con la visita del señor Bell, aunque se alegraba por su padre; pero cuando llegó su padrino, ocupó de inmediato la posición de amistad más natural del mundo. Él dijo que ella no tenía ningún mérito por ser lo que era: una joven tan absolutamente adorable, de las que le gustaban. Sólo era una cualidad hereditaria que poseía: aparecer y ganarse su estimación. Ella, a su vez, le reconoció el mérito de estar tan lozano y joven con la toga y el birrete de la universidad.

—Lozano y joven en cordialidad y amabilidad, quiero decir. Porque lo siento, pero debo admitir que sus opiniones me parecen las más anticuadas con que me he encontrado en todo este tiempo.

—¡Escucha a esta hija tuya, Hale! Su estancia en Milton la ha corrompido completamente. Es una demócrata, una republicana roja, pertenece a la Peace Society, es socialista…

—Papá, sólo lo dice porque defiendo el progreso del comercio. El señor Bell lo mantendría aún en el intercambio de pieles de animales salvajes por bellotas.

—No, no. Yo cavaría la tierra y cultivaría patatas. Y esquilaría a los animales salvajes para hacer popelín con la lana. No exagere, señorita. Pero estoy cansado de este ajetreo. Todos atropellándose en su precipitación por hacerse ricos.

—No todos pueden sentarse cómodamente en sus habitaciones de la residencia universitaria y dejar que su riqueza aumente sin el menor esfuerzo por su parte. Seguro que hay muchos hombres aquí que estarían encantados si sus propiedades aumentaran como han hecho las tuyas sin tener que preocuparse para nada de ello —dijo el señor Hale.

—No creo que lo hicieran. Es el ajetreo y la lucha lo que les gusta. Y en cuanto a lo de sentarse tranquilamente y aprender del pasado o describir el futuro mediante trabajo fiel realizado con espíritu profético, la verdad, no creo que haya un solo hombre en Milton que sepa estarse quieto. Y es todo un arte.

—Supongo que la gente de Milton piensa que los de Oxford no saben moverse. Seria estupendo que se mezclaran un poco más.

—Sería estupendo para los miltonianos. Muchas cosas que pueden ser buenas para ellos serían muy desagradables para otros.

—¿No es usted de Milton? —preguntó Margaret—. Creía que se sentiría orgulloso de su ciudad.

—Confieso que no sé qué hay para sentirse orgulloso de ello. Si fueras a Oxford, Margaret, te enseñaría un lugar para enorgullecerse.

—¡Bueno! —dijo el señor Hale—, el señor Thornton vendrá a cenar con nosotros, y él está tan orgulloso de Milton como tú de Oxford. Podréis intentar haceros más tolerantes el uno al otro.

—Yo no necesito ser más tolerante, gracias —dijo el señor Bell.

—¿Va a venir a cenar el señor Thornton, papá? —preguntó Margaret en voz baja.

—A cenar o un poco después. No estaba seguro. Me dijo que no esperáramos.

El señor Thornton había decidido no preguntar a su madre hasta dónde había llevado a cabo su proyecto de hablar con Margaret sobre su comportamiento impropio. Estaba seguro de que si la entrevista tenía lugar, la relación que hiciera su madre de lo ocurrido no haría mas que irritarle y disgustarle, aunque sabía la alteración que sufriría al pasar por la mente de ella. Le horrorizaba incluso oír mencionar el nombre de Margaret; aunque la culpaba y estaba celoso de ella, aunque renunciaba a ella, la amaba profundamente, pese a sí mismo. Soñaba con ella. Soñaba que se acercaba a él bailando con los brazos abiertos, y con una ligereza y una alegría que le hacían odiarla, aunque le cautivaba. Pero la impresión de esta imagen de Margaret —despojada de todo el carácter de Margaret tan absolutamente como si algún espíritu maligno hubiera tomado posesión de su cuerpo— estaba tan grabada en su imaginación que cuando despertaba se sentía casi incapaz de separar a la Una de la Duessa[67], y el disgusto que le producía la segunda parecía envolver y desfigurar a la primera. Sin embargo, era demasiado orgulloso para reconocer su debilidad evitando verla. No buscaría ni eludiría la oportunidad de estar en su compañía. Y para convencerse de su capacidad de dominarse, no se apresuró en los asuntos de la tarde. Se obligó a hacer cada cosa con lentitud y deliberación insólitas, y que eran las ocho pasadas cuando llegó a casa del señor Hale. Tenía que negociar acuerdos en el estudio con el señor Bell, que siguió hablando cansinamente, sentado junto al fuego, cuando terminaron todos sus asuntos y podían haber subido a reunirse con los Hale. Pero el señor Thornton no estaba dispuesto a decir una palabra. Aguantó cada vez más irritado, pensando que el señor Bell era un compañero aburridísimo, mientras éste le devolvía el cumplido, diciéndose que el señor Thornton era el individuo más seco y más brusco que había conocido, y totalmente desprovisto de inteligencia y de modales. Al final, oyeron un leve sonido arriba que sugirió la conveniencia de subir ya. Encontraron a Margaret con una carta en la mano, discutiendo con vehemencia el contenido de la misma con su padre. La dejó a un lado en cuanto entraron los caballeros.

