Capítulo XXXIX

Hacer amistades

No, he terminado; no me sacará más:

y me alegro, sí, me alegro con toda mi alma

de ser completamente libre.

DRAYTON[65]

Margaret se encerró en su habitación después de dejar a la señora Thornton. Empezó a caminar de un lado a otro, como hacía siempre cuando estaba nerviosa. Pero recordó de pronto que en aquella casa de construcción frágil se oían las pisadas de una habitación en las otras y se sentó hasta que oyó que la señora Thornton se marchaba. Se obligó entonces a recordar toda la conversación que habían mantenido. Procuró repasarla mentalmente, frase por frase. Al final se levantó y se dijo en tono melancólico:

«De todos modos, sus palabras no me afectan; me resbalan; porque soy inocente de todo cuanto me atribuye. Pero, aun así, es duro pensar que una mujer pueda creer eso de otra tan fácilmente. Es duro y es triste. No me acusa de lo que he hecho mal, eso no lo sabe. Él no se lo ha dicho: ¡tendría que haberme dado cuenta de que no lo haría!».

Alzó la cabeza como si se enorgulleciera de la delicadeza de sentimientos que demostraba el señor Thornton. Luego se le ocurrió otra idea y apretó con fuerza las manos unidas.

«También él debe de haber tomado al pobre Frederick por mi amante. —Enrojeció cuando la palabra le pasó por la mente—. Ahora lo comprendo. No es sólo que sepa que mentí, sino que además cree que me quiere otro; y que yo, ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué quiero decir? ¿Por qué me importa lo que piense él, aparte de haber perdido la buena opinión que tenía de mí por haber mentido o dejado de mentir? No lo sé. ¡Pero no lo soporto! ¡Ay! ¡Qué triste ha sido este último año! He pasado de la infancia a la vejez. No he tenido juventud ni madurez; puedo olvidar las esperanzas de la mujer adulta, porque no me casaré; y mis cuidados y pesares son los de una anciana, y también mi ánimo timorato. Estoy cansada de esta continua necesidad de fortaleza. Podía soportarlo por papá, porque es un deber piadoso natural. Y creo que pude resistir, en todo caso, tuve energía para tomar a mal las sospechas injustas e impertinentes de la señora Thornton. Pero no soporto pensar lo absolutamente equivocado que sin duda está él en cuanto a mí. ¿Qué ha ocurrido para que me sienta tan morbosa hoy? No lo sé. Sólo sé que no puedo evitarlo. Tengo que dejarme llevar a veces. No, no lo haré —dijo poniéndose en pie de un salto—. No lo haré, no seguiré pensando en mí misma y en mi situación. No analizaré mis sentimientos. Sería inútil ahora. Algún día, si llego a vieja, me sentaré junto al fuego y analizaré cómo podía haber sido mi vida, mirando las brasas».

Pensaba todo esto mientras se arreglaba a toda prisa para salir, deteniéndose sólo de vez en cuando para secarse con gesto impaciente las lágrimas que brotaban a pesar de su valentía.

«Tal vez haya muchas mujeres que cometen un error tan lamentable como yo y se dan cuenta cuando ya es demasiado tarde. ¡Con cuánta arrogancia e impertinencia le hablé aquel día! Pero entonces no me daba cuenta. Lo he ido comprendiendo poco a poco y no sé dónde empezó. Ahora no cederé. Será difícil comportarme del mismo modo con él, con esta idea lamentable de mí misma; pero me mostraré tranquila y discreta, y apenas hablaré. Claro que seguramente no lo veré. Procura mantenerse alejado de nuestro camino. Eso será lo peor. Claro que no es extraño que me evite, creyendo lo que debe de creer de mí».

Salió de casa y se dirigió rápidamente hacia el campo, procurando ahogar la reflexión mediante la rapidez de movimientos.

Cuando estaba en el umbral de la puerta, de regreso, llegó su padre.

—¡Estupendo! —dijo él—. Has estado en casa de la señora Boucher. Precisamente me proponía ir antes de comer si me da tiempo.

