Capítulo XXXVIII

Promesas cumplidas

Se levantó entonces muy digna,

con lágrimas en los ojos:

«Diga lo que diga, piense lo que piense,

no diré una palabra».

BALADA ESCOCESA[64]

No era sólo que el señor Thornton supiera que Margaret había mentido —aunque ella suponía que por ese único motivo había cambiado él la opinión que tenía de ella—, sino que, a su modo de ver, aquella falsedad suya guardaba estrecha relación con otro amigo. No podía olvidar la mirada ferviente y tierna que intercambiaban ella y el otro hombre: la actitud de familiaridad, si es que no de verdadero amor. Esa idea le atormentaba constantemente, era una imagen viva delante de sus ojos, fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese. Además de esto (y rechinaba los dientes cuando lo recordaba), estaban la hora, el anochecer y el lugar, tan alejado de casa y relativamente poco frecuentado. La parte más noble de su ser le había indicado al principio que todo esto podría ser fortuito, inocente, justificable; pero una vez concedido su derecho a amar y a ser amada —¿acaso tenía él alguna razón para negar tal derecho, no habían sido sus palabras rotundamente explícitas cuando rechazó su amor?—, podría fácilmente haber sido seducida a dar un paseo más largo o a una hora más avanzada de lo que había previsto. ¡Pero aquella mentira demostraba el fatal conocimiento de algo incorrecto que tenía que ocultar, algo impropio de ella! Esto lo reconocía, aunque habría sido un alivio en todo momento considerarla absolutamente indigna de su amor. Y era eso lo que le hacía sufrir: que la amaba apasionadamente y la consideraba, incluso con todos sus defectos, más bella que ninguna mujer y superior a todas; sin embargo, la creía tan unida a otro hombre, tan desorientada por su amor al mismo como para violentar su naturaleza veraz. La misma mentira que la mancillaba era prueba de su ciego amor por otro (aquel hombre moreno, esbelto, elegante y apuesto, mientras que él era tosco y adusto y fornido). El señor Thornton se torturaba sumido en una agonía de celos furiosos. Pensaba en aquella mirada, aquella actitud: ¡hubiese puesto su vida a los pies de ella por aquella tierna mirada, aquel amoroso arrobamiento! Se burlaba de sí mismo por haber apreciado que le hubiera protegido maquinalmente de la furia de la muchedumbre; ahora había visto lo dulce y cautivadora que resultaba cuando estaba con un hombre a quien amaba de verdad. Recordaba la mordacidad de sus palabras punto por punto: «No había un solo hombre en toda aquella multitud por quien ella no hubiera hecho lo mismo mucho más cordialmente que por él». Él compartía con la multitud el deseo de ella de evitar derramamiento de sangre; pero este hombre, este amor oculto no compartía nada con nadie. Él lo poseía todo: miradas, palabras, abrazos, mentiras, ocultación.

El señor Thornton se daba cuenta de que no se había sentido tan irritable como ahora nunca, en toda la vida. Se sentía inclinado a contestar de forma brusca (más gruñido que palabras) a cualquiera que le preguntara algo, y el saberlo hería su amor propio. Siempre se había enorgullecido del dominio de sí mismo, y se controlaba. Así que la actitud se sometió a una sosegada deliberación, aunque el asunto era más difícil y más grave de lo normal. En casa estaba más silencioso que de costumbre, pasaba las veladas en un continuo ir y venir que habría molestado a su madre sobremanera en cualquier otro y que no fomentaba precisamente la paciencia ni siquiera con su amado hijo.

—¿No puedes estarte quieto y sentarte un momento? Tengo que decirte algo si dejas de una vez ese continuo caminar sin parar.

Él se sentó al instante en una silla junto a la pared.

—Quiero hablarte de Betsy. Dice que tiene que dejarnos, que está tan quebrantada por la muerte de su novio que no consigue concentrarse en el trabajo.

—Muy bien. Supongo que habrá otras cocineras.

—¡Qué propio de un hombre es eso! No se trata sólo de cocinar, es que ella conoce todas las costumbres de la casa. Además, me ha dicho algo de tu amiga la señorita Hale.

—La señorita Hale no es mi amiga. Mi amigo es el señor Hale.

