Capítulo XXIX

Un rayo de sol

Me vinieron a la mente unos deseos y me animé un poco,

y algunos placeres melancólicos menores

pasaron volando con ligerísimas alas plateadas

a la pálida y tibia luz de la esperanza:

¡Palomillas en el rayo de luna!

COLERIDGE[48]

Margaret recibió carta de Edith al día siguiente por la mañana. Era tan cariñosa e inconsecuente como su autora. Pero el afecto era encantador para la naturaleza afectuosa de Margaret; y ella había crecido con la inconsecuencia, así que no la advertía. Decía así:

¡Oh, Margaret, merece la pena un viaje desde Inglaterra para ver a mi chico! Es un muchachito espléndido, sobre todo con sus gorros, y más todavía con el que le enviaste tú, perseverante señorita de primorosos dedos. Ya he dado envidia aquí a todas las madres, así que quiero enseñárselo a alguien nuevo y escuchar una nueva serie de expresiones admirativas; tal vez sea ésa la razón; tal vez no; no, tal vez haya un poco de amor de prima mezclado con todo; pero lo cierto es que tengo muchísimas ganas de que vengas, Margaret. Estoy segura de que sería estupendo para la salud de tía Hale. Aquí todo el mundo es joven y saludable, nuestro cielo siempre es azul y nuestro sol siempre brilla, y la banda toca maravillosamente de la mañana a la noche; y, volviendo al estribillo de mi cancioncilla, mi niño sonríe siempre. Estoy deseando que me des tu opinión, Margaret. Haga lo que haga es lo más precioso, gracioso, maravilloso. Creo que le quiero muchísimo más que a mi marido, que se está volviendo corpulento y gruñón, aunque él lo llama «estar ocupado». ¡No! No es verdad. Acaba de llegar con la noticia de un picnic encantador que dan los oficiales del Hazard, que está anclado abajo en la bahía. Como ha traído nuevas tan agradables, retiro todo lo que acabo de decir de él. ¿No se quemó alguien la mano por haber dicho o hecho algo que lamentaba? Bueno, yo no puedo quemarme la mía porque me dolería y la cicatriz sería fea. Pero me apresuro a retractarme de cuanto he dicho. Cosmo es tan absolutamente encantador como el niño y nada gordo y no existe esposo menos gruñón que él. Sólo que algunas veces está ocupadísimo. Creo que puedo decirlo sin faltar a mis deberes conyugales, ¿por dónde iba? Tenía algo muy especial que decirte, lo sé. Ah, sí, es esto, Margaret queridísima: tienes que venir a verme. Le sentaría muy bien a tía Hale, como te decía antes. Haz que el médico se lo recomiende. Dile que es el humo de Milton lo que le sienta mal. En realidad, estoy segura de que es así. Tres meses aquí (no podéis venir por menos tiempo), con este clima delicioso, siempre soleado, y las uvas, que son tan corrientes como las moras, y se recuperaría del todo. No invito a mi tío —(aquí la carta se hacía más forzada y mejor escrita; el señor Hale estaba castigado como un niño malo por haber renunciado a su beneficio)— porque, en mi opinión, a él no le gustan la guerra, los soldados ni las bandas de música. Al menos sé que muchos disidentes pertenecen a la Peace Society, y supongo que no querrá venir; pero si le apetece, te ruego que le digas que Cosmo y yo haremos todo lo posible para que se sienta feliz; y esconderé la casaca roja y la espada de Cosmo y pediré a la banda que toque todas las piezas serias y solemnes; o, que si interpretan pompas y vanidades, lo hagan a ritmo más lento. Querida Margaret, si él decide acompañaron a tía Hale y a ti intentaremos que vuestra estancia aquí resulte agradable, aunque me da bastante miedo alguien que ha hecho algo por la conciencia. Espero que tú no lo hagas nunca. Dile a tía Hale que no traiga mucha ropa de abrigo, aunque me temo que cuando podáis venir será ya hacia finales de año. ¡Pero no te imaginas el calor que hace aquí! En una excursión intenté lucir mi precioso mantón indio. Procuré animarme con proverbios mientras pude, «hay que mantener la dignidad» y consejos saludables parecidos. Pero fue inútil. Parecía Tiny, la perrita de mamá, con arreos de elefante; asfixiada, oculta, muerta con mis mejores galas. Así que lo usé de espléndida alfombra para sentarnos todos. Aquí tienes a este hijito mío, Margaret. Si no haces la maleta en cuanto recibas esta carta y vienes de inmediato a verlo, ¡pensaré que desciendes del rey Herodes!

