Capítulo XXXVI

La unión no siempre hace la fuerza

Los pasos de los porteadores, fuertes y acompasados,

los sollozos de los dolientes, hondos y apagados.

SHELLEY[62]

Margaret y su padre fueron a visitar a Nicholas Higgins y a su hija a la hora acordada el día anterior. Ambos recordaban su reciente pérdida, por una extraña timidez con su nuevo atuendo y por el hecho de que era la primera vez en muchas semanas que salían juntos tranquilamente. Se sentían muy unidos en una muda y recíproca compasión.

Encontraron a Nicholas sentado junto al fuego en su rincón habitual. Pero no fumaba su pipa como siempre. Tenía la cabeza apoyada en la mano y el brazo sobre la rodilla. No se levantó al verlos, aunque Margaret interpretó su mirada como una bienvenida.

—Siéntense, siéntense, el fuego está casi apagado —dijo, atizándolo vigorosamente, como si quisiera desviar la atención de su persona. Tenía un aspecto bastante desaliñado, sin duda. La barba negra de varios días hacía que pareciera más pálido aún, y llevaba una chaqueta que hubiese ganado mucho con unos remiendos.

—Sabíamos que le encontraríamos en casa después de comer —dijo Margaret.

—Sí, sí. Las penas son más abundantes que las comidas, precisamente ahora; creo que mi hora de la comida se prolonga todo el día. Pueden estar segurísimos de encontrarme.

—¿Está sin trabajo? —preguntó Margaret.

—Sí —contestó él secamente. Luego, tras un breve silencio, alzó la vista por primera vez y añadió—: No es que no tenga pasta. No lo piensen. La pobre Bess tenía unos ahorrillos bajo la almohada, dispuestos a caer en mi mano a última hora; y Mary corta fustán. Pero yo estoy sin trabajo igualmente.

—Nosotros debemos dinero a Mary —dijo el señor Hale antes de que Margaret le apretara el brazo para que se callara.

—Si lo acepta, la echo de casa. Yo esperaré entre estas cuatro paredes y ella esperará fuera. Eso es todo.

—Pero tenemos que agradecerle su amable servicio —empezó otra vez el señor Hale.

—Yo nunca le he agradecido a su hija aquí el cariño que demostró a mi pobre muchacha. Nunca encontré las palabras. Tendría que empezar a probar ahora si usted se pone a armar jaleo por la ayuda de Mary.

—¿Está sin trabajo por la huelga? —preguntó amablemente Margaret.

—La huelga se acabó. Terminó por ahora. Estoy sin trabajo porque no lo he pedido. Ni pienso hacerlo, porque las buenas palabras escasean y las malas abundan.

Estaba de un humor propicio para disfrutar hoscamente dando respuestas que parecían acertijos. Pero Margaret se dio cuenta de que le gustaría que le pidieran una explicación.

—¿Y las buenas palabras son…?

—Pedir trabajo. Me parece que son casi las mejores palabras que puede decir un hombre. «Deme trabajo» significa «y lo haré como un hombre». Son buenas palabras.

—Y malas palabras son negarle el trabajo cuando lo pide.

—Sí. Malas palabras es decir: «¡Ajá, amigo mío! Tú has sido fiel a tu clase y yo seré fiel a la mía. Hiciste cuanto podías por los que necesitaban ayuda; ésa es tu forma de ser fiel a los tuyos. Y yo seré fiel a los míos. Has sido un pobre estúpido que no sabías más que ser un verdadero estúpido fiel. Así que al car… Aquí no hay trabajo para ti». Son malas palabras. No soy estúpido; y si lo fuera, la gente tendría que haberme enseñado a ser juicioso a su modo. Habría aprendido si alguien hubiera intentado enseñarme.

—¿No merecería la pena preguntar a su antiguo patrono si le readmite? —preguntó el señor Hale—. Quizá no sea una gran oportunidad, pero sería una oportunidad.

Nicholas volvió a alzar la vista con una mirada intensa a su interlocutor. Luego soltó una risilla amarga.

—Señor mío, no se ofenda, pero le haré yo un par de preguntas.

—Las que quiera dijo el señor Hale.

