La noche oscura
Margaret y su padre volvieron a casa caminando. La noche era espléndida, las calles estaban despejadas y, con su precioso vestido de seda blanca «alzado hasta la rodilla» como el de satén verde de Leezie Lindsay en la balada, se fue con su padre dispuesta a saltar con el estímulo del aire puro y fresco de la noche.
—Creo que Thornton no las tiene todas consigo respecto a la huelga. Parecía muy preocupado esta noche.
—Lo extraño sería que no lo estuviera. Aunque habló con los otros con su calma habitual cuando sugirieron diferencias justo antes de que nos marcháramos.
—Hizo lo mismo en la sobremesa. Sería muy difícil que dejara de hablar con su calma habitual. Pero parece preocupado.
—Yo en su lugar también lo estaría. Tiene que estar al tanto de la creciente cólera y el odio apenas sofocado de sus obreros, que le consideran todos un «hombre duro» en el sentido bíblico, no tanto injusto como insensible; de juicio claro, que insiste en sus «derechos» como ningún ser humano debería hacerlo considerando lo que nosotros y nuestros nimios derechos somos a ojos del Todopoderoso. Me alegra que pienses que parece preocupado. Cuando recuerdo la actitud y las palabras casi demenciales de Boucher no soporto la frialdad con que habló el señor Thornton.
—En primer lugar, yo no estoy tan seguro como tú de la absoluta penuria de ese Boucher. No dudo que no tuviera nada de momento. Pero hay siempre una misteriosa provisión de dinero de los sindicatos. Y, por lo que dices, es evidente que es un hombre de carácter apasionado y efusivo y que expresó libremente cuanto sentía.
—¡Vamos, papá!
—Bueno, yo sólo quería hacer justicia al señor Thornton. En mi opinión, su carácter es completamente distinto. Es un hombre que no tiene a gala en absoluto demostrar sus sentimientos. Precisamente el carácter que yo creía que admirarías tú, Margaret.
—Y lo hago, o debería hacerlo. Sólo que no estoy tan segura como tú de la existencia de esos sentimientos. Es un hombre de gran fuerza de carácter y de inteligencia excepcional, si consideramos las escasas oportunidades que ha tenido.
—No tan escasas. Ha llevado una vida práctica desde edad muy temprana; se ha visto obligado a ejercitar el juicio y el dominio de sí mismo. Todo eso desarrolla una parte del intelecto. Claro que necesita cierto conocimiento del pasado, que constituye la verdadera base para hacer conjeturas sobre el futuro. Pero es consciente de esa carencia, lo cual ya es mucho. Estás totalmente predispuesta contra el señor Thornton, Margaret.
—Es el primer ejemplar de fabricante, de persona dedicada al comercio, que tengo ocasión de estudiar, papá. Es como si fuera la primera aceituna que pruebo, permíteme torcer el gesto mientras decido si me gusta. Sé que es bueno en su género y que acabará gustándome. Prefiero pensar que ya está empezando a hacerlo. Me interesó mucho lo que hablaban los caballeros aunque no entendí ni la mitad. Lamenté de veras que la señorita Thornton me llevara al otro extremo de la habitación, diciéndome que estaba segura de que me incomodaba ser la única dama entre tantos caballeros. Yo estaba tan concentrada escuchando que ni siquiera se me había ocurrido semejante idea. ¡Y las señoras eran tan aburridas, papá, oh, qué pesadas! Aunque creo que estuvo bien de todos modos. Me recordaba nuestro antiguo juego de pensar muchos nombres para formar una frase.
—¿A qué te refieres, hija? —preguntó el señor Hale.
—Verás, empleaban nombres que eran símbolos de cosas que denotan riqueza, como ama de llaves, ayudantes de jardinero, dimensiones de espejos, encaje valioso, diamantes y demás; y cada una elaboraba su discurso empleándolos de la forma más casual posible.
—Te sentirás igualmente orgullosa de tu única sirvienta cuando la tengas, si es cierto lo que dice de ella la señora Thornton.
—No lo dudo en absoluto. Me sentía muy hipócrita esta noche allí sentada con mi traje de seda blanco mano sobre mano cuando recordaba el meticuloso trabajo doméstico que había hecho hoy. Me tomaron por una dama fina, estoy segura.
—Incluso yo me equivoqué hasta el punto de parecerme que eras una dama, cariño —dijo el señor Hale, con una leve sonrisa.