—No, papá. No he estado allí —dijo Margaret, ruborizándose—. Ni siquiera he pensado en ella. Iré nada más comer. Iré mientras tú duermes la siesta.

Y así lo hizo. La señora Boucher estaba muy enferma; no sólo indispuesta sino enferma de verdad. La vecina amable y sensata que la había ayudado el otro día se había hecho cargo de todo, al parecer. Algunos niños estaban con vecinos. Mary Higgins se había llevado a los tres más pequeños antes de comer; y Nicholas había tenido que ir a avisar al médico. Todavía no había llegado; la señora Boucher se estaba muriendo; y lo único que podían hacer era esperar. Margaret pensó que le gustaría conocer su opinión, y que sería mejor que fuera a ver a los Higgins mientras tanto. Así podría saber si Nicholas había hablado con el señor Thornton.

Encontró a Nicholas muy ocupado haciendo girar un penique sobre la mesa de la cocina para diversión de los tres niños pequeños, que se abrazaban a él sin miedo. Él sonreía igual que ellos mientras la moneda giraba. Y Margaret pensó que su animosa concentración en lo que hacía era una buena señal. Cuando el penique se paró, «el pequeñín Johnnie» empezó a llorar.

—Ven conmigo —le dijo Margaret, alzándolo de la mesa y cogiéndolo en brazos; le acercó el reloj a la oreja y preguntó a Nicholas si había visto al señor Thornton.

Su expresión cambió en el acto.

—¡Sí! —contestó—. Le he visto y le he escuchado demasiado.

—¿No le ha dado trabajo, entonces? —preguntó Margaret con tristeza.

—Por supuesto que no. Yo ya lo sabía desde el principio. ¡Es absurdo esperar clemencia de los patronos! Usted es una extraña y una forastera y es normal que no sepa cómo son. Pero yo sí lo sé.

—Lamento haberle pedido que fuera. ¿Estaba enfadado? No le hablaría como Hamper, ¿verdad?

—¡No se deshizo en cordialidad! —exclamó Nicholas, haciendo girar el penique otra vez, tanto para su propio entretenimiento como para el de los niños—. Pero no se preocupe, estoy donde estaba. Volveré a buscar mañana. Le pagué con la misma moneda. Le dije que no tenía tan buena opinión de él como para volver por mi cuenta, pero que me había aconsejado usted que fuera y que estaba en deuda con usted.

—¿Le dijo que le había mandado ir yo?

—No sé si mencioné su nombre. Creo que no. Dije que una mujer que no tenía ni idea me había aconsejado que fuera a ver si tenía algún punto sensible en el corazón.

—¿Y él…? —dijo Margaret.

—Me dijo que le dijera que se ocupe de sus propios asuntos. Ésta es la vez que más ha durado girando, chicos. Yeso fue de lo más amable que me dijo. Pero no importa. Estamos donde estábamos; y picaré piedras en la carretera antes de permitir que estos pequeños pasen hambre.

Johnnie no paraba quieto en brazos y Margaret volvió a dejarlo en la mesa.

—Lamento haberle pedido que fuera a ver al señor Thornton. Me ha decepcionado.