—Me alegra oírtelo decir, porque si fuera amiga tuya te disgustaría lo que dice Betsy.

—Cuéntamelo —repuso él, con aquella actitud absolutamente sosegada que había adoptado en los últimos días.

—Betsy dice que la noche que su novio…, no recuerdo el nombre, porque ella siempre lo llama él.

—Leonards.

—La noche que vieron por última vez a Leonards en la estación, cuando lo vieron por última vez en el trabajo, en realidad, la señorita Hale estaba allí paseando con un joven que Betsy cree que mató a Leonards de un golpe o un empujón.

—Leonards no murió de un golpe ni de un empujón.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque se lo pregunté claramente al médico del hospital. Él me dijo que Leonards tenía una enfermedad interna desde hacía tiempo, causada por el hábito de beber en exceso; que el hecho de que empeorara rápidamente mientras estaba ebrio zanjaba la cuestión en cuanto a si el último ataque fatídico había sido causado por exceso de bebida o por la caída.

—¡La caída! ¿Qué caída?

—La caída o el empujón de que habla Betsy.

—¿Entonces es que hubo un golpe o un empujón?

—Eso creo.

—¿Y quién lo hizo?

—Como no ha habido investigación, debido a la opinión del médico, no lo sé.

—Pero ¿la señorita Hale estaba allí?

No contestó.

—¿Y con un joven?

Siguió sin contestar. Al final, dijo:

—Te digo que no ha habido investigación, madre, ninguna pesquisa. Pesquisa judicial, quiero decir.

—Betsy dice que Woolmer (un conocido suyo que trabaja en una tienda de comestibles de Crampton) jura que la señorita Hale estaba en la estación paseando con un joven a esa hora.

—No veo qué nos importa a nosotros. La señorita Hale puede hacer lo que le plazca.

—Me alegra oírte hablar así —dijo la señora Thornton encantada—. Desde luego no nos importa… y menos a ti después de lo que pasó. Pero yo, yo prometí a la señora Hale que amonestaría y aconsejaría a su hija en caso necesario. Y desde luego le haré saber mi opinión sobre semejante conducta.

—No veo ningún mal en lo que hizo aquella tarde —dijo el señor Thornton, levantándose y acercándose a su madre. Se quedó junto a la repisa de la chimenea, de espaldas a la habitación.

—No aprobarías que hubieran visto a Fanny paseando con un joven en un lugar tan solitario después de oscurecer. Y eso sin mencionar la oportunidad del momento para semejante paseo, cuando todavía no habían enterrado a su madre. ¿Te gustaría que el dependiente de una tienda de comestibles hubiera visto a tu hermana en tales circunstancias?

—En primer lugar, como fui dependiente de una pañería no hace muchos años, la mera circunstancia de que el dependiente de un colmado se fije en algo no altera el carácter del hecho, en mi opinión. Y en segundo lugar, me parece que existe una gran diferencia entre la señorita Hale y Fanny. Supongo que la primera podría tener razones de peso que pudieran y tuvieran que hacerla pasar por alto cualquier aparente impropiedad de su conducta. Que yo sepa, Fanny nunca ha tenido razones de peso para nada. Otras personas la protegen. Creo que la señorita Hale sabe cuidarse sola.

—¡Vaya descripción de tu hermana, John, la verdad! Te aseguro que cualquiera creería que la señorita Hale ya te ha hecho bastante para que seas mas perspicaz. Te indujo a hacerle una propuesta con una descarada demostración de falso cariño para provocar a este mismo joven, estoy segura. Ahora comprendo claramente su conducta. Crees que es su amigo, supongo, reconócelo.

Él se volvió a mirar a su madre, con gesto triste y ceñudo.

—Sí, madre. Creo que es su amigo.

Una vez dicho esto, se volvió de nuevo; se retorció como si le doliera algo. Apoyó la cara en la mano. Luego, sin darle tiempo a ella a hablar, se volvió de pronto:

—Madre. Es su amigo, sea quien sea. Pero tal vez necesite ayuda y consejo femeninos. Puede haber problemas y tentaciones que nosotros desconocemos. Y no quiero saber cuáles son. Pero como tú siempre has sido una madre buena, sí, y cariñosa conmigo, ve a verla, gana su confianza y dile lo que debe hacer. Sé que pasa algo, algo espantoso, que tiene que ser un terrible tormento para ella.

