Expiación
No hay nada tan finamente tejido
que no llegue al sol[59].
El señor Thornton seguía allí. Tenía la impresión de que su compañía complacía al señor Hale y se sentía conmovido por el ruego anhelante y quedo de que se quedara un poco mas: el quejumbroso «No se vaya todavía» que su amigo sugería de vez en cuando. Le extrañaba que no volviera Margaret. Pero no se demoró con la idea de verla. Se mostró razonable y sereno por la hora y por hallarse en presencia de alguien que sentía tan profundamente la insignificancia del mundo. Le interesaba mucho todo lo que el señor Hale decía.
De la muerte, de la tensa calma
y del cerebro que se embota.
Era curioso que la presencia del señor Thornton tuviera la virtud de hacer que el señor Hale desvelara los pensamientos secretos que ocultaba incluso a Margaret. Ya fuese que la comprensión de ella era tan cabal y se manifestaba de manera tan viva que él temía la propia reacción, o fuese que en aquel momento surgían en su mente especulativa toda clase de dudas, que rogaban y exigían su resolución en certidumbres, y que él sabía que a ella le horrorizarían algunas de aquellas dudas, mejor dicho, él mismo por ser capaz de concebirlas, fuera cual fuese la razón, en fin, lo cierto es que podía desahogarse mejor con el señor Thornton que con ella de todos los pensamientos, fantasías y temores congelados hasta entonces en su mente. El señor Thornton apenas hablaba, pero cada frase que pronunciaba aumentaba la confianza y el respeto que el señor Hale sentía por él. Si éste hacía una pausa mientras describía algún tormento que recordaba, el señor Thornton completaba la frase y demostraba lo profundamente que comprendía su significado. Si una duda, un miedo, una vaga incertidumbre buscaba reposo sin hallarlo, tan cegados por el llanto estaban sus ojos, el señor Thornton no se sorprendía sino que parecía haber pasado por el mismo estadio de pensamiento y podía indicar dónde hallar el rayo de luz preciso que iluminara los puntos oscuros. Aunque era un hombre de acción, ocupado en la gran batalla del mundo, poseía una religiosidad que le hacía obedecer a Dios en todos sus errores, pese a su fuerte obstinación, más profunda de lo que el señor Hale hubiese soñado jamás. Nunca volvieron a hablar de tales cosas; pero aquella única conversación los hizo muy especiales el uno para el otro; los unió como no podría haberlos unido ninguna charla sobre asuntos sagrados. Cuando todo se admite, ¿cómo puede haber un sanctasanctórum?
Y durante todo ese tiempo, Margaret permaneció tan inmóvil y blanca como la muerte en el suelo del estudio. Se había hundido bajo la carga. Una carga pesada que había llevado durante tanto tiempo con paciencia y mansedumbre hasta que le falló la fe de pronto y había buscado ayuda a tientas en vano. Se advertía una dolorosa contracción en sus hermosas cejas, pero ninguna otra señal de conocimiento. Tenía los labios —poco antes fruncidos desdeñosamente en un gesto desafiante— relajados y lívidos.
E par che de la sua labbia si mova
Uno spirito soave pien d’amore.
Che va dicendo a l’anima: sospira[60]!
El primer síntoma de que estaba volviendo en sí fue un temblor de labios, un leve y silencioso intento de hablar. Pero siguió con los ojos cerrados y el temblor cesó. Margaret se apoyó luego débilmente en los brazos un instante para sostenerse, se irguió y se levantó. Se le había caído la peineta del pelo y un deseo instintivo de borrar los rastros de debilidad y recomponerse la impulsó a buscarla, aunque tenía que sentarse cada poco durante la búsqueda para recuperar las fuerzas. Trató de determinar la intensidad de su tentación, con la cabeza inclinada y una mano sobre la otra, esforzándose en vano por recordar lo que había desembocado en aquel miedo mortal. Sólo comprendía dos hechos: que Frederick corría peligro de que le persiguieran y le descubrieran en Londres no sólo como culpable de homicidio involuntario, sino como autor del delito más infame de jefe del motín; y que ella había mentido para salvarle. Había un consuelo: su mentira lo había salvado aunque sólo fuese ganando un poco más de tiempo. Si el inspector volvía al día siguiente después de que ella hubiera recibido la carta que tanto anhelaba para asegurarse de que su hermano estaba a salvo, afrontaría la vergüenza y aceptaría el amargo castigo, ella, la altiva Margaret, reconociendo en la sala del juicio llena de gente si era necesario, que había sido como «un perro y lo había hecho[61]»; pero si llegaba antes de que tuviera noticias de Frederick; si volvía al cabo de unas horas, tal como había amenazado con hacer, entonces ella volvería a mentir; aunque no sabía cómo podría hacerlo sin delatar su falsedad después de aquella espantosa pausa de reflexión y arrepentimiento. Pero la repetición de la mentira ganaría tiempo, tiempo para Frederick.