Se oyó un ruido ligero detrás. Se volvieron los dos al mismo tiempo y vieron al señor Thornton con cara de sorpresa y disgusto. Margaret obedeció un impulso repentino y se marchó. Pasó a su lado sin decir una palabra, saludándole sólo con una venia, lo que le permitió bajar la cabeza y ocultar la súbita palidez que sentía en la cara. Él respondió igual a su saludo y cerró la puerta. Ella oyó el portazo mientras se alejaba a buen paso hacia la casa de la señora Boucher, y le pareció que colmaba la medida de su mortificación. También él se enfadó al encontrarla allí. Tenía buen corazón («un punto sensible», como decía Nicholas Higgins); pero se enorgullecía de ocultarlo; lo guardaba bien a salvo, lo consideraba sagrado, y recelaba de cualquier circunstancia que intentara llegar a él. Pero aunque temía demostrar su ternura, también deseaba que todos los hombres reconocieran su justicia; y creía que había sido injusto manifestando tanto desdén a alguien que había esperado con humildad y paciencia cinco horas para hablar con él. El hecho de que aquel hombre le hubiera hablado con insolencia cuando había tenido ocasión de hacerlo no le importaba nada al señor Thornton. Le agradaba más precisamente por ello; y era consciente de la propia irritabilidad en el momento, lo que seguramente los dejara en paz a ambos. Eran las cinco horas de espera lo que impresionaba al señor Thornton. Él mismo no disponía de ese tiempo; pero había dedicado dos horas de su arduo y perspicaz trabajo intelectual, así como físico, a reunir pruebas sobre la veracidad de la historia de Higgins, la naturaleza de su carácter, el tenor de su vida. Y a pesar de que se resistió a reconocerlo, estaba convencido de que todo cuanto le había dicho era verdad. Y ese convencimiento había llegado, como por medio de algún encantamiento, hasta la ternura latente de su corazón: la paciencia de aquel hombre y la simple generosidad del motivo (pues se había enterado de la pelea entre Boucher y Higgins) hicieron que olvidara totalmente los meros razonamientos de la justicia, pasándolos por alto mediante un instinto superior. Había ido a decirle a Higgins que le daría trabajo, y le había irritado más encontrarla allí que oír sus últimas palabras, pues comprendió entonces que era ella la mujer que había instado a Higgins a que acudiera a él; y temía la admisión de cualquier idea de ella como motivo de lo que hacía sólo porque era correcto.

—¿Así que la mujer de la que me habló usted era esa dama? —le preguntó indignado a Higgins—. Podría haberme dicho quién era.

—¿Y entonces habría hablado usted de ella con más cortesía de lo que lo hizo? Tendrá usted una madre que podría impedirle burlarse cuando dijo que las mujeres están en el fondo de todas las desgracias.

—Se lo habrá dicho a la señorita Hale, por supuesto.

—Por supuesto. Al menos eso me parece. Le dije que no tenía que meterse en nada que le incumbiera a usted.

—¿De quién son esos niños? ¿Suyos? —El señor Thornton sabía perfectamente de quién eran, por lo que le habían contado; pero le resultaba difícil desviar la conversación de su inicio poco prometedor.

—No son míos; y son míos.

—¿Son los niños de los que me habló esta mañana?

Higgins se dio la vuelta y contestó con indignación mal contenida:

—Cuando me dijo que mi historia podía ser cierta o no serlo, pero que era muy inverosímil. No lo he olvidado, señor.

El señor Thornton guardó silencio un momento. Luego dijo:

—Yo tampoco. Y recuerdo lo que le dije. No tenía ningún motivo para hablarle de esos niños como lo hice. Y no creí lo que me dijo. Yo no me habría hecho cargo de los hijos de otro hombre si se hubiera portado conmigo como se portó Boucher con usted, por lo que me han contado. Pero ahora sé que me dijo la verdad. Le pido disculpas.

Higgins no se volvió ni contestó en seguida. Pero cuando habló al fin, lo hizo con un tono más suave, aunque sus palabras fueron bastante contundentes.

—No tiene por qué entrometerse en lo que ocurrió entre Boucher y yo. Él ha muerto y yo lo lamento. Es suficiente.

—Muy bien. ¿Trabajará conmigo? Es lo que he venido a preguntarle.

La obstinación de Higgins se tambaleó, cobró fuerza y se mantuvo firme. No pensaba decir nada. El señor Thornton no volvería a preguntárselo. Higgins posó la mirada en los niños.

—Me llamó usted descarado, mentiroso y liante. Y tal vez no le faltara razón porque solía darme a la bebida de vez en cuando. Y yo le he llamado tirano y viejo bulldog y patrono duro y cruel; ésa es la situación. Pero, por los niños, ¿cree que podremos llevarnos bien?

—¡Bueno! —exclamó el señor Thornton casi riéndose—, mi propuesta no ha sido que salgamos juntos. Pero hay una ventaja en lo que usted mismo reconoce, y es que ninguno de los dos podremos llegar a pensar peor del otro de lo que lo hacemos ahora.

