Capítulo IV

Dudas y dificultades

Arrójame a un desnudo litoral

donde sólo pueda seguir el rastro

de algún triste naufragio;

si estás tú allí, aunque ruja el mar,

no imploro mayor calma.

HABINGTON[5]

Él se había marchado. Cerraron la puerta al atardecer. Ya no había cielos azul intenso ni tonos rojos y ambarinos. Margaret subió a cambiarse para el té y encontró a Dixon bastante malhumorada por el trastorno que había ocasionado la visita en un día de tanto trabajo. Lo demostró cepillándole el cabello furiosamente, con el pretexto de que tenía mucha prisa para ir a atender a la señora Hale. A pesar de todo, Margaret tuvo que esperar un buen rato en la sala a que bajara su madre. Se sentó sola junto al fuego, de espalda a las velas apagadas sobre la mesa, y pensó cómo había transcurrido el día: había resultado muy satisfactorio el paseo, y hacer los bosquejos; la comida había sido agradable y animada; y el paseo por el jardín, desagradable y lamentable.

¡Qué distintos eran los hombres de las mujeres! Allí estaba ella, tan inquieta y desdichada porque su instinto había hecho imposible todo menos el rechazo, mientras que él, a los pocos minutos de haberse encontrado con el rechazo de lo que debía haber sido la propuesta más profunda y sagrada de su vida, podía hablar como si los sumarios, el éxito y todas sus consecuencias superficiales de una buena casa, la compañía inteligente y agradable, fueran los únicos objetos declarados de sus deseos. ¡Santo cielo! ¡Cómo podría haberle amado si hubiera sido sólo diferente, con una diferencia que, al pensarlo, creía que tenía que ser profunda! Entonces se le ocurrió que, en realidad, tal vez hubiese fingido ligereza para disimular la amargura del desengaño, una amargura que a ella se le habría grabado en el corazón si hubiese amado y hubiese sido rechazada.

Su madre llegó al fin, antes de que ese torbellino de pensamientos se asentara en algo parecido al orden. Margaret tuvo que desechar los recuerdos de todo lo dicho y hecho durante el día para escuchar con atención el relato de su madre: Dixon se había quejado de que la tabla de la plancha había vuelto a quemarse; habían visto a Susan Lightfoot con flores artificiales en el sombrero, lo que demostraba su carácter vanidoso y alocado. El señor Hale tomaba el té a sorbos sumido en un silencio abstraído. Margaret se respondía a todo ella misma. Se preguntaba cómo podían ser tan olvidadizos su padre y su madre, tan indiferentes a su compañero durante todo el día que ni siquiera habían mencionado su nombre. Olvidaba que a ellos no les había hecho ninguna proposición.

Después del té, el señor Hale se levantó y se quedó plantado junto a la chimenea, con el codo apoyado en la repisa y la cabeza apoyada en la mano, cavilando y suspirando profundamente de vez en cuando. La señora Hale fue a consultar a Dixon sobre la ropa de invierno para los pobres. Margaret preparó la labor de su madre, pensando horrorizada en la larga velada que le aguardaba y deseando que llegara la hora de irse a la cama para poder repasar los acontecimientos del día.

—¡Margaret! —dijo el señor Hale al fin, de forma tan súbita y apremiante que la sobresaltó—. ¿Es urgente ese tapiz? Quiero decir, si puedes dejarlo un momento y venir a mi estudio. Tengo que hablar contigo de algo muy importante para todos nosotros.

«Muy importante para todos nosotros». El señor Lennox no había tenido ocasión de hablar a solas con su padre después de su rechazo, porque eso sí que sería un asunto muy importante. En primer lugar, Margaret se sentía culpable y avergonzada de haberse hecho tan mayor como para que pensaran en su casamiento; y, en segundo lugar, no sabía si disgustaría a su padre que hubiese decidido rechazar la proposición del señor Lennox. Pero en seguida se dio cuenta de que su padre no quería hablarle de nada que hubiera ocurrido última y súbitamente y hubiese provocado ideas complicadas. El la hizo sentarse a su lado, avivó el fuego, despabiló las velas y suspiró un par de veces antes de decidirse a hablar. Y sus palabras fueron un sobresalto, pese a todo.

