Paz
¡Duerme, amor mío, en tu lecho helado,
que nada turbe tu sueño!
Mi último buenas noches: no despertarás
hasta que yo alcance tu destino.
DR. KING[57]
La casa parecía extrañamente silenciosa después de tanto terror y conmoción. El señor Hale había supervisado los preparativos necesarios para el refrigerio de Margaret cuando regresara y luego se había sentado de nuevo en su sillón habitual para entregarse a uno de sus tristes ensueños. Dixon reprendía y daba instrucciones a Mary Higgins en la cocina, y su reprimenda no era menos enérgica por que la hiciese en un susurro irritado, sino que consideraba irreverente hablar a voces mientras hubiera un difunto en la casa. Margaret había decidido no mencionar el susto culminante y final a su padre. No tenía sentido hacerlo, había acabado bien y lo único preocupante era que Leonards pudiese conseguir de algún modo que le prestaran dinero suficiente para llevar a cabo su propósito de seguir a Frederick a Londres y buscarlo allí. Pero era muy improbable que lograra llevar a buen término su plan, así que Margaret decidió no atormentarse pensando en algo que no podía evitar. Frederick se cuidaría tanto como pudiera protegerle ella, y estaría a salvo fuera de Inglaterra en un par de días a más tardar.
—Supongo que mañana tendremos noticias del señor Bell —dijo Margaret.
—Sí —repuso su padre—, supongo que sí.
—Calculo que si puede venir, llegará mañana por la tarde.
—Si él no puede venir, pediré al señor Thornton que me acompañe al entierro. No puedo ir solo. Me derrumbaría.
—No se lo pidas al señor Thornton, papá. Déjame acompañarte a mí —dijo Margaret impulsivamente.
—¡Tú! Las mujeres no suelen ir, cariño.
—No, porque no saben controlarse. Las mujeres de nuestra clase no van porque no dominan sus emociones y se avergüenzan de demostrarlas. Las mujeres pobres sí van, y no les importa que las vean abrumadas por el dolor. Te prometo que no te causaré ningún problema si me dejas acompañarte. No vayas con un extraño y me excluyas a mí. Queridísimo papá, si el señor Bell no puede venir, iré yo. Si viene él, no te impondré mi deseo contra tu voluntad.
El señor Bell no podía ir. Tenía gota. Su carta era muy afectuosa, manifestaba sincero y profundo pesar por no poder asistir y esperaba hacerles una visita muy pronto, si le aceptaban. Su propiedad de Milton requería atención y le había escrito su agente comunicándole que su presencia era necesaria. De lo contrario, habría evitado acercarse a Milton, y ahora lo único que le permitía resignarse a aquella visita obligatoria era pensar que vería a su buen amigo y que tal vez pudiera consolarle.
Margaret tuvo muchísimos problemas para convencer a su padre de que no pidiera al señor Thornton que le acompañara. Sentía una aversión indescriptible a que diera aquel paso. La noche antes del entierro recibieron una pomposa nota de la señora Thornton para la señorita Hale, en la que le decía que, por deseo de su hijo, les enviarían el coche para el entierro si la familia no tenía inconveniente. Margaret dio la nota a su padre.
—Por favor, prescindamos de todos estos formulismos, papá —le dijo—. Vayamos tú y yo solos. No les importamos, si no se hubiese ofrecido él a ir en vez de ofrecernos un coche vacío.
—Creía que eras muy reacia a que asistiera, Margaret —dijo el señor Hale un tanto sorprendido.
—Y lo soy. No quiero que vaya, y me disgustaba especialmente la idea de pedírselo. Pero esto parece una parodia de duelo y la verdad es que no lo esperaba de él —repuso ella y se echó a llorar, sobresaltando a su padre. Había contenido tanto su aflicción, había sido tan considerada con los demás, tan delicada y paciente en todo, que él no comprendía su actitud impaciente aquella noche; parecía nerviosa e inquieta; y ante toda la ternura que le prodigó su padre, se limitó a llorar todavía más.