—Es verdad —dijo Higgins pensativo—. Desde que nos vimos esta mañana no he dejado de pensar que había sido una suerte que no me aceptara porque en mi vida he visto a un hombre más insoportable. Pero quizá sea un juicio precipitado; y el trabajo es el trabajo, para la gente como yo. Así que aceptaré, señor; y lo que es más, se lo agradezco; trato hecho, por mi parte —dijo con más franqueza, dando media vuelta de pronto y mirando de frente al señor Thornton por primera vez.

—Trato hecho —dijo el señor Thornton, estrechándole la mano con fuerza—. Procure ser puntual —añadió, volviendo a su papel de patrón—. No aguanto remolones en mi fábrica. Aplicamos a rajatabla las multas establecidas. Y la primera vez que le sorprenda armando discordia, a la calle. Así que ya sabe a qué atenerse.

—Esta mañana habló usted de mi sabiduría. Me parece que la llevaré conmigo. ¿O prefiere que vaya sin sesera?

—Sin sesera si la emplea para entrometerse en mis asuntos. Con sesera si es capaz de ocuparse sólo de los suyos.

—Voy a necesitar mucho juicio para determinar dónde terminan mis asuntos y empiezan los suyos.

—Los suyos todavía no han empezado y los míos me esperan, así que buenas tardes.

Margaret salió de casa de la señora Boucher poco antes de que el señor Thornton llegara a la puerta. No lo vio, y él la siguió unos minutos, contemplando con admiración su andar ligero y natural y su figura alta y airosa. Pero esta sencilla emoción placentera se vio mancillada de pronto, envenenada por los celos. Deseaba alcanzarla y hablar con ella para ver cómo reaccionaba ahora que tenía que saber que estaba enterado de que tenía otra relación. También deseaba, aunque de este deseo se avergonzaba un poco, que supiera que había reconocido su juicio al enviar a Higgins a pedirle trabajo y que se había arrepentido de su decisión de la mañana. La alcanzó. Ella se sobresaltó.

—Permítame decirle, señorita Hale, que se precipitó un poco al manifestar su disgusto. He aceptado a Higgins.

—Me alegro —repuso ella con frialdad.

—Me ha dicho que le repitió lo que le dije esta mañana de… —vaciló. Margaret terminó la frase por él:

—De que no se entrometan las mujeres. Tenía todo el derecho del mundo a expresar su opinión, que fue muy correcta, no me cabe duda. Pero —añadió un poco más impaciente— Higgins no le dijo toda la verdad exacta. —La palabra «verdad» le recordó su mentira y se calló de pronto, sintiéndose muy molesta.

El señor Thornton no entendió su silencio al principio, y luego recordó la mentira que había dicho ella y todo lo que había pasado.

—¡La verdad exacta! —exclamó—. Muy pocas personas dicen la verdad exacta. Yo he renunciado a esperarlo. ¿No tiene que darme ninguna explicación, señorita Hale? Se habrá dado cuenta de lo que he de pensar.

Margaret guardó silencio. Se preguntaba si una explicación de algún tipo sería consecuente con su fidelidad a Frederick.

—No —dijo él—. No insistiré. Podría poner tentaciones a su paso. Su secreto está a salvo conmigo de momento, créame. Permítame decirle que corre grandes riesgos siendo tan indiscreta. Ahora hablo sólo como amigo de su padre. Si tuve algún otro pensamiento o esperanza, por supuesto se acabó. No me guía ningún interés personal.

—Ya lo sé —dijo Margaret, obligándose a hablar en tono indiferente y despreocupado—. Me doy cuenta de lo que debe de pensar de mí, pero el secreto es de otra persona y no puedo explicarlo sin perjudicarla.

—No tengo el menor deseo de entrometerme en los secretos del caballero —dijo él con irritación creciente—. Mi único interés por usted es el de un amigo. Tal vez no me crea, señorita Hale, pero así es, a pesar de la persecución con que me temo que la amenacé en otro momento; pero todo eso se acabó, ha terminado. ¿Me cree, señorita Hale?

—Sí —contestó Margaret quedamente con tristeza.

