Capítulo XXIII

Errores

Que cuando lo vio su madre

se sintió atribulada, sin saber qué pensar.

SPENSER[35]

No hacía ni cinco minutos que se había marchado Margaret cuando llegó el señor Thornton con expresión radiante.

—No he podido venir antes: el comisario quería… ¿Dónde está? —Miró a su alrededor y luego se volvió casi con fiereza a su madre, que ordenaba tranquilamente los muebles del comedor y que no contestó en seguida—. ¿Dónde está la señorita Hale? —preguntó él de nuevo.

—Se ha ido a casa —contestó ella en tono cortante.

—¡Se ha ido a casa!

—Sí. Estaba mucho mejor. Creo que la herida no era tan grave en realidad; sólo que algunas personas se desmayan por nada.

—Lamento que se haya marchado —dijo él, dando vueltas inquieto—. No podía estar bien para hacerlo.

—Ella dijo que sí; y el señor Lowe también. Fui a buscarlo yo misma.

—Gracias, madre. Se detuvo e hizo ademán de tender la mano para darle un apretón de agradecimiento. Pero ella no lo advirtió.

—¿Qué has hecho con tus irlandeses?

—Mandarlos al Dragon para que les den una buena comida, pobres infelices. Y luego, por suerte, me encontré al padre Grady y le he pedido que hable con ellos y los convenza de que no se marchen todos a la vez. ¿Cómo se fue la señorita Hale a casa? Estoy seguro de que no podía caminar.

—Se fue en coche. Se ha hecho todo como es debido, incluso el pago. Hablemos de alguna otra cosa. Ya ha causado bastante trastorno.

—No sé dónde estaría yo ahora si no hubiera sido por ella.

—¿Acaso estás tan desvalido como para que tenga que defenderte una chica? —preguntó la señora Thornton desdeñosamente.

El enrojeció.

—Pocas chicas habrían recibido los golpes destinados a mí; con toda intención, además.

—Una chica enamorada hace lo que sea —replicó la señora Thornton bruscamente.

—¡Madre! —Dio un paso al frente, se detuvo; jadeó indignado.

Ella se asustó un poco al ver el esfuerzo que le costaba mantener la calma. No estaba segura de la naturaleza de las emociones que había provocado. Sólo era evidente la violencia de las mismas. ¿Era cólera? Le brillaban los ojos, se agrandó su figura, se le aceleró la respiración. Era una mezcla de alegría, cólera, orgullo, gozosa sorpresa y duda jadeante, pero no podía desentrañarlo. Aun así le inquietaba, pues la presencia de un sentimiento fuerte cuya causa no se comprende plenamente ni se comparte produce ese efecto siempre. Se acercó al aparador, abrió un cajón y sacó un paño que guardaba allí para cualquier eventualidad. Había visto una gota de agua de colonia en el pulido brazo del sofá y decidió maquinalmente limpiarla. Pero se quedó de espaldas a su hijo mucho más tiempo del necesario; y cuando habló al fin, su voz parecía forzada y extraña.

—Habrás tomado algunas medidas respecto a los alborotadores, supongo. No temes que haya más violencia, ¿verdad? ¿Dónde se había metido la policía? ¡Nunca están a mano cuando los necesitas!

—Todo lo contrario, yo vi a unos cuantos forcejeando y sacudiendo a base de bien cuando cedieron las puertas; y llegaron más corriendo cuando estaban despejando el patio. Podría haber hecho detener a algunos entonces, si no hubiera perdido la cabeza. Pero no habrá ningún problema porque puede identificarlos mucha gente.

—Pero ¿no volverán esta noche?

—Tengo que ocuparme de que haya guardia suficiente para el local. He quedado con el capitán Hanbury dentro de media hora en la comisaría.

—Tienes que cenar algo antes.

—¡Cenar! Sí, supongo que debo hacerlo. Son las seis y media y quizá esté fuera bastante tiempo. No me esperes levantada, madre.