—¡Por amor de Dios, John! —dijo su madre, verdaderamente asustada ahora—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que sabes?

El no contestó.

—¡John! No sé qué pensar si no te explicas. ¡No tienes ningún derecho a decir lo que has dicho contra ella!

—¡Contra ella no, madre! ¡No podría hablar contra ella!

—Muy bien. No tienes ningún derecho a decir lo que has dicho si no te explicas. Esos comentarios a medias son los que arruinan la reputación de una mujer.

—¡Su reputación! Madre, no te atrevas… —dio media vuelta y miró a su madre a la cara con ojos llameantes. Luego se irguió y añadió, adoptando cierta compostura y dignidad—: No diré más que esto, que no es ni más ni menos que la pura verdad, y estoy seguro de que me crees: tengo buenas razones para creer que la señorita Hale se encuentra en un aprieto, algún problema relacionado con un compromiso que es suyo, por lo que sé del carácter de la señorita Hale, totalmente inocente y correcto. Me niego a explicar cuáles son mis razones. Pero no permitas que oiga a nadie decir una palabra contra ella, insinuando cualquier imputación más grave que el hecho de que ahora necesita el consejo de una mujer amable y tierna. ¡Tú prometiste a la señora Hale ser esa mujer!

—¡No! —dijo la señora Thornton—. Me alegra decir que no le prometí amabilidad y ternura, porque entonces me pareció que podría estar fuera de mi alcance manifestar ambas cosas a alguien con el carácter y la forma de ser de la señorita Hale. Prometí consejo y orientación, tal como se los daría a mi propia hija. Hablaré con ella tal como lo haría con Fanny si hubiera andado correteando con un joven de noche. Y hablaré con relación a las circunstancias que conozco, sin dejarme influenciar en ningún sentido por las «buenas razones» que no me confías. Con eso cumpliré mi promesa y mi deber.

—No lo tolerará dijo él con vehemencia.

—Tendrá que hacerlo si le hablo en nombre de su difunta madre.

—¡Muy bien! —dijo él, marchándose de pronto—. No quiero saber nada más. No soporto pensar en ello. En cualquier caso, será mejor que hables con ella a que no le digan nada. —Y cuando se encerró en su habitación masculló—: ¡Oh, aquella mirada de amor! Y esa maldita mentira, que demuestra una vergüenza terrible al fondo que había que impedir que saliera a la luz en la que yo creía que vivía ella siempre. ¡Ay, Margaret, Margaret! ¡Madre, cómo me has torturado! ¡Ay, Margaret! ¿No podrías haberme amado? Soy zafio e insensible, pero nunca te habría hecho mentir por mí.

Cuanto más pensaba la señora Thornton en lo que había dicho su hijo suplicando un juicio compasivo de la indiscreción de Margaret, más resentimiento sentía contra ella. Disfrutaba ferozmente con la idea de «decirle lo que pensaba» so pretexto de cumplir con su deber. Disfrutaba con la idea de mostrarse indiferente al «encanto» que sabía que Margaret tenía el poder de proyectar sobre muchas personas. Bufó al pensar en la belleza de su víctima. Su cabello negro azabache, su cutis claro y terso, sus ojos luminosos no le ahorrarían una sola palabra del justo y severo reproche que la señora Thornton preparó mentalmente durante media noche.

—¿Está en casa la señorita Hale?

Sabía que sí estaba en casa porque la había visto en la ventana. Tenía los pies en el pequeño vestíbulo antes de que Martha acabara de contestar a su pregunta.

Margaret estaba sola escribiendo a Edith; le daba muchos detalles de los últimos días de su madre. Era una tarea debilitante y tuvo que secarse las lágrimas espontáneas cuando anunciaron a la señora Thornton.

