Capítulo XXX

En casa al fin

Las aves más tristes hallan una temporada de canto.

SOUTHWELL[50]

Nunca envuelvas en el manto la pena oculta,

nunca, abrumado de nuevo por las nubes de la memoria,

inclines la cabeza. ¡Te vas a casa!

SRA. HEMANS[51]

La señora Thornton visitó a la señora Hale al día siguiente por la mañana. La enferma había empeorado mucho. Se había producido uno de esos cambios súbitos (esos pasos agigantados hacia la muerte) durante la noche, y el aspecto macilento y consumido que había adoptado en aquellas doce horas de sufrimiento asustó incluso a su familia. La señora Thornton no la había visto en varias semanas y se ablandó de repente. Sólo había ido porque su hijo se lo había pedido como un favor personal, pero sin abandonar su orgulloso resentimiento contra aquella familia a la que pertenecía Margaret. Dudaba de que la señora Hale estuviera enferma de verdad; dudaba que la visita respondiera a ninguna necesidad, aparte del capricho pasajero de aquella dama que la había obligado a desviarse del curso previamente establecido de sus ocupaciones aquel día. Le había dicho a su hijo que deseaba que los Hale no se hubieran acercado nunca a Milton, que no los hubiera conocido nunca, que no se hubieran inventado nunca lenguas tan absurdas como el latín y el griego. Él lo soportó todo en silencio. Pero cuando ella concluyó su invectiva contra las lenguas muertas, él volvió a expresarle de forma breve, cortante y firme su deseo de que visitara a la señora Hale a la hora convenida, que sin duda era la más oportuna para la enferma. La señora Thornton accedió de muy mala gana al deseo de su hijo, al mismo tiempo que le consideraba aún más noble por expresarlo y exageraba para sí la idea que tenía él de ser extraordinariamente bueno por mantener la relación con los Hale con tanto empeño.

La bondad rayana en debilidad de su hijo (como todas las virtudes más delicadas, a su modo de ver) y el desprecio que sentía ella por el señor y la señora Hale, amén de su clara aversión hacia Margaret, eran las ideas que dominaban la mente de la señora Thornton; pero se desvanecieron de pronto ante la oscura sombra de las alas del ángel de la muerte. Allí yacía la señora Hale —madre también, como ella; y mucho más joven que ella—, en el lecho del que todo parecía indicar que no volvería a levantarse. No existía para ella más variedad de luz y sombra en aquella habitación en penumbra, ni capacidad de acción, apenas cambio de movimiento; sólo vagas alternancias de leves susurros y deliberado silencio. Y sin embargo, ¡aquella vida monótona parecía casi excesiva! Cuando llegó la señora Thornton, fuerte y pletórica de vida, la señora Hale yacía inmóvil, aunque se hizo evidente por su expresión que la reconocía. Ni siquiera abrió los ojos durante un par de minutos. La densa humedad de las lágrimas empañó sus pestañas antes de que alzara la vista. Tanteó débilmente la ropa de la cama buscando los dedos largos y firmes de la señora Thornton y dijo con un hilo de voz (la señora Thornton tuvo que agacharse para oírla):

—Margaret…, usted tiene una hija…, mi hermana está en Italia. Mi hija se quedará sin madre…, en un lugar extraño… si me muero…, ¿querría usted…?

Y clavó su mirada errante, empañada y cargada de nostalgia en la cara de la señora Thornton. No se advirtió ningún cambio en su rigidez adusta e inmutable durante un minuto, pero la enferma podría haber visto la nube oscura que cruzó aquel gélido semblante si las lágrimas no le hubieran nublado los ojos lentamente. La señora Thornton se conmovió al fin, pero no por pensar en su hijo, ni por la imagen de su hija Fanny, sino por un súbito recuerdo, provocado por algo en la disposición de la estancia: el recuerdo de una hijita muerta en la infancia hacía muchos años que fundió cual súbito rayo de sol la capa de hielo tras la que se ocultaba una mujer muy tierna.

—Quiere que sea amiga de la señorita Hale —dijo la señora Thornton con su voz mesurada, que no se había ablandado al mismo tiempo que su corazón, sino que brotó nítida y firme.

