Hombres y caballeros
Que coman todos, mozo, jóvenes y viejos, ya está.
Que coman por diez cada uno, tanto me da.
ROLLO, DUQUE DE NORMANDÍA[32]
Margaret regresó a casa tan apenada y pensativa con lo que había visto y oído que no sabía cómo animarse para atender los deberes que le aguardaban, la necesidad de mantener un constante flujo de conversación para su madre que, ahora que no podía salir, esperaba que el regreso de Margaret del más corto paseo le llevara siempre alguna noticia.
—¿Y puede tu amiga trabajadora venir el jueves a verte vestida?
—Estaba tan enferma que no se me ocurrió preguntárselo —contestó Margaret compungida.
—¡Vaya por Dios! Parece que todo el mundo está enfermo ahora —dijo la señora Hale, con un poco de la envidia que es capaz de sentir un enfermo por otro—. Pero tiene que ser muy triste estar enferma en uno de esos barrios pobres. —Se impuso entonces su carácter bondadoso y volvieron los antiguos hábitos de Helstone—. Ya es bastante malo aquí. ¿Qué podrías hacer por ella, Margaret? El señor Thornton me ha enviado un poco de su oporto añejo mientras estabas fuera. ¿Crees que le sentaría bien una botella?
—¡No, mamá! Y no creo que sean muy pobres. Al menos, no hablan como si lo fueran; y, de todos modos, lo que tiene Bessy es consunción, no querrá vino. Podría llevarle algunas conservas de fruta de nuestro querido Helstone. ¡No! Hay otra familia a la que me gustaría ayudar… Ay, mamá, ¿cómo voy a ponerme mis mejores galas para ir a fiestas elegantes tan tranquila con lo que he visto hoy? —exclamó Margaret, rebasando los límites que se había impuesto antes de llegar contándole a su madre lo que había visto y oído en casa de los Higgins.
La señora Hale se afligió mucho. Se sintió impaciente y disgustada hasta que pudo hacer algo. Mandó a Margaret que llenara un cesto en la misma sala para enviarlo a casa de Higgins y luego a la otra familia. Casi se enfadó con ella por decir que no importaba que no llegara hasta el día siguiente por la mañana, porque sabía que Higgins se había ocupado de atender sus necesidades inmediatas y ella misma había dado dinero a Bessy para ellos. La señora Hale la llamó insensible y no se dio un respiro hasta que enviaron el cesto a la casa. Entonces dijo:
—No sé si no habremos obrado mal, después de todo. La última vez que vino el señor Thornton dijo que no son verdaderos amigos los que contribuyen a prolongar la lucha ayudando a los huelguistas, ¿no es así?
La señora Hale planteó la pregunta a su esposo cuando subió después de dar la clase al señor Thornton, que había acabado en conversación como de costumbre. A Margaret no le preocupaba que sus regalos prolongaran la huelga. Su estado de nerviosismo le impedía pararse a pensarlo.
El señor Hale escuchó y procuró mantenerse tan sereno como un juez. Recordó todo lo que había parecido tan claro hacía menos de media hora al salir de labios del señor Thornton. Luego llegó a una conclusión poco convincente: su esposa y su hija no sólo habían obrado bien en aquel caso, sino que no veía cómo podían haber obrado de otra forma. No obstante, como norma general, era muy cierto lo que decía el señor Thornton, ya que si la huelga se prolongaba, acabaría obligando a los patronos a contratar obreros de fuera, siempre que el resultado final no fuese, como tantas otras veces, la invención de alguna máquina que permitiera prescindir de los obreros. Así que era evidente que el mayor bien que se podía hacer era negarles toda la ayuda que respaldara su locura. Y en cuanto a aquel Boucher, lo primero que haría al día siguiente por la mañana sería ir a verlo e intentaría averiguar qué podían hacer por él.
El señor Hale fue a ver a Boucher al día siguiente por la mañana, tal como se había propuesto. No lo encontró en casa, pero tuvo una larga conversación con su esposa y le prometió pedir una orden de hospitalización para ella. Vio las abundantes viandas, enviadas por la señora Hale y consumidas bastante pródigamente por los niños, que eran los amos absolutos en ausencia de su padre, y regresó con un relato más reconfortante y alentador de lo que Margaret se había atrevido a esperar. En realidad, lo que ella había contado la noche anterior había predispuesto a su padre para encontrar una situación mucho peor, por lo que él se la describió luego mejor de lo que era en realidad.
