Infortunios
Pasaron todo el día siguiente sentados juntos los tres. El señor Hale sólo hablaba cuando sus hijos le obligaban a volver al presente, como si dijéramos, preguntándole algo. Frederick no volvería a demostrar ni a manifestar su aflicción. Había pasado el primer paroxismo y ahora se avergonzaba de haberse derrumbado por la emoción. Y aunque la aflicción por la pérdida de su madre era un dolor real y profundo que duraría toda su vida, no volvería a mencionarse nunca. Margaret había reaccionado con menos apasionamiento al principio y sufría más ahora. A veces lloraba a lágrima viva; y había en su actitud, incluso cuando hablaba de cosas indiferentes, una ternura dolorida que se intensificaba al posar la mirada en Frederick y pensar en su partida inminente. Se alegraba de que se marchara por su padre, pese a lo mucho que pudiera lamentarlo por sí misma. El señor Hale vivía sumido en un angustioso terror a que descubrieran y capturaran a su hijo, que superaba con creces el placer que su presencia le procuraba. Su nerviosismo había aumentado desde la muerte de la señora Hale, sin duda porque pensaba en él más exclusivamente. Se sobresaltaba en cuanto oía cualquier sonido extraño, y sólo estaba tranquilo cuando Frederick se sentaba donde no podía verlo directamente nadie al entrar en la habitación. Hacia el atardecer, dijo:
—¿Acompañarás a Frederick a la estación, Margaret? Me gustaría saber que se va sin problema. ¿Me dirás que se ha ido de Milton por lo menos?
—Por supuesto, papá —contestó Margaret—. Me gustaría, siempre que no te sientas solo sin mí.
—¡No, no! Si tú no me dices que le has visto marcharse no dejaría de imaginar que alguien le había reconocido y que le habían detenido. Id a la estación de Outwood. Queda casi a la misma distancia y no hay tanta gente. Id en coche. Así habrá menos posibilidades de que os vean. ¿A qué hora pasa tu tren, Frederick?
—A las seis y diez. Será casi de noche. ¿Qué harás tú luego, Margaret?
—Oh, ya me las arreglaré. Me estoy volviendo muy valiente y muy fuerte. Hay un camino de vuelta a casa bien iluminado, si oscureciese. Pero la semana pasada estuve fuera mucho más tarde.
Margaret se alegró de que terminara la despedida: la despedida de la madre difunta y del padre vivo. Hizo que Frederick se apresurase a subir al coche para acortar una escena que causaba tanto dolor a su padre, que había acompañado a su hijo a dar el último adiós a su madre. Debido en parte a esto y también a uno de los frecuentes errores de la «Guía de ferrocarriles» sobre la llegada de los trenes a las estaciones más pequeñas, en Outwood se encontraron con que faltaban casi veinte minutos. Todavía no habían abierto la taquilla y ni siquiera podían sacar el billete. Así que bajaron el tramo de escaleras hasta el nivel del suelo por debajo de la vía. Había un camino de ceniza que cruzaba en diagonal un campo paralelo al camino de coches y fueron a pasear por él los minutos que faltaban.
Margaret cogió del brazo a Frederick, que le estrechó la mano cariñosamente.
—¡Margaret! Consultaré al señor Lennox en cuanto a las posibilidades de exculpación para poder volver a Inglaterra cuando quiera más por ti que por nadie. No soporto la idea de lo sola que te quedarías si le ocurriera algo a mi padre. Está muy cambiado y muy débil. Me gustaría que le convencieras de que piense en el plan de Cádiz por muchas razones. ¿Qué harías tú si él muriera? No tienes ningún amigo cerca. Y es extraño, pero tenemos muy pocos parientes.
Margaret contuvo a duras penas el llanto ante la tierna ansiedad con que exponía Frederick una posibilidad que ella misma había considerado a veces al advertir los graves efectos que habían producido en el señor Hale las preocupaciones de los últimos meses. Procuró sobreponerse diciendo:
—Se han producido cambios tan insólitos e inesperados en mi vida durante los dos últimos años que estoy más convencida que nunca de que no merece la pena preocuparme demasiado de lo que haría si ocurriera algo imprevisto en el futuro. Procuro pensar sólo en el presente.
Hizo una pausa. Se detuvieron un momento en la escalera que pasaba del campo a la carretera. Les daba en la cara el sol poniente. Frederick tomó la mano de su hermana entre las suyas y la miró a la cara con profunda tristeza, viendo en ella más cuidados y preocupaciones de los que estaba dispuesta a permitir que delataran sus palabras. Ella prosiguió:
—Nos escribiremos con frecuencia, y te prometo que te explicaré todos mis problemas, pues veo que te tranquilizará. Papá es… —Un leve sobresalto apenas perceptible la hizo interrumpirse, pero Frederick notó el súbito movimiento de la mano que agarraba y se volvió hacia la carretera, por la que cabalgaba despacio un jinete que pasó junto a la escalera donde estaban ellos. Margaret le saludó con un ligera venia; él le devolvió el saludo con ceremoniosa frialdad.
—¿Quién es? —le preguntó Frederick cuando apenas había pasado.
Margaret contestó un poco abatida y algo ruborizada:
—El señor Thornton; lo viste antes en casa, ¿recuerdas?
—Sólo de espaldas. Es un individuo poco atractivo. ¡Menudo ceño tiene!
—Ha ocurrido algo que le irrita —dijo Margaret—. No te parecería desagradable si lo hubieras visto con mamá.
—Creo que es hora de que vaya a sacar el billete. Si hubiera sabido que se haría tan de noche no habríamos dejado que se fuera el coche, Margaret.