La señora Hale apretó la mano posada bajo la suya sobre la colcha con los ojos aún fijos en la cara de la señora Thornton. No podía hablar. La señora Thornton añadió con un suspiro:

—Seré una amiga de verdad si las circunstancias lo requieren. No una amiga bondadosa. Eso no podría serlo —«para ella», estuvo a punto de añadir, pero se contuvo al ver la cara angustiada de la enferma—. No es propio de mí demostrar cariño aunque lo sienta, ni dar consejos sin que me los pidan. No obstante, a petición suya y si le sirve de consuelo, se lo prometeré.

Siguió a esto una pausa. La señora Thornton era demasiado escrupulosa para hacer promesas que no se proponía cumplir; y le costaba mucho ser amable con Margaret, que le desagradaba más que nunca en aquel momento; era casi imposible.

—Prometo —dijo, con una grave severidad que, pese a todo, infundió a la agonizante confianza en algo mas permanente que la vida misma: ¡vida tambaleante, titilante, fugaz!—. Le prometo que en cualquier dificultad en que la señorita Hale…

—¡Llámela Margaret! —exclamó con un jadeo la señora Hale.

—En que acuda a mí en busca de ayuda, se la prestaré con todos los medios a mi alcance como si fuese mi propia hija. Prometo también que si alguna vez la veo hacer algo que considere impropio…

—Margaret nunca hace nada impropio, no de forma deliberada —alegó la señora Hale. La señora Thornton prosiguió como si no la hubiera oído:

—Si alguna vez hace algo que me parezca que está mal, aunque no nos afecte a mí ni a los míos, en cuyo caso podría suponérseme un motivo interesado, se lo indicaré sin rodeos, tal como me gustaría que hiciesen con mi hija.

Hubo una larga pausa. La señora Hale tenía la sensación de que la promesa no lo incluía todo, aunque era mucho. Había en ella ciertas reservas que no comprendía. Pero se sentía débil, confusa y cansada. La señora Thornton, mientras tanto, repasaba todos los posibles casos en los que había prometido actuar. Le producía un intenso placer la idea de decirle a Margaret unas cuantas verdades en cumplimiento de su deber. La señora Hale empezó a decir:

—Gracias. Que Dios la bendiga. No volveremos a vernos en este mundo. Pero mis últimas palabras son: gracias por prometerme ser amable con mi hija.

—¡Amable no! —declaró la señora Thornton, con descortés sinceridad hasta el final. Pero, tras haber tranquilizado su conciencia con estas palabras, no lamentó que la enferma no las hubiera oído. Apretó la mano suave y lánguida de la señora Hale, se levantó y salió de la casa sin ver a nadie más.

Mientras la señora Thornton mantenía esta entrevista con la señora Hale, Margaret y Dixon se concentraban en los planes para mantener la llegada de Frederick en absoluto secreto. Esperaban su respuesta de un día para otro. Y él llegaría poco después. Tenían que mandar a Martha de vacaciones. Dixon vigilaría la puerta principal y sólo dejaría pasar a los contados visitantes asiduos al estudio del señor Hale: la grave enfermedad de la señora Hale sería buena excusa para hacerlo así. Si necesitaban a Mary Higgins para que ayudara a Dixon en la cocina, tendrían que procurar que no viera a Frederick y que supiera lo menos posible de él. En caso necesario, se referirían a él como señor Dickinson cuando hablaran con ella. Claro que el carácter de natural lánguido e indiferente de la joven era la mejor salvaguarda.

Decidieron que Martha se marchara aquella misma tarde a visitar a su madre. Margaret lamentaba que no lo hubiera hecho el día anterior, porque podría resultar extraño que dieran permiso a una sirvienta cuando el estado de su señora requería tanta atención.

