Capítulo XXII

Un golpe y sus consecuencias

Pero el trabajo escaseaba cada vez más, mientras el pan se encarecía;

y los salarios bajaban, además;

pues las hordas irlandesas eran licitadoras

para hacer nuestro trabajo por la mitad.

CORN LAW RHYMES[34]

Hicieron pasar a Margaret a la sala, que había recuperado su estado habitual con fundas y bolsas. Las ventanas estaban entornadas por el calor, y las persianas echadas; una luz grisácea que se reflejaba del pavimento de abajo confundía todas las sombras y se combinaba con la luz verdosa del techo, dando una palidez fantasmal incluso al rostro de Margaret, tal como lo vio ella en los espejos. Se sentó a esperar. No llegaba nadie. De vez en cuando, se oía el sonido lejano de la multitud como arrastrado por el viento, ¡pero no hacía viento! Luego se sumía todo en una profunda quietud hasta la próxima oleada.

Al fin llegó Fanny.

—Mamá vendrá en seguida, señorita Hale. Me ha pedido que la disculpe. Tal vez sepa que mi hermano ha importado trabajadores de Irlanda y eso ha irritado a la gente de Milton exageradamente, como si él no tuviera derecho a conseguir obreros donde pueda; y los estúpidos desgraciados de aquí ya no trabajan para él. Y ahora han asustado tanto con sus amenazas a estos pobres irlandeses muertos de hambre que no nos atrevemos a dejarlos salir. Mire, puede verlos acurrucados en aquel cuarto alto de la fábrica. Van a tener que dormir allí, para protegerlos de esas bestias que ni trabajan ni los dejan trabajar. Mamá está ocupándose de su comida, y John está hablando con ellos porque algunas mujeres están gritando que quieren volver a sus casas. Ah, ya viene mamá.

La señora Thornton llegó con una expresión tan lúgubre que Margaret comprendió que había elegido un mal momento para preocuparla con su petición. Claro que había sido su expreso deseo que le pidiera cualquier cosa que necesitara su madre en el curso de la enfermedad. La señora Thornton frunció el entrecejo y apretó los labios mientras Margaret le explicaba con delicada modestia la inquietud de su madre y el deseo del doctor Donaldson de que contara con el alivio de un colchón de agua. Se interrumpió. La señora Thornton no contestó de inmediato. Luego, se levantó y exclamó:

—¡Están en las puertas! Llama a John, Fanny, que venga de la fábrica. ¡Están en las puertas! ¡Te digo que llames a John!

Se oyó al mismo tiempo junto al muro el creciente rumor de pasos —que era en lo que estaba concentrada la señora Thornton en vez de prestar atención a lo que le decía Margaret—, y el clamor cada vez más fuerte de voces enfurecidas se alzó tras la barrera de madera, que se agitaba como si la multitud invisible arremetiera enloquecida contra ella empleando sus cuerpos a modo de arietes y retrocediendo luego lo justo para volver con renovado ímpetu hasta que los tremendos golpes hicieron temblar las resistentes puertas como juncos agitados por el viento.

Las mujeres se acercaron a las ventanas y contemplaron fascinadas la escena aterradora: la señora Thornton, las sirvientas, Margaret, todas estaban allí. Fanny había regresado gritando escaleras arriba como si le pisaran los talones y se había echado sollozando histérica en el sofá. La señora Thornton esperaba a su hijo, que seguía en la fábrica. Él salió al fin, alzó la vista hacia ellas, sonrió alentadoramente al grupo de caras pálidas y cerró con llave la puerta de la fábrica. Luego pidió a una de las mujeres que bajara a abrirle la puerta que había cerrado Fanny en su disparatada huida. Bajó la señora Thornton. Y el sonido de su voz imperiosa bien conocida al parecer enardeció a la multitud enfurecida. Hasta entonces había permanecido muda y sorda, pues necesitaba concentrar toda la fuerza en derribar las puertas. Pero al oírle hablar entonces en el interior, se alzó un alarido feroz tan espantoso que hasta la señora Thornton estaba pálida de miedo cuando entró en la habitación delante de su hijo. El entró un poco sonrojado, pero le brillaban los ojos como en respuesta al trompeteo de peligro, y con una expresión orgullosa y desafiante que le hacía parecer un hombre noble, e incluso apuesto. Margaret siempre había temido que le fallara el valor en una situación de emergencia y resultara ser lo que temía que era: una cobarde. Pero entonces, en aquel momento decisivo de miedo razonable, de terror casi, se olvidó de sí misma y sólo sintió una compasión profunda —profunda hasta el dolor— por los problemas del momento.