La sacó de sus cavilaciones la llegada de Dixon, que acababa de acompañar al señor Thornton a la puerta.
Él no había dado ni diez pasos por la calle cuando se detuvo a su lado un autobús, del que bajó un individuo que se acercó a él tocándose el sombrero. Era el inspector de policía.
El señor Thornton no lo reconoció al principio. Le había conseguido el primer empleo en la policía, y de vez en cuando tenía noticias de los progresos de su protegido, pero se habían visto muy poco.
—Soy Watson, señor. George Watson, usted me consiguió…
—¡Sí, claro! Ya recuerdo. Tengo entendido que le va muy bien.
—Sí, señor. Debería agradecérselo, señor. Pero sólo me tomo la libertad de molestarle ahora para consultarle un asunto. Creo que es usted el magistrado que acudió a tomar declaración a un pobre hombre que murió anoche en el hospital.
—Sí —repuso el señor Thornton—. Hizo una especie de declaración divagatoria, que según el actuario no sirve de gran cosa. Me temo que estuviera borracho, aunque no hay duda de que murió por violencia al final. Creo que una sirvienta de mi madre estaba comprometida con él y se encuentra muy afligida hoy. ¿Cuál es el problema?
—Verá, señor, su muerte se relaciona extrañamente con alguien de la casa de la que le he visto salir ahora: la del señor Hale, creo.
—¡Sí! —exclamó el señor Thornton, volviéndose del todo y mirando al inspector a la cara con súbito interés—. ¿Qué pasa?
—Verá, señor, me parece que tengo una serie de pruebas muy claras que inculpan a un caballero que paseaba con la señorita Hale esa noche en la estación de Outwood como el individuo que golpeó o empujó a Leonards tirándolo del andén y causando así su muerte. Pero la joven dice que no estuvo allí.
—¡La señorita Hale dice que no estuvo allí! —repitió el señor Thornton con voz alterada—. Dígame, ¿qué día fue? ¿A qué hora?
—El jueves veintiséis hacia las seis de la tarde.
Caminaron juntos en silencio unos minutos. El inspector fue el primero en hablar:
—Verá, señor. Es probable que haya una investigación; y tengo a un joven que está convencido, bueno, lo estaba al principio, porque desde que sabe que la señorita lo ha negado dice que no se atrevería a jurarlo; pero sigue estando convencido de que vio a la señorita Hale en la estación con un caballero unos minutos antes de la hora en que uno de los mozos vio una pelea que achacó a alguna insolencia de Leonards, pero que llevó a la caída que le provocó la muerte. Y al verle salir de la misma casa, señor, se me ocurrió que podría tomarme la libertad de preguntarle si…, verá, siempre es difícil tener que tratar con casos en los que hay problemas de identificación, y a uno no le gusta dudar de la palabra de una joven respetable a menos que tenga pruebas concluyentes en contra.
—¡Y ella ha negado que estuviera en la estación aquella tarde! —repitió el señor Thornton en tono bajo y pensativo.
—Sí, señor, dos veces, sin vacilar lo más mínimo. Le dije que volvería a hablar con ella, pero al verle a usted cuando regresaba de interrogar al joven que declaró que era ella, se me ocurrió pedirle consejo, como el magistrado que vio a Leonards en su lecho de muerte y también como el caballero que me consiguió el puesto en el cuerpo de policía.
—Ha hecho muy bien —repuso el señor Thornton—. No dé ningún paso hasta que volvamos a vernos.