—¡Margaret! Voy a dejar Helstone.

—¡Dejar Helstone, papá! Pero ¿por qué?

El señor Hale no contestó de inmediato. Jugueteó unos instantes con los papeles que había sobre el escritorio, confuso y nervioso, abriendo varias veces la boca para hablar, pero cerrándola de nuevo sin tener el valor de pronunciar una sola palabra. Margaret no podía soportar el espectáculo de aquella tensión, que era incluso más penosa para su padre que para ella misma.

—¿Por qué, querido papá? ¡Dímelo!

Él alzó la vista hacia ella de pronto y le dijo con una calma lenta y forzada:

—Porque no puedo seguir siendo pastor de la Iglesia anglicana.

Margaret había imaginado que le habían concedido al fin alguno de los ascensos que tanto deseaba su madre, uno que le obligaría a dejar el precioso y amado Helstone y que quizá le exigiría irse a vivir en uno de los recintos silenciosos y señoriales que Margaret había visto de vez en cuando en las ciudades catedralicias. Eran lugares grandiosos e imponentes, y le habría causado un dolor profundo, largo y perdurable tener que dejar el hogar de Helstone para ir allí. Pero eso no era nada comparado con la impresión que le produjeron las últimas palabras de su padre. ¿Qué quería decir? Era mucho peor por ser tan misterioso. Sintió un súbito escalofrío al ver la expresión de lastimosa angustia de su cara, casi como si implorara un juicio bondadoso y clemente de su hija. ¿Se habría visto implicado en algo que hubiera hecho Frederick? Su hermano era un proscrito. ¿Se habría comprometido su padre, llevado por el amor natural hacia su hijo, en algún…?

—¿De qué se trata, papá? ¡Por favor, dímelo! ¿Por qué no puedes seguir siendo clérigo? Estoy segura de que si se le explica al obispo todo lo que sabemos de Frederick, y la dureza e injusticia con…

—No se trata de Frederick. El obispo no tendría nada que ver con eso. Soy yo mismo. Te lo explicaré, Margaret. Contestaré a todas las preguntas por una sola vez ahora. Pero después de esta noche no volveremos a mencionarlo. Puedo afrontar las consecuencias de mis dolorosas y lamentables dudas, pero no soporto hablar de lo que tanto sufrimiento me ha causado.

—¿Dudas, papá? ¿Dudas religiosas? —preguntó Margaret, más asustada todavía.

—No, dudas religiosas no. Ni el más ligero menoscabo en eso.

Hizo una pausa. Margaret suspiró como si estuviera al borde de otro nuevo horror. Su padre continuó, hablando deprisa, dispuesto a cumplir una obligación:

—No lo entenderías bien si te explicara mi angustia durante los últimos años por saber si tenía algún derecho a conservar el beneficio, mis esfuerzos por apagar mis ardientes dudas con la autoridad de la Iglesia. ¡Oh, Margaret, cuánto amo a la santa Iglesia de la que tengo que excluirme! —Por un momento, no pudo continuar. Margaret no sabía qué decir; todo aquello le parecía tan arcano como si su padre estuviera a punto de hacerse mahometano.

»Hoy he estado leyendo sobre los dos mil que fueron expulsados de sus iglesias —añadió el señor Hale con una leve sonrisa—, tratando de conseguir un poco de su valor. Pero no sirve de nada, es inútil, no puedo evitar lamentarlo amargamente.