—Pero volveré a ver al marido —concluyó el señor Hale—. Todavía no sé cómo comparar sus viviendas con las casas rurales de Helstone. Aquí tienen muebles que los trabajadores agrícolas nunca podrían comprar, y alimentos que ellos considerarían lujo. Pero ahora que estas familias no cuentan con el salario semanal, parece que no tienen más recurso que la casa de empeños. Aquí en Milton habría que aprender otro lenguaje y medirlo todo con otros parámetros.
También Bessy se encontraba bastante mejor aquel día. Sin embargo, seguía tan débil que parecía haber olvidado su deseo de ver a Margaret vestida para la fiesta, si es que no había sido, en realidad, el deseo febril de un estado semidelirante.
Margaret no pudo por menos que comparar aquella extraña vestimenta suya para ir a donde no deseaba —teniendo como tenía tantos motivos de congoja— con los modelos alegres y juveniles que vestían Edith y ella hacía poco más de un año. Pero el único placer que le proporcionaba ahora engalanarse era pensar que su madre disfrutaría viéndola arreglada. Se ruborizó cuando Dixon abrió la puerta de la sala y reclamó admiración:
—La señorita Hale está muy guapa, ¿verdad? El coral de la señora Shaw no podía quedar mejor. Da el toque de color perfecto, señora. Si no, estaría demasiado pálida, señorita Hale.
Margaret tenía el cabello negro demasiado tupido para llevarlo trenzado. Hacía falta enrollarlo bien formando rodetes sedosos apretados que le ceñían la cabeza como una corona y se unían formando un moño espiral detrás. Lo sujetaban dos prendedores grandes de coral, del tamaño de pequeños dardos. Las mangas de seda blanca del vestido se recogían con tiras del mismo género, y llevaba al cuello, justo bajo la base de su garganta curvada y blanca como la nieve, el collar de coral grueso.
—¡Oh, Margaret! Cuánto me gustaría ir contigo a una de las antiguas reuniones de Barrington, llevándote como solía llevarme a mí lady Beresford.
Margaret besó a su madre por aquel ligero arrebato de vanidad maternal; pero estaba tan triste que no pudo sonreír.
—Preferiría quedarme en casa contigo; lo preferiría con mucho, mamá.
—¡Tonterías, cariño! Procura fijarte bien en todo. Me gustaría saber cómo organizan estas cosas en Milton. Sobre todo el segundo plato, cariño. A ver qué toman en lugar de caza.
La señora Hale habría sentido más que interés, se habría asombrado, si hubiera visto la suntuosidad de la mesa. Con su refinado gusto londinense, Margaret consideró agobiante la abundancia de manjares. Hubiese bastado la mitad y el efecto hubiera resultado así más ligero y más elegante. Pero una de las estrictas normas de hospitalidad de la señora Thornton era que de cada plato exquisito se sirviera lo suficiente para que todos los invitados lo probaran si les apetecía. Despreocupada hasta la frugalidad en sus hábitos cotidianos, se enorgullecía de ofrecer un festín a los pocos invitados suyos a quienes les gustaba. Su hijo compartía este parecer. No había conocido nunca otra forma de relación social (aunque podría haberla imaginado y tenía capacidad para disfrutarla) más que la que se basaba en un intercambio de banquetes, e incluso ahora, aunque se negaba a sí mismo el gasto personal de un penique innecesario y había lamentado más de una vez que hubieran enviado las invitaciones para aquella cena, aun así, como tenía que hacerse, le complacía contemplar la magnificencia de todo.
Margaret y su padre fueron los primeros en llegar. El señor Hale se molestó en llegar puntualmente a la hora indicada. La señora Thornton y Fanny estaban solas en la sala de arriba. Habían retirado todas las fundas y la estancia resplandecía con el damasco amarillo de seda y una alfombra floreada radiante. Todos los rincones parecían llenos de adornos hasta el punto de fatigar la vista, y contrastaban extrañamente con la fealdad desnuda del gran almacén, cuyas puertas estaban abiertas para que entraran los coches. La fábrica se alzaba imponente a la izquierda de las ventanas, proyectando la sombra de sus muchas plantas que oscurecía prematuramente el atardecer estival.