—La señorita esperará mi visita, por lo que le dije.
—Sólo quiero que espere una hora. Ahora son las tres. Vaya a mi almacén a las cuatro.
—¡De acuerdo, señor!
Se despidieron. El señor Thornton se apresuró hacia el almacén, ordenó a sus empleados que no permitieran que nadie le interrumpiera, se retiró a su habitación privada y cerró la puerta con llave. Se entregó a continuación a la tortura de repasarlo todo y analizar hasta el último detalle. ¡Cómo podía haberse sumido en la calma confiada en que la imagen llorosa de ella se había reflejado hacía menos de dos horas, hasta sentir cierta piedad y congraciarse con ella olvidando los recelos feroces que le había inspirado verla con aquel desconocido a aquellas horas y en aquel lugar! ¡Cómo podía una criatura tan pura rebajarse de aquel modo y olvidar su comportamiento noble y decoroso! Pero ¿era decoro? ¿Lo era? Se odió por la idea que se le impuso un instante, sólo un instante, pero que mientras duró le hizo estremecerse con toda su vieja fuerza de atracción hacia la imagen de ella. Y luego esta mentira; qué espantoso tenía que ser el miedo a la vergüenza de que se descubriera, pues, al fin y al cabo, la provocación de un individuo como Leonards, excitado por la bebida, sería sin lugar a dudas más que suficiente para justificar a cualquiera que se presentara a exponer las circunstancias claramente y sin reserva. Qué espeluznante y fatídico tenía que ser aquel miedo que podía doblegar a la sincera Margaret induciéndola a mentir. Casi la compadecía. ¿Cómo acabaría aquello? Ella no podía haber considerado lo que había iniciado si se llevaba a cabo una investigación y aparecía el joven. Se levantó de un salto. No habría investigación. El salvaría a Margaret. Asumiría la responsabilidad de evitar la investigación, cuyo resultado sólo podía ser dudoso, por la incertidumbre del testimonio médico (que él había escuchado vagamente la noche anterior del médico de guardia). Los médicos habían descubierto una enfermedad interna muy avanzada y estaban seguros de que resultaría fatal, habían determinado que la muerte podría haberse acelerado por la caída, la bebida y el frío posteriores. Si él hubiera sabido cómo se había mezclado en aquel asunto Margaret, si al menos hubiera previsto que podría haber manchado su blancura con una mentira, podría haberla salvado con una palabra, pues el asunto de abrir o no una investigación se había sopesado la noche anterior. La señorita Hale podía amar a otro —era indiferente y despectiva con él—, pero él le haría favores de los que ella nunca se enteraría. Él podría despreciarla, pero la mujer a la que había amado una vez debía verse libre de vergüenza. Y vergüenza sería jurar en falso en un tribunal público o, de lo contrario, reconocer sus motivos para desear la oscuridad en vez de la luz.
El señor Thornton parecía muy triste y adusto cuando pasó entre sus sorprendidos empleados. Estuvo fuera una media hora. Y su aspecto no era más animoso cuando volvió, aunque su misión había tenido éxito.
Escribió dos líneas en una hoja de papel, la metió en un sobre y lo cerró. Se lo entregó a uno de sus empleados, diciéndole:
—He quedado con Watson (el que era empaquetador en el almacén y que ingresó en la policía) en que vendría a verme a las cuatro. Pero acabo de encontrarme con un caballero de Liverpool que quiere verme antes de marcharse de la ciudad. Encárguese de dar esta nota a Watson cuando venga.
La nota decía lo siguiente:
No habrá investigación. Las pruebas médicas no son suficientes para justificarla. No dé más pasos. No he visto al juez instructor, pero asumo la responsabilidad.
«Bueno —pensó Watson—, me ahorra un trabajo desagradable. Ninguno de mis testigos parecía seguro de nada, excepto la joven. Ella fue clara y tajante; el mozo de la estación había visto una riña; pero cuando descubrió que quizá tuviera que declarar como testigo, entonces ya no había sido una riña sino una broma, y Leonards podría haber saltado él mismo del andén; no estaba seguro de nada. Y Jennings, el dependiente de la tienda de comestibles, bueno, él no era tan malo, pero dudo que pudiera haberle sacado un juramento después de enterarse de que la señorita Hale lo negaba de plano. Habría sido un trabajo difícil y sin ninguna satisfacción. Y ahora puedo ir a decirles que no los necesitaremos».