—Pero papá, ¿lo has considerado bien? ¡Parece tan espantoso, tan horrible! —dijo Margaret, y se echó a llorar a lágrima viva de pronto. El único fundamento sólido de su hogar, de la idea que tenía de su amado padre, parecía resquebrajarse y tambalearse. ¿Qué podía decir ella? ¿Qué había que hacer? El señor Hale vio la angustia de su hija y se armó de valor para intentar consolarla. Se tragó los sofocantes sollozos sin lágrimas que habían estado subiendo de su pecho hasta entonces, se acercó a la estantería y bajó un libro que leía a menudo últimamente y del que creía que había sacado fuerzas para emprender el camino que había iniciado.

—Escucha, querida Margaret —le dijo, rodeándole la cintura con un brazo. Ella tomó la mano de su padre entre las suyas y la apretó, pero no podía alzar la cabeza. En realidad, su agitación interior era tan grande que tampoco podía prestar atención a lo que leía él.

»Es el soliloquio de alguien que fue en tiempos clérigo de una parroquia rural como yo. Lo escribió el señor Oldfield, pastor de Carsington, en Derbyshire. Sus padecimientos se acabaron. Libró una buena batalla —dijo las dos últimas frases en voz baja, como si hablara consigo mismo. Luego, leyó en voz alta:

»“Cuando no puedas seguir en tu tarea sin deshonrar a Dios, desacreditar la religión, renunciar a tu integridad, herir la conciencia, destrozar la paz y arriesgarte a perder la salvación; en una palabra, cuando las condiciones en que debes continuar (si continúas) en tu cargo sean pecaminosas e injustificadas por la palabra de Dios, debes, sí, has de creer que Dios tomara tu mismo silencio, suspensión, privación y renuncia para Su gloria y una mayor difusión del Evangelio. Cuando Dios no te emplee de una forma, aun así lo hará de otra. Jamás faltará ocasión de servirle y honrarle al alma que desea hacerlo. No debes limitar al Santo de Israel pensando que sólo tiene un medio de glorificarse por ti. Él puede hacerlo por tu silencio tanto como por tu predicación, por tu renuncia tanto como por tu continuación en el cargo. No es el pretexto de hacer el máximo servicio a Dios o cumplir el deber más gravoso lo que excusará el menor pecado, aunque ese pecado nos permita cumplir ese deber o nos dé la oportunidad de hacerlo. Tendrás pocas gracias, alma mía, si cuando te acusen de corromper el culto a Dios falseando tus votos, finges que es necesario hacerlo para continuar en el ministerio”.

Mientras leía esto, y consideraba mucho más que no leía, se armó de resolución, y sintió como si también él pudiera ser firme y valiente al hacer lo que consideraba justo. Pero cuando terminó, oyó el quedo sollozo convulsivo de Margaret y su coraje flaqueó bajo la viva sensación de sufrimiento.

—¡Margaret, cariño! —le dijo, estrechándola—. Piensa en los primeros mártires, piensa en los millares que han sufrido.

—Pero, padre —dijo ella, alzando de pronto la cara enrojecida y bañada de lágrimas—, los primeros mártires sufrieron por la verdad, mientras que tú…, ¡ay!, papá, querido papá.

—Yo sufro por la conciencia, hija mía —repuso él, con una dignidad que sólo era trémula por la profunda sensibilidad de su carácter—; debo seguir los dictados de mi conciencia. He soportado durante mucho tiempo remordimientos que habrían despertado a una mente menos aletargada y cobarde que la mía. —Movió la cabeza y continuó—: El vano deseo de tu madre, satisfecho al fin de la forma burlona en que suelen cumplirse los deseos demasiado fervientes, como tomatillos del diablo que son, ha provocado esta crisis, por lo que debería estar agradecido, y creo que lo estoy. El obispo me ofreció otro beneficio hace menos de un mes. Si lo hubiese aceptado habría tenido que hacer una nueva declaración de conformidad con la liturgia en mi investidura. Intenté hacerlo, Margaret; intenté conformarme rechazando sin más el ascenso adicional y quedándome tranquilamente aquí, sofocando mi conciencia como lo había hecho antes. ¡Que Dios me perdone!