—Entiendo que se gana el pan de algún modo. La gente no suele vivir en Milton sólo por gusto si puede hacerlo en otro sitio.

—Está en lo cierto. Tengo algunos medios personales, pero mi intención al instalarme en Milton era hacerme profesor particular.

—Enseñar a la gente. ¡Bien! Supongo que le pagan por enseñar, ¿no?

—Sí —repuso el señor Hale, sonriendo—. Enseño para que me paguen.

—¿Y los que le pagan, no le dicen lo que tiene o no tiene que hacer con el dinero que le dan en justa retribución por sus molestias, como justo intercambio?

—No, claro que no.

—No le dicen: «Puedes tener un hermano o un amigo tan querido como un hermano que necesite este dinero para algo que tanto tú como él consideréis bueno; pero tienes que prometerme que no se lo darás. Puedes creer que emplearías bien tu dinero dándoselo, si quieres. Pero a nosotros no nos parece bien, así que si lo empleas en eso, no queremos tratar contigo». No le dicen eso, ¿verdad?

—¡No, claro que no!

—¿Y lo aguantaría si se lo dijeran?

—Sería una presión muy dura la que me hiciera pensar siquiera en someterme a semejante dictado.

—No existe en todo el ancho mundo presión que me obligue a aceptarlo a mí —dijo Nicholas Higgins—. Ahora lo ha captado. Ha dado en el blanco. En la fábrica de Hamper, que es donde trabajaba yo, obligan a sus hombres a comprometerse a no dar un penique al sindicato ni a los huelguistas para que no pasen hambre. Pueden prometer y hacer prometer —prosiguió despectivamente—, eso sólo crea mentirosos e hipócritas. Y es un pecado menor, a mi entender, endurecer tanto los corazones de los hombres que no hagan ningún favor al que lo necesite ni ayuden en la causa justa aunque vaya contra la fuerza mayor. Pero yo no juraría en falso nunca ni por todo el trabajo que pudiera darme el rey. Pertenezco al sindicato; y creo que es lo único que beneficia al trabajador. Y he sido huelguista, y sé lo que es pasar hambre; así que si consigo un chelín, seis peniques serán para ellos si me los piden. Por consiguiente, no sé dónde voy a conseguir un chelín.

—¿Y esa norma de no cotizar al sindicato rige en todas las fábricas? —preguntó Margaret.

—No lo sé. Es una norma nueva en la nuestra; y creo que descubrirán que no pueden ceñirse a ella. Pero ahora está vigente. Ya comprobarán que los tiranos crean mentirosos.

Hubo una breve pausa. Margaret no sabía si debía decir lo que pensaba. No quería irritar a alguien que ya estaba bastante disgustado y abatido. Al final lo dijo. Pero en tonos suaves y a su modo renuente, demostrando que no pretendía decir nada desagradable, y no molestó a Higgins, sólo le desconcertó.

—¿Recuerda que el pobre Boucher dijo que el sindicato era un tirano? Creo que dijo que era el peor tirano del mundo. Y recuerdo que entonces le di la razón.

Higgins se tomó mucho tiempo para contestar. Tenía la cabeza apoyada en las manos y miraba el fuego, por lo que Margaret no podía verle la cara para interpretar su expresión.

—No voy a negar que el sindicato cree necesario obligar a un hombre por su propio bien. Hablaré con franqueza. Un hombre lleva una vida lúgubre si no está en el sindicato. Pero en cuanto entra en el sindicato, se ocupan de todos sus intereses mejor de lo que lo haría él y con mejores resultados, en realidad. Es la única forma de que los trabajadores consigan que se respeten sus derechos, uniéndose todos: cuantos más, más posibilidades tendrá cada uno por separado de que se le haga justicia. El gobierno se cuida de los tontos y de los locos; y si un hombre se siente inclinado a hacerse daño a sí mismo o al prójimo, lo controla un poquito, tanto si le gusta como si no. Eso es todo lo que hacemos en el sindicato. No podemos meter a la gente en la cárcel, pero podemos hacer la vida tan insoportable a un hombre que se vea obligado a ingresar y ser juicioso y amable a pesar de sí mismo. Boucher fue siempre un estúpido, y nunca más estúpido que al final.

—¿Los perjudicó a ustedes? —preguntó Margaret sin malicia.