Pero el señor Thornton captó con agudeza algunas palabras del señor Hale al señor Bell.

—Una carta de Henry Lennox. Margaret la considera muy esperanzadora.

El señor Bell asintió. Margaret estaba encarnada como una rosa cuando el señor Thornton la miró. Él sintió un impulso incontenible de levantarse en aquel mismo instante, salir de la estancia y no volver a poner los pies en aquella casa.

—Habéis tardado tanto —dijo el señor Hale— que creíamos que el señor Thornton y tú habíais seguido el consejo de Margaret y estabais intentando convertiros el uno al otro.

—Y pensasteis que no quedaría nada de nosotros más que una opinión, como la cola del gato de Kilkenny. ¿Y puede saberse qué opinión creíais que tendría la vitalidad más obstinada?

El señor Thornton no sabía de qué estaban hablando y no se molestó en preguntarlo. El señor Hale tuvo a bien aclarárselo.

—Señor Thornton, esta mañana acusamos al señor Bell de cierta intolerancia oxoniense medieval con su ciudad natal. Y propusimos, Margaret, creo, que le convendría relacionarse un poco con los fabricantes de Milton.

—Disculpe. Margaret pensó que convendría a los fabricantes de Milton relacionarse un poco más con los hombres de Oxford. ¿No fue así, Margaret?

—Creo que mi idea fue que les beneficiaría a todos conocerse un poco mejor, no sé si fue idea mía o de papá.

—Así que ya ve, señor Thornton, deberíamos haber estado instruyéndonos el uno al otro abajo, en lugar de hablar de las familias Smith y Harrison desaparecidas. Sin embargo, estoy dispuesto a cumplir con mi parte ahora. Me pregunto cuándo se proponen vivir los hombres de Milton. Parece que dedican toda la vida a acumular los medios materiales para hacerlo.

—Supongo que con vivir se refiere usted a disfrutar.

—Sí, a disfrutar. No especifico de qué porque supongo que los dos consideramos el mero placer un gozo muy pobre.

—Preferiría que definiera la naturaleza de disfrutar.

—¡Bueno! Disfrutar de ocio, disfrutar del poder y la influencia que proporcionan el dinero. Todos luchan por conseguir dinero. ¿Para qué lo quieren?

El señor Thornton guardó silencio. Luego contestó:

—La verdad es que no lo sé. Pero yo no lucho por el dinero.

—¿Por qué, entonces?

—Es una pregunta muy personal. Tendría que ponerme al descubierto ante semejante catequista y no sé si estoy dispuesto a hacerlo.

—¡No! —dijo el señor Hale—; no seamos personales en nuestro catequismo. Ninguno de ustedes son hombres representativos. Ambos son demasiado individualistas para eso.

—No sé si considerarlo un cumplido. Me gustaría ser el representante de Oxford, con su belleza, su conocimiento y su noble historia antigua. ¿Qué opinas tú, Margaret? ¿Debo sentirme halagado?

—Yo no conozco Oxford. Pero existe una diferencia entre ser el representante de una ciudad y el hombre representativo de sus habitantes.

—Muy cierto, señorita Margaret. Ahora recuerdo que esta mañana estaba contra mí y era absolutamente miltoniana e industrial en sus preferencias.