La recibió con tanta delicadeza y cortesía que la hizo sentirse un poco intimidada y le impidió pronunciar el discurso tan bien preparado cuando no había nadie a quien dirigirlo. La voz grave y sonora de Margaret era más suave de lo habitual; y su actitud más gentil, pues sentía un profundo agradecimiento hacia la señora Thornton por la delicadeza de su visita. Se esforzó por encontrar temas de conversación interesantes. Alabó a Martha, la sirvienta que les había buscado la señora Thornton. Le dijo que había pedido a Edith un aire griego del que le había hablado a la señorita Thornton. La señora Thornton estaba realmente desconcertada. Su acero damasceno parecía fuera de lugar e inútil entre pétalos de rosa. Guardó silencio, procurando obligarse a cumplir su cometido. Al final, se incitó a hacerlo permitiendo que cruzara su mente la sospecha de que, pese a toda probabilidad, aquella dulzura era fingida con el propósito de ganarse la voluntad del señor Thornton; que, de alguna manera, el otro compromiso había fracasado y la señorita Hale se proponía ahora recuperar al pretendiente rechazado. ¡Pobre Margaret! Tal vez hubiera tanta verdad en la sospecha como ésta: que la señora Thornton era la madre de alguien cuya consideración apreciaba y temía haber perdido; y que esa idea aumentó inconscientemente su natural deseo de complacer a alguien que le demostraba su amabilidad visitándola. La señora Thornton se levantó para marcharse, aunque parecía que tenía algo más que decir. Carraspeó y empezó:

—Señorita Hale, tengo un deber que cumplir. Prometí a su pobre madre que, en la medida de mi pobre juicio, no le permitiría actuar de modo impropio, o… —aquí suavizó un poco el tono— o descuidado sin amonestarla al menos, sin ofrecerle consejo, lo aceptara usted o no.

Margaret se quedó plantada delante de la señora Thornton mirándola con ojos desorbitados y ruborizada como cualquier culpable. ¡Creía que había ido a hablarle de la mentira que había dicho, que el señor Thornton le había encargado que le explicara el peligro al que se había expuesto de que la refutaran en pleno juicio! Y aunque se le cayó el alma a los pies al pensar que él no había decidido ir personalmente a reconvenirla y escuchar su arrepentimiento devolviéndola a su buena opinión, sin embargo se sentía demasiado humillada para no soportar cualquier acusación sobre este tema con paciencia y docilidad.

La señora Thornton prosiguió:

—Cuando me enteré por una de mis sirvientas de que la habían visto paseando con un caballero en la estación de Outwood, tan lejos de casa y a tales horas del atardecer, al principio no podía creerlo. Pero lamento decir que mi hijo me confirmó que era verdad. Fue indiscreto, por no decir algo peor. Muchas jóvenes han perdido la reputación antes…

Margaret la miró con ojos relampagueantes. Aquélla era una idea nueva: demasiado insultante. Si la señora Thornton hubiese hablado de la mentira que había dicho, muy bien, lo habría reconocido y se habría humillado. Pero afear su conducta, ¡hablar de su reputación! Y que lo hiciera ella, la señora Thornton, una extraña, ¡era demasiado impertinente! No contestaría, no diría ni una palabra. La señora Thornton vio el espíritu combativo en la mirada de Margaret y surgió también su combatividad.

—Por su madre, he considerado correcto advertirla contra tales impropiedades; a la larga la degradarán en la estima del mundo aunque no le hagan verdadero daño.

—Por mi madre —dijo Margaret con voz lacrimosa— soportaré mucho, pero no puedo soportarlo todo. Estoy segura de que ella nunca quiso exponerme a la injuria.

—¡Injuria, señorita Hale!

—Sí, señora —dijo Margaret con más firmeza—, injuria. ¿Qué sabe usted de mí que la lleve a sospechar…? Oh —dijo, derrumbándose y cubriéndose la cara con las manos—. Ahora entiendo, el señor Thornton le ha dicho…

—No, señorita Hale —dijo la señora Thornton, impulsada por la sinceridad de Margaret a detener la confesión que estaba a punto de hacer, aunque se moría de curiosidad—. Basta. El señor Thornton no me ha dicho nada. No conoce usted a mi hijo. No es digna de conocerle. Me dijo lo siguiente. Escúcheme para que comprenda, si es capaz, la clase de hombre que rechazó usted. Este fabricante de Milton de gran corazón, a pesar de haber visto despreciado su cariño, sólo me dijo anoche: «Ve a verla. Tengo buenas razones para saber que está en algún apuro, debido a algún compromiso; y necesita consejo femenino». Creo que ésas fueron sus palabras. Aparte de eso, aparte de admitir el hecho de que estuvo usted en la estación de Outwood con un caballero el veintiséis por la tarde, no me ha dicho nada contra usted, ni una palabra. Si sabe algo que la haga sollozar de ese modo, se lo guarda para él.

