Vísteme despacio que tengo prisa
A ganar la confianza de una dama
aprende como cosa elevada, noblemente,
con seriedad probada
y con valor, como cuestión de vida o muerte.
Apártala de las mesas festivas,
enséñale las estrellas del cielo,
guárdala, con palabras sentidos,
pura de los halagos del galanteo.
SRA. BROWNING[3]
«El señor Henry Lennox». Margaret había pensado en él hacía sólo un momento, y había recordado sus preguntas sobre sus probables ocupaciones en casa. Aquello era parler du soleil et l’on en voit les rayons[4]. Y la luz del sol le iluminó la cara cuando posó la tabla y se acercó a saludarle.
—Avisa a mamá —le dijo a Sara—. Mamá y yo queremos hacerle un montón de preguntas sobre Edith. Le agradezco muchísimo que haya venido.
—¿No dije que lo haría? —preguntó él en tono más bajo que el que había empleado ella.
—Pero le hacía tan lejos en las Tierras Altas que nunca creí que viniera a Hampshire.
—¡Bueno! —dijo él en tono mas ligero—, nuestros recién casados se dedicaban a gastar unas bromas tan tontas y a correr toda clase de peligros, escalando una montaña, navegando en el lago, que la verdad es que pensé que necesitaban un mentor que los cuidara. Y en realidad, así era; mi tío no podía controlarlos y tenían al buen anciano aterrado dieciséis de las veinticuatro horas del día. Lo cierto es que en cuanto comprobé que no se les podía dejar solos, consideré una obligación no separarme de ellos hasta que los viera embarcados a salvo en Plymouth.
—¿Ha estado en Plymouth? Vaya, Edith no lo menciona en ninguna carta. Claro que ha escrito tan apurada últimamente. ¿Embarcaron realmente el martes?
—Embarcaron realmente, y me liberaron de muchas responsabilidades. Edith me dio muchos mensajes para usted. Creo que tengo una nota minúscula en algún sitio; sí, aquí está.
—¡Gracias! —exclamó Margaret; y como en realidad quería leerla a solas sin que la observara, se excusó diciendo que iba a avisar ella misma a su madre de su llegada (sin duda Sara había cometido algún error).
El empezó a mirar alrededor a su modo escrutador en cuanto ella salió de la estancia. El sol matinal inundaba la salita y le daba un aspecto inmejorable. Estaba abierta la puerta vidriera central del mirador y la madreselva y los rosales trepadores asomaban por la esquina. La pequeña extensión de césped estaba preciosa con verbenas y geranios de vivos colores. Pero la misma luminosidad exterior hacía que los colores del interior parecieran tenues y desvaídos. Sin duda la alfombra había visto tiempos mejores y la zaraza de las cortinas y las fundas tenía muchos lavados. Todo el aposento era más pequeño y raído de lo que él había esperado como fondo y marco de Margaret, tan majestuosa ella. Había varios libros sobre la mesa. Alzó uno: era el Paradiso de Dante, con la adecuada encuadernación antigua de vitela blanca y dorada; al lado había un diccionario y algunas palabras escritas por Margaret. Sólo era una lista aburrida de palabras, pero aun así le agradaba mirarlas. Los dejó con un suspiro.
«Resulta evidente que el beneficio es tan pequeño como me dijo. Parece extraño, pues los Beresford pertenecen a una buena familia».
Margaret había encontrado a su madre mientras tanto. La señora Hale tenía uno de sus días cambiadizos, en los que cualquier cosa se convertía en un problema y una dificultad; y la llegada del señor Lennox adoptó esa forma, aunque en el fondo se sentía halagada por el hecho de que hubiera considerado que la visita merecía la pena.
—¡Es muy inoportuno! Hoy comeremos pronto y sólo tomaremos fiambre para que las sirvientas puedan seguir con la plancha. Pero claro, tenemos que invitarle a comer, es el cuñado de Edith y demás. Y tu padre está muy desanimado esta mañana por algo, no sé por qué. He ido al estudio hace un momento y estaba inclinado sobre la mesa con la cara cubierta con las manos. Le dije que creía que el aire de Helstone no le sienta mejor que a mí y levantó la cabeza de repente y me pidió que no volviera a decir una palabra contra Helstone porque no lo soportaba; que si había un lugar que amara en el mundo, era Helstone. Pero estoy segura de que es este aire húmedo y enervante.