Margaret advirtió la rápida mirada de sorpresa que le lanzó el señor Thornton y le disgustó la idea que podría sacar del comentario del señor Bell. Este prosiguió:

—Ay, ojalá pudiera enseñarte nuestra High Street, nuestra Radcliffe Square. No hablo de nuestros colegios, al igual que permito que el señor Thornton no mencione sus fábricas al hablar de los encantos de Milton. Tengo derecho a criticar a mi ciudad natal. Recuerden que soy de Milton.

Los comentarios del señor Bell irritaron exageradamente al señor Thornton. No estaba de humor para bromas. En otro momento, tal vez hubiera disfrutado de las críticas del señor Bell a una ciudad cuya vida distaba tanto de los hábitos que él había adquirido; su irritación le impulsó entonces a defender lo que nadie pretendía atacar en serio.

—No creo que Milton sea un modelo de ciudad.

—¿No arquitectónicamente? —preguntó con malicia el señor Bell.

—¡No! Estamos demasiado ocupados para preocuparnos de la mera apariencia exterior.

—No diga mera apariencia exterior —dijo el señor Hale amablemente—. Nos impresionan a todos desde la infancia, todos los días de nuestra vida.

—Un momento —dijo el señor Thornton—. Tenga en cuenta que no somos de la misma raza que los griegos, para quienes la belleza lo era todo y a quienes el señor Bell podría hablar de una vida de ocio y gozo sereno, buena parte del cual les entraba por los sentidos externos. No me propongo despreciarlos más de lo que los imitaría. Pero yo pertenezco a la estirpe teutónica. En esta región de Inglaterra está poco mezclada, menos que en otras. Conservamos buena parte de su lengua, conservamos más de su espíritu. Nosotros no consideramos la vida un tiempo para disfrutar, sino un tiempo para la acción y el esfuerzo. Nuestra gloria y nuestra belleza surgen de nuestra fuerza interior, que nos hace vencer la resistencia material y dificultades mayores incluso. Y somos teutones aquí en Darkshire en otro aspecto. Odiamos que nos impongan leyes elaboradas a distancia. Deseamos que nos dejen regirnos a nosotros mismos en lugar de entrometerse continuamente con su legislación imperfecta. Defendemos el gobierno autónomo y nos oponemos al centralismo.

—O sea, que les gustaría restaurar la heptarquía. Bien, de todos modos, retiro lo que dije esta mañana: que la gente de Milton no respeta el pasado. Adoran ustedes a Tor.

—Si no reverenciamos el pasado como ustedes en Oxford es porque queremos algo que pueda aplicarse al presente de forma mas directa. Está muy bien cuando el estudio del pasado lleva a una profecía del futuro. Pero para hombres que se debaten a tientas en circunstancias nuevas sería mejor que las palabras de la experiencia nos indicaran cómo actuar en lo que nos concierne más íntima y directamente, que está lleno de dificultades que hay que afrontar. Y de la forma de hacerlo y superarlas (y no simplemente apartarlas de momento) depende nuestro futuro. Que nos ayude a abordar el presente la sabiduría del pasado. ¡Pero, no! La gente puede hablar de utopía mucho mejor que de la obligación del día siguiente; y, sin embargo, cuando otros cumplen fielmente ese deber, grita: «¡Qué vergüenza!».

—La verdad es que no sé de qué está hablando. ¿Se dignarían ustedes los hombres de Milton a exponer su problema actual a Oxford? Aún no nos han puesto a prueba.

El señor Thornton se rió de buena gana de esto.

—Creo que hablaba con referencia a algo que nos preocupa mucho últimamente. Pensaba en las huelgas que hemos soportado, que son asuntos bastante problemáticos y perjudiciales, como estoy descubriendo por experiencia. Y, sin embargo, esta última huelga, con la que estoy sufriendo, ha sido respetable.

—¡Una huelga respetable! —exclamó el señor Bell—. Me parece que ha llegado muy lejos en el culto a Tor.

Margaret sentía, mas que ver, que el señor Thornton estaba disgustado porque tomaban continuamente a broma lo que él consideraba muy serio. Intentó cambiar de tema, pues aquél importaba muy poco a una parte mientras que a la otra le parecía profunda y personalmente interesante. Se obligó a decir algo.

—Edith dice que encuentra percales estampados en Corfú más baratos y mejores que en Londres.

—¿De verdad? —preguntó su padre—. Me parece que debe de ser una de las exageraciones de Edith. ¿Tú lo crees, Margaret?