¡Pobre Margaret! Tuvo que pasarse la tarde interpretando el papel de hija amantísima, dando a su padre las escasas fuerzas que le quedaban a ella. El señor Hale esperaba sin desesperar entre las crisis de la enfermedad de su esposa y se animaba con cada tregua del dolor, creyendo que era el principio del restablecimiento definitivo. Y cuando llegaba el siguiente paroxismo, siempre más grave que el anterior, se sumía en nuevos tormentos y mayores disgustos. Aquella tarde no soportaba la soledad de su estudio ni ocuparse en nada y se sentó en la sala en silencio, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa. Margaret lo miró con profundo dolor, pero prefirió no intentar consolarle. Martha se había marchado. Dixon velaba el sueño de la señora Hale. Todo era quietud y silencio en la casa. Y así fue cayendo la tarde sin que nadie se molestara en buscar las velas. Margaret se sentó junto a la ventana y contempló las lámparas y la calle pero sin ver nada, sólo atenta a los hondos suspiros de su padre. No quería bajar a buscar las luces, por temor a que si desaparecía la tácita contención que le imponía su presencia, diera rienda suelta a una emoción más violenta sin que ella estuviera allí para consolarle. Pero estaba pensando que tenía que ir a la cocina a ocuparse del fuego, pues no había nadie más que ella que lo atendiera, cuando oyó el sonido apagado de la campanilla de la puerta, accionada con tanta fuerza que los cables resonaron en toda la casa, aunque el sonido en sí no fuese grande. Se levantó de un salto, pasó junto a su padre (que no se había movido por el sonido apagado y velado), y se dio la vuelta y lo besó con ternura. Él no se movió ni reaccionó a su cálido abrazo. Margaret bajó luego la escalera a oscuras con cuidado. Dixon habría echado la cadena antes de abrir la puerta, pero Margaret no abrigaba ningún temor en su mente preocupada. La figura de un hombre alto se alzaba entre ella y la calle iluminada. Miraba hacia otro lado, pero se volvió en cuanto oyó el pestillo y preguntó con voz clara, llena y delicada:

—¿Vive aquí el señor Hale?

Margaret tembló de pies a cabeza. No contestó de inmediato.

—¡Frederick! —susurró a los pocos segundos, tendiendo ambas manos para tomar las de él y hacerle pasar.

—¡Oh, Margaret! —exclamó él, sujetándola por los hombros después de besarse como si pudiera verle la cara en la penumbra y leer en su expresión una respuesta a su pregunta más rápida de la que podían dar las palabras.

—¡Y mi madre! ¿Está viva?

—Sí, está viva, queridísimo hermano. Está… muy enferma; ¡pero viva! ¡Está viva!

—¡Gracias a Dios! —dijo él.

—Papá está muy abatido con esta gran pena.

—Esperabais mi llegada, ¿verdad?

—No, no hemos recibido ninguna carta.

—Entonces es que he llegado yo antes. Pero madre sabe que venía, ¿no?

—Todos sabíamos que vendrías. ¡Pero espera un poco! Ven, dame la mano. ¿Qué es esto? Oh, tu bolsa de viaje. Dixon ha cerrado las contraventanas; pero éste es el estudio de papá y puedo acercarte hasta una silla para que descanses unos minutos mientras yo subo a decírselo.

Se abrió paso a tientas hasta la vela y los fósforos. Cuando la tenue lucecilla les permitió verse se sintió cohibida. Sólo podía percibir que su hermano tenía la tez insólitamente oscura, y captó la mirada furtiva de unos ojos azules increíblemente grandes que centellearon súbitamente con la excepcional conciencia de su mutuo propósito de observarse el uno al otro. El hermano y la hermana se miraron un instante con compasión sin intercambiar una palabra. Pero Margaret estaba segura de que Frederick le agradaría como compañero tanto como le quería ya como hermano. Subió las escaleras mucho más animada. Y no es que su dolor fuera menor, en realidad, sino que resultaba menos opresivo porque contaba con alguien que tenía la misma relación que ella con él. La actitud abatida de su padre ya no tendría el poder de desalentarla. Seguía echado en la misma postura, tan desvalido como siempre. Pero ahora ella tenía el conjuro que le animaría. Tal vez fuera demasiado brusca debido al enorme alivio que sentía.

—Papá —le dijo, echándole los brazos al cuello cariñosamente. En realidad, le alzó la cabeza cansada con cierta brusquedad hasta que la apoyó en sus brazos y pudo mirarle a los ojos para que tomara fuerza y seguridad de los suyos.

