Fruta
Pues nunca puede ser malo algo
inspirado por la llaneza y el deber.
SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO[43]
El señor Thornton analizó recta y claramente los asuntos del día siguiente. Había una ligera demanda de artículos terminados; y como afectaba a su rama de la industria, la aprovechó y negoció bien. Asistió puntualmente a la reunión de sus colegas magistrados, procurándoles toda la ayuda de su sólido juicio y su capacidad de ver las consecuencias con un vistazo y llegar a una decisión rápida. Hombres de más edad, hombres de la ciudad de toda la vida, hombres mucho más ricos (que se habían dado cuenta de las cosas y habían invertido en tierras, mientras que el suyo era todo capital flotante, comprometido en su negocio) recurrían a él en busca de un juicio rápido y certero. Fue el encargado de tratar con la policía para que se diesen los pasos adecuados. Prestaba tanta atención a esa deferencia instintiva como al ligero viento del oeste que apenas alteraba el curso del humo de las altas y enormes chimeneas hacia el cielo. No advertía el mudo respeto que le manifestaban. Si hubiese sido de otro modo, lo hubiera considerado un obstáculo en la consecución del objetivo que perseguía. Pero, dadas las circunstancias, sólo se preocupaba de lograr ese objetivo. Eran los aguzados oídos de su madre los que captaban los comentarios de las esposas de aquellos magistrados y hombres acaudalados sobre la excelente opinión que el señor Tal o el señor Cual tenía del señor Thornton; que, de no haber sido por él, las cosas habrían ido de otro modo: es decir, pésimamente. Solucionó bien sus asuntos y dio por terminada la jornada. Parecía que su honda mortificación del día anterior y el curso confuso y sin rumbo de las horas posteriores le hubieran despejado todas las brumas mentales. Sentía su fuerza y disfrutaba con ello. Casi podía desafiar a su corazón. Podría haber cantado la canción del molinero que vivía a la orilla del río Dee si la hubiera sabido:
No quiero a nadie,
nadie me quiere.
Le presentaron las pruebas contra Boucher y otros cabecillas de los disturbios. Faltaban las de conspiración contra los otros tres. Pero encomendó encarecidamente a la policía que mantuviera la guardia; pues el rápido brazo de la ley debía estar dispuesto a golpear en cuanto pudieran demostrar una falta. Y luego salió de la cargada sala del juzgado a la calle, más fresca, pero todavía sofocante. Parecía que hubiera retrocedido de repente; sintió una languidez que le impedía controlar los pensamientos que vagaban hacia ella; recordó la escena: no la de su repulsa y rechazo del pasado día, sino las caras y los actos del anterior. Siguió maquinalmente por las calles atestadas, sorteando a los viandantes sin verlos, casi enfermo de anhelo de que volviera aquella media hora, aquel breve espacio de tiempo en que ella se abrazó a él y su corazón latió sobre el suyo.
—¡Eh, señor Thornton! Me deja usted con el saludo en la boca, caramba. ¿Qué tal la señora Thornton? ¡Un tiempo espléndido! ¡Le aseguro que a los médicos no nos gusta nada!
—Disculpe, doctor Donaldson. La verdad es que no le había visto. Mi madre está muy bien, gracias. Hace un día espléndido; bueno para la cosecha, supongo. Si hay trigo abundante, tendremos un comercio muy activo al año que viene. No sé ustedes los médicos.
—Sí, sí. Cada uno a lo suyo. Su mal tiempo y sus malos tiempos son buenos para mí. Cuando la industria va mal, hay más debilitamiento de la salud y predisposición a la muerte entre los hombres de Milton de lo que se cree.
—No en mi caso, doctor, yo soy de hierro. Ni la noticia de la peor deuda impagada me ha alterado el pulso. Le aseguro que esta huelga no me quita el apetito, y eso que me afecta más a mí que a nadie de Milton, más que a Hamper. Tendrá que ir a buscar un paciente en otra parte, doctor.
—Por cierto, me recomendó usted a una buena paciente, ¡pobre señora! Pero dejemos ese tono tan cruel, de verdad creo que a la señora Hale (la dama de Crampton, ya sabe) no le quedan muchas semanas de vida. No es que creyera que iba a curarse, me parece que ya se lo comenté a usted, pero hoy la he encontrado muy mal.
El señor Thornton guardó silencio. Se le alteró un instante el pulso firme del que se había jactado.
—¿Puedo hacer algo yo, doctor? —preguntó con voz quebrada—. Ya sabe, habrá visto que no les sobra el dinero; ¿hay algo especial o algún manjar que puedan ayudarla?
—No —repuso el médico con un cabeceo—. Le apetece mucho la fruta, tiene una fiebre persistente; pero las peras tempranas le sentarían tan bien como cualquier otra fruta y hay muchas en el mercado.