—Yo sólo sé que ella lo dice, papá.

—Entonces yo lo creo —dijo el señor Bell—. Margaret, estoy tan convencido de tu sinceridad, que la extiendo incluso al carácter de tu prima. No creo que una prima tuya pueda exagerar.

—¿Tanto destaca la señorita Hale por la sinceridad? —preguntó el señor Thornton con amargura. Se hubiera mordido la lengua nada más hacerlo. ¿Qué era él? ¿Y por qué tenía que avergonzarla de aquel modo? ¡Qué malvado era esta noche! Se había puesto de mal humor por tener que esperar tanto rato para verla, le había irritado la mención de cierto nombre porque creía que era el de un amante más afortunado, y ahora se mostraba displicente porque había sido incapaz de debatir animosamente con alguien que sólo pretendía pasar una velada agradable con comentarios ligeros y despreocupados, el característico buen amigo de todas las reuniones, cuya actitud debería conocer perfectamente a aquellas alturas el señor Thornton, que le había tratado durante muchos años. ¡Y hablar a Margaret como lo había hecho! No se levantó y salió de la habitación como había hecho tiempo atrás cuando la brusquedad o el genio de él la irritaban. Siguió sentada en silencio, tras la primera mirada de dolida sorpresa como la de un niño ante un rechazo inesperado; pasó luego a una expresión de profunda tristeza, cargada de reproche; bajó después los ojos, se inclinó sobre la labor y no volvió a hablar. Pero él no pudo evitar mirarla y vio el leve temblor de su cuerpo, como si lo estremeciera un frío inusitado. Se sintió como se habría sentido la madre que se hubiera marchado dejando de «acunar y reñir» antes de que su leve sonrisa de plena confianza en el amor materno demostrara la renovación de su cariño[68]. Daba respuestas escuetas; estaba molesto y enojado, incapaz de discernir la broma de la seriedad; deseoso únicamente de una mirada, una palabra de ella ante la que postrarse con humildad penitente. Pero ella no alzó la vista ni habló. Sus dedos finos volaban sobre la labor con tanta regularidad y rapidez como si le fuera la vida en ello. No podía sentir afecto por él, se dijo, pues, de lo contrario, el apasionado fervor de su anhelo la hubiese obligado a alzar la vista, aunque fuese un instante, para leer el tardío arrepentimiento en la suya. Podría haberla golpeado antes de marcharse sólo para tener el privilegio de expresarle el remordimiento que roía su corazón mediante un insólito acto de grosería. Estuvo bien que cerrara la velada aquel largo paseo al aire libre. Le permitió calmarse y recuperar la firme resolución de verla lo menos posible a partir de entonces, ya que el simple hecho de ver su cara y su figura, de oír los sonidos de aquella voz (cual ráfagas de pura melodía) poseían semejante poder para desequilibrarle. ¡Muy bien! Había conocido lo que era el amor: ¡una herida profunda, una experiencia ardiente entre cuyas llamas se debatía! Pero lucharía para salir de aquel horno a la serenidad de la madurez, tanto más generoso y más humano por haber conocido esta gran pasión.

Cuando él salió de la estancia de forma un tanto brusca, Margaret se levantó de su asiento y empezó a recoger la labor en silencio. Las costuras largas eran gruesas e insólitamente pesadas para sus brazos lánguidos. Las curvas de su rostro se alargaron y tensaron y su aspecto era el de alguien que había pasado un día de extrema fatiga. Cuando los tres se disponían a retirarse, el señor Bell susurró una escueta crítica al señor Thornton.

—En mi vida he visto a un individuo tan estropeado por el éxito. No aguanta una palabra, ningún género de broma. Parece que todo ofenda su elevada dignidad. Antes era tan sencillo y tan noble como la luz del día; no podías ofenderle porque no tenía vanidad.

—No es vanidoso —dijo Margaret, apartándose de la mesa y hablando con serena claridad—. Esta noche no era él mismo. Tiene que haber pasado algo que le disgustara antes de venir.

El señor Bell le lanzó una de sus miradas penetrantes por encima de las gafas. Margaret la aguantó tranquilamente. Pero cuando ella salió de la habitación, él preguntó de pronto:

—Hale, ¿se te ha ocurrido alguna vez que tu hija y Thornton sientan el uno por el otro lo que los franceses llaman tendresse?