Margaret tuvo la sensación de que una nube fina y gélida se había interpuesto entre el sol y ella Había escuchado a su madre pacientemente con la esperanza de que la aliviara un poco desahogarse; pero era hora de que la llevara a saludar al señor Lennox.
—A papá le agrada el señor Lennox; en el banquete de la boda lo pasaron en grande. Creo que se animará con su visita. Y no te preocupes por la comida, querida mamá. El fiambre será un almuerzo estupendo, que es lo que seguramente considerará el señor Lennox una comida a las dos.
—Pero ¿qué haremos con él hasta entonces? Sólo son las diez y media.
—Le pediré que me acompañe a hacer algunos bosquejos. Sé que le gusta y así no tendrás que ocuparte de él, mamá. Pero ahora ven, anda; si no, va a parecerle muy extraño.
La señora Hale se quitó el delantal de seda negra y suavizó el gesto. Parecía una dama bella y distinguida cuando saludó al señor Lennox con la cordialidad debida a alguien que era casi pariente. Él sin duda esperaba que le pidieran que pasara allí el día, y aceptó la invitación tan complacido que la señora Hale deseó poder añadir algo al fiambre. A él todo le agradaba; le encantó la idea de Margaret de salir juntos a dibujar, y por nada del mundo molestaría al señor Hale, pues se verían muy pronto en la comida. Margaret sacó los materiales de dibujo para que él eligiera los que quisiera y, tras escoger debidamente papel y pinceles, se marcharon los dos contentísimos.
—Espere, por favor, paremos un momento aquí —dijo Margaret—. Ésas son las casas que me obsesionaron tanto las dos semanas de lluvia Me reprochaba no haberlas dibujado.
—Antes de que se derrumben y desaparezcan. La verdad es que si hay que dibujarlas, y son muy pintorescas, será mejor no dejarlo para el año que viene. Pero ¿dónde nos sentamos?
—¡Tendría que haber venido directamente del bufete del Temple en vez de haber pasado antes dos meses en las Tierras Altas! Mire ese precioso tronco que han dejado los leñadores justo en el lugar perfecto para la luz. Pondré encima el pañuelo y será un trono del bosque ideal.
—Con los pies en ese charco a modo de escabel regio. Espere, me apartaré y así podrá acercarse más por aquí. ¿Quién vive en esas chozas?
—Las construyeron los colonos ilegales hace cincuenta o sesenta años. Una está deshabitada; los forestales van a derribarla en cuanto se muera el anciano que vive en la otra, ¡pobrecillo! Mire, ahí está. Tengo que ir a hablar con él. Está tan sordo que se enterará usted de todos nuestros secretos.
El anciano tomaba el sol delante de su casa, con la cabeza descubierta y apoyado en el bastón. Relajó el gesto rígido esbozando una sonrisa cuando Margaret se acercó y le dijo algo. El señor Lennox se apresuró a introducir ambas figuras en su esbozo y acabó el paisaje con una referencia subordinada a ambos, como advirtió Margaret cuando llegó el momento de levantarse, desechar agua y borradores y enseñarse el uno al otro los esbozos. Entonces se echó a reír y se ruborizó. El señor Lennox observaba su gesto.
—Vamos, eso se llama traición —dijo ella—. ¿Cómo iba a imaginar yo que nos dibujaría al anciano Isaac y a mí cuando me pidió que le preguntara la historia de esas cabañas?
—Fue irresistible. No sabe qué tentación tan fuerte. Casi no me atrevo a decirle lo mucho que me gusta este esbozo.
Él no estaba totalmente seguro de que Margaret hubiera oído la última frase antes de irse al arroyo a lavar la paleta. Volvió bastante colorada, pero con expresión totalmente ingenua y despreocupada. Él se alegró de que así fuera, porque el comentario se le había escapado, en realidad, algo bastante raro en un hombre que premeditaba sus actos tanto como Henry Lennox.
El aspecto de la casa era perfecto y luminoso cuando llegaron. El ceño aborrascado de la señora Hale se había despejado bajo la propicia influencia de un par de carpas que le había regalado muy oportunamente una vecina. El señor Hale había regresado de sus visitas matinales y esperaba al visitante junto al portillo del jardín. Parecía todo un caballero con su chaqueta raída y su sombrero gastado. Margaret se enorgullecía de su padre, siempre le producía un orgullo nuevo y tierno ver la impresión favorable que causaba a todos los extraños. Pero escrutó con su mirada aguda el rostro paterno y encontró rastros de alguna preocupación inusual, que sólo había dejado a un lado de momento, pero no eliminado.