Pasó una noche tan mala que no estaba preparada para toda la angustia que le causó una carta de Frederick que llegó por la mañana. El señor Lennox estaba fuera de la ciudad y su pasante le había dicho que regresaría el próximo martes a más tardar; que tal vez llegara el lunes. Así que, tras considerarlo bien, Frederick había decidido quedarse en Londres otros dos días. Había pensado volver a Milton, la tentación había sido muy fuerte, pero la idea de que el señor Bell estaría instalado en la casa y el susto que se había llevado a última hora en la estación le habían hecho decidir quedarse en Londres. Margaret podía estar segura de que tomaría todas las precauciones necesarias para evitar que Leonards diera con él. Margaret se alegró de que la carta llegara mientras su padre estaba en la habitación de su madre. Si hubiese estado allí, le habría pedido que se la leyera en voz alta y se habría sumido en un estado de nerviosismo que ella no hubiera podido calmar. Y no era sólo el hecho de que Frederick siguiera en Londres, sobremanera preocupante, sino las alusiones escalofriantes a que le habían reconocido en el último momento en Milton y a la posibilidad de persecución. ¿Y cómo habría afectado a su padre? Muchas veces lamentó Margaret haber propuesto y alentado el plan de consultar al señor Lennox. En su momento le había parecido que ocasionaría escasa demora y que además había muy pocas posibilidades de que dieran con él. ¡Pero todo lo que había ocurrido desde entonces lo hacía tan desaconsejable…! Margaret se debatió con el pesar que sentía por algo que ya no podía evitarse, el remordimiento por haber propuesto lo que en su momento le pareció tan sensato pero que los sucesos estaban demostrando que había sido estúpido. Su padre se hallaba en un estado físico y mental demasiado deprimido para soportarlo. Sucumbiría a todos aquellos motivos de angustia por algo que ya no podían impedir. Margaret hizo acopio de todas sus fuerzas. Era evidente que su padre había olvidado que tenían alguna razón para esperar carta de Frederick aquella mañana. Estaba absorto en una sola idea: que iban a llevarse el último signo de la presencia de su esposa y que desaparecería de su vista. Temblaba lastimosamente mientras el empleado de la funeraria colocaba los crespones a su alrededor. Miraba con tristeza a Margaret, y cuando acabó, se acercó tambaleante a ella y susurró:
—Reza por mí, Margaret. Ya no me quedan fuerzas. No puedo rezar. Renuncio a ella porque sé que tengo que hacerlo. Intento soportarlo, de veras lo intento. Sé que es la voluntad de Dios. Pero no entiendo por qué ha muerto. Reza por mí, Margaret, para que tenga fe para rezar. Es muy angustioso, hija mía.
Margaret se sentó a su lado en el coche, casi sosteniéndolo en brazos, y repitió todos los nobles versículos de santo consuelo y todos los textos que expresaban fiel resignación que podía recordar. No se le quebró la voz ni una vez; y ella misma consiguió fuerzas haciéndolo. Su padre movía los labios repitiendo los textos que conocía tan bien y que sugerían las palabras de ella. Era terrible ver su paciente y denodado esfuerzo para conseguir la resignación que no tenía fuerzas para acoger en su corazón como parte de sí mismo.
La entereza de Margaret estuvo a punto de fallar cuando Dixon le indicó con un leve ademán que se fijara en Nicholas Higgins y en su hija, que estaban a cierta distancia, pero muy atentos a la ceremonia. Nicholas vestía su ropa de fustán habitual, pero se había cosido un paño negro en el sombrero, una señal de duelo que no había mostrado nunca en memoria de su hija Bessy. Pero el señor Hale no veía nada. Repetía para sí maquinalmente el oficio fúnebre que leía el clérigo oficiante. Cuando todo acabó suspiró dos o tres veces y luego apoyó la mano en el brazo de su hija, suplicándole en silencio que le guiara, como si fuera ciego y ella su fiel lazarillo.