Pero sus sonrisas se tornaron palidez temblorosa al ver la cara de Dixon cuando les abrió la puerta.
—¡Ay, señor! ¡Ay, señorita Hale! Gracias a Dios que llegan. Ha venido el doctor Donaldson. La sirvienta de la casa de al lado fue a avisarle, porque la asistenta se había marchado. Ya está mejor, pero ¡ay, señor! Hace una hora creí que se moría.
El señor Hale se apoyó en el brazo de Margaret para no caerse. La miró a la cara y vio sorpresa y profundísimo dolor, pero no el terror desesperado que atenazaba su pobre corazón desprevenido. Ella sabía más que él, y sin embargo escuchaba con aquella expresión abatida de temor sobrecogido.
—¡No debía haberla dejado, soy una mala hija! —susurró Margaret con un gemido, ayudando a su padre a subir las escaleras apresuradamente. El doctor Donaldson los esperaba en el rellano.
—Ya está mejor —les dijo en voz baja—. El opiáceo ha hecho efecto. Los espasmos eran muy fuertes, no es extraño que la doncella se asustara. Pero se recuperará esta vez.
—¡Esta vez! ¡Déjeme verla!
Media hora antes, el señor Hale era un hombre maduro; ahora le fallaba la vista, le flaqueaban los sentidos y su paso era tan vacilante como el de un anciano de setenta años.
El doctor Donaldson le tomó del brazo y le guió al dormitorio, seguido de cerca por Margaret. Allí yacía su madre, con una expresión inconfundible. Estaba dormida y tal vez se sintiera mejor ya, pero la muerte la había marcado y era evidente que no tardaría en volver para llevársela. El señor Hale se quedó mirándola un rato en silencio. Luego empezó a temblar de pies a cabeza, se apartó del atento cuidado del doctor y buscó a tientas la puerta; no la veía, aunque había varias velas encendidas que habían llevado al producirse el súbito revuelo. Entró tambaleante en la sala y buscó a tientas un asiento. El doctor Donaldson se apresuró a acercarle uno y le ayudó a sentarse. Luego le tomó el pulso.
—Hable con él, señorita Hale. Hay que reanimarle.
—¡Papá! —exclamó Margaret, en tono apremiante y dolorido—. ¡Papá! Contéstame.
El señor Hale recuperó la visión e hizo un gran esfuerzo.
—¿Lo sabías, Margaret? ¡Oh, qué cruel has sido!
—No señor, no ha sido cruel —replicó el doctor Donaldson con firmeza—. La señorita Hale ha obrado siguiendo mis instrucciones. Tal vez haya sido un error, pero cruel no. Su esposa será una persona distinta mañana, espero. Ha tenido espasmos, tal como yo había previsto, aunque no le expliqué a la señorita Hale mis temores. Ha tomado el opiáceo que traje. Tendrá un sueño largo y profundo; y mañana habrá desaparecido la expresión que tanto le ha asustado.
—Pero la enfermedad no, ¿verdad?
El doctor Donaldson miró a Margaret. Siguió con la cabeza inclinada, no alzó la cara con gesto suplicante de aplazamiento temporal, lo que indicó a aquel fino observador de la naturaleza humana que la joven creía preferible que dijera toda la verdad.
—La enfermedad no. No podemos tocar la enfermedad, pese a nuestra pobre y encomiada destreza. Sólo podemos demorar su progreso, aliviar el dolor que causa. Sea un hombre, señor, sea cristiano. Tenga fe en la inmortalidad del alma, a la que ni dolor ni enfermedad mortal pueden afectar ni atacar.
—Usted no ha estado casado, doctor Donaldson; no sabe lo que es. —Recibió por toda respuesta estas entrecortadas palabras y los hondos sollozos viriles que quebraron la quietud de la noche como fuertes pulsaciones de dolor desesperado.
Margaret se arrodilló a su lado y le consoló con llorosas caricias. Nadie, ni siquiera el doctor Donaldson, sabía cuánto tiempo pasó. El señor Hale fue el primero que se atrevió a hablar de las necesidades del presente.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó—. Díganoslo a los dos. Margaret es mi báculo, mi brazo derecho.