»¡Papá! ¡Adivina quién ha venido!

El la miró. Ella vio que la idea de la verdad titilaba en la empañada tristeza de sus ojos y desaparecía luego, rechazada como disparate imaginario.

El señor Hale volvió a inclinarse y ocultó una vez más la cara en los brazos extendidos sobre la mesa. Margaret le oyó susurrar y se inclinó con ternura para escuchar lo que decía.

—No lo sé. No me digas que es Frederick, por favor. No puedo soportarlo, estoy demasiado débil. ¡Y su madre se está muriendo!

Se echó a llorar y a gemir como un niño. Su reacción era tan diferente de la que ella había imaginado y esperado que se sintió mal del disgusto y guardó silencio un instante. Luego volvió a hablar, en un tono completamente distinto, no tan jubiloso, mucho más tierno y delicado.

—¡Papá, es Frederick! Piensa en mamá, ¡en la alegría que va a llevarse! Y en lo contentos que tendríamos que estar nosotros por ella. Y también por él, ¡nuestro pobre muchacho!

Margaret creyó advertir que su padre intentaba comprender la realidad, aunque no cambió de actitud.

—¿Dónde está? —preguntó al fin, con la cara aún oculta en los brazos abatidos.

—En tu estudio, completamente solo. Encendí la vela y subí corriendo a decírtelo. Está completamente solo y se preguntará por qué…

—Bajaré —dijo su padre, interrumpiéndola. Se levantó y se apoyó en los brazos de ella como en los de un guía.

Margaret le acompañó hasta la puerta del estudio. Estaba tan nerviosa que creyó que no soportaría presenciar el encuentro. Se dio la vuelta, subió las escaleras y lloró con ganas. Era la primera vez que se permitía aquel desahogo desde hacía días. La tensión había sido terrible, ahora se daba cuenta. ¡Pero Frederick había llegado! ¡Su queridísimo hermano estaba allí a salvo con ellos de nuevo! No podía creerlo. Dejó de llorar y abrió la puerta de su dormitorio. No se oía el sonido de las voces y pensó casi asustada si no habría sido un sueño. Bajó las escaleras y se quedó escuchando en la puerta del estudio. Oyó el rumor de las voces, era suficiente. Fue a la cocina. Atizó el fuego, iluminó la casa y preparó el refrigerio para el trotamundos. ¡Era una suerte que su madre estuviera dormida! Sabía que dormía por la pajuela colocada en el ojo de la cerradura de su dormitorio[52]. El viajero podría descansar, reponerse y calmarse tras la emoción del encuentro con su padre antes de que su madre se diera cuenta de que pasaba algo inusual.

Cuando todo estaba a punto, Margaret abrió la puerta del estudio y entró como una camarera con la pesada bandeja en los brazos. Se sentía orgullosa de servir a Frederick. Pero él se levantó de un salto al verla y la alivió de la carga. Fue un ejemplo, un indicio de la ayuda que le aportaría su presencia. El hermano y la hermana pusieron la mesa juntos, sin hablar apenas, pero sus manos se rozaban de vez en cuando y sus ojos hablaban el expresivo lenguaje natural que dominan a la perfección los familiares. Se había apagado el fuego. Margaret se concentró en encenderlo, pues las noches habían empezado a refrescar; pero era aconsejable no hacer ruidos que pudieran llegar a la habitación de la señora Hale.

—Dixon dice que encender el fuego es un don; no un arte que pueda aprenderse.

Poeta nascitur, non fit[53] —susurró el señor Hale, y Margaret se alegró al oír de nuevo una cita, aunque la hiciese tan lánguidamente.

—¡La queridísima Dixon! ¡Cómo nos besaremos! —dijo Frederick—. Recuerdo que me besaba y después me miraba a la cara para asegurarse de que era la persona adecuada, ¡y luego empezaba de nuevo! Pero Margaret, ¡qué desastre! Jamás he visto manitas tan torpes e inútiles. Anda, ve a lavártelas para cortar el budín y deja el fuego. Uno de mis atributos naturales es encender fuegos.