Dixon sollozaba en voz alta. Se tapó la cara con el pañuelo y estaba tan absorta en su dolor que no advirtió que había empezado a dispersarse la multitud que se siente atraída siempre en tales ocasiones hasta que oyó que alguien le decía algo. Era el señor Thornton. Había permanecido durante toda la ceremonia de pie con la cabeza inclinada detrás de un grupo de gente, y en realidad no le había reconocido nadie.
—Disculpe, pero ¿puede decirme qué tal está el señor Hale? ¿Y la señorita Hale también? Me gustaría saber cómo se encuentran.
—Por supuesto, señor. Ya puede suponerlo. El señor está completamente destrozado. La señorita Hale lo sobrelleva mejor de lo que cabía esperar.
El señor Thornton hubiera preferido que le dijera que Margaret estaba sufriendo el dolor natural. En primer lugar, era lo bastante egoísta como para que le hubiera complacido la idea de que su gran amor podría consolarla y reconfortarla; era en buena medida el mismo género de placer que el extraño gozo apasionado que lacera el corazón de una madre cuando su hijito enfermo se acurruca junto a ella y depende de ella para todo. Pero la deleitable visión de lo que podría haber sido, a la que se había entregado pocos días antes a pesar del rechazo de Margaret, se vio lamentablemente perturbada por el recuerdo de lo que había visto junto a la estación de Outwood. «Lamentablemente perturbada» no es lo bastante expresivo. Le obsesionaba el recuerdo del joven apuesto con quien la había visto en una actitud de familiaridad; y el recuerdo seguía como un tormento hasta hacerle apretar los puños para aplacar el dolor. ¡A aquellas horas y tan lejos de casa! Requería un gran esfuerzo moral mantener la confianza —tan total antes— en la absoluta pureza de Margaret; esa confianza se venía abajo y quedaba hecha trizas en cuanto cesaba el esfuerzo: y las fantasías más disparatadas se sucedían entonces en su mente. Y allí tenía una pequeña prueba de lacerante y triste confirmación. «Sobrellevaba mejor de lo que cabía esperar» este dolor. Había tenido alguna esperanza a la que recurrir, tan agradable que por su naturaleza afectuosa podía iluminar incluso las lúgubres horas de una hija que acababa de perder a su madre. ¡Sí, él sabía cómo amaría ella! No la había amado sin captar de forma instintiva ese conocimiento de las aptitudes que poseía. Su alma caminaría en la gloriosa luz del sol si algún hombre era digno de conquistar su amor mediante su capacidad de amar. Incluso en su duelo reposaría con sosegada fe en su compasión. ¡Su compasión! ¿La de quién? La de otro hombre. Y bastó el que fuese otro para que el rostro serio y pálido del señor Thornton palideciera y se endureciera mucho más con la respuesta de Dixon.
—Espero poder visitarlos —dijo con frialdad—. Me refiero al señor Hale. Tal vez me reciba pasado mañana.
Lo dijo como si la respuesta le tuviera sin cuidado. Pero no era así. A pesar de su dolor, anhelaba ver a la causante del mismo. Odiaba a Margaret a veces, pero cuando pensaba en aquella tierna familiaridad y en todas las circunstancias concurrentes sentía un profundo anhelo de recuperar su imagen mentalmente, anhelaba respirar el mismo aire que respiraba ella. Se hallaba en el Caribdis de la pasión y tenía que girar y girar forzosamente cada vez más cerca del centro fatídico.
—Estoy segura de que el señor le recibirá. Lamentó mucho no poder hacerlo el otro día, pero las circunstancias no eran las mejores precisamente entonces.
Por una u otra razón, Dixon no le mencionó nunca a Margaret la conversación que había mantenido con el señor Thornton. Tal vez fuera simple casualidad, pero lo cierto es que Margaret no supo nunca que él había asistido al entierro de su pobre madre.