El señor Hale les pidió que le enseñaran los bocetos que habían pintado.
—Me parece que has hecho los tonos de la techumbre de paja demasiado oscuros, ¿no crees? —le dijo a Margaret al devolverle el suyo y tendió la mano para coger el del señor Lennox, que lo retuvo un momento, sólo un momento.
—¡No, papá! No lo creo. La siempreviva mayor y la uña de gato se han oscurecido mucho con la lluvia. ¿Se parecen, papá? —dijo ella atisbando por encima del hombro de su padre mientras él contemplaba las figuras del esbozo del señor Lennox.
—Sí, mucho. Tu figura y tu porte están muy bien. Y también la forma rígida de encorvar la espalda larga y reumática el pobre Isaac. ¿Qué es lo que cuelga de la rama del árbol? No puede ser un nido.
—¡Oh no! Es mi sombrero. No puedo pintar nunca con el sombrero puesto; me calienta mucho la cabeza. No sé si sabría pintar figuras. Hay por aquí muchas personas que me gustaría pintar.
—Yo diría que siempre conseguiría hacer un retrato que desee mucho hacer —dijo el señor Lennox—. Yo confío plenamente en la fuerza de voluntad. Creo que a mí mismo me ha salido bastante bien el suyo.
El señor Hale había entrado antes que ellos en la casa, mientras Margaret se entretenía cortando unas rosas para adornar con ellas su vestido matinal para la comida.
«Una joven londinense normal comprendería el significado implícito de ese comentario —pensó el señor Lennox—. Trataría de descifrar en todo lo que le dijera un joven el arrière-pensée de un cumplido. Pero no creo que Margaret…».
—¡Un momento! —exclamó—. Déjeme ayudarla.
Y cortó algunas rosas rojas aterciopeladas que Margaret no alcanzaba; luego dividió el botín, se puso dos en el ojal y la hizo pasar complacida y feliz a arreglar sus flores.
La conversación fluyó de forma agradable y tranquila durante la comida. Ambas partes tenían que hacerse muchas preguntas y que intercambiar las últimas noticias sobre los movimientos de la señora Shaw en Italia. Y por el interés de lo que se decía, la sencillez sin pretensiones de la vicaría, y sobre todo la proximidad de Margaret, el señor Lennox olvidó la leve decepción que había sentido al principio cuando vio que ella sólo le había dicho la pura verdad al describir el beneficio de su padre como muy pequeño.
—Margaret, cariño, podrías haber recogido unas peras para el postre —dijo el señor Hale cuando colocaron en la mesa el generoso lujo de una botella de vino recién decantada.
La señora Hale estaba apurada. Daba la impresión de que los postres fueran algo insólito e improvisado en la vicaría; pero si el señor Hale hubiera mirado detrás, habría visto bizcochos y mermelada, y además, todo dispuesto de forma ordenada en el aparador. Pero se le había metido en la cabeza la idea de las peras y no iba a renunciar a ellas.
—Hay algunas de donguindo maduras en el muro del sur que superan a todos los frutos y conservas extranjeros. Anda, Margaret, ve a buscarlas.
—Propongo que pasemos al jardín y las tomemos allí —dijo el señor Lennox—. No hay nada más delicioso que hincar los dientes en el fruto jugoso, crujiente, cálido y perfumado por el sol. Lo peor es que las avispas son tan insolentes como para disputárnoslo incluso en el momento más placentero.
Se levantó como si se dispusiera a seguir a Margaret, que había desaparecido por la puerta vidriera: sólo esperaba el permiso de la señora Hale. Ella hubiera preferido acabar la comida como era debido y con todo el ceremonial que se había desarrollado a la perfección hasta entonces, máxime cuando Dixon y ella habían sacado los aguamaniles de la despensa a fin de ser tan correcta como correspondía a la hermana de la viuda del general Shaw; pero no tuvo más remedio que resignarse cuando se levantó también el señor Hale, dispuesto a acompañar a su invitado.
—Me armaré con un cuchillo —dijo el señor Hale—. Terminaron para mí los días de comer fruta de la forma primitiva que ha descrito usted. Tengo que pelarla y partirla para poder disfrutarla.