Margaret anheló un día de la vida de Edith: su despreocupación, su hogar alegre, su cielo soleado. Si el deseo pudiera haberla transportado, habría ido; sólo por un día. Ansiaba la fuerza que le proporcionaría un cambio así: pasar aunque sólo fuera unas horas en aquel ambiente luminoso y sentirse joven de nuevo. ¡Todavía no había cumplido veinte años! Pero había tenido que aguantar tanta presión que se sentía viejísima. Ése fue su primer sentimiento después de leer la carta de Edith. Luego volvió a leerla olvidándose de sí misma y le divirtió lo mucho que se parecía a la propia Edith. Y estaba riéndose alegremente mientras leía cuando entró en la sala la señora Hale apoyada en el brazo de Dixon. Margaret se apresuró a colocar los cojines. Su madre parecía más débil de lo habitual.

—¿De qué te reías, Margaret? —le preguntó su madre en cuanto se recuperó del esfuerzo de acomodarse en el sofá.

—De una carta de Edith que he recibido esta mañana. ¿Quieres que te la lea, mamá?

La leyó en voz alta. La señora Hale parecía atenta al principio y no dejaba de preguntarse qué nombre le habría puesto Edith al niño, proponiendo toda suerte de nombres posibles y todas las razones probables de cada uno para que se lo pusiera. Mientras lo hacía, llegó el señor Thornton, con otro regalo de fruta para la señora Hale. No podía (mejor dicho, no quería) negarse el posible placer de ver a Margaret. No tenía ningún otro objetivo que la gratificación del momento. Era la inquebrantable obstinación de un hombre que solía ser más razonable y ecuánime. Entró en la habitación y captó la presencia de Margaret al momento. Pero, tras saludarla con una venia fría y distante, no se permitió volver a mirarla, al parecer. Se quedó sólo un momento para ofrecer los melocotones y pronunciar unas palabras cordiales. Su fría mirada ofendida se cruzó luego con la de Margaret en una grave despedida al salir de la habitación. Ella permaneció sentada, pálida y silenciosa.

—¿Sabes una cosa, Margaret? El señor Thornton empieza a parecerme bastante agradable.

Margaret no contestó nada al principio. Luego se obligó a formular un gélido:

—¿De veras?

—Sí. Creo que está adoptando unos modales muy refinados.

Margaret respondió con mas presteza ahora. Replicó:

—Es muy atento y muy amable, de eso no hay duda.

—Me extraña que no haya venido la señora Thornton. Tiene que saber que estoy enferma, por el colchón de agua.

—Supongo que está al tanto de tu estado por su hijo.

—De todos modos, me gustaría verla. Tienes tan pocos amigos aquí, Margaret.

Margaret comprendió lo que pensaba su madre: el ansia maternal de encomendar a la bondad de alguna mujer a la hija que pronto se quedaría sin madre. Pero no podía hablar.

—¿Crees que podrías ir a pedir a la señora Thornton que venga a verme? —preguntó la señora Hale tras una pausa—. Sólo una vez. No quiero ser pesada.

—Haré lo que tú quieras, mamá; pero si…, pero cuando venga Frederick…

—¡Claro, claro, por supuesto! Tendremos las puertas cerradas. No podremos recibir a nadie. Ya no sé si deseo que venga o no. A veces creo que preferiría que no lo hiciera. A veces sueño con él, unos sueños tan espantosos…

—¡Vamos, mamá! Tendremos mucho cuidado. Atrancaré la puerta con el brazo antes de que pueda pasarle nada[49]. Confía en mí, mamá. Lo cuidaré como una leona a sus cachorros.

—¿Cuándo recibiremos noticias suyas?

—No antes de una semana, por supuesto, tal vez más.

—Tenemos que mandar a Martha a su casa con tiempo. No podemos esperar a que llegue él y hacerlo entonces a toda prisa.

—Dixon nos lo recordará sin falta. Se me ha ocurrido que si necesitáramos ayuda en la casa mientras esté él aquí podríamos pedírsela a Mary Higgins. Anda muy floja de trabajo y es una buena chica, y estoy segura de que se esmeraría para hacerlo todo lo mejor posible, y dormiría en su casa y no tendría que subir nunca arriba ni saber quién está aquí.

—Como quieras. Como quiera Dixon. Pero no emplees esas horribles expresiones de Milton. «Floja de trabajo» es un localismo. ¿Qué dirá tu tía Shaw si te oye hablar así cuando vuelva?

—Mamá, por favor, no intentes convertir a tía Shaw en el coco —dijo Margaret riéndose—. Edith aprendió toda clase de jerga militar del capitán Lennox y tía Shaw nunca reparó en ello.

—Pero lo tuyo es jerga fabril.