El señor Thornton se acercó y le dijo con franqueza:

—Lamento que nos haya visitado en este desdichado momento, señorita Hale, podría verse envuelta en cualquier riesgo que podamos correr. ¡Madre! ¿No sería mejor que fuerais a las habitaciones de atrás? No estoy seguro de que no consigan abrirse paso hasta el establo por Pinner’s Lane; pero si no, estaréis más seguras allí que aquí. ¡Vamos, Jane! —añadió dirigiéndose a la doncella. Ella obedeció y las demás la siguieron.

—¡Yo me quedo aquí! —dijo su madre—. Donde estés tú, estaré yo.

En realidad, era inútil retirarse a las habitaciones de atrás. La multitud había rodeado las dependencias de la parte posterior y seguía lanzando sus gritos amenazadores también allí. Las sirvientas se retiraron a las buhardillas entre gritos y chillidos. El señor Thornton sonrió despectivamente al oírlas. Echó una ojeada a Margaret, que estaba sola de pie junto a la ventana que quedaba más cerca a la fábrica. Le relumbraban los ojos, y el tono de sus mejillas y de sus labios era más intenso. Se volvió hacia él entonces, como si hubiera advertido que la miraba, y le preguntó algo que llevaba un rato pensando:

—¿Dónde están los pobres obreros importados? ¿En la fábrica?

—¡Sí! Los dejé acurrucados en un cuarto pequeño al final de un tramo de escaleras; les pedí que corrieran el riesgo y escaparan si oían que atacaban las puertas de la fábrica. Pero no los quieren a ellos sino a mí.

—¿Cuándo llegarán los soldados? —preguntó su madre en voz baja pero firme.

Él sacó el reloj con la misma compostura pausada con que lo hacía todo. Hizo un breve cálculo:

—Suponiendo que Williams fuese directamente en cuanto se lo dije y que no haya tenido que desviarse por ellos, dentro de unos veinte minutos.

—¡Veinte minutos! —exclamó su madre, mostrando por primera vez su terror en el tono.

—Cierra en seguida las ventanas, madre —exclamó él—, las puertas no resistirán otra embestida igual. Cierre esa ventana, señorita Hale.

Margaret obedeció y acudió luego en ayuda de la señora Thornton, que hacía lo propio con dedos temblorosos.

Por alguna razón, hubo una pausa de varios minutos en la calle invisible. La señora Thornton contemplaba el semblante de su hijo con incontenible preocupación, como si pudiera indicarle la razón de la súbita quietud. El había adoptado un gesto desafiante y despectivo, en el que no se apreciaba miedo ni esperanza.

Fanny se levantó:

—¿Se han marchado ya? —preguntó en un susurro.

—¿Marchado? —repuso él—. ¡Escucha!

Ella escuchó. Todos pudieron oír un enorme jadeo, el crujido de madera que cedía lentamente, el chirrido de hierro, la estruendosa caída de las pesadas puertas. Fanny se tambaleó, dio uno o dos pasos hacia su madre y cayó desmayada en sus brazos. La señora Thornton la alzó con una fuerza que era tanto física como de voluntad y se la llevó.

—¡Gracias a Dios! —dijo el señor Thornton al verla salir de la habitación—. ¿No sería mejor que se fuera arriba, señorita Hale?

Margaret formuló un «no» con los labios, que él no pudo oír por el estruendo de innumerables pasos junto al muro de la casa, y el rugido colérico de las voces enfurecidas cargadas de un feroz murmullo de satisfacción, más espantoso que sus gritos desconcertados pocos minutos antes.

—¡No se preocupe! —dijo él, intentando animarla—. Lamento mucho que se haya visto atrapada en todo este conflicto. Pero ya no puede durar mucho. En pocos minutos llegarán los soldados.

—¡Santo cielo! —gritó Margaret de pronto—. Ahí está Boucher. Conozco esa cara, aunque está lívido de cólera. Intenta llegar delante, ¡mire, mire!

—¿Quién es Boucher? —preguntó el señor Thornton con frialdad, acercándose a la ventana para ver al individuo por el que tanto se interesaba Margaret. En cuanto vieron al señor Thornton lanzaron un alarido; llamarlo inhumano no expresa nada, parecía el ansia demoníaca de una fiera salvaje ávida del alimento oculto a su voracidad. Incluso él retrocedió un instante, espantado por la intensidad del odio que había provocado.