Así que acudió de nuevo a casa del señor Hale aquella noche. Dixon y su padre habían intentado convencer a Margaret de que se acostara, pero ninguno de los dos sabía la razón de sus débiles y continuas negativas a hacerlo. A Dixon le había contado parte de la verdad, pero sólo parte. Margaret no explicaría a ningún ser humano lo que había dicho y no revelaría la fatal conclusión de la caída de Leonards del andén. Así que la curiosidad de Dixon se combinaba con su lealtad para instar a Margaret a retirarse a descansar. Estaba echada en el sofá y su aspecto demostraba que lo necesitaba realmente. No hablaba más que cuando le hablaban. Intentaba sonreír en respuesta a las miradas preocupadas y a las tiernas preguntas de su padre, pero en lugar de una sonrisa, sus labios pálidos se abrían en un suspiro. Se sentía tan inquieta que al final accedió a retirarse a su habitación y prepararse para acostarse. Estaba a punto de renunciar a la idea de que el inspector volvería aquella noche, pues ya eran más de las nueve.
Se paró junto a su padre y se apoyó en el respaldo de su asiento.
—Te acostarás pronto, papá, ¿verdad? ¡No te quedes levantado solo!
No oyó la respuesta; sus palabras se perdieron en el lejano sonido, que amplificó por los temores de ella y llenó su mente: una leve llamada a la puerta.
Besó a su padre y bajó la escalera con una presteza de la que nadie que la hubiera visto unos minutos antes la hubiese creído capaz. Apartó a Dixon.
—Deja, abriré yo. Sé que es él, puedo, tengo que solucionarlo todo yo.
—¡Como quiera, señorita! —dijo Dixon irritada; aunque añadió en seguida—: Pero no está en condiciones de hacerlo. Está más muerta que viva.
—¿De verdad? —dijo Margaret volviéndose y mirándola con un extraño fuego en los ojos y las mejillas encendidas, aunque aún tenía los labios secos y lívidos.
Abrió la puerta al inspector y le hizo pasar al estudio. Colocó la vela en la mesa y la despabiló con cuidado; luego se volvió hacia él.
—¡Llega tarde! —le dijo—. ¿Y bien?
Esperó la respuesta, conteniendo el aliento.
—Lamento haberla molestado innecesariamente, señora. Después de todo, han renunciado a la idea de llevar a cabo una investigación. No he podido venir antes porque he tenido que hacer otro trabajo y atender a otras personas.
—Entonces, se ha acabado —dijo Margaret—. No van a investigan más.
—Creo que llevo aquí la nota del señor Thornton dijo el inspector, buscando con torpeza en la cartera.
—¡El señor Thornton! —dijo Margaret.
—Sí, es magistrado…, ah, aquí está.
Margaret no podía leerla; estaba junto a la vela pero no veía. Las palabras bailaban ante sus ojos. Pero la aguantó en la mano y la miró como si la estudiara atentamente.
—Le aseguro que me ha quitado un gran peso de encima, señora. Porque las pruebas eran tan inciertas, ¿sabe?, ese hombre no había recibido ningún golpe, y cuando interviene cualquier problema de identificación el caso es muy complicado, como le dije al señor Thornton…
—¡El señor Thornton! —volvió a decir Margaret.
—Me encontré con él esta mañana, justo cuando salía de esta casa y, como es un viejo amigo mío, además de ser el magistrado que vio a Leonards anoche, me tomé la libertad de explicarle mi problema.
Margaret suspiró profundamente. No quería saber más. Le daba miedo lo que ya había oído y lo que pudiera oír. Deseaba que el hombre se marchara. Se obligó a hablar:
—Gracias por venir. Es muy tarde. Creo que más de las diez. Ah, tenga la nota —añadió, interpretando de pronto el significado de la mano que le tendió él para cogerla. La estaba guardando cuando ella dijo—: Me parece una letra muy apretada e indescifrable. No he podido leerla. ¿Quiere leérmela usted?
Se la leyó en voz alta.
—Gracias. ¿Le dijo usted al señor Thornton que yo no estuve allí?