Así que Margaret se fue. Y regresó. Y entró y salió de la habitación con una inquietud gozosa que no podía calmar sentándose tranquilamente. Cuanto más pudiera hacer por Frederick, más satisfecha se sentiría. El lo comprendió instintivamente. Era una alegría robada en la casa del duelo, y se aferraban más a ella porque todos sabían en lo más profundo de su ser la pena irremediable que les aguardaba.

Oyeron entonces los pasos de Dixon en las escaleras. El señor Hale se levantó del sillón en el que había estado observando a sus hijos ensoñadoramente, como si representaran una obra de teatro feliz que resultaba agradable contemplar pero que no correspondía a la realidad y en la que él no intervenía. Se quedó plantado frente a la puerta, mostrando tan súbito y extraño deseo de impedir que viera a Frederick cualquiera que llegara, aunque fuese la fiel Dixon, que Margaret se estremeció. La actitud de su padre le recordó el nuevo temor de sus vidas. Agarró con fuerza a Frederick del brazo mientras un pensamiento sombrío le hizo apretar los dientes con la cara crispada. Y sin embargo, sabían que era el andar pausado de Dixon. Escucharon mientras recorría todo el pasillo hasta la cocina. Margaret se levantó.

—Voy a decírselo. Y a ver cómo está mamá.

La señora Hale se había despertado. Al principio, divagaba. Se había reanimado con un poco de té, pero no tanto como para estar dispuesta a hablar. Era preferible dejar que transcurriera la noche antes de decirle que había llegado su hijo. Esperaban al doctor Donaldson y su visita le produciría excitación nerviosa suficiente para la velada. Él podría aconsejarles cómo prepararla para recibir a Frederick. Estaba allí, en la casa; podía acudir en cuanto se lo pidieran.

Margaret no podía estarse quieta sentada. Se tranquilizó ayudando a Dixon en todos sus preparativos para «el señorito Frederick». Tenía la impresión de que ya no se cansaría nunca. Sentía nuevas fuerzas cada vez que echaba una ojeada a la habitación donde padre e hijo conversaban de lo que fuese, no lo sabía ni le importaba. Ya llegaría su momento de hablar y de escuchar, estaba demasiado segura de ello para tener prisas. Observó el aspecto de su hermano y le agradó. Tenía las facciones delicadas, redimidas de afeminamiento por la piel atezada y la fuerza expresiva. Sus ojos eran risueños casi siempre, aunque Margaret advirtió también una pasión latente en los cambios súbitos de su mirada y su boca que casi le asustó. Pero aquella expresión duraba sólo un instante, y no había en ella rastro de obstinación o de rencor. Era más bien la ferocidad expresiva instantánea que cruza el semblante de los naturales de países salvajes o sureños: una ferocidad que realza el encanto de la dulzura infantil en la que suele disiparse esa expresión. Margaret podía temer la violencia del carácter impulsivo delatado de aquel modo alguna que otra vez, pero no había nada en él que la hiciera desconfiar del nuevo hermano o eludirlo en modo alguno. Todo lo contrario: su relación fue especialmente grata para ella desde el principio. La intensa sensación de alivio que le procuraba la presencia de Frederick le permitió darse cuenta entonces de la enorme responsabilidad que había tenido que asumir. Él comprendía a su padre y a su madre, conocía el carácter y las flaquezas de ambos y actuaba con una desenvoltura absoluta, al mismo tiempo que demostraba un delicadísimo esmero en no lastimar ni herir sus sentimientos. Parecía que supiera instintivamente los momentos en que el natural ingenio de su actitud y su conversación no chocaría con la profunda depresión de su padre o aliviaría el dolor de su madre. Siempre que podía resultar discordante o inoportuno, entraban en juego su devoción paciente y su vigilancia, que lo convertían en un enfermero admirable. Margaret se sintió tan conmovida por las frecuentes alusiones que hacía él a su infancia en New Forest que tuvo que contener las lágrimas. No se había olvidado de ella nunca —ni tampoco de Helstone— en todo el tiempo que llevaba vagando por países lejanos entre extraños. Podía hablar con él de su antiguo hogar sin temor a aburrirle. A pesar de haber anhelado tanto su llegada, a veces había tenido miedo de él. Creía que siete u ocho años habían producido cambios tan enormes en ella misma que había discurrido, olvidando lo que quedaba de la Margaret original, que si sus sentimientos y sus gustos habían variado tanto materialmente, incluso en su vida hogareña, la tormentosa carrera de su hermano, de la que ella sabía muy poco, tenía que haber sustituido prácticamente por otro Frederick al mozalbete alto con uniforme de guardiamarina, a quien recordaba que respetaba con asombro y admiración. Pero durante la larga separación se habían hecho más próximos en edad, y en muchas otras cosas. Y de esa manera se aligeró la carga de Margaret, aquel tiempo doloroso. No tenía más luz que la presencia de Frederick. La madre se recuperó durante unas horas, al ver a su hijo. Permaneció sentada con la mano de él entre las suyas, no quiso separarse de él ni siquiera mientras dormía, y Margaret tuvo que darle de comer como a un niño pequeño para que no moviera ni un dedo y no perturbara a su madre. La señora Hale despertó mientras estaban así ocupados. Volvió despacio la cabeza sobre la almohada y sonrió a sus hijos al darse cuenta de lo que estaban haciendo y por qué lo hacían.