—Que griten cuanto quieran —dijo—. Dentro de cinco minutos…, sólo espero que mis pobres irlandeses no se mueran de miedo con semejante ruido infernal. Mantenga el valor otros cinco minutos, señorita Hale.

—No tema por mí —se apresuró a responder ella—. ¿En cinco minutos qué? ¿No puede hacer nada para calmar a esas pobres criaturas? Es espantoso verlos.

—Los soldados llegarán en seguida, y eso les hará entrar en razón.

—¡En razón! —exclamó Margaret—. ¿Qué género de razón?

—La única que funciona con individuos que se convierten en fieras salvajes. ¡Santo cielo! ¡Van hacia la puerta de la fábrica!

—Señor Thornton —dijo Margaret, temblando de pies a cabeza—, baje ahora mismo si no es un cobarde. Baje y enfréntese a ellos como un hombre. Salve a esos pobres extranjeros a los que ha traído aquí engañados. Hable con sus trabajadores como si fueran seres humanos. Hable con ellos amablemente. No permita que lleguen los soldados y maten a unos infelices que han enloquecido. Yo veo allí a uno que lo está. ¡Si tuviera usted una pizca de valor o de nobleza saldría a hablar con ellos de hombre a hombre!

Él se volvió a mirarla mientras le hablaba así. Una nube oscura ensombreció su rostro mientras la escuchaba. Apretó los dientes al oír sus palabras.

—Iré. Tendré que pedirle que me acompañe abajo y atranque la puerta cuando yo salga. Mi madre y mi hermana necesitarán esa protección.

—¡Oh! ¡Señor Thornton! No sé, quizá me equivoque, yo sólo…

Pero él ya se había marchado; estaba abajo en el vestíbulo; había abierto la puerta principal. Lo único que pudo hacer ella fue seguirle rápidamente, cerrarla y subir de nuevo las escaleras acongojada y confusa. Volvió a su sitio junto a la ventana del fondo. Él estaba abajo en los escalones de la puerta. Lo supo siguiendo la dirección de mil miradas furiosas. Pero no podía oír ni ver nada, salvo la feroz satisfacción del airado murmullo fluctuante. Abrió la ventana de par en par. Muchos obreros eran muchachos crueles e irreflexivos. Crueles porque eran irreflexivos. Otros eran hombres feroces como lobos, locos por atrapar a su presa. Margaret sabía cómo era. Eran iguales que Boucher, tenían hijos hambrientos en casa, confiaban en el éxito final de sus esfuerzos para conseguir salarios más altos, y se habían desquiciado al descubrir que iban a llevar irlandeses que robarían el pan a sus pequeños. Margaret lo sabía todo; lo leía en la cara de Boucher, desolada y lívida de rabia. Parecía preferible que el señor Thornton les dijera algo, aunque sólo les dejara oír su voz, que el furor y los golpes salvajes contra el pétreo silencio que no se dignaba a responderles con una palabra aunque fuese de indignación o de reproche. Pero tal vez les estuviera hablando ahora. Hubo un silencio momentáneo en su estruendo, inarticulado como el de un tropel de animales. Se quitó el sombrero. Y se asomó para oír. Sólo pudo ver, pues si el señor Thornton había hecho el intento de hablar, el impulso momentáneo de escucharle había cesado y a la gente rugía más que antes. El permanecía allí plantado con los brazos cruzados, inmóvil como una estatua y pálido de agitación contenida. Ellos intentaban intimidarle, hacer que se acobardara. Todos instaban a los demás a la acción inmediata de violencia personal. Margaret supo instintivamente que en un momento se desencadenaría el tumulto. El primer chispazo provocaría una explosión en la que, entre tantos cientos de hombres furiosos y tantos muchachos temerarios, peligraría incluso la vida del señor Thornton. Un instante más, y las pasiones desatadas se desbordarían y saltarían todas las barreras de la razón o el miedo a las consecuencias. Vio que los muchachos del fondo se inclinaban para sacarse los pesados zuecos de madera (el proyectil más a mano que podían encontrar). Entonces comprendió que sería el detonante y salió corriendo de la habitación con un grito que no oyó nadie, bajó las escaleras y se encontró (había alzado la gran barra de hierro con una fuerza imperiosa y había abierto la puerta de par en par) frente a aquel mar embravecido de hombres, lanzándoles dardos inflamados de reproche con la mirada. Vio que los zuecos seguían en las mismas manos, que los semblantes, tan malignos un segundo antes, eran ahora indecisos, como si se preguntaran qué significaba aquello. Porque ella se había interpuesto entre ellos y su enemigo. No podía hablar, pero tendió los brazos hacia ellos hasta que consiguió recobrar el aliento.