—No te preocupes por eso ahora. Puedo tomar un coche aquí si quiero, o volver por la vía, en que tendría tiendas y gente y lámparas todo el camino desde la estación de Milton. No pienses en mí; preocúpate de ti mismo. Me horroriza pensar que Leonards tome el mismo tren que tú. Mira bien en el coche antes de entrar.
Volvieron a la estación. Margaret insistió en entrar ella a la intensa luz de gas llameante a sacar el billete. Un grupo de jóvenes de aspecto extraño holgazaneaba con el jefe de estación. Margaret pensó que había visto en algún sitio la cara de uno de ellos y respondió con orgullosa expresión de dignidad ofendida a su mirada impertinente de admiración descarada. Volvió rápidamente con su hermano que esperaba fuera y le agarró el brazo.
—¿Has cogido la bolsa? Paseemos aquí por el andén —le dijo, un poco nerviosa al pensar que se quedaría sola en seguida, y su valentía se disipó bastante más rápidamente de lo que quería confesarse incluso a sí misma. Oyó pasos que los seguían por las losas. Se detuvieron cuando ellos se pararon, mirando la vía y oyendo el silbido del tren que llegaba. No se dijeron nada. Se lo impedía la emoción. Un minuto más y llegaría el tren; otro minuto, y él se habría marchado. Margaret lamentó un poco entonces haberle pedido que fuera a Londres con tanta urgencia; así habría muchas más posibilidades de que lo descubrieran. Si hubiera embarcado rumbo a España en Liverpool, habría estado lejos de Inglaterra en dos o tres horas.
Frederick se dio la vuelta y quedó justo frente a la lámpara, que destelló de pronto anunciando vívidamente la llegada del tren. Apareció entonces un individuo vestido de maletero: un hombre malcarado, que parecía hallarse en un estado de embrutecimiento por la bebida, aunque tenía los sentidos bien despiertos.
—Con permiso, señorita —dijo, empujando bruscamente a Margaret hacia un lado y agarrando del cuello a Frederick.
—Se llama usted Hale, ¿verdad?
En un instante (Margaret no vio cómo, porque todo bailaba ante sus ojos), mediante alguna artimaña de lucha, Frederick le había echado la zancadilla y el hombre cayó del andén al suelo blando junto a la vía, una altura de tres o cuatro pies. Se quedó allí.
—¡Corre, corre! —jadeó Margaret—. El tren ya llega. Era Leonards, ¿verdad? Oh, corre, yo te llevaré la bolsa.
Y le agarró del brazo para hacerle correr con sus escasas fuerzas. Se abrió la puerta de un coche, él subió de un salto y cuando se asomó a decir «¡Que Dios te bendiga, Margaret!», el tren pasó a toda velocidad junto a ella, que se quedó sola allí plantada. Se sentía tan débil y mareada que dio gracias cuando consiguió llegar a la sala de espera de señoras para sentarse un instante. Al principio se concentró sólo en recuperar el aliento. ¡Qué apuro tan grande! ¡Qué susto espantoso! ¡Qué poco había faltado! Si el tren no hubiera llegado en aquel momento, el hombre habría vuelto al andén y habría pedido ayuda para detenerle. Se preguntó si se habría levantado. Intentó recordar si le había visto moverse, se preguntó si estaría gravemente herido. Se arriesgó a salir. El andén estaba tranquilo, pero completamente desierto. Se acercó muy asustada al borde del mismo y miró. No había nadie. Se alegró de haberlo hecho, de haberse obligado a comprobarlo, pues, de lo contrario, luego habrían rondado sus sueños pensamientos espantosos. E incluso así, estaba tan temblorosa y asustada que creía que no podría volver andando por la carretera, que le pareció solitaria y oscura cuando la miró desde la luz intensa de la estación. Volvería en tren. Tomaría el primero que pasara. Pero ¿y si Leonards la reconocía como la compañera de Frederick? Miró a su alrededor antes de atreverse a ir a la taquilla a sacar el billete. Sólo había empleados del ferrocarril que hablaban a voces.
—¿Así que Leonards ha estado bebiendo de nuevo? —dijo uno, que parecía el jefe—. Me parece que esta vez va a necesitar todas las influencias de las que tanto se jacta para conservar el empleo.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó otro, mientras Margaret, que estaba de espaldas a ellos, contaba el cambio con dedos temblorosos, sin atreverse a dar la vuelta hasta que oyera la respuesta a esa pregunta.
—No sé. Hace menos de cinco minutos vino con un cuento larguísimo sobre que se había caído, y maldiciendo como un loco. Quería que le prestara dinero para tomar el próximo tren a Londres. Me hizo toda clase de promesas beodas, pero yo tenía cosas más importantes que hacer para perder el tiempo escuchándole; le mandé ocuparse de sus asuntos. Salió por la puerta principal.
—Habrá ido a la taberna más próxima, estoy seguro —dijo el que había hablado primero—. Que es donde habría ido a parar también tu dinero si hubieras sido tan estúpido como para prestárselo.
—¡A mí con ésas! Sabía muy bien cuál era su Londres. Todavía estoy esperando los cinco chelines… —y siguieron así.
Toda la angustia de Margaret se concentró entonces en que llegara el tren. Volvió a ocultarse en la sala de espera de señoras e imaginaba que todos los sonidos que oía eran los pasos de Leonards y todas las voces fuertes y estrepitosas, la suya. Pero nadie se acercó a ella hasta que llegó el tren. Un maletero la ayudó amablemente a subir. No se atrevió a mirarle a la cara hasta que el tren arrancó, y entonces comprobó que no era Leonards.