—Sí, ya lo creo. Teníamos a la opinión pública de nuestro lado hasta que él y los de su ralea empezaron a armar jaleo y a quebrantar las leyes. Eso acabó con la huelga.

—¿Y no hubiera sido mucho mejor, entonces, dejarlo en paz que obligarle a ingresar en el sindicato? No les sirvió de nada y lo volvieron loco.

—Margaret —dijo su padre, amonestándola en voz baja, al ver la tensión concentrada en la cara de Higgins.

—Me cae bien —dijo él de pronto—. Dice con franqueza lo que piensa. No entiende el sindicato, pese a todo. Es una gran fuerza. Es nuestra única fuerza. He leído una poesía de un arado que pasaba sobre una margarita que hizo que se me saltaran las lágrimas antes de que tuviera otros motivos para llorar. Pero el tipo nunca se detuvo a guiar el arado, estoy seguro, pese a toda la pena que le diera la margarita. Tenía demasiado sentido común para eso. El sindicato es el arado, que prepara la tierra para la mies. La gente como Boucher (sería excesivo compararlo con una margarita; más parece un yerbajo tirado en el suelo) sólo tenía que decidirse a quitarse de en medio. Pero ahora estoy indignado con él. Así que tal vez no sea justo con él. Podría pasarle por encima con un arado yo mismo con todo el placer del mundo.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Algo nuevo?

—Ya lo creo. Ese hombre no puede comportarse nunca como es debido. Primero va y se pone furioso como un maldito idiota y arma el alboroto. Luego va y se esconde donde estaría todavía si Thornton le hubiera seguido como yo esperaba que hiciera. Pero Thornton no se molestó en seguir con el proceso por los disturbios en cuanto consiguió lo que quería. Así que Boucher volvió sigilosamente a casa. No se atrevió a salir durante un par de días. Tuvo esa gentileza. Y luego, ¿adónde creen que fue? Pues a la fábrica de Hamper. Maldito sea. Fue a pedir trabajo, con esa cara de santurrón que me da vómitos, aunque conocía perfectamente la nueva norma de comprometerse a no dar nada a los sindicatos, ni ayudar a los huelguistas necesitados. Cuando él se habría muerto de hambre si el sindicato no le hubiera ayudado en su momento de apuro. Allá se fue ese judas inútil, dispuesto a prometer lo que fuera y a comprometerse a contar todo lo que sabía sobre nuestras medidas. Pero diré algo en favor de Hamper y se lo agradeceré hasta mi último día. Mandó a Boucher a paseo y no quiso saber nada de él, aunque la gente que estaba cerca dice que el traidor lloraba como una criaturita.

—¡Oh, qué vergonzoso! ¡Qué lamentable! —exclamó Margaret—. Higgins, hoy no le reconozco. ¿No comprende que usted ha convertido a Boucher en lo que es, empujándolo a entrar en el sindicato contra su voluntad, sin que estuviera convencido? ¡Usted le ha convertido en lo que es!

—¡Convertirle en lo que es! ¿Qué era?

El sonido de voces fue llenando la calleja, un sonido hueco y acompasado que se oía cada vez más cerca, hasta que los obligó a prestar atención. Muchas voces eran murmullos apagados: se oían muchos pasos, que no avanzaban, al menos no con rapidez ni regularidad, sino como si dieran vueltas alrededor de un punto. Sí, era un lento rumor de pasos que llegaba nítido a sus oídos; el pausado y laborioso andar de hombres que llevaban una carga pesada. Corrieron todos a la puerta arrastrados por un impulso incontenible; impelidos no por la curiosidad sino como si respondieran a una llamada solemne.

Seis hombres avanzaban por el centro de la calle; tres eran policías. Llevaban a hombros una puerta, arrancada de los goznes, sobre la que yacía un ser humano muerto. Y los lados de la puerta goteaban continuamente. Todos los vecinos de la calle salieron a ver lo que pasaba y se unieron a la comitiva. Los porteadores, que respondían a sus preguntas casi de mala gana después de repetir tantas veces la historia.

—¡Lo encontramos en el arroyo del prado de más allá!

—¡El arroyo! ¡Pero si no tiene agua suficiente para ahogarse!