—¡No empleen la violencia! ¡El es uno solo y ustedes son muchos! —Pero sus palabras se extinguieron porque su voz no tenía tono; era sólo un susurro bronco. Él estaba a su lado; había salido de detrás de ella como si se sintiera celoso de que algo se interpusiera entre el peligro y él.

—¡Márchense! —dijo ella una vez más (y ahora su voz fue como un grito)—. Han avisado a los soldados, llegarán en seguida. Váyanse pacíficamente. ¡Márchense! Sus quejas serán atendidas, sean cuales sean.

—¿Enviarán de vuelta a los canallas irlandeses? —gritó alguien de la multitud en tono furioso y amenazante.

—Nunca por orden vuestra —exclamó el señor Thornton. Y acto seguido se desencadenó la tormenta. El clamor y los gritos llenaron el aire, pero Margaret no los oía. Ella miraba fijamente al grupo de muchachos que se habían armado con los zuecos hacía un rato. Vio su ademán, comprendió lo que significaba, interpretó su propósito. Un segundo más y el señor Thornton podría estar muerto. Y ella le había instado y aguijoneado para que se pusiera en aquella peligrosa situación. En aquel momento sólo pensó cómo podía salvarle. Le echó los brazos al cuello, hizo de su cuerpo escudo entre él y la muchedumbre enfurecida. Inmóvil, con los brazos cruzados, él se zafó de ella.

—Márchese —le dijo, con su voz grave—. Éste no es lugar para usted.

—¡Sí lo es! —dijo ella—. Usted no ha visto lo que yo.

Estaba muy equivocada si pensaba que el hecho de ser mujer la protegería, si al dar la espalda con ojos entrecerrados a la terrible cólera de aquellos hombres abrigaba alguna esperanza de que antes de que volviera a mirar se habrían parado a reflexionar y habrían desaparecido sigilosamente. Su pasión insensata los había llevado demasiado lejos para detenerse, al menos había llevado demasiado lejos a algunos; porque siempre son los muchachos salvajes, con su amor por el entusiasmo cruel, quienes dirigen los motines, insensibles al derramamiento de sangre que puedan causar. Un zueco surcó el aire con un silbido. Margaret observó fascinada su curso. No alcanzó su objetivo y ella se asustó, pero no se movió, limitándose a ocultar la cabeza en el brazo del señor Thornton. Luego se volvió y habló de nuevo:

—¡Por amor de Dios! No perjudiquen su causa con esta violencia. No saben lo que hacen. —Se esforzó para que sus palabras fueran nítidas.

Una piedra afilada pasó rozándole la frente y la mejilla y corrió una cortina de luz cegadora delante de sus ojos. Cayó como muerta en el hombro del señor Thornton. Él descruzó entonces los brazos y la sujetó rodeándola con uno un instante.

—¡Muy bien! —gritó—. Venís a expulsar a extranjeros inocentes. Atacáis entre cientos a un hombre solo; y cuando aparece ante vosotros una mujer a pediros por vuestro propio bien que seáis razonables, descargáis en ella vuestra cólera cobarde. ¡Muy bien!

Todos miraban boquiabiertos y con ojos desorbitados el hilo de sangre rojo oscuro que les había sacado de su trance de apasionamiento. Los que estaban más cerca de las verjas se marcharon sigilosamente avergonzados. Un movimiento recorrió la multitud: un movimiento de retirada. Sólo se oyó un grito:

—La piedra era para usted; ¡pero se refugió detrás de una mujer!

El señor Thornton tembló de cólera. El fluir de la sangre había hecho que Margaret recobrara el conocimiento leve y vagamente. Él la colocó con cuidado en el umbral de la puerta, con la cabeza apoyada en el marco.

—¿Puede descansar aquí? —le preguntó. Pero bajó los escalones despacio sin esperar su respuesta hasta el centro de la muchedumbre—. Ahora podéis matarme si ése es vuestro brutal deseo. Aquí no hay ninguna mujer que me proteja. Podéis matarme a golpes, ¡no me haréis cambiar de decisión nunca!