—¿No creerás que voy a acostarme antes de asegurarme de que vuelves a salvo, verdad?

—Bueno, quizá no. —Vaciló un momento—. Pero es que si me da tiempo pasaré por Crampton cuando acabe con la policía y haya visto a Hamper y a Clarkson.

Sus ojos se encontraron. Se miraron fijamente durante un minuto. Luego, ella preguntó:

—¿Por qué vas a pasar por Crampton?

—Para preguntar por la señorita Hale.

—Ya me ocuparé yo de hacerlo. Williams tiene que llevar el colchón de agua que vino a pedirnos. Preguntará cómo se encuentra.

—Tengo que ir yo.

—¿No sólo a preguntar cómo está la señorita Hale?

—No, no sólo a eso. Quiero darle las gracias por haberse interpuesto entre la multitud y yo.

—¿Cómo se te ocurrió bajar siquiera? Te metiste en la boca del lobo.

Él la observó detenidamente. Advirtió que no sabía lo que había pasado entre Margaret y él en la sala y contestó con otra pregunta:

—¿Tendrás miedo de quedarte sin mí hasta que mande a algunos policías? ¿O será mejor que vaya Williams ahora mismo a buscarlos y así estarán aquí cuando acabemos de cenar? No hay tiempo que perder. Tengo que marcharme dentro de un cuarto de hora.

La señora Thornton salió de la estancia. Los sirvientes se extrañaron de que sus instrucciones, siempre claras y categóricas, fuesen ahora tan confusas y vacilantes. El señor Thornton se quedó en el comedor e intentó concentrarse en lo que tenía que solucionar en la comisaría. Pero en realidad no dejaba de pensar en Margaret. Todo parecía borroso y vago excepto el roce de sus brazos en su cuello, el suave abrazo que hacía encenderse y apagarse sus mejillas al recordarlo.

La cena hubiera sido muy silenciosa sin la descripción detallada que hizo Fanny de sus sentimientos: se había asustado, luego había creído que se habían marchado, y luego se había mareado y se había sentido débil y temblorosa como un flan.

—Bien, ya basta —dijo su hermano levantándose de la mesa—. Ya he tenido más que suficiente con la realidad.

Iba a salir de la habitación cuando su madre lo detuvo poniéndole la mano en el brazo.

—Vuelve aquí antes de ir a casa de los Hale —le dijo en voz baja y preocupada.

«Yo sé lo que sé», se dijo Fanny.

—¿Por qué? ¡Será demasiado tarde para molestarlos!

—John, vuelve a casa esta noche. Será tarde para la señora Hale. Pero no es eso. Ya irás mañana. ¡Vuelve directamente a casa esta noche, John!

La señora Thornton casi nunca suplicaba a su hijo; era demasiado orgullosa para hacerlo. Pero nunca le había suplicado en vano.

—Volveré directamente aquí en cuanto lo solucione todo. ¿Te encargarás tú de preguntar por ellos? ¿Por ella?

La señora Thornton no fue en modo alguno una compañera muy locuaz aquella noche para Fanny, ni siquiera una buena oyente mientras su hijo estuvo fuera. Pero cuando él volvió, prestó atención y aguzó su excelente vista y su fino oído para enterarse de todos los detalles que pudiera darle sobre las medidas que había tomado para protegerse él y proteger a los hombres que decidiera emplear de cualquier posible repetición de las atrocidades de aquel día. Él veía claramente su objetivo. Castigo y sufrimiento eran las consecuencias lógicas para quienes habían participado en el disturbio. Había que cortar por lo sano, era imprescindible para proteger la propiedad e imponer la voluntad del propietario.

—¡Madre! ¿Sabes lo que le tengo que decir a la señorita Hale mañana?

La pregunta llegó bruscamente, durante una pausa en la que, al menos ella, había olvidado a Margaret.

Alzó la vista hacia él.

—¡Sí! Lo sé. No puedes hacer otra cosa.