—Soy muy egoísta —dijo—, pero no será por mucho tiempo. Frederick se inclinó y besó la débil mano que aprisionaba la suya.

El doctor Donaldson le dijo a Margaret que aquella calma no duraría muchos días, tal vez ni siquiera muchas horas. Ella bajó sigilosamente a ver a Frederick en cuanto el amable médico se marchó. Le habían pedido que durante la visita se recluyera en silencio en la salita interior, que habitualmente era el dormitorio de Dixon pero que le habían cedido entonces a él.

Margaret le explicó lo que había dicho el doctor Donaldson.

—No lo creo —exclamó él—. Está muy enferma, muy grave, tal vez, en peligro inminente, también. Pero es inconcebible que estuviera como está si se encontrara al borde de la muerte. ¡Margaret, tenemos que pedir otra opinión, consultar a algún médico de Londres! ¿No se te ha ocurrido nunca?

—Sí —contestó Margaret—, más de una vez. Pero creo que no serviría de nada. Y la verdad es que no tenemos dinero para traer a ningún médico eminente de Londres, y estoy segura de que el doctor Donaldson se cuenta entre los mejores. Puede que incluso los supere.

Frederick empezó a caminar impaciente de un lado a otro por la habitación.

—Yo tengo crédito en Cádiz —dijo—, pero aquí no, debido al maldito cambio de nombre. ¿Por qué dejó Helstone nuestro padre? Fue un error garrafal.

—No fue ningún error —dijo Margaret con tristeza—. Y te ruego que procures evitar por todos los medios que papá oiga algo como lo que acabas de decir. Sé perfectamente que se atormenta con la idea de que mamá no habría enfermado si se hubiera quedado en Helstone, ¡y no conoces su inmensa capacidad de remordimiento!

Frederick se alejó como si estuviera en el alcázar de un barco. Al final se detuvo frente a ella y consideró su actitud abatida y triste un momento.

—¡Mi pequeña Margaret! —le dijo, acariciándola—. Esperemos mientras podamos. ¡Pobrecita! ¡Eh! ¿Qué es esa cara llena de lágrimas? Tendré esperanza. Lo haré a pesar de mil médicos. Anímate, Margaret. Sé lo bastante valiente para tener esperanza.

Margaret intentó hablar pero se le quebró la voz; y cuando al fin lo consiguió, lo hizo en voz muy baja.

—He de procurar ser lo bastante dócil para confiar. ¡Ay, Frederick! ¡Mamá había empezado a quererme tanto! ¡Y yo había empezado a comprenderla! ¡Y ahora llega la muerte a separarnos!