Se quedó plantado entre ellos con los brazos cruzados, exactamente en la misma actitud que había adoptado en las escaleras. Pero el movimiento de retirada hacia la puerta se había iniciado de forma tan irracional, tan ciega quizá, como la cólera simultánea. O quizá, la idea de la inminente llegada de los soldados y la visión de aquella cara alzada, pálida, con los ojos cerrados, triste e inmóvil como el mármol, aunque las lágrimas brotaban de la larga maraña de las pestañas y caían; y caía también la sangre de la herida en un goteo más lento y más denso que las lágrimas. Hasta los más desesperados, incluido Boucher, retrocedieron, vacilantes, ceñudos, y finalmente se fueron, maldiciendo en susurros al patrono que seguía en su actitud inmutable observando su retirada con expresión desafiante.

En cuanto la retirada se convirtió en huida (como era seguro que haría por su propio carácter), él corrió escaleras arriba junto a Margaret.

Ella intentó incorporarse sin su ayuda.

—No es nada —le dijo, con una sonrisa forzada—. Sólo un rasguño y un vahído momentáneo. ¡Me alegra tanto de que se hayan marchado! —añadió, y dio rienda suelta al llanto.

Él no podía compadecerla. Seguía indignado; en realidad, su indignación aumentó en cuanto pasó el peligro inmediato. Se oyó el estrépito lejano de los soldados; por cinco minutos de retraso, no podrían hacer sentir a la muchedumbre disuelta la fuerza de la autoridad y el orden. Esperaba que los hubieran visto al menos y se arredraran con la idea de que se habían librado por muy poco. Mientras estos pensamientos cruzaban por la mente del señor Thornton, Margaret se agarró al marco de la puerta para aguantarse. Pero se le nublaron los ojos. Él pudo sujetarla por muy poco.

—¡Madre! ¡Madre! —gritó—. ¡Baja, ya se han marchado, y la señorita Hale está herida!

La llevó al comedor y la echó en el sofá: lo hizo con mucho cuidado, y, al contemplar su rostro blanquísimo, lo dominó con tanta intensidad la idea de lo que suponía para él que lo expresó en su dolor:

—¡Ay, Margaret, mi Margaret! Nadie sabe lo que significa para mí. Inerte, fría, tal como yace ahí, es la única mujer a quien he amado. ¡Oh, Margaret, Margaret!

Incapaz de expresarse con fluidez, arrodillado junto a ella y gimiendo más que formulando las palabras, se levantó de pronto, avergonzado de sí mismo, cuando llegó su madre. Ella no advirtió nada, sólo que su hijo estaba un poco más pálido, un poco más adusto de lo habitual.

—La señorita Hale está herida, madre. Una piedra le ha rozado la sien. Creo que ha pedido bastante sangre.

—Parece muy grave. Casi parece muerta —dijo la señora Thornton muy asustada.

—Es sólo un desmayo. Me ha hablado hace un momento.

Pero sintió que toda la sangre del cuerpo se le agolpaba en el corazón mientras hablaba, y tembló de pies a cabeza.

—Ve a llamar a Jane, ella puede encontrarme todo lo que necesito; y ve a ver a los irlandeses, que están gritando y chillando despavoridos.

Él obedeció. Se fue como si llevara pesas atadas a cada pierna que le alejaba de ella. Avisó a Jane; avisó a su hermana. Ella debía recibir todos los cuidados femeninos, las atenciones más delicadas. Pero el corazón le latía con fuerza al recordar cómo había bajado y se había expuesto al máximo peligro. ¿Lo habría hecho para salvarle a él? La había apartado y le había hablado con rudeza. No se había dado cuenta de nada, sólo del peligro innecesario que corría. Fue a ver a los irlandeses, con todos los nervios del cuerpo estremecidos al pensar en ella, y le costó bastante comprender lo que le decían para intentar tranquilizarlos y disipar sus temores. Le dijeron que no se quedarían allí; exigieron que los enviaran de vuelta.

Y entonces tuvo que pensar, hablar y razonar él.

La señora Thornton humedeció las sienes a Margaret con agua de colonia. Ni ella ni Jane se habían fijado en la herida. Pero Margaret abrió los ojos al sentir en ella el alcohol; era evidente que no sabía dónde estaba, ni quiénes eran ellas. Se le acentuaron las ojeras, le temblaron y se le contrajeron los labios y volvió a perder el conocimiento.