Margaret seguía con las manos sobre la cara. Tenía los dedos llenos de lágrimas. La señora Thornton se aplacó un poco.

—Vamos, señorita Hale. Admito que a veces hay circunstancias que si se explican, pueden suprimir la aparente impropiedad.

Margaret siguió en silencio. Estaba considerando lo que iba a decir. Deseaba ganarse el favor de la señora Thornton; y, sin embargo, era incapaz de dar ninguna explicación, no podía hacerlo. La señora Thornton se impacientó.

—Lamentaría romper una amistad; pero, por amor a Fanny, como le dije a mi hijo, si Fanny hubiera hecho algo que consideráramos vergonzoso, y Fanny pudiera extraviarse…

—No puedo darle ninguna explicación —dijo Margaret en voz baja—. He obrado mal, pero no de la forma que usted cree o sabe. Creo que el señor Thornton me juzga con más clemencia que usted —le costaba un gran esfuerzo contener las lágrimas para evitar que le temblara la voz—, pero creo que su intención es buena.

—Gracias —dijo la señora Thornton, irguiéndose—. No sabía que se pusiera en duda mi intención. No volveré a inmiscuirme. Me costó aceptar que lo haría cuando su madre me lo pidió. No aprobaba el cariño de mi hijo por usted cuando sólo lo sospechaba. No me parecía usted digna de él. Pero cuando usted se puso en evidencia como lo hizo el día del tumulto, exponiéndose a los comentarios de sirvientes y trabajadores, creí que ya no tenía derecho a oponerme al deseo de mi hijo de proponerle matrimonio. Un deseo que, por cierto, había negado siempre hasta aquel día. —Margaret se estremeció y respiró con un prolongado sonido silbante, que, sin embargo, la señora Thornton no advirtió—. Y lo hizo, pero al parecer usted había cambiado de idea. Ayer le dije a mi hijo que creía posible, aunque había pasado poco tiempo, que hubiera oído o sabido usted algo de ese otro pretendiente…

—¿Qué opinión tiene de mí, señora? —preguntó Margaret, echando la cabeza hacia atrás con orgulloso desdén y arqueando el cuello como un cisne—. No diga nada más, señora Thornton. Declino todo intento de justificarme por nada. Le ruego que me permita salir de la habitación.

Y salió majestuosamente, con la gracia silenciosa de una princesa ofendida. La señora Thornton tenía humor natural más que suficiente para advertir lo absurdo de la posición en que había quedado. No le quedaba más remedio que marcharse también. No se sentía especialmente enojada por el comportamiento de Margaret. Ella no le importaba tanto como para eso. Había tomado la reconvención de la señora Thornton tan a pecho como aquella dama esperaba; y el apasionamiento de Margaret aplacó a su visitante mucho más de lo que podrían haberlo hecho el silencio o la reserva. Demostraba el efecto de sus palabras. «Jovencita —se dijo la señora Thornton—, menudo genio se gasta. Si John y usted se hubieran unido, él habría tenido que ser muy estricto para enseñarle su sitio. Pero no creo que vuelva a pasear con su galán a esa hora del día sin más. Tiene demasiado orgullo y demasiado temple para hacerlo. Me gusta que una joven salga volando ante la idea de dar que hablar. Demuestra que no es atolondrada ni atrevida por naturaleza. Y ésta puede ser atrevida, pero nunca sería atolondrada. Tengo que reconocerlo. En cuanto a Fanny, ella seria atolondrada pero no sería atrevida. No tiene valor, ¡pobrecilla!».

La mañana del señor Thornton no fue tan satisfactoria como la de su madre. Al fin y al cabo, ella estaba cumpliendo todo lo que se había propuesto. Él trataba de determinar en qué situación se encontraba; el daño que le había causado la huelga. Buena parte de su capital estaba bloqueado en maquinaria nueva y costosa; y también había comprado algodón en abundancia con vistas a algunos pedidos importantes que tenía entre manos. La huelga había retrasado muchísimo la terminación de aquellos encargos. Incluso con el experto personal habitual había tenido bastantes dificultades para cumplir sus compromisos; pero ahora, la incompetencia de los irlandeses, a quienes habían tenido que enseñar su trabajo en un momento que requería extraordinaria actividad, constituía un fastidio diario.