Margaret hizo un frutero para las peras con una hoja de remolacha, que realzaba admirablemente su color castaño dorado. El señor Lennox la miraba más a ella que a las peras. Pero su padre, dispuesto a decidir con sumo cuidado el mismo sabor y la perfección de la hora que le había robado a su angustia, escogió primorosamente la fruta más madura y se sentó en el banco del jardín para disfrutarla a placer. El señor Lennox y Margaret pasearon por el sendero elevado junto al muro del sur, donde se oía el zumbido de las abejas que se afanaban en las colmenas.
—¡Qué vida tan agradable llevan ustedes aquí! Siempre he sentido cierto desdén por los poetas, con sus deseos de «Tenga yo mi cabaña al pie de una colina» y cosas por el estilo. Pero ahora creo que he sido un capitalino ignorante. En este momento tengo la impresión de que un año de vida tan serena como ésta compensaría con creces veinte años de duro estudio de leyes. ¡Qué cielos! —exclamó alzando la vista—, ¡qué follaje rojo y ambarino, tan perfectamente inmóvil! —concluyó, señalando algunos de los grandes árboles del bosque que cerraban el jardín como si fuera un nido.
—Le complacerá recordar que nuestros cielos no siempre son tan azules como ahora. También aquí llueve. Y las hojas se caen y se pudren, aunque a mí me parezca que Helstone es un lugar tan perfecto como el que más. Recuerde cómo menospreció mi descripción una tarde en Harley Street: «un pueblo de cuento de hadas».
—¡Menospreciar, Margaret! Ésa es una palabra bastante dura.
—Tal vez lo sea. Yo sólo sé que me hubiera gustado explicarle lo que me entusiasmaba entonces y usted…, ¿cómo lo diría?, habló irrespetuosamente de Helstone como un simple pueblecito de cuento.
—No volveré a hacerlo —dijo él con fervor. Doblaron la esquina del paseo.
—Casi desearía, Margaret —añadió, y se interrumpió, titubeante. Era tan insólito que el desenvuelto abogado titubeara que Margaret alzó la vista hacia él con cierto asombro inquisitivo; pero al instante (por algo de él que no podía determinar) deseó regresar junto a su madre, junto a su padre, a donde fuera pero lejos de él, pues estaba segura de que iba a decir algo a lo que no sabría qué responder. Pero el amor propio dominó al instante aquella súbita agitación, que esperaba que él no hubiera advertido. Claro que podría responder y responder lo adecuado. Era vil y despreciable de su parte no atreverse a oír lo que fuese, como si no tuviera fuerza para poner fin a cualquier conversación con su elevada dignidad pudorosa.
—Margaret —dijo él, sorprendiéndola al tomarle una mano, de modo que ella se vio obligada a quedarse donde estaba y escucharle, y se despreció por la palpitación que sintió en el pecho—. Margaret, desearía que no le gustara tanto Helstone, que no pareciera tan absolutamente dichosa y serena aquí. He estado esperando que pasaran estos tres meses para encontrarla añorando Londres y a los amigos de Londres, un poco, lo suficiente para que escuchara más amablemente —(pues ella intentaba tranquila pero firmemente soltarse la mano de la de él)— a alguien que no tiene mucho que ofrecer, es cierto, sólo proyectos para el futuro, pero que la ama, Margaret, casi a pesar de sí mismo. Margaret, ¿tanto la he sobresaltado? ¡Hable!
Pues advirtió que le temblaban los labios como si fuera a echarse a llorar. Ella hizo un gran esfuerzo para calmarse y no habló hasta que consiguió dominarse y que no le temblara la voz. Entonces dijo:
—Me ha sorprendido. No sabía que me estimara de ese modo. Le he considerado siempre un amigo; y, por favor, preferiría seguir haciéndolo. No me gusta que me hable como lo ha hecho. No puedo contestarle como quiere que lo haga, y, sin embargo, lamentaría muchísimo disgustarle.
—Margaret —dijo él, mirándola a los ojos, que le sostuvieron la mirada con expresión franca y directa, de absoluta buena fe y reacia a causar dolor. Él estuvo a punto de preguntarle si amaba a otro, pero pensó que la pregunta ofendería la pura serenidad de aquella mirada—. ¡Perdóneme! He sido demasiado brusco. Ya he recibido mi castigo. Deme alguna esperanza. Deme el pobre consuelo de decirme que no ha visto nunca a nadie a quien pudiera… —Otra pausa. No pudo acabar la frase. Margaret se reprochó ser la causa de su aflicción.
—¡Ojalá no se le hubiera metido semejante idea en la cabeza! ¡Era tan agradable considerarle un amigo!