—Estoy seguro de que si cree que puedo hacer algo me lo dirá —repuso el señor Thornton—. Confío en usted.
—¡Pierda cuidado, lo haré! No le ahorraré gastos. Sé que tiene la bolsa bien llena. Ojalá me diera carta blanca con todos mis pacientes y todas sus necesidades.
Pero el señor Thornton no era partidario de la benevolencia en general, de la filantropía universal; algunos no le habrían reconocido siquiera el mérito de tener sentimientos. Sin embargo, fue directamente a la mejor frutería de Milton y eligió el racimo de uvas negras de lustre más delicado, los melocotones de color más vivo, las hojas de parra más lozanas. Lo colocaron todo en un cesto y el frutero esperó la respuesta a su pregunta:
—¿Adónde lo enviamos, señor?
No hubo respuesta.
—A Marlborough Mills, supongo, ¿no, señor?
—¡No! —dijo el señor Thornton—. Deme el cesto, lo llevaré yo.
Tuvo que sujetarlo con las dos manos; y tuvo que cruzar la parte más concurrida de la ciudad, donde las mujeres hacían la compra. Muchas jóvenes conocidas se volvieron a mirarlo y se extrañaron al verlo ocupado en menesteres propios de un mozo o recadero.
Él pensaba: «No voy a permitir que pensar en ella me impida hacer lo que quiero. Me agrada llevar esta fruta a la pobre madre y es muy correcto que lo haga. Su desdén no va a impedirme hacer lo que me plazca. ¡Estaría bueno que por miedo a una joven arrogante dejara de hacer un favor a un hombre a quien aprecio! Lo hago por el señor Hale; lo hago a despecho de ella».
Caminó a paso ligero y llegó en seguida a Crampton. Subió las escaleras de dos en dos y entró en la sala sin dar a Dixon tiempo de anunciarle. Tenía la cara colorada y los ojos brillantes de ferviente amabilidad. La señora Hale estaba echada en el sofá, acalorada por la fiebre. El señor Hale leía en voz alta. Margaret bordaba, sentada en un taburete bajo junto a su madre. Le palpitó con fuerza el corazón al verlo, aunque a él no. Él no le prestó ninguna atención a ella, y muy poca al señor Hale. Se acercó directamente a la señora Hale con el cesto y dijo, en ese tono suave y amable que resulta tan conmovedor cuando lo emplea un hombre fuerte y saludable para hablar con una enferma débil:
—Me encontré al doctor Donaldson, señora, y me dijo que le sentaría bien la fruta, así que me he tomado la libertad, la gran libertad, de traerle un poco que me ha parecido excelente.
La señora Hale se mostró sumamente sorprendida; sumamente complacida; temblorosa de impaciencia. El señor Hale expresó con menos palabras una gratitud más profunda.
—Trae un frutero, Margaret, un cesto, lo que sea.
Margaret se quedó de pie junto a la mesa un momento, como si temiera moverse o hacer el menor ruido que delatara al señor Thornton su presencia. Pensó que sería incómodo para ambos provocar un enfrentamiento deliberado: y supuso que no la había visto, porque cuando entró ella estaba en un asiento bajo, y ahora de pie detrás de su padre. ¡Como si no sintiera él su presencia en todas partes, aunque no hubiera posado la mirada en ella en ningún momento!
—Tengo que marcharme —dijo él—. No puedo quedarme. Disculpen la libertad que me he tomado, los modales toscos, demasiado bruscos, me temo; seré más cortés la próxima vez. Me permitirá el placer de traerle fruta de nuevo si veo alguna que sea tentadora. Buenas tardes, señor Hale. Adiós, señora.
Se marchó. Sin dirigir una palabra ni una mirada a Margaret. Ella creía que no la había visto. Fue a buscar un frutero en silencio y sacó la fruta con delicadeza, con las yemas de sus finos dedos ahusados. Había sido muy amable llevándola; ¡y después de lo del día anterior, además!
—¡Oh! ¡Está deliciosa! —exclamó la señora Hale con un hilo de voz—. ¡Qué amable, mira que ocurrírsele pensar en mí! Margaret, cariño, prueba estas uvas. ¿No crees que ha sido muy amable?
—Sí —contestó Margaret en voz baja.
—¡Margaret! —exclamó el señor Hale un tanto quejoso—. Siempre te molesta lo que hace el señor Thornton. Nunca he visto a alguien con tantos prejuicios.
El señor Hale acabó de pelar un melocotón para su esposa; cortó un trocito para tomarlo él y dijo:
—Si yo tuviera prejuicios se habrían evaporado con este regalo. Nunca he probado fruta tan exquisita, la verdad, ni siquiera en Hampshire de pequeño. Aunque supongo que a los chicos toda la fruta les parece buena. Recuerdo las endrinas y las manzanas silvestres que comía con deleite. ¿Recuerdas los groselleros que había en el rincón del muro occidental del jardín en casa, Margaret?
