Madre e hijo
Cuando el señor Thornton salió de la casa aquella mañana estaba casi ciego de cólera desconcertada. Se sentía tan mareado como si Margaret, en vez de mostrarse, hablar y actuar como una joven tierna y delicada, hubiera sido una verdulera robusta y le hubiera dado unos buenos puñetazos. Sentía verdadero dolor físico: un fuerte dolor de cabeza y palpitaciones intermitentes. No soportaba el ruido, la intensa luz y el movimiento y el estruendo continuos de la calle. Se llamó estúpido por sufrir de aquel modo. Y sin embargo, de momento no podía recordar la causa de su sufrimiento ni determinar si correspondía a sus efectos. Hubiese sido un alivio sentarse en el escalón de una puerta y llorar con un niño pequeño que vociferaba a lágrima viva indignado por algo que le habían hecho. Se dijo que odiaba a Margaret, pero una intensa sensación de amor desbordante surcó su lúgubre embotamiento como un rayo incluso mientras formulaba las palabras que expresaban odio. Su mayor consuelo consistía en abrazar su tormento; y en sentir, como le había dicho a ella, que no cambiaría un ápice aunque lo despreciara, lo desdeñara y lo tratara con su soberana y altiva indiferencia. No podía hacerle cambian La amaba, y seguiría amándola a pesar de ella y de aquel insidioso dolor físico.
Se paró un momento a tomar esta resolución con firmeza y claridad. Pasaba un ómnibus que iba al campo. El conductor creyó que quería subir y paró junto a la acera. Era demasiado complicado disculparse y explicarse, así que subió y se alejó de allí. Pasaron largas hileras de casas, luego villas independientes con jardines muy bien cuidados y llegaron a los verdaderos setos del campo y, luego, a un pueblecito. Bajaron todos los viajeros, y el señor Thornton hizo lo mismo; y cuando se alejaron caminando, los siguió. Se adentró a paso ligero en los campos, porque el ejercicio le despejaba la mente. Ahora podía recordarlo todo: el lastimoso papel que había representado; el ridículo que tantas veces se había dicho que era lo más estúpido del mundo; y las consecuencias habían sido exactamente las que había vaticinado siempre con sensatez si alguna vez se ponía en ridículo de aquel modo. Estaba embrujado por aquellos bellos ojos, aquella boca suave entreabierta y susurrante que se había posado tan cerca, en su hombro, todavía ayer. Ni siquiera podía librarse del recuerdo de que ella había estado allí, que le había rodeado con los brazos una vez, aunque no volvería a hacerlo. Sólo captaba vislumbres de ella. No la entendía en general. Tan pronto era muy valiente como muy tímida; tan pronto muy tierna como altiva y orgullosa. Decidió repasar detenidamente todas las veces que la había visto para olvidarla luego de una vez. La vio con diferentes atuendos y en distintos estados de ánimo y no supo cuál le sentaba mejor. Incluso aquella mañana, ¡qué espléndida estaba fulminándolo con la mirada ante la idea de que como había compartido ayer su peligro le interesara lo más mínimo!
Si el señor Thornton había sido estúpido por la mañana, como se repitió por lo menos veinte veces, no era mucho más juicioso por la tarde. Lo único que consiguió a cambio del viaje de seis peniques en ómnibus fue convencerse más de que nunca había existido ni existiría nunca alguien como Margaret; que ella no le amaba ni le amaría nunca; pero que ni ella ni el mundo entero le impedirían amarla. Volvió a la pequeña plaza del mercado y tomó de nuevo el ómnibus para regresar a Milton.
Ya era media tarde cuando bajó cerca de su almacén. Los lugares habituales le recordaron los hábitos y los discursos mentales habituales. Sabía cuánto tenía que hacer: más que el trabajo habitual, debido a la conmoción del día anterior. Tenía que ver a los magistrados, completar los acuerdos que sólo había hecho a medias por la mañana para la comodidad y la seguridad de sus obreros irlandeses recién importados; tenía que evitar toda posibilidad de comunicación entre ellos y los trabajadores descontentos de Milton. Y, por último, tenía que ir a casa y enfrentarse a su madre.