Se levantó y paseó de un lado a otro de la habitación mascullando palabras de remordimiento y humillación, de las que Margaret sólo oyó algunas, y lo agradeció. Al final dijo:

—Vuelvo a la triste carga anterior, Margaret: tenemos que marcharnos de Helstone.

—¡Sí! Comprendo. Pero ¿cuándo?

—He escrito al obispo informándole de mi intención de renunciar a la vicaría. Supongo que ya te lo he dicho, pero se me olvidan las cosas precisamente ahora —dijo el señor Hale, sumiéndose de nuevo en su actitud abatida en cuanto empezó a hablar de los crudos detalles prácticos—. Ha sido amabilísimo; ha empleado argumentos y amonestaciones, todo en vano…, en vano. Son lo mismo que me he repetido yo sin resultados. Tengo que presentar la renuncia y visitar al obispo para despedirme de él. Será una prueba. Pero peor, mucho peor, será despedirme de mis amados feligreses. Se ha nombrado un coadjutor para que dirija los oficios, un tal señor Brown. Vendrá mañana a quedarse con nosotros. El próximo domingo daré mi sermón de despedida.

¿Iba a ser tan repentino, entonces?, se preguntó Margaret. Aunque tal vez fuese mejor así. Prolongarlo sería hurgar más en la llaga; era preferible sumirse en el aturdimiento oyendo todos aquellos preparativos que parecían estar casi terminados antes de decírselo a ella.

—¿Qué dice mamá? —preguntó, con un profundo suspiro.

Para su sorpresa, su padre empezó a pasear de nuevo por la estancia antes de contestar. Al fin se detuvo y replicó:

—Margaret, soy un vil cobarde en realidad. No soporto causar dolor. Sé perfectamente que la vida de casada de tu madre no ha sido lo que ella esperaba, lo que tenía derecho a esperar; y ahora esto va a ser un golpe tan fuerte que no he tenido valor para decírselo. Pero hay que decírselo, ya —dijo, mirando a su hija con tristeza. Margaret se quedó casi anonadada ante la idea de que su madre no supiese nada y todo el asunto estuviera tan adelantado.

—Sí, hay que decírselo —dijo Margaret—. A lo mejor, pese a todo, no se… ¡Oh, sí!, lo hará. Se disgustará —añadió, sintiendo de nuevo el impacto del golpe al intentar determinar cómo reaccionaria otro—. ¿Adónde iremos? —preguntó al final, impresionada de nuevo por la perplejidad acerca de sus futuros planes, si es que su padre tenía planes, en realidad.

—A Milton del Norte —respondió él, con torpe indiferencia, pues había percibido que, aunque el amor de su hija la había impulsado a apoyarle y a esforzarse para calmarle con su cariño, la intensidad del dolor seguía tan viva en su mente como siempre.

—¡Milton del Norte! ¿La ciudad industrial de Darkshire?

—Sí —contestó él, del mismo modo abatido e indiferente.

—¿Por qué allí, papá? —preguntó ella.

—Porque allí puedo ganar el pan para la familia. Porque allí no conozco a nadie y nadie conoce Helstone ni puede hablarme nunca de él.

—¡El pan para la familia! Yo creía que mamá y tú teníais… —y se interrumpió, conteniendo el lógico interés por su vida futura al advertir el ceño de su padre. Pero la agudeza intuitiva de él le permitió ver en la cara de su hija como en un espejo el reflejo de su propio abatimiento y se esforzó por rechazarlo.

—Ya te lo explicaré todo, Margaret. Ahora ayúdame a decírselo a tu madre. Creo que podría hacer cualquier cosa menos eso: la sola idea de su dolor me da pánico. Si te lo explico todo, podrías decírselo mañana. Yo estaré fuera todo el día, iré a despedirme del granjero Dobson y de los pobres de Bracy Common. ¿Te molestaría mucho decírselo tú, Margaret?

Le molestaba tener que hacerlo, le horrorizaba más que ninguna cosa que hubiera tenido que hacer en toda la vida. No podía hablar, de pronto. Su padre dijo:

—Te disgusta mucho hacerlo, ¿verdad, Margaret?