—¡Vamos, vamos, por favor! Subamos, anda, y hagamos algo en vez de seguir aquí perdiendo un tiempo que puede ser valiosísimo. Pensar me ha entristecido muchas veces, cariño, pero hacer cosas nunca en toda la vida. Mi teoría es una especie de parodia de la máxima: «Haz dinero, hijo, honradamente si puedes; pero haz dinero». Mi precepto es: «Haz algo, hermana, provechoso si puedes; pero de todos modos haz algo».

—Sin excluir las travesuras —repuso Margaret, esbozando una leve sonrisa entre las lágrimas.

—En modo alguno. Lo que sí excluyo es el remordimiento después. Borra tus fechorías (si eres particularmente concienzudo) con una buena obra en cuanto puedas; lo mismo que hacíamos una suma correcta en la pizarra en la escuela donde una incorrecta sólo estaba borrada a medias. Era mejor que humedecer el borrador con las lágrimas. Se perdía menos tiempo que teniendo que esperar las lágrimas y causaba mejor efecto al final.

Margaret pensó al principio que la teoría de Frederick era bastante burda, pero luego comprobó que él la ponía en práctica con excelentes resultados. Tras pasar una mala noche con su madre (pues insistió en hacer su turno acompañándola), por la mañana antes del desayuno se dedicó a idear un artilugio para que apoyara las piernas Dixon, que había empezado a acusar el cansancio de las prolongadas velas. Durante el desayuno, despertó el interés del señor Hale con los sensacionales, gráficos y vívidos relatos de la vida fantástica que había llevado en México, América del Sur y otros lugares. Margaret habría renunciado al esfuerzo de sacar a su padre del abatimiento, desesperada; éste incluso la habría afectado haciéndola sentirse incapaz de hablar. En cambio Fred, fiel a su teoría, siempre estaba haciendo algo, y hablar era lo único que podía hacer durante el desayuno, aparte de comer.

Antes de que anocheciera aquel día, quedó demostrado que la opinión del doctor Donaldson estaba bien fundada. La señora Hale tuvo un acceso de convulsiones; y cuando cesaron, estaba inconsciente. Su esposo podía sentarse a su lado y agitar la cama con sus sollozos, su hijo podía alzarla en sus fuertes brazos con ternura para colocarla en una postura cómoda, su hija podía humedecerle la cara. Pero ella no los reconocía. Y no los reconocería de nuevo hasta que se encontraran en el cielo.

Todo había terminado antes de que llegara la mañana. Margaret salió del tembloroso abatimiento y se convirtió en el ángel consolador fuerte de su padre y de su hermano. Porque Frederick se había derrumbado y su teoría ya no le servía de nada. Se encerró solo en su cuarto de noche y lloró a lágrima viva tan fuerte que Margaret y Dixon se asustaron y bajaron a pedirle que se callara, porque los tabiques de la casa eran finos y los vecinos de al lado podrían oír sus apasionados sollozos juveniles, tan diferentes del tormento tembloroso y apagado de la vejez, cuando ya nos hemos acostumbrado al dolor y no nos atrevemos a rebelarnos contra el destino inexorable, sabiendo quién lo decreta.

Margaret se quedó con su padre en la habitación de la difunta. Hubiese sido un alivio verle llorar. Pero siguió junto a la cama muy tranquilo. De vez en cuando, le descubría la cara y la acariciaba con ternura, produciendo un leve sonido inarticulado, como el de una hembra cuando acaricia a su cachorro. No prestaba la menor atención a la presencia de Margaret. Ella se acercó a besarle un par de veces. Él lo aceptó y luego la empujó levemente, como si su afecto lo distrajera de su concentración en la difunta. Se sobresaltó al oír los sollozos de Frederick y movió la cabeza, susurrando: «¡Pobre muchacho, pobre muchacho!», pero siguió como antes, sin prestar más atención. Margaret sentía una profunda congoja. Pensar en la pérdida de su padre le impedía pensar en la propia. La noche tocaba a su fin y se acercaba ya el día, cuando la voz de Margaret quebró el silencio de la estancia sin previo aviso con un sonido tan nítido que se sorprendió incluso ella:

—No se turbe vuestro corazón dijo, y siguió hasta terminar todo el capítulo de consuelo inefable[54].