—Oh, claro, señora. Ahora lamento haber actuado basándome en información que parece ser tan errónea. Al principio, el joven estaba muy seguro; y ahora dice que no está seguro de nada y que espera que su error no la haya molestado tanto como para que su tienda la pierda como clienta. Buenas noches, señora.
—Buenas noches.
Llamó a Dixon para que le acompañara a la puerta. Cuando Dixon volvía por el pasillo, la adelantó rápidamente.
—¡Todo va bien! —dijo, sin mirarla; y antes de que Dixon pudiera seguirla con más preguntas, subió la escalera, entró en el dormitorio y cerró la puerta con pestillo.
Se echó en la cama vestida. Estaba demasiado agotada para pensar. Transcurrió media hora o más hasta que la incomodidad de la postura y el frío sustituyeron a la gran fatiga y tuvieron el efecto de despertar sus facultades adormecidas. Entonces empezó a recordar, a asociar, a hacerse preguntas. Primero se le ocurrió que había pasado la terrible preocupación por Frederick. Luego quiso recordar todo lo que había dicho el inspector sobre el señor Thornton, palabra por palabra. ¿Cuándo lo había visto? ¿Qué le había dicho? ¿Qué había hecho el señor Thornton? ¿Cuáles eran las palabras exactas de su nota? Y su mente se negó a proseguir hasta que pudo recordar incluso la colocación u omisión de un artículo, las expresiones exactas que él había empleado en la nota. Pero la siguiente conclusión a la que llegó era bastante clara: el señor Thornton la había visto cerca de la estación de Outwood el fatídico jueves por la noche, y le habían dicho que ella había negado que hubiera estado allí. Había quedado como una mentirosa ante él. Era una mentirosa. Pero no se sentía culpable ante Dios. Solamente el caos y la noche rodeaban el único hecho morboso de que estaba degradada a ojos del señor Thornton. No se molestó en considerar las excusas que podía alegar, ni siquiera para sí. Eso no tenía nada que ver con el señor Thornton. Nunca había imaginado que él ni ninguna otra persona pudiera descubrir un motivo para sospechar de algo tan natural como que acompañara a su hermano. Pero lo que de verdad era falso y erróneo era lo que él sabía, y tenía derecho a juzgarla. «¡Ay, Frederick, Frederick! —gritó—. ¡Qué no habría sacrificado por ti!». Incluso cuando se quedó dormida, sus pensamientos se vieron impulsados a recorrer el mismo círculo pero con exageradas y monstruosas circunstancias de dolor.
Una nueva idea destelló en su mente al despertar con toda la luminosidad de la mañana. El señor Thornton se había enterado de su mentira antes de ver al juez. Eso la indujo a pensar que tal vez se hubiera visto impulsado a hacerlo para ahorrarle a ella la repetición de la mentira. Pero desechó esta idea con la tozudez enfermiza de un niño. Si fuese así, no se lo agradecía en absoluto, pues sólo le demostraba que estaba convencido de que ya se había deshonrado antes de tomarse tan insólitas molestias para ahorrarle poner a prueba su veracidad, que ya había fracasado tan rotundamente. Ella hubiera preferido pasar por todo, hubiera perjurado para salvar a Frederick, antes, mucho antes de que el señor Thornton hubiera sabido lo que le impulsó a intervenir para salvarla. ¿Qué infortunio le había puesto en contacto con el inspector? ¿Qué había hecho que fuese precisamente él el magistrado que acudió a tomar la declaración de Leonards? ¿Qué había dicho Leonards? ¿Hasta qué punto lo había entendido el señor Thornton que, por lo que ella sabía, podría estar enterado ya de la antigua acusación contra Frederick por su común amigo el señor Bell? Si fuese así, habría intentado salvar como fuera al hijo que había desafiado la ley para acudir junto al lecho de su madre agonizante. Y con esta idea, ella podía sentir gratitud, como no podría hacerlo nunca si su intervención hubiera estado motivada por el desdén. ¡Ay! ¿Tenía alguien motivo tan justo para despreciarla? ¡Más que nadie el señor Thornton, a quien ella había mirado por encima del hombro desde sus imaginarias alturas hasta entonces! Se vio de pronto a los pies de él y se sintió extrañamente consternada por su caída. No se atrevió a seguir las premisas hasta su conclusión, reconociendo así en su fuero interno lo mucho que valoraba el respeto y la buena opinión de él. Siempre que se le presentaba esta idea al final de una larga serie de pensamientos, se negaba a seguirla, no creía en ella.