—¡Nunca! —repuso el señor Hale, primero sorprendido y luego nervioso por la nueva idea—. No, estoy seguro de que te equivocas. Estoy casi seguro de que estás en un error. Si hubiera algo, sería sólo por parte del señor Thornton. ¡Pobrecillo! Espero y confío en que no piense en ella, porque estoy seguro de que ella no le aceptaría.

—¡Bueno! Yo soy soltero y he evitado las aventuras amorosas toda la vida, así que tal vez no haya que tener en cuenta mi opinión. De lo contrario, ¡yo diría que había síntomas clarísimos en ella!

—Entonces creo que te equivocas —repuso el señor Hale—. Es posible que él se interese por ella, aunque la verdad es que ha sido casi grosera con él a veces. ¡Pero ella! En fin, estoy convencido de que nunca pensaría en él. Semejante idea ni siquiera se le ha pasado por la cabeza.

—Tal vez por el corazón sí. Pero yo no he hecho mas que apuntar una posibilidad. Tal vez me equivoque. Y tanto si me equivoco como si no, tengo mucho sueño. Así que, después de estropearte el reposo nocturno (según compruebo) con mis inoportunas fantasías, me entregaré al mío con la conciencia tranquila.

Pero el señor Hale decidió que no se preocuparía por una idea tan descabellada; así que permaneció despierto, decidido a no pensar en ella.

El señor Bell se fue al día siguiente, pidiendo a Margaret que le considerara como alguien que tenía derecho a ayudarla y protegerla en todos sus problemas, fueran del género que fuesen. Y al señor Hale le dijo:

—Esa Margaret tuya se me ha metido en el corazón. Cuídala, porque es una criatura preciosísima, demasiado para Milton, en realidad sólo apropiada para Oxford. Me refiero a la ciudad, no a los hombres. Yo no conozco a nadie digno de ella todavía. Cuando lo haga, traeré al joven para que esté junto a tu joven mujer igual que el genio de las mil y una noches llevó al príncipe Camaralzaman a unirse con la princesa Badoura.

—Te ruego que no hagas nada parecido. Recuerda las desgracias que siguieron. Y además, yo no puedo prescindir de Margaret.

—Bueno, la verdad es que, pensándolo mejor, nos cuidará dentro de diez años, cuando seamos unos viejos enfermos y cascarrabias. ¡En serio, Hale! Me gustaría que dejaras Milton. Es un lugar muy poco adecuado para ti, aunque te lo recomendara yo. Si pudiera, eliminaría mis restos de dudas y aceptaría un beneficio universitario. Margaret y tú iríais a vivir a la casa parroquial, tú podrías ser una especie de coadjutor lego y te encargarías por mí del populacho. Y ella sería nuestra ama de casa sería, la Dama Generosa del lugar durante el día; y por la noche, nos leería hasta que nos durmiéramos. Yo sería muy feliz con esa vida. ¿Qué te parece a ti?

—Ni hablar —dijo el señor Hale sin vacilar—. Ya hice mi único gran cambio y he pagado el precio en sufrimiento. Me quedaré aquí siempre; y aquí me enterrarán y me perderé en la multitud.

—Pues yo no renuncio a mi plan. Aunque no te acosaré más con él ahora. ¿Dónde está la Perla? Vamos, Margaret, dame un beso de despedida. Y recuerda, cariño, dónde puedes encontrar un verdadero amigo para todo lo que esté en su poder. Eres mi niña, Margaret. ¡Recuérdalo, y que Dios te bendiga!

Así que volvieron a la monotonía de la vida tranquila que llevarían en lo sucesivo. Ya no había enferma por quien tener esperanza y temor; incluso los Higgins, por quienes tanto se había preocupado e interesado durante un tiempo, parecían lejos de toda necesidad inmediata de su atención. Los niños Boucher, huérfanos también de madre, requerían la atención que Margaret podía procurarles. Iba con mucha frecuencia a ver a Mary Higgins, que se cuidaba de ellos. Las dos familias vivían en la misma casa: los niños mayores estaban en escuelas humildes, y a los más pequeños, mientras Mary trabajaba, los atendía la vecina amable cuyo sentido común había impresionado tanto a Margaret cuando murió Boucher. Por supuesto, le pagaban por las molestias; y en realidad, en todos estos pequeños planes y arreglos para los huérfanos, Nicholas demostró una sensatez y un criterio ordenado que no tenían nada que ver con sus actos anteriores más excéntricos. Estaba tan entregado a su trabajo que Margaret lo vio muy poco durante los meses de invierno; y cuando lo hizo comprobó que eludía cualquier referencia al padre de aquellos niños a quienes había tomado plena y cariñosamente a su cuidado. No hablaba fácilmente del señor Thornton.