—Ha recibido un golpe terrible —dijo la señora Thornton—. ¿Hay alguien que pueda ir a buscar un médico?

—Yo no, señora, por favor —dijo Jane retrocediendo—. La chusma debe de estar por todas partes. No creo que el corte sea tan profundo como parece, señora.

—No correré el riesgo. Le ha pasado en nuestra casa. Si eres una cobarde, Jane, yo no lo soy. Iré yo.

—Déjeme mandar a un policía, por favor. Han llegado muchos, y soldados también.

—¡Pero te da miedo ir! ¡No les quitaré su tiempo con nuestros recados! Ya tienen bastante que hacer agarrando a algunos de esos desgraciados. No tendrás miedo de quedarte en esta casa y seguir humedeciendo la frente a la señorita Hale, ¿verdad? —le preguntó en tono displicente—. No tardaré ni diez minutos.

—¿No podría ir Hannah, señora?

—¿Por qué ella? ¿Por qué cualquiera menos tú? No, Jane, si no vas tú, lo haré yo.

La señora Thornton fue antes a la habitación en que había dejado echada en la cama a Fanny, que se levantó de un salto al ver llegar a su madre.

—Oh, mamá, ¡qué susto me has dado! Creía que eras un hombre que había entrado en la casa.

—¡No digas bobadas! Ya se han marchado todos. Hay soldados por todas partes tratando de hacer su trabajo ahora que ya es demasiado tarde. La señorita Hale está malherida en el sofá del comedor. Voy a buscar al médico.

—¡No, mamá, no te vayas! Te matarán.

La agarró del vestido. La señora Thornton se zafó de un tirón sin contemplaciones.

—Búscame a alguien que vaya; pero esa chica no va a morir desangrada.

—¿Desangrada? ¡Ay, qué horror! ¿Cómo se ha herido?

—No lo sé. No tengo tiempo de preguntarlo. Ve abajo, Fanny, y procura ser útil. Jane está con ella; y espero que no sea tan grave como parece. Jane se ha negado a salir de casa, ¡la muy cobarde! Y no me arriesgaré a más negativas de las sirvientas, así que iré yo.

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —exclamó Fanny llorando y disponiéndose a bajar antes que quedarse sola con la idea de heridos y derramamiento de sangre en su propia casa.

—¿Qué pasa, Jane? —preguntó al entrar sigilosamente en el comedor—. ¡Qué pálida está! ¿Cómo se hirió? ¿Es que tiraron piedras al comedor?

Margaret estaba realmente muy pálida y macilenta, aunque empezaba a volver en sí. Pero se sentía todavía muy débil, por el aturdimiento del desmayo. Era consciente de movimiento a su alrededor, y del alivio del agua de colonia, y del deseo de que siguieran aplicándosela sin interrupción; pero cuando dejaron de hablar, no podría haber abierto los ojos ni hablado para pedir que le pusieran más colonia mejor de lo que pueden moverse o susurrar quienes yacen como muertos para detener los atroces preparativos de su entierro, pese a ser plenamente conscientes no sólo de los actos de quienes los rodean sino también de la idea que es el motivo de tales actos.

Jane dejó de humedecer la frente a Margaret para contestar la pregunta de la señorita Thornton.

—No le habría pasado nada si se hubiera quedado en el comedor o hubiera ido arriba con nosotras, señorita. Estábamos en la buhardilla delantera y podíamos verlo todo sin peligro.

—¿Dónde estaba ella, entonces? —preguntó Fanny, acercándose poco a poco, a medida que se familiarizaba con la cara pálida de Margaret.

—¡Justo delante de la puerta principal, con el señor! —dijo Jane con segunda intención.

—¡Con John! ¡Con mi hermano! Pero ¿cómo llegó allí?

—No lo sé, señorita. No me corresponde a mí decirlo —contestó Jane, con un leve cabeceo—. Sara…

—¿Sara qué? —preguntó Fanny con curiosidad e impaciencia.

Jane reanudó su tarea como si no estuviera dispuesta a repetir lo que Sara hubiera dicho o dejado de decir.

—¿Sara qué? —repitió Fanny bruscamente—. No hables con medias frases porque no te entiendo.

—Bueno, señorita, como se enterará igual… Sara, verá, estaba en el mejor sitio para ver, en la ventana de la derecha; y ella dice, y lo dijo entonces también, que vio a la señorita Hale echar los brazos al cuello del señor y abrazarle delante de toda la gente.