—Mi hijo estaba ocupado hasta última hora por el trabajo. No tardará en llegar, señor Hale. ¿Quieren tomar asiento, por favor?
El señor Hale estaba de pie junto a una ventana cuando habló la señora Thornton. Se volvió y dijo:
—¿No les resulta un poco molesta a veces la proximidad de la fábrica?
Ella se acercó:
—Nunca. No me he vuelto tan delicada como para querer olvidar el origen de la riqueza y el poder de mi hijo. Además, no hay otra fábrica igual en Milton. Una sala tiene doscientas veinte yardas cuadradas.
—Lo decía por el humo y el ruido, ¡el constante ir y venir de los obreros tiene que ser fastidioso!
—¡Estoy de acuerdo con usted, señor Hale! —dijo Fanny—. Siempre huele a maquinaria de vapor y a grasa, y el ruido es absolutamente ensordecedor.
—Yo he oído ruido mucho más ensordecedor al que llaman música. La sala de máquinas queda al final de la calle de la fábrica; sólo se oye en verano, cuando abren todas las ventanas. Y en cuanto al constante murmullo de los obreros, no me molesta más que el zumbido de un enjambre de abejas. Si alguna vez pienso en ello, lo relaciono con mi hijo y me doy cuenta de que todo le pertenece a él y de que él es el jefe que lo dirige. Ahora mismo no se oye ningún ruido de la fábrica. Los obreros han sido tan ingratos como para parar, tal vez se haya enterado. Precisamente el asunto que les comentaba antes del que tenía que ocuparse era de las medidas que va a tomar para enseñarles cuál es su sitio.
Su expresión siempre severa se intensificó al decir esto, mostrando una cólera sombría. Y no se disipó cuando el señor Thornton entró en la habitación, pues ella percibió en él al instante el peso de la inquietud y la preocupación que no podía quitarse de encima, aunque saludó a sus invitados con actitud animosa y cordial. Estrechó la mano a Margaret. Él sabía que era la primera vez que sus manos se unían, aunque ella no fuese en absoluto consciente de tal hecho. Preguntó por la señora Hale y escuchó el informe optimista y esperanzador del señor Hale. Miró a Margaret para determinar hasta qué punto coincidía ella con su padre, y no vio en su rostro ningún gesto discrepante. Y mientras la miraba con esta intención, le impresionó de nuevo su gran belleza. Nunca la había visto vestida así, y sin embargo le pareció que aquella elegancia era tan propia de su noble figura y de su majestuosa serenidad que debería ir siempre así ataviada. Estaba hablando con Fanny; no podía oír de qué. Pero advirtió que su hermana se arreglaba continuamente una u otra parte del vestido con impaciencia, y que sus ojos saltaban de un lado a otro sin ningún propósito en su observación; y los comparó inquieto con los grandes ojos serenos que miraban firmes de frente a un objeto como si su luz emitiera un suave influjo de reposo: las curvas de sus labios rojos, separados sólo por el interés de oír lo que decía su interlocutora, la cabeza un poco inclinada hacia delante, formando una larga y amplia curva desde la parte superior, donde la luz iluminaba el cabello negro azabache, hasta la punta marfileña del hombro; los brazos blancos torneados, y las manos ahusadas, posadas ligeramente una sobre otra y absolutamente inmóviles en su quietud perfecta. El señor Thornton suspiró al abarcar todo esto en una de sus súbitas y amplias miradas. Y luego dio la espalda a las jóvenes y se entregó, con esfuerzo pero en cuerpo y alma, a conversar con el señor Hale.