¿Lo recordaba? ¿No recordaba todas las huellas del tiempo del viejo muro de piedra, de los líquenes pardos y amarillos que lo marcaban como un mapa, los picos de grulla que crecían en las grietas? Los acontecimientos de los dos últimos días la habían afectado; precisamente ahora toda su vida era una tensión sobre su fortaleza; y, de algún modo, aquellas despreocupadas palabras de su padre, al mencionar el recuerdo de los luminosos tiempos pasados, la impulsó a levantarse de pronto. Dejó caer la labor al suelo, salió corriendo de la habitación y se recluyó en su cuarto. Apenas había soltado el primer sollozo entrecortado cuando se dio cuenta de que Dixon estaba junto a su cómoda buscando algo.
—¡Válgame Dios, señorita! ¡Qué susto me ha dado! ¿No estará peor la señora, verdad? ¿Qué es lo que pasa?
—Nada, nada, Dixon. Es que soy tonta y quiero un vaso de agua. ¿Qué estás buscando? En ese cajón tengo las muselinas.
Dixon siguió hurgando sin contestar. La fragancia del espliego llenó toda la habitación.
Dixon encontró al fin lo que buscaba. Margaret no podía ver lo que era. Dixon se volvió y le dijo:
—Bueno, no quería decirle lo que buscaba porque ya tiene bastante con lo que está pasando y sé que va a disgustarse. Pensaba decírselo esta noche o en un momento parecido.
—¿Qué pasa? Te ruego que me lo digas de una vez, Dixon.
—La joven a la que visitaba, Higgins, quiero decir.
—¿Y bien?
—Bueno, pues que ha muerto esta mañana y está aquí su hermana. Ha venido a pedir algo extraño. Por lo visto la joven que ha muerto tenía el capricho de que la enterraran con algo suyo. Por eso ha venido su hermana a pedirlo, y estaba buscando un gorro de dormir que no sea demasiado bueno para regalárselo.
—¡Oh! Déjame, ya lo buscaré yo —dijo Margaret entre lágrimas—. ¡Pobre Bessy! Nunca pensé que no volvería a verla.
—Vaya, pues ésa es otra. La chica que espera abajo me ha dicho que le pregunte si quiere ir a verla.
—¡Pero si ha muerto! —exclamó Margaret, palideciendo un poco—. No he visto nunca a un difunto. ¡No! Preferiría no ir.
—No se lo habría dicho si no hubiera venido ahora aquí. Le diré que no irá.
—Ya bajo yo a hablar con ella —dijo Margaret, temiendo que la brusquedad de Dixon ofendiera a la pobre chica. Así que bajó enseguida a la cocina con el gorro en la mano. Mary tenía la cara hinchada de tanto llorar, y empezó a hacerlo de nuevo en cuanto vio a Margaret.
—¡Ay, señora, ella la quería tanto, la quería, de veras la quería!
Margaret no consiguió que dijera otra cosa durante un buen rato. Al final, su compasión y la regañina de Dixon consiguieron sacarle hechos nuevos. Nicholas Higgins había salido de casa por la mañana, dejando a Bessy tan bien como el día anterior. Pero había empeorado al cabo de una hora; una vecina había ido corriendo al trabajo de Mary. No sabían dónde estaba su padre. Mary había llegado pocos minutos antes de que muriera.
—Hace dos días pidió que la enterráramos con algo de usted. No se cansaba de hablar de usted. Decía que era lo más bonito que había visto. La quería muchísimo. Sus últimas palabras fueron: «Dale mis cariñosos recuerdos, y procura que padre no beba». Venga a verla, señora. Sé que ella lo consideraría un gran cumplido. A Margaret le asustaba un poco contestar.
—Sí, a lo mejor. Sí, iré. Iré antes de la cena. Pero ¿dónde está tu padre, Mary?
Mary movió la cabeza y se dispuso a marcharse.
—Señorita Hale —dijo Dixon en voz baja—, ¿qué sentido tiene que vaya usted a ver a la pobre muerta? No abriría la boca si pudiera hacer algo por ella; y no me importaría ir yo misma, si eso la complaciera. Esta pobre gente lo considera una forma de honrar a los difuntos. Bueno —dijo, volviéndose bruscamente—. Ya iré yo a ver a tu hermana. La señorita Hale está ocupada y no puede.
La chica miró con tristeza a Margaret. El que fuera Dixon podía ser un cumplido, pero no era lo mismo para la pobre hermana, que había tenido sus leves punzadas de celos en vida de Bessy por su amistad con la señorita.
—¡No, Dixon! —dijo Margaret con firmeza—. Iré yo. Mary, nos veremos esta tarde.
Y se marchó en seguida para no tener ninguna posibilidad de volverse atrás, por miedo a la propia cobardía.