—Era un tipo decidido. Se echó boca bajo. Estaba harto de vivir, decida la causa que tenía para ello.

Higgins se acercó al lado de Margaret y dijo en un tono de voz débil y aflautado:

—¿No es John Boucher, verdad? Él no tenía agallas para eso. ¡Seguro! ¡No es John Boucher! Pero mire, miran hacia aquí. ¡Escuche! Tengo un zumbido en la cabeza y no oigo.

Dejaron la puerta con cuidado sobre las piedras, y todos pudieron ver al pobre infeliz ahogado: los ojos vidriosos, uno entreabierto, clavados fijos en el cielo. Tenía la cara hinchada y descolorida, debido a la postura en que lo habían encontrado; además, le había manchado la piel el agua del arroyo, que se había empleado para teñir. La parte delantera de la cabeza era calva, pero detrás tenía el cabello largo y ralo y cada mechón era un conducto para el agua. Margaret reconoció a John Boucher entre todas esas desfiguraciones. Le pareció tan sacrílego atisbar aquel pobre rostro difunto distorsionado que, en un impulso instintivo, se adelantó y cubrió delicadamente la cara del difunto con su pañuelo. Los que la vieron hacerlo la siguieron con la mirada cuando regresó de su piadosa obra y se vieron conducidos así al lugar en que estaba plantado Nicholas Higgins, que parecía paralizado. Los hombres conferenciaron un momento y luego uno de ellos se acercó a Higgins, que de buena gana se habría metido de nuevo en su casa.

—¡Higgins, tú lo conocías! Tienes que decírselo a su mujer. Hazlo amablemente, amigo, pero hazlo rápido, porque no podemos dejarlo aquí mucho tiempo.

—Yo no puedo hacerlo. No me lo pidáis. No puedo enfrentarme a ella.

—Tú la conoces mejor —insistió el hombre—. Nosotros ya hemos hecho bastante trayéndolo aquí, cumple tú con tu parte.

—No puedo hacerlo —dijo Higgins—. Ya estoy bastante destrozado con verlo. No éramos amigos. Y ahora ha muerto.

—Bueno, si no quieres, no quieres. No es un plato de gusto pero alguien tendrá que hacerlo. Cada minuto que pasa es más probable que se entere de alguna forma más dura si nadie va a decírselo poco a poco, como si dijéramos.

—Papá, hazlo tú —dijo Margaret en voz baja.

—Si pudiera, si tuviera tiempo de pensar en lo que debería decirle, pero así de repente…

Margaret se dio cuenta de que su padre no podía. Estaba temblando de pies a cabeza.

—Iré yo dijo.

—Muchísimas gracias, señorita, será una buena obra, porque ha estado casi siempre enferma y nadie sabe mucho de ella.

Margaret llamó a la puerta cerrada, pero había tanto alboroto dentro que no oyó ninguna respuesta. En realidad, dudaba que la hubieran oído y como cada momento de demora le daba más horror lo que tenía que hacer, abrió la puerta y entró. La cerró y echó el pestillo, sin ver aún a la mujer.

La señora Boucher estaba sentada en una mecedora al otro lado de la chimenea descuidada. Parecía que nadie se hubiera molestado en ordenar la casa durante días.

Margaret dijo algo, no sabía bien qué, tenía la garganta y la boca secas, y el alboroto de los niños impedía que la oyera. Volvió a intentarlo.

—¿Cómo está, señora Boucher? Me temo que nada bien.

—No tengo posibilidad de estar bien —contestó la señora Boucher en tono quejumbroso—. Estoy completamente sola con estos niños sin nada que darles para que se callen. John no debía de haberme dejado, y estoy muy mal.

—¿Cuánto hace que se marchó?

—Cuatro días ya. Nadie le daba trabajo aquí y tuvo que ir andando a Greenfield. Pero tenía que haber vuelto ya o mandarme recado si hubiera encontrado trabajo. Podría…

—Bueno, no le eche la culpa —dijo Margaret—. Lo lamentó muchísimo, estoy segura…

—¡Quieres parar y dejarme oír lo que dice la señorita! —gritó, dirigiéndose en tono muy poco dulce a un chiquillo de más o menos un año. Y añadió, disculpándose—: No para de marearme con «papi» y «tosta» y no tengo tostas que darle y papi no está en casa y nos ha olvidado a todos, creo. Es el mimado del padre, lo es —añadió, cambiando súbitamente de tono; alzó al niño, lo sentó en su regazo y empezó a besarle cariñosamente.