No era un momento propicio para que Higgins hiciera su petición. Pero le había prometido a Margaret que lo haría a toda costa. Así que, aunque su disgusto, su orgullo y su mal humor aumentaban por segundos, siguió junto al muro hora tras hora, apoyado primero en una pierna y luego en la otra. Al final, alzaron bruscamente el picaporte y salió el señor Thornton.

—Necesito hablar con usted, señor.

—Ahora no puedo, amigo. Se me ha hecho muy tarde.

—Bueno, señor, creo que puedo esperar hasta que vuelva.

El señor Thornton estaba en mitad de la calle. Higgins suspiró. Pero era inútil. Abordar «al patrono» en la calle era la única oportunidad que tendría de hablar con él. Si hubiera llamado a la caseta del guarda o incluso hubiera ido a la casa a preguntar por él, le habrían mandado al capataz. Así que se quedó allí plantado de nuevo, sin molestarse en contestar más que con un leve cabeceo de reconocimiento a los pocos hombres que le conocían y hablaban con él cuando la multitud salió del almacén a la hora de la comida, y miró ceñudo a los esquiroles irlandeses recién importados. Al final volvió el señor Thornton.

—¡Vaya! ¿Todavía está aquí?

—Sí, señor. Tengo que hablar con usted.

—Pase, entonces. Espere, cruzaremos el almacén. Los hombres no han vuelto y lo tendremos para nosotros solos. Veo que esta buena gente está comiendo —dijo, cerrando la puerta de la caseta del portero.

Se paró a hablar con el capataz. Éste le dijo en voz baja:

—Supongo que sabe usted que ese hombre es Higgins, uno de los dirigentes del sindicato, señor. El que hizo aquel discurso en Hurtsfield.

—No, no lo sabía —dijo el señor Thornton, volviéndose a mirar al hombre que le seguía. Conocía a Higgins de nombre como individuo de carácter violento.

—Vamos —le dijo, en un tono más áspero que antes. «Son los hombres como éste los que interrumpen el comercio y perjudican a la ciudad en que viven: puros demagogos, amantes del poder a cualquier precio para los demás», se dijo.

»Bien, señor, ya me dirá lo que quiere de mí dijo el señor Thornton dando media vuelta para mirarlo en cuanto llegaron a la oficina de la fábrica.

—Me llamo Higgins…

—Ya lo sé —dijo el señor Thornton interrumpiéndole—. ¿Qué quiere, señor Higgins? Ésta es la pregunta.

—Quiero trabajo.

—¡Trabajo! Tiene mucha cara viniendo a pedirme trabajo. Desfachatez no le falta, eso está claro.

—Tengo enemigos y difamadores, como mis superiores; pero ninguno me ha criticado por pecar de modestia, que yo sepa —dijo Higgins. Le había alterado un poco la sangre la actitud del señor Thornton, más que sus palabras.

El señor Thornton vio una carta dirigida a él en la mesa. La cogió y la leyó. Al terminar, alzó la vista y dijo:

—¿Qué está esperando?

—Una respuesta a la pregunta que le he hecho.

—Ya se la he dado. No pierda más tiempo.

—Ha hecho usted un comentario sobre mi desfachatez, señor. Pero a mí me enseñaron que es de buena educación contestar «sí» o «no» cuando me hacen una pregunta correcta. Le agradecería que me diera trabajo. Hamper le dirá que soy un buen trabajador.

—Me parece que sería mejor que no me enviara a pedir informes a Hamper. Podría enterarme de más de lo que le conviene.

—Correré el riesgo. Lo peor que pueden decir de mí es que hice lo que creía que era lo mejor, incluso para mi propio perjuicio.

—Pues entonces vaya a ver si le dan trabajo. Yo he despedido a más de cien de mis mejores manos solamente por seguirle a usted y a los que son como usted; ¿de verdad cree que voy a contratarle? Sería tanto como poner una tea entre la borra.