La señora Thornton había pasado todo el día sentada en el comedor, esperando de un momento a otro la noticia de que la señorita Hale había aceptado a su hijo. Se había preparado una y otra vez al oír un ruido súbito en la casa volviendo a la labor medio abandonada y dándole a la aguja con diligencia, aunque con las gafas empañadas y mano temblorosa; y habían abierto la puerta una y otra vez y había entrado alguien indiferente con algún recado insignificante. Entonces su rostro rígido relajaba la expresión gélida y triste y sus rasgos adoptaban un gesto de abatimiento bastante insólito en su severidad. Procuró no pensar en los cambios fastidiosos que supondría para ella el matrimonio de su hijo, obligándose a concentrarse en las rutinas domésticas. Los futuros recién casados necesitarían ropa blanca nueva, y la señora Thornton había mandado sacar cestos y cestos llenos de mantelerías y había empezado a calcular la provisión. Había cierta confusión entre lo que era de ella y llevaba las iniciales G. H. T. (por George y Hannah Thornton) y lo que era de su hijo (comprado con su dinero y marcado con sus iniciales). Algunos de los juegos marcados con las iniciales G. H. T. eran de finísimo damasco holandés antiguo; ya no los había iguales. La señora Thornton se quedó mirándolos mucho tiempo: habían sido su orgullo cuando se casó. Luego frunció el entrecejo, apretó con fuerza los labios y deshizo con mucho cuidado la G y la H. Llegó incluso a buscar el carrete de hilo de marcar para poner las iniciales nuevas, pero estaba gastado y no tuvo ánimo para mandar a por más precisamente entonces. Así que se quedó mirando fijamente el vacío; pasaron ante ella una serie de visiones, de todas las cuales su hijo era el principal y único objeto: su hijo, su orgullo, su propiedad. No acababa de llegar. Sin duda estaba con la señorita Hale. El nuevo amor ya había empezado a desplazarla del primer lugar que ocupaba en su corazón. Sintió un dolor profundo (una punzada de celos vanos): no sabía si era físico o mental. Pero la obligó a sentarse. Al momento estaba otra vez de pie, tan erguida como siempre, con una sonrisa porfiada, preparada para que se abriera la puerta y apareciera el jubiloso triunfador que nunca sabría el enorme pesar que sentía su madre por aquel matrimonio. En todo esto, apenas figuraba la futura nuera como persona. Tenía que ser la esposa de John. Ocupar el lugar de la señora Thornton como señora de la casa sólo era una de las muchas consecuencias que adornaban la gloria suprema. Toda la abundancia y la comodidad de la casa, toda la púrpura y el hilo fino, honra, amor, obediencia, tropeles de amigos, todo resultaría tan natural como las piedras preciosas en el manto de un rey y se consideraría igualmente poco por su valor separado. Ser elegida por John separaría a una sirvienta del resto del mundo. Y la señorita Hale no estaba tan mal. Si hubiera sido una joven de Milton a la señora Thornton le habría encantado. Era mordaz, y tenía gusto, y ánimo, y gracia. Claro que estaba llena de prejuicios y era muy ignorante, pero eso era algo que cabía esperar de su educación sureña. Cruzó su mente una extraña y penosa comparación de Fanny con ella y, por una vez, habló con dureza a su hija. La puso de vuelta y media. Y luego, a modo de penitencia, abrió los Comentarios de Henry e intentó concentrarse en el libro, en lugar de continuar con la tarea que la enorgullecía y complacía y seguir con la inspección de la ropa de mesa.
¡Su paso al fin! Lo oyó incluso mientras creía estar acabando una frase; mientras su vista pasaba sobre ella y podría haberla repetido de memoria palabra por palabra: le oyó llegar a la puerta del vestíbulo. Su percepción agudizada podía interpretar cada sonido: ahora estaba junto al perchero, ahora en la misma puerta de la habitación. ¿Por qué se detenía? ¡Que acabara de una vez con su tormento!
Pero siguió con la cabeza inclinada sobre el libro; no alzó la vista. Él se acercó a la mesa y se detuvo allí, esperando que ella terminara el párrafo en el que parecía absorta. Al fin alzó la vista con esfuerzo.
—¿Y bien, John?
El sabía lo que significaba la escueta pregunta. Pero se había armado de valor. Deseó contestar con una broma. La amargura que sentía podría haber aportado una, pero su madre merecía que la tratara mejor. Se acercó y se colocó detrás de ella, de forma que no podía verle, le inclinó hacia atrás la cara gris y pétrea y la besó, murmurando:
—Nadie me ama, sólo me quieres tú, madre.
Se dio la vuelta y se quedó de pie con la cabeza apoyada en la repisa de la chimenea, intentando contener las lágrimas que llenaban sus ojos varoniles. Ella se levantó tambaleante. Aquella mujer fuerte se tambaleó por primera vez en su vida. Le posó las manos en los hombros; era una mujer alta. Lo miró a la cara: le obligó a mirarla.
—El amor materno es un don divino, John. Es firme y perdurable. El amor de una chica es como una bocanada de humo, cambia con el viento. No te ha aceptado, ¿verdad? —Apretó los dientes; enseñó toda la dentadura, como un perro. Él contestó con un cabeceo.
—No soy apropiado para ella, madre; yo ya lo sabía.
Ella masculló algo con los dientes apretados. Él no la oyó. Pero dedujo por su mirada que era una maldición, aunque no tan burdamente expresada como para surtir efecto como siempre que se pronunciaba. Y sin embargo el corazón de ella saltó alegre al saber que él volvía a ser suyo.
—¡Madre! —se apresuró a exclamar él—. No quiero oír ni una palabra contra ella. ¡Por favor, madre! Estoy muy débil y muy afligido. Todavía la amo; la amo más que nunca.
—Y yo la odio —dijo la señora Thornton indignada en voz baja—. He procurado no odiarla cuando se interponía entre tú y yo, porque me decía que te haría feliz; y daría la sangre de mi corazón por eso. Pero ahora la odio por tu sufrimiento. Sí, John, es inútil ocultarme tu pena. Soy la madre que te trajo al mundo y tu pena es mi tormento; y si tú no la odias, yo sí.
—Entonces haces que la quiera más, madre. La tratas injustamente y tengo que compensarlo. Pero ¿por qué hablamos de amor y de odio? Ya es bastante que no me quiera, demasiado. No volvamos a tocar el tema nunca. Es lo único que puedes hacer por mí en este asunto. No volvamos a nombrarla.
—Estoy completamente de acuerdo. Sólo deseo que ella y todo cuanto le pertenece vuelvan al lugar del que vinieron.
Él siguió de pie sin moverse, mirando fijamente el fuego unos minutos. Ella se quedó mirándolo con ojos secos y apagados, que se le llenaron de lágrimas inusitadas; pero parecía tan adusta y serena como siempre cuando él volvió a hablar.
—Hay orden de arresto contra tres hombres por conspiración, madre. El disturbio de ayer ha contribuido a reventar la huelga.
La señora Thornton y su hijo no volvieron a mencionar el nombre de Margaret. Volvieron a su modo de conversación habitual: sobre hechos, no sobre opiniones y mucho menos sobre sentimientos. Sus voces y sus tonos eran fríos y tranquilos. Un extraño podría haber sacado la conclusión de que nunca había visto comportamiento tan gélido entre parientes tan próximos.