Fueron llegando los demás invitados. Fanny dejó a Margaret para ayudar a su madre a recibirlos. El señor Thornton advirtió que nadie hablaba con Margaret ya y ese aparente abandono le inquietó. Pero no se acercó a ella en ningún momento; no la miró. Aunque estaba atento a lo que hacía o dejaba de hacer que a los movimientos de ninguna otra persona de la estancia. Margaret estaba tan ajena a sí misma y se divertía tanto observando a los demás que no se fijó en si pasaba inadvertida o no. Alguien la acompañó al comedor. No entendió su nombre, y no le pareció muy dispuesto a conversar con ella. Los caballeros mantenían una conversación muy animada. Las damas, en general, guardaban silencio concentrándose en tomar nota de la cena y criticar los vestidos de las otras. Margaret captó la idea de la conversación general, se interesó y prestó atención. El señor Horsfall, el forastero cuya visita a la ciudad había sido el motivo original de la fiesta, hacía preguntas sobre la industria y las fábricas del lugar. Y los demás caballeros (todos hombres de Milton) le contestaban y le daban explicaciones. Surgió cierta disputa, que fue acaloradamente debatida. Se consultó al señor Thornton, que apenas había hablado hasta entonces, pero que dio su opinión, cuyas bases fueron tan claramente expuestas que hasta los adversarios cedieron. Margaret concentró así la atención en él; su actitud general, como dueño de la casa y anfitrión de sus invitados era tan franca, pero tan sencilla y modesta, que resultaba totalmente digna. Margaret pensó que nunca le había visto en situación tan ventajosa. Cuando había ido a su casa, siempre había habido algo, o bien entusiasmo excesivo o aquella especie de enojo ofendido que parecía dispuesto a presuponer que se le juzgaba injustamente y sin embargo se sentía demasiado orgulloso para intentar hacerse entender mejor. Pero allí, entre sus colegas, no había la menor duda en cuanto a su posición. Todos ellos le consideraban un hombre de carácter fuerte y poderoso en muchos sentidos. No tenía que esforzarse en ganarse su respeto. Ya contaba con él; y lo sabía. Y esa certeza daba a su voz y a su actitud una gran serenidad que Margaret no había advertido nunca.
No estaba acostumbrado a hablar con las damas; y lo que decía era un poco ceremonioso. Con Margaret no habló en absoluto. Ella se sorprendió al pensar lo bien que lo había pasado en la cena. Ya sabía lo suficiente para comprender muchos asuntos locales, incluso algunos de los términos técnicos que empleaban los impetuosos fabricantes. Participó de forma resuelta en silencio en el tema que discutían. De todos modos, hablaban con enérgica franqueza y no de la forma cansina que tanto la aburría en las antiguas fiestas de Londres. Le extrañó que hablando tanto de las manufacturas y la industria del lugar no hicieran ninguna alusión a la huelga inminente. Aún no sabía con cuánta tranquilidad tomaban los patronos aquellas cosas, que tenían sólo un final posible. Por supuesto, los obreros se estaban labrando su propia ruina, como habían hecho tantas veces. Pero si eran tan estúpidos como para ponerse en manos de una pandilla de delegados sinvergüenzas a sueldo, tendrían que aceptar las consecuencias. Algunos pensaban que Thornton parecía desanimado, y tenía bastante que perder con la huelga. Pero eso era algo que podía ocurrirles a ellos mismos cualquier día. Y Thornton era tan bueno como el que más para solucionarlo. Porque era un tipo tan fuerte como cualquiera de Milton. Los obreros se habían equivocado de hombre probando aquella artimaña con él. Y se reían entre dientes imaginando el fracaso y el asombro de los obreros que pretendían modificar un ápice lo que había decretado Thornton.
Margaret se aburrió bastante en la sobremesa. Se alegró cuando llegaron los hombres, no sólo porque captó la mirada de su padre para sacarla de su somnolencia, sino también porque podría escuchar algo más interesante que las nimiedades de las que habían estado hablando las señoras. Le agradaba el jubiloso sentimiento de poder que tenían aquellos hombres de Milton. Podía ser bastante extravagante en su manifestación, y un tanto presuntuoso; pero aun así, parecían desafiar los viejos límites de lo posible, en una especie de embriaguez sutil causada por el recuerdo de lo que se había conseguido y de lo que se conseguiría. Aunque en sus momentos más fríos no aprobara su espíritu en todo, aun así había muchos aspectos admirables en aquel olvido de sí mismos y del presente, en los triunfos que se prometían sobre toda la materia inanimada aunque ninguno de ellos viviría para verlo. Se sobresaltó al oír al señor Thornton a su lado, que le decía:
—Me pareció qué estaba de nuestro lado en la discusión durante la cena, ¿no es así, señorita Hale?