—Pero, Margaret, ¿puedo o no puedo esperar que me considere alguna vez un enamorado? Ya veo que todavía no, pero no hay prisa, alguna vez…
Ella guardó silencio un par de minutos, tratando de determinar sus verdaderos sentimientos antes de responder. Luego dijo:
—Le he considerado siempre un amigo y sólo un amigo. Y me complace considerarlo como tal, pero estoy segura de que nunca podré considerarlo de otro modo. Intentemos ambos olvidar que ha tenido lugar esta conversación… —Iba a decir «desagradable» pero se interrumpió a tiempo.
Él hizo una pausa antes de contestar. Luego repuso en su tono frío habitual:
—Por supuesto, ya que sus sentimientos son tan claros y esta conversación le ha resultado tan claramente desagradable, sería mejor no recordarla. Eso es absolutamente perfecto en teoría, ese plan de olvidar todo lo que sea doloroso, pero a mí al menos me resultará un poco difícil conseguirlo.
—Está enfadado —dijo ella con tristeza—. Pero ¿cómo puedo remediarlo yo?
Parecía tan sinceramente apenada cuando dijo esto que él luchó un momento con su franca decepción y luego respondió más animoso, aunque todavía con cierta dureza en el tono:
—Ha de tener en cuenta la vergüenza, Margaret, no sólo de un enamorado, sino de un hombre muy poco dado al romanticismo en general, prudente, mundano, como me consideran algunos, que se ha desviado de sus hábitos regulares por la fuerza de la pasión. Bien, no hablaremos más de eso; pero en la única salida que ha concebido para los sentimientos más nobles y profundos de su naturaleza, se encuentra con el rechazo y la repulsa. Tendré que consolarme menospreciando mi propia estupidez. ¡Un letrado voluntarioso que piensa en matrimonio!
Margaret no podía responder a esto. Le molestaba el tono. Parecía tocar y expresar todos los puntos de discrepancia que le habían molestado siempre en él. Sin embargo seguía siendo el hombre afable, el amigo más comprensivo, la persona que mejor la entendía en Harley Street. Sintió cierto desdén mezclado con la pena de haberle rechazado. Su bello semblante adoptó un levísimo aire displicente. Fue oportuno que, tras haber dado toda la vuelta al jardín, encontraran súbitamente al señor Hale, cuyo paradero habían olvidado por completo. Aún no había terminado la pera. La había pelado con delicadeza en una larga tira fina como papel de seda y la estaba comiendo con parsimonioso deleite. Era como la historia del rey oriental que mete la cabeza en una palangana de agua, a petición del mago, y antes de sacarla de inmediato pasa por la experiencia de toda una vida. Margaret se sentía anonadada, incapaz de recuperar el necesario dominio de sí misma para poder participar en la conversación trivial que mantuvieron a continuación su padre y el señor Lennox. Estaba seria y poco dispuesta a hablar, y se preguntaba cuándo se marcharía de una vez el señor Lennox y le permitiría relajarse y pensar en los acontecimientos del último cuarto de hora. El tenía casi tantas ganas de marcharse como ella de que lo hiciera, pero debía a su vanidad mortificada, o a su dignidad, el sacrificio de unos minutos de charla despreocupada y ligera, por mucho que le costara. Observaba la cara pensativa y triste de ella de vez en cuando.
«No le soy tan indiferente como cree —se dijo—. No renuncio a la esperanza».
Antes de que transcurriera un cuarto de hora, había empezado a conversar con tranquilo sarcasmo; hablaba de la vida en Londres y de la vida en el campo como si fuera consciente de su segundo yo burlón y temiera la propia burla. El señor Hale estaba desconcertado. Su visitante era un hombre distinto al que había conocido en el banquete nupcial y aquel mismo día en la comida; un hombre más mundano, ingenioso y ligero y, como tal, en desacuerdo con el señor Hale. Los tres sintieron un gran alivio cuando al fin dijo que tenía que marcharse en seguida si quería tomar el tren de las cinco. Entraron en la casa a buscar a la señora Hale para que se despidiera de ella. En el último momento, salió de nuevo a la luz el verdadero yo del señor Lennox.
—Margaret, no me desprecie. Tengo un corazón, a pesar de toda esta forma vana de hablar. Como prueba de ello, creo que la amo más que nunca, si es que no la odio, por el desdén con que me ha escuchado durante esta última media hora. Adiós, Margaret… ¡Margaret!