Capítulo XXXIV

Mentira y verdad

¡La verdad nunca te fallará!

Aunque la tempestad arrastre tu barca,

aunque todas las tablas se partan,

¡la verdad siempre te salvará!

ANÓNIMO[58]

El «sobrellevarlo mejor de lo que cabía esperar» suponía una enorme tensión para Margaret. A veces la asaltaba de pronto el súbito y brusco pensamiento de que ya no tenía madre, incluso durante las conversaciones en apariencia alegres con su padre, y entonces creía que gritaría de dolor sin poder controlarse. También sentía una gran inquietud por Frederick. El hecho de que no hubiera correo el domingo interfirió en su correspondencia de Londres, y el martes, Margaret se sintió sorprendida y desanimada al ver que aún no había carta. No sabían nada de los planes de su hermano, y su padre se sentía muy abatido por aquella incertidumbre. Alteró su reciente hábito de pasarse medio día sentado inmóvil en un sillón. Ahora daba vueltas de un lado a otro de la habitación, luego salió de la estancia y ella le oyó abrir y cerrar las puertas del dormitorio sin ningún objetivo aparente. Procuró tranquilizarle leyendo en voz alta, pero era evidente que no podía mantener la atención mucho rato. Margaret se alegró entonces de haberse guardado el nuevo motivo de preocupación que suponía su encuentro con Leonards. Y dio gracias a Dios al oír que anunciaban al señor Thornton. La visita obligaría a su padre a desviar sus pensamientos por otro cauce.

El señor Thornton se dirigió directamente al señor Hale, le tomó las manos y se las estrechó en silencio durante un par de minutos, tiempo en el que su cara, sus ojos y su aire expresaron más simpatía y condolencia de las que podían expresar las palabras. Luego se volvió hacia Margaret. No le pareció «mejor de lo que cabía esperar». Su majestuosa belleza estaba atenuada por las muchas vigilias y las abundantes lágrimas. La expresión de su semblante era de mansa tristeza paciente, no de verdadero sufrimiento. El pensaba saludarla con frialdad estudiada, pero no pudo evitar acercarse a ella, que se había apartado un poco y se mostraba tímida debido al desconcierto que le causaba el talante de él últimamente, y le dijo las pocas palabras consabidas con una voz tan tierna que a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y se volvió para ocultar su emoción. Cogió la labor y se sentó muy tranquila y silenciosa. Al señor Thornton le latía el corazón muy deprisa y con fuerza y olvidó completamente el sendero de Outwood, de momento. Procuró conversar con el señor Hale y, como su compañía resultaba siempre un placer para éste, ya que su fuerza y su decisión hacían de él y de sus opiniones un puerto seguro, fue insólitamente agradable para su padre, según advirtió Margaret.

Al poco rato, llegó Dixon y dijo:

—Preguntan por usted, señorita Hale.

Dixon parecía tan nerviosa que Margaret se angustió. Seguro que le había ocurrido algo a Fred. Menos mal que su padre y el señor Thornton seguían concentrados en la conversación.

—¿Qué pasa, Dixon? —preguntó Margaret en cuanto cerró la puerta de la sala.

—Venga por aquí señorita —dijo Dixon, abriendo la puerta del que había sido el dormitorio de la señora Hale y que ahora ocupaba de Margaret, pues su padre se había negado a dormir allí después de la muerte de su esposa—. No es nada, señorita —añadió Dixon, bajando un poco la voz—, sólo un inspector de policía. Quiere verla a usted, señorita. Pero en mi opinión no pasa nada en absoluto.

—¿Ha dicho…? —preguntó Margaret en tono casi inaudible.

—No señorita, no ha dicho nada. Sólo ha preguntado si vivía usted aquí y si podía hablar con usted. Le abrió la puerta Martha y le hizo pasar. Está en el estudio del señor. Fui yo primero a verle para ver si bastaba; pero no, quiere hablar con usted, señorita.

Margaret no volvió a decir nada hasta que posó la mano en el pomo de la puerta del estudio. Entonces se volvió y dijo:

—Encárgate de que papá no baje. El señor Thornton está con él ahora.

El inspector se sintió intimidado por la actitud altiva de Margaret cuando entró. Su gesto expresaba cierta indignación, aunque tan contenida y controlada que le daba un espléndido aire de desdén. No se advertía en él sorpresa ni curiosidad. Esperó a que el inspector expusiera el motivo de su visita. No le hizo ninguna pregunta.

—Le ruego que me disculpe, señora, pero el deber me obliga a hacerle unas preguntas simples. Ha muerto en el hospital un hombre a consecuencia de una caída que sufrió en la estación de Outwood el jueves veintiséis del corriente entre las cinco y las seis de la tarde. Parece ser que entonces no se dio importancia a la caída, pero ha resultado fatal, según los médicos, por la existencia de una afección interna y por el hábito de beber del hombre.

Los grandes ojos oscuros que miraban con fijeza al inspector a la cara se dilataron un poco. Por lo demás, sus expertas dotes de observación no advirtieron ningún movimiento perceptible. Frunció levemente los labios en una curva más plena de lo habitual debido a la forzada tensión de los músculos, pero él no sabía cuál era su aspecto habitual, y por lo tanto, no podía reconocer el insólito y hosco desafío en las firmes y amplias curvas. Ella no se inmutó ni tembló en ningún momento. No apartó la mirada de él. Y cuando el policía hizo una pausa, le dijo como si le animara a contar su historia:

—Muy bien, ¡continúe!