—Por supuesto. Aunque en realidad sé muy poco del tema. Sin embargo, me sorprendió enterarme por lo que dijo el señor Horsfall de que hay otros que piensan de forma diametralmente opuesta, como el señor Morison al que mencionó. No será un caballero, ¿verdad?
—No soy en modo alguno la persona adecuada para determinar la caballerosidad de nadie, señorita Hale. Verá, no entiendo bien su aplicación de la palabra. Pero diría que ese Morison no es un hombre de bien. No sé quién es; sólo le juzgo por la información del señor Horsfall.
—Creo que mi «caballero» corresponde a su «hombre de bien».
—Y a muchísimo más, querrá decir. No estoy de acuerdo. Para mí un hombre es un ser muy superior y más consumado que un caballero.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Margaret—. Creo que entendemos las palabras de distinta forma.
—A mi modo de ver, «caballero» es un término que sólo describe a una persona en su relación con los demás; pero cuando digo que alguien es «un hombre», no sólo lo considero en relación con sus semejantes, sino en relación consigo mismo, con la vida, el tiempo, la eternidad. La entereza, la fortaleza, la fe de náufrago solitario como Robinson Crusoe, de un prisionero encerrado en un calabozo para siempre, incluso de un santo de Patmos, se define mejor si decimos que es «un hombre». Yo estoy bastante harto de la palabra «caballeroso», que me parece que se emplea unas veces de forma impropia y otras, con demasiada frecuencia, distorsionando exageradamente el significado, sin reconocer la sencillez del sustantivo «hombre» y del adjetivo «humano», lo que me induce a considerarlo parte de la hipocresía imperante.
Margaret reflexionó un momento. Pero antes de que pudiera expresar su lenta conclusión, reclamaron al señor Thornton algunos impacientes fabricantes, cuya conversación no podía oír ella, aunque imaginó su importancia por las respuestas breves y claras que daba él, que se puso serio y firme al oírse el estruendo de un cañón de salvas a lo lejos. Era evidente que estaban hablando de la huelga y de cuál sería el mejor curso a seguir. Oyó decir al señor Thornton:
—Eso ya se ha hecho.
Llegó luego un murmullo apresurado, al que se unieron dos o tres.
—Se han tomado todas esas medidas.
El señor Slickson planteó algunas dudas y citó algunos problemas, tomando del brazo al señor Thornton para recalcar mejor sus palabras. El señor Thornton se apartó un poco, arqueó levemente las cejas y repuso:
—Yo me arriesgo. No tienen por qué participar si no quieren.
Expusieron otros temores.
—No me asusta algo tan ruin como la agitación incendiaria. Somos enemigos declarados; y puedo protegerme de la violencia que preveo. Y protegeré a todos los que acudan a pedirme trabajo, por supuesto. Ellos conocen mi determinación tan bien como ustedes.
El señor Horsfall le apartó un poco a un lado, según supuso Margaret, para hacerle algunas otras preguntas sobre la huelga; pero, en realidad, era para informarse de quién era ella, tan serena, tan majestuosa y tan bella.
—¿Una dama de Milton? —le preguntó, cuando le dijo el nombre.
—¡No! Del sur de Inglaterra, de Hampshire, creo —fue la respuesta fría e indiferente del señor Thornton.
La señora Slickson estaba interrogando a Fanny sobre el mismo tema.
—¿Quién es esa joven tan guapa de aspecto tan distinguido? ¿Es hermana del señor Horsfall?
—¡Santo cielo, qué va! Aquél es el señor Hale, su padre, el que está hablando con el señor Stephens. Da clases; es decir, instruye a los jóvenes. Mi hermano lo ve dos veces por semana y por eso pidió a mamá que los invitara, para que se dé a conocer. Creo que tenemos algunos de sus folletos, si le interesan.
—¡El señor Thornton! ¿De verdad tiene tiempo para estudiar con un tutor con su trabajo y encima esta huelga abominable?
La actitud de la señora Slickson no permitía determinar a Fanny si debía enorgullecerse o avergonzarse de la conducta de su hermano; y, como todos los que toman las opiniones de otros por norma de las propias, solía avergonzarse de cualquier comportamiento singular. Su vergüenza se vio interrumpida por la dispersión de los invitados.