Ella se dominó entonces y contestó con expresión animosa y firme:

—Es doloroso pero hay que hacerlo, y lo haré lo mejor que pueda. Tú debes tener muchas cosas desagradables que hacer.

El señor Hale movió la cabeza abatido y le apretó la mano en señal de gratitud. Margaret estaba a punto de echarse a llorar otra vez. Para desechar los pensamientos dijo:

—Ahora dime cuáles son nuestros planes, papá. Mamá y tú tenéis algún dinero, aparte de los ingresos del beneficio, ¿no? Sé que tía Shaw lo tiene.

—Sí. Creo que tenemos unas ciento setenta libras anuales propias. Setenta han sido siempre para Frederick desde que está en el extranjero. No sé si lo necesita todo —añadió, vacilante—. Debe de tener alguna paga por servir en el ejército español.

—Frederick no debe sufrir —dijo Margaret con decisión—; en un país extranjero; tratado tan injustamente por el propio. Quedan cien libras. ¿Podríamos vivir mamá, tú y yo con cien libras al año en algún lugar muy barato…, muy tranquilo de Inglaterra? Bueno, yo creo que sí.

—¡No! —dijo el señor Hale—. Eso no serviría. Tengo que hacer algo. Tengo que mantenerme ocupado, desechar los pensamientos morbosos. Además, en una parroquia rural recordaría dolorosamente Helstone y mis deberes aquí. No lo soportaría, Margaret. Y cien libras al año se quedarían en nada una vez cubiertos los gastos de la casa, para proporcionar a tu madre las comodidades a las que está acostumbrada y que debe tener. No. Tenemos que ir a Milton. Eso está decidido. Siempre decido mejor solo, sin verme influenciado por mis seres queridos —le dijo, casi disculpándose por haber decidido sin consultar sus planes con nadie de la familia—. No soporto las objeciones. Me hacen vacilar.

Margaret resolvió guardar silencio. Al fin y al cabo, ¿qué importaba adónde fueran, comparado con el único cambio terrible?

El señor Hale prosiguió:

—Hace unos meses, cuando mi suplicio de dudas se hizo superior a lo que podía soportar sin hablar con alguien, escribí al señor Bell. ¿Recuerdas al señor Bell, Margaret?

—No. Creo que no lo he visto nunca. Pero sé quién es. El padrino de Frederick, tu antiguo tutor en Oxford, ¿no?

—Sí. Es miembro de la corporación de Plymouth College. Es oriundo de Milton del Norte, me parece. El caso es que tiene allí propiedades, cuyo valor ha aumentado mucho desde que Milton se ha convertido en una ciudad industrial tan grande. Bueno; tenía razones para suponer (imaginar) que era preferible no decir nada al respecto, sin embargo. Pero estaba seguro de la comprensión del señor Bell. No sé si me dio mucha fuerza. Ha llevado siempre una vida cómoda en su colegio. Pero no podría haber sido más amable. Y debido a él vamos a ir a Milton.

—¿Qué? —dijo Margaret.

—Bueno, tiene allí arrendatarios, casas y talleres. Así que, aunque el lugar es demasiado bullicioso para sus hábitos y no le gusta, está obligado a mantener cierto tipo de contacto. Y me dice que sabe que hay buenas oportunidades para un profesor particular allí.

—¡Profesor particular! —exclamó Margaret con aire displicente—. ¿Para qué van a querer los industriales a los clásicos o la literatura o los conocimientos de un caballero?

—Bueno —contestó su padre—, parece que algunos son individuos refinados, conscientes de sus propias carencias, que es más de lo que puede decirse de muchos hombres de Oxford. Algunos desean aprender, están decididos a hacerlo aunque hayan llegado a la edad adulta. Algunos desean que sus hijos sean más instruidos que ellos. Lo cierto es que hay una oportunidad, tal como he dicho, para un profesor particular. El señor Bell me ha recomendado a un tal señor Thornton, arrendatario suyo y hombre muy inteligente, en la medida en que puedo juzgar por sus cartas. Y en Milton, Margaret, encontraré una vida ocupada, aunque no sea una vida feliz, y personas y escenarios tan distintos que no me recordarán nunca Helstone.