Higgins se volvió para marcharse. Entonces recordó a Boucher y dio media vuelta, era la máxima concesión que podía obligarse a hacer.

—Le prometería, señor, que no diré una palabra que pueda perjudicarle si nos trata bien; y prometería mas: prometo que si veo que se equivoca y obra de forma injusta, hablaré primero con usted en privado; y ésa seria una advertencia justa. Si usted y yo no estuviéramos de acuerdo en nuestra opinión de su conducta, podría despedirme en una hora.

—¡A fe mía que no se considera usted poca cosa! Hamper ha sufrido una gran pérdida privándose de usted. ¿Cómo ha podido prescindir de usted y de su sabiduría?

—Bueno, nos separamos por mutuo descontento. Yo no estaba dispuesto a hacer la promesa que pedían; y ellos no me aceptaban de ningún modo. Así que puedo aceptar otro compromiso libremente. Y como ya he dicho, aunque no debiera hacerlo yo, soy un buen trabajador, señor, y un hombre formal, sobre todo cuando me abstengo de beber, que es lo que haré ahora aunque no lo haya hecho nunca antes.

—Para poder ahorrar así más dinero para otra huelga, supongo.

—¡No! Ojalá fuera libre para hacerlo; es por la viuda y los hijos de un hombre que se volvió loco por esos esquiroles suyos; despedido de su puesto por un irlandés que no distingue la trama de la urdimbre.

—¡Bien! Será mejor que acuda a algún otro si tiene tan buenas intenciones. Yo le aconsejaría que no se quedara en Milton: aquí es demasiado conocido.

—Si estuviéramos en verano —dijo Higgins— buscaría trabajo de irlandés, haría de peón caminero, de segador o lo que fuese, y no volvería a aparecer por Milton. Pero estamos en invierno y los niños tendrán hambre.

—¡Menudo peón caminero sería usted! ¡No conseguiría hacer ni la mitad de trabajo que un irlandés en un día!

—Pues cobraría media jornada por las doce horas si no pudiera hacer más trabajo en ese tiempo. ¿No conoce ningún sitio en que me pongan a prueba lejos de los talleres si soy tan incendiario? Aceptaré el jornal que crean que merezco, lo haré por esos chiquillos.

—¿Es que no se da cuenta de lo que sería entonces? Sería un esquirol. Aceptaría salarios más bajos que los demás trabajadores, y todo por los hijos de otro hombre. Piense cómo insultaría a cualquier pobre individuo que estuviera dispuesto a hacer lo que pudiera para mantener a sus hijos. Usted y su sindicato le atacarían de inmediato. ¡No, no! Aunque sólo sea por el modo en que han utilizado a los pobres esquiroles antes le contesto no a su pregunta. No le daré trabajo. No diré que no me creo la excusa para venir a pedirme trabajo; no sé nada al respecto. Tal vez sea verdad o tal vez no. Es una historia bastante inverosímil, de todos modos. Déjeme pasar. No le daré trabajo. Ya tiene la respuesta.

—Entiendo, señor. No le habría molestado si no me hubiera pedido que viniera alguien que parecía creer que tenía usted algún lugar tierno en el corazón. Ella se equivocó y yo me dejé engañar. Pero no soy el primer hombre que se deja engañar por una mujer.

—Dígale a ella que se preocupe de sus asuntos en vez de hacer perder el tiempo a los demás. Creo que las mujeres están en el fondo de todas las desgracias de este mundo. ¡Lárguese!

—Le agradezco su amabilidad, señor, y sobre todo su forma delicada de decirme adiós.

El señor Thornton no se molestó en contestar. Pero, al mirar por la ventana un minuto después, le impresionó la figura enjuta y encorvada que salía del patio. Su paso lento contrastaba extrañamente con la determinación clara y resuelta del hombre que había hablado con él. Fue a la caseta del portero:

—¿Cuánto tiempo ha estado esperando ese tal Higgins para hablar conmigo?

—Estaba en la verja antes de las ocho, señor. Creo que no se movió de ahí desde entonces.

—¿Y ahora son…?

—Es la una, señor.

«Cinco horas —pensó el señor Thornton—. Es mucho tiempo para que espere un hombre sin más que hacer que confiar y temer».