—¡Hacer otra cosa! No te entiendo.

—Quiero decir que, después de haberse dejado arrastrar por sus sentimientos como lo hizo, creo que estás obligado por el honor…

—Obligado por el honor —dijo él despectivamente—. Lo siento pero el honor no tiene nada que ver con esto. «¡Dejado arrastrar por sus sentimientos!». ¿A qué sentimientos te refieres?

—¡Vamos, John, no hay por qué enfadarse! ¿No bajó corriendo y se aferró a ti para salvarte del peligro?

—¡Así es! —contestó él. Y añadió, interrumpiendo de pronto su ir y venir y parándose enfrente de ella—: Pero no me hago ilusiones, madre. Nunca he sido tímido; pero no puedo creer que semejante criatura se interese por mí.

—No seas tonto, John. ¡Semejante criatura! Cualquiera que te oyera hablar así creería que es hija de un duque. No sé qué más pruebas necesitas de que se interesa por ti. Creo que ha tenido que luchar con sus ideas aristocráticas; pero me cae mejor porque al final ha visto las cosas con claridad. Y te aseguro que es mucho que lo diga yo —dijo la señora Thornton, conteniendo las lágrimas y esbozando una leve sonrisa—, porque después de esta noche yo ocuparé un segundo lugar. Te pedí que no fueras hasta mañana para tenerte sólo para mí unas horas más.

—¡Madre querida! —(Incluso el amor es egoísta, y en un instante él volvió a sus esperanzas y temores de un modo que hizo deslizarse la sombra fría y furtiva en el corazón de la señora Thornton)—. Pero sé que no se interesa por mí. Te aseguro que si creyera que existe una sola posibilidad entre mil, o entre un millón, me pondría a sus pies. Lo haría.

—¡Pierde cuidado! —dijo su madre, dominando la pena que sentía por la escasa atención que había prestado él al raro arrebato de sus sentimientos maternales, la punzada de envidia que delataba la intensidad de su amor desdeñado—. ¡Pierde cuidado! —repitió con frialdad—. Por lo que al amor se refiere, debe ser digna de ti. Ha tenido que costarle mucho superar su orgullo. No temas, John —añadió, dándole las buenas noches con un beso. Y salió de la habitación lenta y majestuosamente. Pero cuando entró en la suya, cerró la puerta y se sentó a llorar lágrimas insólitas.

Margaret entró en la habitación, muy pálida y lívida. Sus padres seguían sentados y conversaban en voz baja. Se acercó a ellos antes de atreverse a hablar.

—La señora Thornton enviará el colchón de agua, mamá.

—Pareces muy cansada, cariño. ¿Hace mucho calor, Margaret?

—Mucho, y las calles están bastante mal con la huelga.

Margaret recobró el color vivo y brillante de siempre un momento; pero éste se desvaneció en seguida.

—Han traído un recado de Bessy Higgins pidiéndote que vayas a verla —dijo la señora Hale—. Pero me parece que estás demasiado cansada.

—¡Sí! —dijo Margaret—. Estoy cansada, no puedo ir.

Permaneció muy callada y temblorosa mientras preparaba el té. Se alegró de que su padre estuviera tan pendiente de su madre que no se fijó en su aspecto. No quiso apartarse de ella ni siquiera cuando se acostó, y se dispuso a leerle hasta que se durmiera. Margaret se quedó sola.

«Ahora pensaré en ello, ahora lo recordaré todo. Antes no podía, no me atrevía». Se quedó sentada con las manos cruzadas sobre las rodillas, los labios apretados, la mirada fija de quien ve una visión. Respiró hondo.

«Yo, que odio las escenas; yo, que he despreciado a las personas que demuestran sus emociones por no saber dominarse, no pude evitar meterme en el conflicto como una estúpida romántica. ¿Sirvió de algo? Se habrían marchado sin mi intervención, estoy segura».

Pero eso era pasar por alto la conclusión lógica, como advirtió al instante con sensatez.