Era más tarde de lo que pensaba, pues con el nerviosismo de la noche anterior se había olvidado de dar cuerda al reloj; y el señor Hale había dado órdenes especiales de que no la despertaran a la hora habitual. Al poco rato, se abrió la puerta despacio y se asomó Dixon. Vio que Margaret estaba despierta y entró con una carta.
—Tengo algo que la animará, señorita. Una carta del señorito Frederick.
—Gracias, Dixon. ¡Qué tarde es!
Hablaba con una gran languidez, y esperó a que Dixon dejara la carta sobre el cobertor sin tender la mano para cogerla.
—Supongo que quiere el desayuno. Se lo traeré en seguida. Sé que el señor ha preparado la bandeja.
Margaret no contestó y esperó a que se fuera. Quería estar sola para abrir la carta. Al fin lo hizo. Se fijó primero en la fecha: era de dos días antes. Así que había escrito cuando había prometido hacerlo y podrían haberse ahorrado tanta preocupación. Pero leería la carta para ver. Era bastante apresurada pero plenamente satisfactoria. Había visto a Henry Lennox, que sabía lo suficiente del caso como para cabecear al considerarlo, en primer lugar, y decirle que había cometido una grave temeridad al regresar a Inglaterra pesando sobre él semejante acusación, respaldada por tan poderosa influencia. Pero cuando hablaron de todo, el señor Lennox había reconocido que tal vez hubiera alguna posibilidad de absolución si podía demostrar sus declaraciones con testigos fidedignos, que en tal caso podría merecer la pena que le juzgaran, pero que de lo contrario supondría un gran riesgo. Examinaría el caso, se tomaría todas las molestias.
Me pareció —añadía Frederick— que mi nota de presentación era muy importante, hermanita… ¿Es así? Te aseguro que me hizo muchas preguntas. Me parece un individuo agudo e inteligente y que tiene un buen bufete también, a juzgar por los indicios de negocio y por el número de pasantes. Pero quizá sean sólo tretas de abogado. He conseguido pasaje en un paquebote que está a punto de zarpar, saldré en cinco minutos. Tal vez tenga que regresar a Inglaterra por este asunto, así que guarda en secreto mi visita. Enviaré a padre un jerez añejo especial que no podéis comprar en Inglaterra, ¡uno como el de la botella que tengo delante! Necesita algo así. Dale todo mi cariño, Dios le bendiga. Estoy seguro… Llega mi coche. P. D.: ¡Qué fuga fue aquélla! Procura no decir una palabra de mi estancia a nadie, ni siquiera a las Shaw.
Margaret miró el sobre. Estaba marcado «Demasiado tarde». Debía haber confiado la carta a algún camarero descuidado que se había olvidado de echarla al correo. ¡Ay! ¡Qué redes tan ligeras de casualidades se alzan entre nosotros y la Tentación! Frederick estaba a salvo y fuera de Inglaterra hacía veinte horas; no, treinta.
Y hacía sólo unas diecisiete que ella había mentido para impedir una búsqueda que incluso entonces hubiera sido inútil. ¡Qué infiel había sido! ¿Dónde estaba ahora su orgulloso lema Fais ce que dois, advienne que pourra? ¡Qué contenta se sentiría ahora si hubiese tenido el valor de explicar la verdad respecto a sí misma, desafiándolos a descubrir lo que se negaba a explicar referente a otro! No humillada ante Dios por haber perdido la confianza en Él; ni degradada y rebajada en la opinión del señor Thornton. Se interrumpió en este punto con un temblor espantoso: estaba comparando la baja opinión que tenía él de ella con el disgusto de Dios. ¿Cómo era posible que se obsesionara con él de forma tan persistente? ¿Qué sería? ¿Por qué le preocupaba lo que él pensara, a pesar de su orgullo, a pesar de sí misma? Creía que podía haber soportado la idea del disgusto del Todopoderoso porque Él lo sabía todo y podía interpretar su arrepentimiento y oír sus gritos de ayuda en el futuro. Pero el señor Thornton… ¿Por qué temblaba y ocultaba la cara en la almohada? ¿Qué fuerte sentimiento se había apoderado de ella?