Margaret le posó la mano en el brazo para llamar su atención. Sus miradas se encontraron.

—¡Pobrecito! —dijo entonces, despacio—; era el mimado de su padre.

—Es el mimado de su padre —dijo la mujer, levantándose de pronto y plantándose frente a Margaret. Ambas guardaron silencio unos segundos. Luego la señora Boucher empezó a hablar en un quedo susurro que fue subiendo de tono poco a poco—: Él es el mimado de su padre, digo. Los pobres pueden amar a sus hijos igual que los ricos. ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué me mira con sus grandes ojos lastimeros? ¿Dónde está John? —Y a pesar de lo débil que estaba, zarandeó a Margaret para obligarla a contestar—. ¡Oh, Dios mío! —exclamó, entendiendo al fin el significado de aquella mirada triste. Se dejó caer de nuevo en la mecedora. Margaret alzó al niño y se lo puso en los brazos.

—Él lo quería —dijo.

—Sí —dijo la mujer, moviendo la cabeza—, nos quería a todos. Teníamos a alguien que nos quería. Hace mucho tiempo, pero cuando vivía y estaba con nosotros, nos quería, sí. Tal vez quisiera al pequeño más que a ninguno, pero me quería a mí y yo le quería a él, aunque me metiera con él hace cinco minutos. ¿Está segura de que ha muerto? —preguntó al fin, intentando ponerse de pie—. Si es sólo que está enfermo y como muerto pueden hacerle volver en sí todavía. ¡Yo misma estoy tan enferma, llevo tanto tiempo mal!

—¡Ha muerto, se ha ahogado!

—La gente vuelve en sí después de morirse ahogados. ¿En qué estaría pensando para quedarme cruzada de brazos cuando tendría que moverme? Vamos, cállate, hijo, ¡cállate! Toma esto, tómalo para jugar pero no grites porque se me parte el alma. ¡Ay! ¿Dónde está mi fuerza? ¡Oh, John, esposo!

Margaret cogió a la mujer en brazos para evitar que cayera al suelo. Se sentó en la mecedora y la aguantó sobre las rodillas, con la cabeza apoyada en su hombro. Los otros niños se agruparon asustados y empezaron a comprender el sentido de la escena; pero las ideas llegaban despacio, porque su percepción mental era lánguida y torpe. Lanzaron tal grito de desesperación cuando adivinaron la verdad que Margaret no sabía cómo soportarlo. El más fuerte fue el grito de Johnny, aunque el pobrecillo no sabía por qué gritaba.

La madre se estremeció en los brazos de Margaret. Margaret oyó un ruido en la puerta.

—Abre. Abre en seguida —le dijo al niño mayor—. Está echado el cerrojo. No hagáis ruido, estad muy callados. Oh, papá, llévalos arriba con mucho cuidado y así quizá ella no los oiga. Se ha desmayado, eso es todo.

—Es mejor para ella, pobrecilla —dijo una mujer que entró detrás de los que llevaban al muerto—. Pero usted no puede aguantarla. Espere, iré a buscar un almohadón y la echaremos con cuidado en el suelo.

Esta vecina servicial fue un gran alivio para Margaret; evidentemente, era una extraña en la casa, una recién llegada al barrio, en realidad; pero era tan amable y considerada que Margaret comprendió que ya no la necesitaban y que sería mejor dar ejemplo y despejar la casa que estaba llena de mirones ociosos, aunque compasivos.

Miró a su alrededor buscando a Higgins. No estaba allí. Así que habló con la mujer que se había encargado de echar a la señora Boucher en el suelo.

—¿Puede decirle a toda esta gente que es mejor que se marchen en silencio? Así cuando recobre el conocimiento sólo verá a una o dos personas que conoce. Papá, podrías hablar tú con los hombres y convencerlos de que se marchen. La pobrecilla no puede respirar con tanta gente alrededor.