Había un motivo secreto, como bien sabía Margaret por sus propios sentimientos. Sería diferente. Pese a ser discordante (sentía casi aversión por todo lo que había oído siempre del Norte de Inglaterra, los fabricantes, la gente, el campo inhóspito y agreste), contaba sin embargo con esta única virtud: sería diferente de Helstone y jamás les recordaría aquel amado lugar.

—¿Cuándo nos marcharemos? —preguntó Margaret tras un breve silencio.

—No lo sé con exactitud. Quería hablar de ello contigo. Verás, tu madre no sabe nada todavía. Pero creo que dentro de unos quince días… Una vez presentada la renuncia ya no tendré derecho a quedarme.

Margaret estaba casi anonadada.

—¡Dentro de quince días!

—No, bueno, no exactamente. No hay nada establecido —dijo su padre con angustiosa vacilación al ver el dolor que nublaba los ojos de su hija y el súbito cambio de su expresión. Pero se recobró de inmediato.

—Sí, papá, habría que decidirlo pronto y definitivamente, como dices tú. ¡Pero mamá no sabe nada! Eso es lo más embarazoso.

—¡Pobre Maria! —repuso el señor Hale con ternura—. ¡Pobre, pobre Maria! ¡Ay, qué fácil sería si no estuviera casado, si estuviera solo en el mundo! ¡La verdad es que no me atrevo a decírselo, Margaret!

—Bueno —dijo Margaret con tristeza—. Lo haré yo. Dame hasta mañana por la noche para elegir el momento. ¡Ay, papá! —exclamó súbitamente en tono suplicante y apasionado—: ¡Dime que es una pesadilla! ¡Convénceme de que esto no es la realidad sino un mal sueño! ¡No puedes decir en serio que vas a dejar la Iglesia, a renunciar a Helstone, a separarte para siempre de mamá y de mí, arrastrado por una ilusión, por una tentación! ¡No es posible!

El señor Hale mantuvo una calma rígida mientras su hija hablaba.

Luego la miró a la cara y le dijo en tono pausado, lento y ronco:

—Es así, Margaret. No te engañes dudando de la sinceridad de mis palabras, de la firmeza de mi resolución y mi propósito.

Guardó silencio y se quedó mirándola del mismo modo fijo y gélido unos instantes. Ella le devolvió la mirada con expresión suplicante hasta que se convenció de que todo aquello era irrevocable. Entonces se levantó y se dirigió hacia la puerta, sin una palabra ni una mirada más. Posó los dedos en la manilla y oyó que la llamaba. Estaba de pie junto a la chimenea, encogido y encorvado. Pero cuando ella se acercó, se irguió cuan alto era, le puso las manos en la cabeza y dijo con solemnidad:

—¡Que Dios te bendiga, hija mía!

—Y que te devuelva a Su Iglesia —respondió ella, desbordada por la emoción. Acto seguido temió que su respuesta a la bendición paterna hubiese sido irreverente, errónea, que pudiera herirle por proceder de su hija, y le echó los brazos al cuello. Él la estrechó unos instantes. Margaret le oyó murmurar para sí: «Los mártires y los confesores tuvieron que soportar más dolor. No flaquearé».

En aquel momento los sobresaltó la voz de la señora Hale que preguntaba por su hija. Se separaron plenamente conscientes de todo lo que les esperaba. El señor Hale se apresuró a decirle:

—Ve, Margaret, ve. Mañana pasaré el día fuera. Cuando regrese por la noche ya se lo habrás dicho a tu madre.

—Sí —repuso ella. Y volvió a la sala en un estado de aturdimiento y confusión.