Se levantó de la cama de un salto y rezó larga y fervorosamente. Se calmó y se reconfortó abriendo su corazón de ese modo. Pero en cuanto consideró su situación descubrió que la herida seguía allí, que no era lo bastante buena ni lo bastante pura para que la mala opinión de un ser humano le resultara indiferente: pues la idea de que él la despreciaba se interponía entre ella y la conciencia de haber obrado mal. Llevó la carta a su padre en cuanto se vistió. La alusión al susto que se habían llevado en la estación era tan leve que el señor Hale la pasó por alto sin prestarle la menor atención. En realidad, aparte del simple hecho de que Frederick había embarcado sin problema, no se fijó en mucho más de la carta entonces, pues estaba muy preocupado por la palidez de Margaret. Parecía siempre al borde del llanto.
—Estás agotadísima, hija. No me extraña. Pero tienes que dejarme que te cuide.
La convenció de que se echara en el sofá y fue a buscar un chal para taparla. Su ternura la hizo llorar, y lloró amargamente.
—¡Pobrecita! ¡Pobrecita! —musitó él, contemplando a su hija agitada por los sollozos, echada de cara a la pared. Cuando se calmó al cabo de un rato se preguntó si se atrevería a desahogarse explicándole todo lo que le pasaba a su padre. Pero había más razones en contra que a favor. La única razón para hacerlo era el alivio que le procuraría; y en contra pesaba la idea de que aumentaría el nerviosismo de su padre, si al final Frederick tenía que volver a Inglaterra. Se obsesionaría pensando en que su hijo había causado la muerte de un hombre, por muy involuntariamente que hubiese sido, y el saberlo sería un tormento recurrente en diversas formas de exageración y distorsión de la simple verdad. Y en cuanto al enorme pecado de ella, él se angustiaría sobremanera por su falta de valor y de fe, aunque se preocupara siempre por intentar justificarla. En otros tiempos, Margaret habría acudido a él como sacerdote y como padre y le habría confesado su tentación y su pecado; pero últimamente no habían hablado mucho de esos temas; y, tras su cambio de opiniones, no sabía cómo respondería si el fondo de su alma apelaba a la suya. No, guardaría el secreto y llevaría la carga ella sola. Sola acudiría a Dios y le suplicaría Su absolución. Sola soportaría la opinión que tenía el señor Thornton de ella. Se sentía indeciblemente conmovida por los tiernos esfuerzos de su padre para encontrar temas de conversación alentadores y apartar así sus pensamientos de todo lo que había ocurrido últimamente. Meses antes ella había sido tan locuaz como él ahora. No estaba dispuesto a permitirle levantarse y ofendió mucho a Dixon insistiendo en cuidarla él.
Margaret sonrió al fin; una sonrisa leve, pero que procuró a su padre auténtico placer.
—Resulta extraño pensar que lo que nos da más esperanza en el futuro se llame Dolores —dijo. El comentario era más propio de su padre que de ella. Pero aquel día parecía que hubieran cambiado los papeles.
—Me parece que su madre era española, lo que explica su religión. Su padre era un rígido presbiteriano cuando yo lo conocí. Pero es un nombre muy dulce y muy bonito.
—¡Qué joven es! Catorce meses más joven que yo. Tiene la misma edad que Edith cuando se prometió al capitán Lennox. Papá, iremos a verlos a España.
Él movió la cabeza. Pero dijo:
—Como quieras, Margaret. Pero volvamos aquí. Sería muy injusto y muy cruel con tu madre, a quien me temo que siempre le disgustó tanto Milton, que nos marcháramos ahora que yace aquí y no puede acompañarnos. No, cariño. Puedes ir tú a verlos y luego me explicarás cómo es mi hija española.
—No, papá, yo no iré sin ti. ¿Quién te cuidaría cuando yo me fuera?