El doctor Donaldson les dio instrucciones claras y sensatas. No había que temer aquella noche, incluso habría tranquilidad al día siguiente y durante muchos días todavía. Pero no existía ninguna esperanza de recuperación. Aconsejó al señor Hale que se acostara, que se quedara sólo una persona velando el sueño de la enferma, que creía que sería tranquilo. Prometió volver al día siguiente por la mañana temprano. Les estrechó cálida y cordialmente la mano y se marchó.
Apenas hablaron. Estaban demasiado agotados por el terror para hacer algo más que decidir el curso de acción inmediato. El señor Hale decidió pasar la noche en vela, y todo lo que pudo hacer Margaret fue convencerle de que descansara en el sofá de la sala. Dixon se negó de plano a acostarse; y, en cuanto a Margaret, sencillamente era imposible que dejara a su madre aunque todos los médicos del mundo hablasen de «administrar los recursos» y de que «sólo hace falta que vele una persona». Así que Dixon se sentó, veló, parpadeó y dio cabezadas, se espabiló sobresaltada y finalmente renunció a la lucha y se quedó como un tronco. Margaret se había quitado el vestido de seda echándolo a un lado con disgustada impaciencia y se había puesto la bata. Tenía la sensación de que no podría volver a dormir nunca; de que absolutamente todos sus sentidos eran esenciales y estaban dotados de agudeza doble para velar. Cualquier objeto, sonido, incluso cualquier pensamiento, tocaba algún nervio en lo más vivo. Durante más de dos horas oyó a su padre moverse inquieto en la habitación contigua. Se acercaba una y otra vez a la puerta de la habitación de su madre y se quedaba escuchando hasta que ella, sin haber oído su presencia oculta, se acercaba y la abría para decirle que todo iba bien respondiendo a las preguntas que él apenas podía formular con los labios cuarteados. Al final, también él se quedó dormido y la casa se sumió en el silencio. Margaret permanecía detrás de la cortina pensando. Todos los intereses de los días pasados parecían muy lejanos en el tiempo, muy lejanos en el espacio. Sólo hacía treinta y seis horas estaba preocupada por Bessy Higgins y por su padre, y muy acongojada por Boucher. Ahora, todo aquello parecía el nebuloso recuerdo de una vida anterior. Todo lo que había ocurrido fuera de allí parecía ajeno a su madre y por lo tanto irreal. Incluso Harley Street le parecía diferente. Recordaba igual que si hubiera sido ayer cómo se había consolado buscando los rasgos de su madre en la cara de su tía y las cartas que la hacían sumirse en los recuerdos del hogar con amorosa nostalgia. Hasta Helstone quedaba en el brumoso pasado. Los días grises del invierno y la primavera anteriores, tan aburridos y monótonos, parecían más relacionados con lo que ahora valoraba por encima de todo. Deseaba aferrarse a los bordes de aquel tiempo que se desvanecía y rezar para que volviera y le devolviera lo que tan poco había apreciado mientras aún lo tenía. ¡Qué espectáculo tan vano le parecía la vida! ¡Qué insustancial, titilante y fugaz! Era como si en un campanario etéreo, por encima de la agitación y el estruendo de la tierra, hubiera una campana que anunciara continuamente: «¡Todo son sombras! ¡Todo es pasajero! ¡Todo ha pasado!». Y cuando alboreó el día y llegó la mañana fría y gris como tantas mañanas anteriores más felices, Margaret miró uno tras otro a los durmientes, y la noche terrible le pareció tan irreal como un sueño. También era una sombra También había pasado.
La misma señora Hale cuando despertó no sabía lo enferma que había estado la noche anterior. Le sorprendió bastante la temprana visita del doctor Donaldson y le desconcertaron las caras angustiadas de su esposo y de su hija. Reconoció que estaba cansada y accedió a quedarse aquel día en la cama, pero insistió en que al día siguiente se levantaría, y el doctor Donaldson dio su consentimiento a que volviera a la sala. Estaba inquieta e incómoda en cualquier postura, y antes de que llegara la noche tenía mucha fiebre. El señor Hale se mostraba completamente apático y era incapaz de tomar ninguna decisión.
—¿Qué podemos hacer para evitar que pase otra noche igual? —preguntó Margaret al tercer día.