—A decir verdad —dijo—, me desconcierta bastante. Es dos tipos. Uno que conocía hace tiempo como patrono cien por cien. El otro no tiene nada de patrón. No sé cómo pueden estar ambos unidos en el mismo cuerpo. Es un misterio que tengo que aclarar. Pero no me doy por vencido por eso, sin embargo. Mientras tanto, él viene aquí con frecuencia, y así he conocido al individuo que es un hombre, no un patrón. Y creo que yo le desconcierto a él tanto como él a mí, porque se sienta y escucha y mira como si yo fuera un animal raro recién capturado en alguna de las zonas. Pero no me amilano. Haría falta mucho para amilanarme en mi propia casa, como él comprende. Y le digo algunas de mis opiniones que me parece que hubiera sido mejor que le explicaran cuando era más joven.

—¿Y no le contesta? —preguntó el señor Hale.

—¡Bueno! No diré que sólo se beneficie él, aunque me atribuya el mérito de mejorarlo bastante. A veces dice alguna que otra cosa burda que no resulta agradable al principio, pero que luego cuando lo rumias tiene un sabor raro a verdad. Me parece que vendrá esta noche, por lo de la escuela de los niños. No está satisfecho con la calidad y quiere examinarlos.

—¿Cuáles son…? —empezó a decir el señor Hale, pero Margaret le tocó el brazo y le enseñó el reloj.

—Son casi las siete —le dijo—. Las tardes son más largas ahora. Vamos, papá.

No respiró tranquila hasta que estuvieron a una prudente distancia de la casa. Entonces, más calmada ya, lamentó haberse apresurado tanto. Porque ya casi nunca veía al señor Thornton y habría sido agradable verlo aquella noche si iba a casa de Higgins, por la antigua amistad.

¡Sí! Ya casi nunca iba a ver al señor Hale, ni siquiera por el frío y aburrido propósito de las clases. El señor Hale estaba disgustado por el desinterés de su alumno acerca de la literatura griega que tanto entusiasmo despertara en él hacía poco tiempo. Solía llegar una nota apresurada del señor Thornton en el último momento, en la que le comunicaba que estaba tan ocupado que no podía ir a la clase con el señor Hale. Y, aunque otros alumnos habían ocupado más que su lugar en cuanto a tiempo, ninguno ocupaba el lugar de su primer estudiante en el corazón del señor Hale. Estaba triste y deprimido por este cese parcial de una relación que había llegado a apreciar tanto, y solía sentarse a cavilar sobre la razón que podía haber ocasionado aquel cambio.

Una noche sorprendió a Margaret, que estaba sentada con su labor, preguntándole súbitamente:

—¡Margaret! ¿Has tenido alguna vez motivos para creer que el señor Thornton se interesaba por ti?

Casi se ruboriza al hacerle esta pregunta. Pero la idea del señor Bell, que había descartado, volvía a su mente una y otra vez, y las palabras habían brotado de su boca antes de que se diera cuenta de lo que hacía.

Margaret se tomó tiempo para contestar. Pero él supo cuál sería la respuesta por la inclinación de su cabeza.

—Sí; creo que sí. Oh, papá, debería habértelo dicho.

Dejó la labor y se cubrió la cara con las manos.

—No, cariño, no creas que te lo pregunto por impertinencia. Estoy seguro de que me lo habrías dicho si hubieras creído que podías corresponderle. ¿Te ha hablado de ello?

No hubo respuesta al principio. Luego se oyó un discreto y renuente «sí».

—¿Y le rechazaste?

Un largo suspiro. Una actitud más desvalida, débil, y otro «sí». Pero antes de que su padre pudiera hablar, Margaret alzó la cara, sonrosada de preciosa vergüenza, clavó los ojos en él y le dijo:

—Por favor, papá, no puedo decirte mas de lo que te he dicho. Todo el asunto es muy doloroso para mí. Todo lo relacionado con ello me resulta tan amargo que no soporto pensar en ello ni hablar de ello. Siento mucho que hayas perdido a tu amigo, papá, pero yo no he podido evitarlo, no sabes cuánto lo lamento.