—Me gustaría saber quién cuida a quién. Pero si fueras, convencería al señor Thornton de que me permitiera darle clases dobles. Estudiaríamos a los clásicos a fondo. Sería un interés permanente. También puedes ir a Corfú a ver a Edith, si quieres.
Margaret no contestó de inmediato. Luego dijo con bastante seriedad:
—Gracias, papá. Pero no quiero ir. Esperemos que el señor Lennox se desenvuelva tan bien que Frederick pueda traer a Dolores a vernos cuando se casen. Y en cuanto a Edith, el regimiento no seguirá mucho tiempo en Corfú. Tal vez los veamos aquí antes de un año.
El señor Hale había agotado los temas de conversación alentadores. Algún recuerdo doloroso había cruzado sigiloso su mente, sumiéndolo en el silencio. Margaret dijo luego:
—Papá, ¿viste a Nicholas Higgins en el entierro? Estaba allí, y Mary también. ¡Pobre hombre! Era su forma de demostrar compasión. Tiene un corazón noble y afectuoso detrás de su actitud brusca.
—No me cabe la menor duda —repuso el señor Hale—. Lo he sabido siempre, incluso cuando intentabas convencerme de todos sus defectos. Iremos a verlos mañana, si te encuentras con fuerzas suficientes para caminar tanto.
—Por supuesto. Quiero verlos. No hemos pagado a Mary. Mejor dicho, ella se negó a aceptar el dinero, según dice Dixon. Podemos ir para encontrarlo justo después de comer y antes de que se vaya al trabajo.
Al atardecer, el señor Hale dijo:
—Estaba casi seguro de que vendría el señor Thornton. Ayer me habló de un libro que tiene y que me gustaría ver. Me dijo que procuraría traerlo hoy.
Margaret suspiró. Sabía que no iría. Era demasiado delicado pata correr el riesgo de encontrarse con ella mientras siguiera tan fresca en su memoria su vergüenza. La sola mención de su nombre renovó su angustia y provocó una recaída en la sensación de agotamiento deprimido y preocupado. Cedió a la languidez indiferente. Se le ocurrió de pronto que aquélla era una manera extraña de demostrar su paciencia, o de recompensar a su padre por desvelarse por ella todo el día. Se incorporó y le propuso leer en voz alta. Últimamente le fallaba la vista, y accedió complacido. Ella leía muy bien, daba el énfasis apropiado. Pero si alguien le hubiese pedido cuando terminó que explicara lo que había leído, no habría sabido qué decir. Se sentía atormentada por la sensación de ingratitud hacia el señor Thornton, ya que, al igual que por la mañana, se había negado a aceptar la amabilidad que le había demostrado al pedir más información a los médicos para evitar que se llevara a cabo una investigación. ¡Ella era agradecida! Había sido cobarde y mentirosa y había demostrado su cobardía y su falsedad actuando de un modo irreparable; pero no era desagradecida. Sintió una calidez especial al darse cuenta de lo que podía sentir por alguien que tenía motivo para despreciarla. Y ese motivo era tan justo que le respetaría menos si creyera que no sentía desdén. Era un placer saber lo absolutamente que lo respetaba. Él no podría evitar que lo hiciera; era su único consuelo en todo este sufrimiento.
El libro esperado llegó más tarde, «con saludos del señor Thornton y deseos de saber cómo se encuentra el señor Hale».
—Dígale que estoy mucho mejor, Dixon, pero que la señorita Hale…
—No, papá —dijo Margaret con impaciencia—, no digas nada de mí. No lo pregunta.
—Margaret, hija, estás temblando —dijo su padre pocos minutos después—. Tienes que acostarte ahora mismo. ¡Estás muy pálida!
Margaret no se opuso a hacerlo, aunque se resistía a dejar solo a su padre. Pero ella necesitaba el consuelo de la soledad tras un día de tanto pensar y tantísimo arrepentimiento.
Al día siguiente parecía estar casi como de costumbre; la tristeza y el abatimiento persistentes y el ensimismamiento ocasional no eran síntomas insólitos en los primeros días de duelo. Y casi al mismo tiempo que su recuperación de la salud se produjo una recaída de su padre, que volvió a sumirse en las cavilaciones abstraídas sobre la esposa que había perdido y sobre la época de su vida que había terminado para siempre.