—Parece ser que habrá que llevar a cabo una investigación. Hay ciertas pruebas de que el golpe, el empujón o la refriega que causó la caída fue provocado por la impertinencia del pobre individuo que estaba un poco ebrio, con una señorita que caminaba con el hombre que le empujó y le tiró del andén. Así lo observó alguien que estaba en el andén y que, sin embargo, no volvió a pensar en ello, ya que el golpe parecía de escasa importancia. Hay también motivos para identificar a la dama con usted, en cuyo caso…

—Yo no estuve allí —le dijo Margaret, sin dejar de mirarle con ojos inexpresivos, con el gesto vacío de un sonámbulo.

El inspector inclinó la cabeza, pero no dijo nada. La dama que estaba frente a él no manifestaba ninguna emoción, ni temor ni nerviosismo, ni angustia, ni deseo de poner fin a la conversación. La información que le habían dado era muy vaga; uno de los maleteros que salió corriendo para estar a punto cuando llegara el tren había visto una riña al otro extremo del andén entre Leonards y un caballero acompañado por una dama, pero no había oído nada. Y antes de que el tren arrancara de nuevo y acelerara después de la parada, casi le había atropellado Leonards que corría furioso profiriendo maldiciones medio borracho. No había vuelto a pensar en el asunto hasta que se lo hizo recordar el inspector, que al hacer algunas pesquisas en la estación se había enterado por el jefe de que había visto a aquella hora a un caballero y a una señorita —una dama bellísima— y que el dependiente de una tienda de comestibles que estaba entonces allí había dicho que era la señorita Hale, que vivía en Crampton y cuya familia compraba en su tienda. No había certeza de que el caballero y la dama mencionados en ambos casos fueran los mismos, aunque era muy probable. Leonards se había ido medio loco de cólera y de dolor a la taberna más próxima, donde los camareros atareados no habían hecho caso de su cháchara beoda, aunque sí recordaban que se había levantado de pronto y se había maldecido por no haber pensado antes en el telégrafo para algún propósito desconocido; y creían que se había marchado con la idea de ir allí. En el camino, sucumbió al dolor y a la bebida y se había tumbado en la carretera, donde lo había encontrado el policía que le había llevado al hospital: no había recobrado el conocimiento lo suficiente para poder describir su caída con coherencia, aunque un par de veces había demostrado bastante lucidez para que las autoridades avisaran al magistrado correspondiente con la esperanza de que pudiera tomar declaración al moribundo sobre la causa de su muerte. Pero cuando llegó el magistrado, Leonards estaba divagando sobre el mar y mezclando nombres de capitanes y tenientes de forma confusa con los de sus compañeros de la estación, y sus últimas palabras fueron una maldición a la «llave de Cornualles» que, según dijo, le había hecho cien libras más pobre de lo que hubiese sido de otro modo. El inspector lo reconsideró todo: la vaguedad de las pruebas que demostraban que Margaret había estado en la estación y la rotunda y serena negación de ella. Siguió allí plantada esperando sus palabras siguientes con una serenidad que parecía suprema.

—Entonces, señora, ¿niega usted que fuera la dama que acompañaba al caballero que dio el golpe o el empujón que causó la muerte a ese pobre hombre?

Un dolor agudo y súbito recorrió el cerebro de Margaret. «¡Santo cielo, ojalá supiera que Frederick está a salvo!». Un buen observador del rostro humano habría identificado el dolor momentáneo en sus grandes ojos tristes como el tormento de una criatura acorralada. Pero el inspector, aunque era muy agudo, no era muy buen observador. Le sorprendió un poco, sin embargo, la forma de la respuesta que le pareció una repetición maquinal de la primera, sin ningún cambio ni modificación para corresponder a su última pregunta.

—Yo no estuve allí —dijo ella, en voz baja y profunda. Y durante todo este tiempo no cerró los ojos nunca, ni cambió aquella mirada vidriosa e irreal. El eco apagado de su negación anterior despertó los recelos del policía. Era como si se obligara a decir una mentira y no tuviera ninguna capacidad para variarla.

El alzó su cuaderno de forma muy deliberada. Luego alzó la vista; ella no se había movido más de lo que lo habría hecho una gran estatua egipcia.

—Espero que no me considere impertinente si le digo que tal vez tenga que volver a visitarla. Tal vez tenga que pedirle que comparezca en la investigación judicial y presente una coartada si mis testigos —sólo uno la había reconocido— insisten en declarar que presenció usted el desdichado suceso.

La miró fijamente. Seguía absolutamente tranquila: ningún cambio de color, ni la menor sombra de culpabilidad en su rostro altivo. Creyó que la había visto pestañear: no conocía a Margaret Hale. Estaba un poco avergonzado por su compostura regia. Tenía que haber un error de identificación. Continuó:

—Es muy improbable que tenga que hacer algo así, señora. Le ruego que me disculpe, pero sólo cumplo con mi deber, aunque pueda parecer impertinente.

Margaret inclinó la cabeza cuando él se dirigió hacia la puerta. Tenía los labios rígidos y secos. Ni siquiera pudo pronunciar las palabras de la despedida habituales. Pero se adelantó de pronto, abrió la puerta del estudio y le precedió hasta la puerta principal, que abrió de par en par para que saliera. Se quedó mirándolo de la misma forma indiferente y fija hasta que salió de la casa. Cerró entonces la puerta y se dirigió al estudio; a medio camino, se volvió como movida por un impulso violento, y atrancó la puerta.

Entonces volvió al estudio, se detuvo, avanzó tambaleante, volvió a pararse, se balanceó un instante donde estaba, y cayó de bruces al suelo, desmayada.