—Bueno, entonces no veo ningún motivo para que sigamos caminando juntos. Pensaba que quizá tuviera algo que decir, pero ya veo que no somos nada el uno para el otro. Si está completamente convencida de que cualquier estúpida pasión por mi parte ha desaparecido completamente, le deseo buenas tardes.

Se marchó apresuradamente.

«¿Qué pretenderá? —se preguntó Margaret—. ¿Qué habrá querido decir hablándome de ese modo, como si yo estuviera pensando siempre que se interesa por mí cuando sé que no es cierto, que no puede? Su madre le habrá contado todas aquellas cosas crueles de mí. Pero no voy a preocuparme por él. Creo que soy lo bastante dueña de mí misma para controlar este sentimiento torturante y disparatado que me ha tentado incluso a traicionar a mi querido Frederick para poder recuperar su buena opinión de mí: la buena opinión de un hombre que se toma tantas molestias para decirme que no significo nada para él. ¡Vamos! Pobre corazón, sé animoso y valiente. Nos ayudaremos mucho si nos abandonan y quedamos desolados».

Su padre se sorprendió un poco al verla tan animada aquella tarde. Hablaba sin cesar y forzó su humor natural hasta límites insólitos. Y aunque había un leve tono de amargura en cuanto decía, aunque sus relatos del grupo de Harley Street fuesen un poco sarcásticos, su padre no se atrevió a interrumpirla como hubiera hecho en otro tiempo, porque le complacía ver que se libraba de sus cuidados. En plena velada la llamaron para que bajara a hablar con Mary Higgins, y cuando volvió, el señor Hale creyó ver rastros de lágrimas en sus mejillas. Pero no podía ser, porque tenía buenas noticias: Higgins había conseguido trabajo en la fábrica del señor Thornton. La animación de Margaret se había apagado, de todos modos, y le costaba mucho trabajo seguir hablando, y más aún hacerlo del mismo modo disparatado que antes. Su estado de ánimo cambió extrañamente durante unos días. Y su padre había empezado a preocuparse por ella, cuando llegaron noticias de un par de sitios, que prometían cierto cambio y variedad para ella. El señor Hale recibió una carta del señor Bell, en la que el caballero les anunciaba su visita; y el señor Hale suponía que la compañía de su viejo amigo de Oxford daría un giro tan agradable a los pensamientos de Margaret como a los propios. Ella procuró interesarse en lo que complacía a su padre, pero estaba demasiado lánguida para preocuparse por ningún señor Bell aunque fuese veinte veces su padrino. La animó más una carta de Edith, llena de compasión por la muerte de su tía; llena de detalles sobre sí misma, su marido y su hijo, y en la que le decía al final que como el clima no sentaba bien al niño y como la señora Shaw hablaba de regresar a Inglaterra, creía probable que el capitán Lennox traspasara su puesto y entonces volverían todos a vivir en la casa de Harley Street; que, sin embargo, parecería incompleta sin Margaret. Margaret añoraba aquella casa y la placidez de la vida monótona y ordenada que había llevado allí. Le había resultado tediosa a veces, pero se había visto tan zarandeada desde entonces, y se sentía tan agotada por esta última lucha consigo misma, que le parecía que incluso el estancamiento sería un descanso y un alivio. Así que empezó a considerar la posibilidad de hacer una larga visita a los Lennox cuando regresaran a Inglaterra como a un lugar…, no, de esperanza no, pero sí de ocio, en el que podría recuperar la fuerza y el dominio de sí misma. De momento, le parecía que todos los temas tendían hacia el señor Thornton; como si no pudiera olvidarse de él a pesar de sus esfuerzos. Si iba a ver a los Higgins, hablaban de él. Su padre había reanudado las clases con él y citaba continuamente sus opiniones; hasta la visita del señor Bell pondría sobre el tapete el nombre de su arrendatario; pues mandó recado de que creía que tendría que dedicar buena parte de su tiempo al señor Thornton, ya que estaban preparando un nuevo contrato de arrendamiento y tenían que ponerse de acuerdo sobre las condiciones del mismo.