Se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en sus rodillas.

—También yo lo lamento, hija. El señor Bell me desconcertó realmente cuando me dijo algo por el estilo…

—¡El señor Bell! ¿Se dio cuenta el señor Bell?

—Un poco; pero se le metió en la cabeza que tú…, ¿cómo la diría? Que tú no veías con malos ojos al señor Thornton. Yo sabía que era imposible. Esperaba que todo fuera sólo imaginaciones suyas; pero sabía perfectamente cuáles eran tus verdaderos sentimientos para suponer que pudiera gustarte el señor Thornton de ese modo. Lo lamento muchísimo.

Guardaron silencio unos minutos, sin moverse. Pero cuando él le acarició la cara poco después con ternura se sorprendió al notar que la tenía húmeda de lágrimas. Ella se levantó de un salto, sonrió con forzada alegría y se puso a hablar de los Lennox con tanto empeño en cambiar de conversación que el bondadoso señor Hale no se atrevió a volver al tema anterior.

—Mañana, sí, mañana llegarán a Harley Street. Oh, qué extraño resultará. Me pregunto en qué habitación pondrán el cuarto de los niños. Tía Shaw estará feliz con el bebé. ¿Te imaginas a Edith de mamá? Y el capitán Lennox… ¿A qué se dedicará ahora que ha renunciado a su puesto?

—Te diré una cosa —dijo su padre, deseoso de complacerla con este nuevo tema de interés—. Creo que tengo que prescindir de ti durante quince días para que vayas a la ciudad a ver a los viajeros. Te pondrías más al corriente en media hora de conversación con el señor Lennox sobre las posibilidades de Frederick que leyendo una docena de estas cartas suyas; así que en realidad unirías diversión y trabajo.

—No, papá, no puedes prescindir de mí. Y lo que es más, no quiero que lo hagas. —Hizo una pausa y añadió—: Lamentablemente, estoy perdiendo la esperanza acerca de Frederick. Se muestra indulgente con nosotros, pero me doy cuenta de que el señor Lennox no confía en poder encontrar a los testigos en años y años. No —continuó—, esa ilusión era preciosa y muy cara a nuestros corazones; pero se ha roto como tantas otras; y tenemos que consolarnos alegrándonos de que Frederick sea tan feliz y de ser tan importantes el uno para el otro. Así que no me ofendas diciendo que puedes prescindir de mí, papá, porque te aseguro que no es verdad.

Pero la idea de un cambio arraigó y germinó en el corazón de Margaret, aunque no de la forma en que la había expuesto su padre al principio. Empezó a pensar en lo agradable que sería algo así para su padre, cuyo ánimo siempre débil le fallaba ahora con demasiada frecuencia, y cuya salud, aunque él nunca se quejaba, se había visto muy afectada por la enfermedad y la muerte de su esposa. Seguía atendiendo regularmente a sus alumnos, pero aquel dar sin recibir ya no podía llamarse compañía como cuando el señor Thornton acudía a estudiar con él. Margaret era consciente de la carencia que padecía, sin darse cuenta: la falta de una relación con otros hombres. En Helstone siempre existía la posibilidad de intercambiar visitas con los clérigos del entorno; y los pobres campesinos que labraban los campos o volvían sin prisas a casa al atardecer, o atendían al ganado en el bosque, siempre estaban libres para hablar o escuchar. Pero en Milton todos estaban demasiado ocupados para conversar con sosiego y para cualquier intercambio serio de ideas. Ellos hablaban del comercio, que era algo muy presente y muy real. Y cuando cesaba la tensión mental relacionada con sus asuntos cotidianos, se sumían en el reposo baldío hasta la mañana siguiente. No podía hallarse al obrero tras la jornada laboral; se había ido a alguna conferencia o a algún club, o a alguna cervecería, según su personalidad. El señor Hale pensó en la posibilidad de dar un ciclo de conferencias en alguna de las instituciones municipales, pero se lo planteaba como una obligación y con tan escaso impulso de amor a su trabajo y al fin del mismo, que Margaret estaba convencida de que no lo haría bien hasta que pudiera considerarlo con un poco de celo.