—No lo creo —dijo Fanny—. Sé que le gusta mi hermano, eso todo el mundo puede verlo; y creo que daría lo que fuera por que se casara con ella (algo que él no hará nunca, te lo aseguro). Pero no creo que sea tan atrevida y tan descarada como para echarle los brazos al cuello.

—¡Pobre señorita! Ya lo ha pagado bien caro si lo hizo. Yo creo que el golpe le ha hecho subir tanta sangre a la cabeza que no se recuperará nunca. Parece un cadáver ya.

—¡Ay, quiero que vuelva mamá! —exclamó Fanny retorciéndose las manos—. Nunca he estado en la misma habitación que un muerto.

—¡Un momento, señorita! No está muerta. Le tiemblan los párpados y tienen lágrimas en las mejillas. ¡Hable con ella, señorita Fanny!

—¿Se encuentra ya mejor? —preguntó Fanny con voz temblorosa. No hubo respuesta; ninguna señal de reconocimiento; pero volvió a sus labios un leve tono rosado, aunque la cara seguía lívida. Entró apresuradamente la señora Thornton, seguida del primer médico que había encontrado.

—¿Cómo está? ¿Se encuentra mejor, hija? —Margaret abrió los ojos empañados y la miró como en un sueño—. Este es el señor Lowe, que ha venido a verla.

La señora Thornton hablaba en voz alta y clara, como si se dirigiera a una persona sorda. Margaret intentó incorporarse y se retiró instintivamente el pelo abundante y alborotado de la herida.

—Ya estoy mejor —dijo, en voz muy baja y muy débil—. Estaba un poco mareada.

Dejó que el médico le cogiera la mano para tomarle el pulso. El color vivo volvió un momento a su cara cuando él le pidió que le dejara examinar la herida de la frente; y ella alzó la vista hacia Jane, como si rehuyera su examen más que el del médico.

—Me parece que no es nada. Ya estoy mejor. Tengo que irme a casa.

—No hasta que le haya aplicado unas tiras de esparadrapo y descanse un poco.

Se sentó apresuradamente, sin añadir una palabra, y dejó que le vendara la herida.

—Ahora, por favor, tengo que marcharme —dijo luego—. Mamá no se dará cuenta, creo. Está debajo del pelo, ¿no?

—Sí; nadie se fijaría.

—Pero no puede marcharse —dijo la señora Thornton con impaciencia—. No está en condiciones de irse.

—Debo hacerlo —repuso Margaret con firmeza—. Piense en mi madre. Si se enteraran… Además, tengo que irme —añadió con vehemencia—. No puedo quedarme aquí. ¿Puedo pedir un coche?

—Está muy acalorada y febril —observó el señor Lowe.

—Es por estar aquí cuando lo que deseo es marcharme. El aire de la calle me sentará mejor que ninguna otra cosa —le rogó ella.

—Creo que tiene razón —repuso el señor Lowe—. Si su madre está tan enferma como me ha contado en el camino seria muy grave que se enterara del disturbio y no viera a su hija en casa a la hora que la espera. La herida no es profunda. Buscaré un coche si sus sirvientas aún tienen miedo de salir.

—¡Muchas gracias! —dijo Margaret—. Me sentará mejor que nada. Es el aire de esta habitación lo que me hace sentirme tan mal.

Se recostó en el sofá y cerró los ojos. Fanny pidió a su madre por señas que saliera de la habitación y le explicó algo que le hizo desear la partida de Margaret tanto como a ella. No es que creyera del todo la historia de Fanny. Pero sí lo suficiente para que su actitud con la joven fuese un tanto forzada al despedirla.

Regresó el señor Lowe en el coche.

—La acompañaré a casa, si me lo permite, señorita Hale. Las calles no están muy tranquilas todavía.

Margaret estaba lo bastante lúcida y consciente para desear librarse del señor Lowe y del coche antes de llegar a Crampton Crescent, por miedo a asustar a sus padres. No miraría más allá de ese único objetivo. No podía olvidar el desagradable sueño de comentarios insolentes sobre ella, pero sí dejarlo a un lado hasta que se sintiera más fuerte; porque, ay, estaba muy débil; y su mente buscaba algún hecho presente al que aferrarse y que le impidiera volver a perder el conocimiento en otro desmayo espantoso.