Margaret se arrodilló junto a la señora Boucher y le humedeció la cara con vinagre. A los pocos minutos se sorprendió al sentir una ráfaga de aire fresco. Miró a su alrededor y vio que su padre y la vecina intercambiaban una sonrisa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Que nuestra buena amiga aquí ha dado con un recurso perfecto para despejar la casa —repuso su padre.

—Les pedí que se fueran y se llevara cada uno a un niño, y que recordaran que eran huérfanos y su madre viuda. Ha sido mano de santo, todos se los disputaban. Y los niños llenarán el estómago hoy y recibirán cariño también. ¿Sabe ella ya cómo ha muerto?

—No —contestó Margaret—. No podía decírselo todo a la vez.

—Hay que decírselo por la investigación. ¡Mire! Está volviendo en sí. ¿Se lo dice usted o lo hago yo? ¿O sería mejor que lo hiciera su padre?

—No, usted, usted —contestó Margaret.

Esperaron en silencio hasta que recobró del todo el conocimiento. La vecina se sentó entonces en el suelo y apoyó la cabeza y los hombros de la señora Boucher en su regazo.

—Vecina —le dijo—, tu hombre ha muerto. ¿Sabes cómo murió?

—Se ahogó —dijo débilmente la señora Boucher, y empezó a llorar por primera vez, ante este brusco sondeo de sus penas.

—Lo encontraron ahogado. Volvía a casa muy desesperado de todo en la tierra. Pensó que Dios no podía ser más duro que los hombres; tal vez no tanto; tal vez tan tierno como una madre; tal vez más. No digo que hiciera bien ni digo que hiciera mal. Sólo pido que ni yo ni los míos tengamos nunca tanta pena como él o haríamos cosas parecidas.

—¡Me ha dejado sola con todos estos niños! —se lamentó la viuda, menos afligida por la manera de la muerte de lo que esperaba Margaret; pero era propio de su carácter desvalido creer que la pérdida del esposo la afectaba principalmente a ella y a sus hijos.

—Sola no —dijo el señor Hale solemnemente—. ¿Quién está con usted? ¿Quién hará Suya su causa?

La viuda clavó la mirada con ojos desorbitados en el nuevo interlocutor cuya presencia no había advertido hasta entonces.

—¿Quién ha prometido ser el padre de todos los huérfanos? —añadió él.

—Pero tengo seis hijos, señor, y el mayor no ha cumplido ocho años. No es que quiera dudar de Su poder, señor, pero hace falta mucha fe —dijo ella, y se echó a llorar de nuevo.

—Mañana podrá hablar mejor, señor —dijo la vecina—. Ahora el mayor consuelo sería sentir a un niño en su pecho. Lamento que se hayan llevado al pequeño.

—Iré a buscarlo —dijo Margaret. Regresó a los pocos minutos con Johnny, que tenía toda la cara manchada de comida y las manos cargadas de tesoros: conchas, trocitos de cristal y la cabeza de una figura de yeso. Lo dejó en brazos de la madre.

—Ya está —dijo la vecina—, ahora váyanse. Llorarán juntos y se consolarán el uno al otro, nadie puede hacerlo mejor que un niño. Yo me quedaré con ella mientras me necesite, y si vienen mañana podrán hablar razonablemente con ella. Hoy no está en condiciones.

Margaret y su padre subieron lentamente la calle y se detuvieron a la puerta de la casa de Higgins. Estaba cerrada.

—¿Entramos? —preguntó el señor Hale—. Estaba pensando en él también.

Llamaron. No hubo respuesta, así que intentaron abrir. La puerta estaba atrancada, pero les pareció oír ruido dentro.

—¡Nicholas! —dijo Margaret. No hubo respuesta, y se habrían marchado creyendo que no había nadie si no hubieran oído un ruido casual, como el de un libro al caerse.

—¡Nicholas! —repitió Margaret—. Somos nosotros. ¿No va a dejarnos entrar?

—No —contestó él—. Creo que he hablado bien claro sin emplear palabras cerrando la puerta. Déjenme tranquilo hoy.

El señor Hale iba a insistir, pero Margaret le puso el dedo en los labios.

—No me extraña nada —le dijo—. Yo también deseo estar sola. Me parece que es lo mejor después de un día como éste.