—Y si vivo en una ciudad fabril, tendré que hablar lenguaje fabril cuando lo necesite. Mira, mamá, podría asombrarte con un montón de palabras que no has oído en tu vida. Seguro que no sabes lo que es un rompehuelgas.

—Claro que no, hija. Lo único que sé es que parece muy vulgar. Y no quiero oírte emplearlo.

—Muy bien, queridísima madre. No lo haré. Pero tendré que emplear una frase explicativa completa en su lugar.

—No me gusta este Milton —dijo la señora Hale—. Edith tiene bastante razón al decir que es el humo lo que me ha puesto tan enferma.

Margaret se levantó de un salto cuando su madre dijo eso. Acababa de entrar en la habitación su padre y no quería que se agudizara la vaga idea que había visto en su mente de que el aire de Milton había perjudicado a su madre. No debía verla confirmada. No podía saber si había oído lo que acababa de decir la señora Hale; pero empezó a hablar apresuradamente de otras cosas, sin darse cuenta de que el señor Thornton seguía a su padre.

—Mamá me está acusando de haber aprendido mucha vulgaridad desde que llegamos a Milton.

La «vulgaridad» de la que hablaba Margaret se refería exclusivamente al empleo de palabras locales, y correspondía a la conversación que mantenían. Pero el señor Thornton torció el gesto; y Margaret se dio cuenta de pronto de que podía haber malinterpretado su comentario; así que, con el tierno deseo natural de no causar dolor innecesario, se obligó a seguir con un breve saludo, y completar lo que estaba diciendo dirigiéndose expresamente a él.

—A ver, señor Thornton, ¿no es verdad que «rompehuelgas» es expresivo, aunque no suene muy bien? ¿Podría prescindir del término al hablar de lo que representa? Si es vulgar emplear las palabras locales, entonces yo era muy vulgar en New Forest. ¿No crees, mamá?

Era impropio de Margaret imponer su tema de conversación a otros; pero, en este caso, estaba tan deseosa de impedir que el señor Thornton se sintiera molesto por el comentario que había oído casualmente que hasta que no acabó de hablar no se ruborizó al darse cuenta, sobre todo cuando el señor Thornton pasó a su lado de largo con ceremonioso ademán de fría reserva, como si no entendiera el fondo o el alcance de lo que decía, y se acercó a hablar con la enferma.

Su aparición recordó a la señora Hale el deseo de ver a su madre y encomendarle el cuidado de Margaret. Margaret se sentó en un ardiente silencio, enfadada y avergonzada por su dificultad para mantener la corrección y la indiferencia cuando el señor Thornton pasó a su lado, y oyó a su madre pedirle en voz queda que fuera a visitarla la señora Thornton; a verla pronto; al día siguiente, si era posible. El señor Thornton prometió que lo haría, conversó un poco y se marchó. Y, al parecer, entonces los movimientos y la voz de Margaret se liberaron de cadenas invisibles. Él no le había dirigido ni una mirada; y, sin embargo, la cuidadosa esquivez de sus ojos indicaba que sabía de algún modo exactamente dónde se posarían en ella si por casualidad miraba hacia allí. No daba muestra alguna de prestar atención si ella hablaba, y sin embargo su comentario siguiente a cualquier otro estaba modificado por lo que ella había dicho; a veces había una respuesta expresa a lo que ella había comentado, pero dirigida a otra persona como si no tuviera nada que ver con ella. No se trataba de mala educación por ignorancia: era mala educación deliberada que surgía de una profunda ofensa. Era una actitud deliberada en el momento; de la que se arrepentía después. Pero ningún plan meticuloso, ni ingenio cuidadoso podían haberlo situado en tan buena posición. Margaret pensaba en él más que nunca; sin ningún matiz de lo que se llama amor, sino con pesar por haberle herido tan profundamente; y con un leve y paciente anhelo de recuperar la situación de amistad hostil anterior; pues creía que como amigo lo habían considerado ella y el resto de la familia. Había una considerable humildad en su actitud hacia él, una muda disculpa por las palabras excesivamente duras con que había reaccionado a los hechos del día del tumulto.

Pero él sentía una honda amargura por aquellas palabras. Seguían resonando en sus oídos; y se enorgullecía del sentido de justicia que le permitía seguir siendo amable con sus padres en cuanto podía. Disfrutaba de la entereza que demostraba al obligarse a enfrentarse a ella siempre que se le ocurría algo que pudiera complacer a su padre o a su madre. Pensaba que le disgustaba ver a alguien que le había herido en lo más vivo; pero estaba equivocado. Le producía un placer lacerante estar en la misma habitación que ella y sentir su presencia. Pero él no era buen analista de sus propios motivos y, como ya he dicho, se equivocaba.