«No, tal vez no lo hubieran hecho. Obré bien. Pero ¿qué me impulsó a defender a ese hombre como si fuera un niño desvalido? ¡Ay! —se dijo, apretando las manos—. No me extraña que piensen que estoy enamorada de él, después de ponerme en evidencia de ese modo. ¡Yo enamorada y además de él!». Se le encendieron súbitamente las pálidas mejillas. Se cubrió la cara con las manos. Cuando las retiró, las tenía mojadas de lágrimas ardientes.

«¡Ay, qué bajo he caído para que digan eso de mí! No habría sido tan valiente con ningún otro, sólo porque me es tan absolutamente indiferente, o, incluso, puede que le tenga verdadera aversión. Eso me hizo desear más que hubiera juego limpio por ambas partes, y comprobé lo que era el juego limpio. No era justo —se dijo con vehemencia— que él estuviera allí, protegido, esperando que los soldados atraparan a aquellos pobres seres enloquecidos sin hacer el menor esfuerzo para que entraran en razón. Y aún era más injusto que cumplieran las amenazas. Lo haría otra vez, que digan lo que quieran de mí. Si impedí un golpe, una acción cruel y violenta que podría haberse cometido, hice un trabajo de mujer. ¡Que insulten mi amor propio de doncella cuanto quieran, soy pura a los ojos de Dios!».

Alzó la vista y pareció que una paz noble cubriera su rostro y lo calmara, hasta ser «más sereno que mármol cincelado[36]».

Llegó Dixon:

—Perdone, señorita Margaret, han traído el colchón de agua de parte de la señora Thornton. Me temo que demasiado tarde para esta noche, porque la señora ya está casi dormida; pero irá muy bien para mañana.

—Muy bien —dijo Margaret—. Dile que se lo agradecemos muchísimo.

Dixon sé fue y volvió al momento.

—Perdone, señorita Margaret, dice que tiene que preguntar especialmente cómo se encuentra usted. Creo que se refiere a la señora, pero dice que sus últimas palabras fueron preguntar cómo estaba la señorita Hale.

—¡Yo! —exclamó Margaret irguiéndose—. Yo estoy perfectamente. Dígale que estoy perfectamente.

Pero tenía la cara tan blanca como su pañuelo. Y le dolía muchísimo la cabeza.

Entró el señor Hale. Había dejado a su esposa dormida. Margaret comprendió que necesitaba distraerse e interesarse por algo que le dijera. Soportó su dolor con tierna paciencia sin una queja; y se esforzó por sacar múltiples temas de conversación, todos excepto el tumulto, que ni siquiera mencionó. Se ponía enferma sólo de pensar en él.

—Buenas noches, Margaret. Tengo muchas posibilidades de pasar una buena noche y tú estás muy pálida. Si tu madre necesita algo llamaré a Dixon. Acuéstate y duerme como un lirón; creo que te hace falta, pobrecita mía.

—Buenas noches, papá.

Dejó que se le fuera el color, desvanecerse la falsa sonrisa, apagarse los ojos con el intenso dolor. Liberó su fuerte voluntad de la laboriosa tarea. Podría sentirse enferma y cansada hasta por la mañana.

Se echó y permaneció inmóvil. Mover una mano o un pie, incluso sólo un dedo hubiera sido un esfuerzo superior a su capacidad de volición y de movimiento. Estaba tan cansada, tan aturdida, que creía que no se dormiría nunca; sus pensamientos febriles cruzaban una y otra vez la frontera entre sueño y vigilia sin perder su dolorosa identidad. No podía estar sola, postrada, impotente como estaba: una nebulosa de rostros la miraba sin transmitirle ninguna idea de intensa y vívida cólera ni de peligro personal, sino una profunda sensación de vergüenza por verse expuesta así como objeto de atención general: una sensación de vergüenza tan intensa como si hubiera excavado la tierra para ocultarse y ni siquiera así pudiera escapar de aquella mirada fija de múltiples ojos.