—Es en buena medida la reacción a los opiáceos fuertes que me he visto obligado a darle. Me parece que es más penoso para ustedes verlo que para ella soportarlo. Pero creo que si consiguiéramos un colchón de agua sería estupendo. De todos modos, mañana estará mejor, mucho mejor que antes de este ataque. Aun así, me gustaría que dispusiera de un colchón de agua. Sé que la señora Thornton tiene uno. Procuraré ir a verla esta tarde. Un momento —dijo, advirtiendo la cara de Margaret, pálida de permanecer en la habitación de una enferma—. No estoy seguro de que pueda ir hoy; tengo que hacer un largo recorrido. No le sentaría mal dar un buen paseo hasta la calle Marlborough y preguntar a la señora Thornton si puede dejárnoslo.
—Por supuesto —dijo Margaret—. Podría ir esta tarde mientras mamá duerme. Estoy segura de que la señora Thornton nos lo dejará.
Se cumplió lo que les había dicho el doctor Donaldson. La señora Hale parecía libre de las secuelas del ataque, y por la tarde estaba más animada y mejor de lo que Margaret había creído que volvería a verla nunca. Su hija la dejó después de comer sentada en su sillón, con la mano en la de su esposo, que parecía mucho más agotado y dolorido que ella. Aun así, ahora ya era capaz de sonreír; bien es cierto que leve y vagamente. Dos días antes Margaret había pensado que no volvería a verle hacerlo.
Había unas dos millas desde su casa de Crampton Crescent hasta la calle Marlborough. Y hacía demasiado calor para caminar muy deprisa. Eran las tres de la tarde y el sol de agosto caía a plomo. Margaret caminó sin advertir nada diferente de lo habitual durante la mitad del trayecto; iba concentrada en sus pensamientos, y ya había aprendido a abrirse paso entre la irregular riada de seres humanos de las calles de Milton. Pero al doblar una esquina le sorprendió la exagerada densidad de la multitud que atestaba la calle. Le pareció que la gente no avanzaba sino que hablaba, escuchaba y murmuraba, con agitación pero sin moverse. Aun así, mientras seguía su camino concentrada en el objetivo y en las circunstancias que la llevaban allí, su capacidad de observación estaba muy mermada. Llegó a la calle Marlborough sin advertir plenamente la sensación opresiva e inquieta de la gente, la atmósfera agitada y tormentosa tanto moral como físicamente que la rodeaba. De todas las callejas que desembocaban en la calle Marlborough llegaba un bronco rugido lejano, como de miríadas de voces indignadas. Los habitantes de todas las míseras viviendas se concentraban en puertas y ventanas o estaban ya plantados en los estrechos pasos, todos con la mirada fija en un punto. La calle Marlborough era el foco de todas aquellas miradas que delataban intensísimo interés de género diverso: unas furiosas de cólera, amenazantes e implacables, otras dilatadas de temor o implorantes. Y cuando Margaret llegó a la pequeña entrada lateral junto a las puertas del enorme muro ciego del patio de Marlborough y esperó la respuesta del portero a la llamada, miró a su alrededor y oyó el primer retumbo largo y lejano de la tempestad. Y vio llegar la primera oleada de la amenazadora multitud que se alzaba lentamente, con su cresta amenazadora, caer y retroceder en el extremo lejano de la calle que hacía un momento pareciera tan llena de estruendo contenido pero que ahora estaba sumida en una calma tensa. Todas estas circunstancias se impusieron al fin obligando a Margaret a reparar en ellas, pero sin que penetraran en su corazón preocupado. No sabía lo que significaban, cuál era su capital trascendencia. Mientras se daba cuenta, sintió la viva presión cortante del puñal que pronto se le hundiría en el corazón dejándola huérfana. Intentaba comprenderlo para poder consolar a su padre cuando llegara.
El portero abrió la puerta cautelosamente, ni siquiera lo suficiente para que pasara Margaret.
—Es usted, ¿eh, señora? —dijo con un largo suspiro, y abrió la puerta un poco más, pero no del todo. Margaret pasó. Él cerró rápidamente.
—Parece que la gente viene hacia aquí, ¿verdad? —le preguntó.
—No sé. Creo que pasa algo raro; pero esta calle está completamente vacía, me parece.
Cruzó el patio y subió las escaleras de la casa hasta la puerta. No se oía ningún ruido cerca: ni los golpes y resuellos de las máquinas de vapor, ni ningún chasquido de maquinaria; ni la confusión y el estrépito de voces; sólo aquel bramido amenazador a lo lejos, aquel clamor sordo.